viernes, 2 de septiembre de 2016

El absurdo de las tres de la mañana

La situación roza tales puntos de absurdo que amenaza con destruir el equilibrio espacio-temporal, que según las películas es algo extremadamente delicado.
Llevo las últimas semanas durmiéndome de forma súbita, generalmente estando ya en la cama, aunque leyendo, pero también en otros lugares como puedan ser el sofá, la silla, la tumbona del jardín… No hay un acomodamiento previo, no ahueco la almohada, me pongo el pijama, me lavo los dientes o le pongo al menos el marcapáginas al libro, de hecho ni recuerdo ir a dormirme o tener sueño, tan solo estoy despierto y de pronto me despierto comprendiendo que he estado dormido. Mi madre, que a veces se levanta en la noche para beber agua, ha adoptado la costumbre de buscarme por la casa de tres a cinco de la mañana y apagar la luz de la estancia en la que me encuentre. En otros tiempos me habría llevado a la cama y me habría arropado, en otros tiempos.
Lo que ocurre es que se han visto malas gentes por el barrio. Defina usted malas gentes cuando el chatarrero lleva despertando a quienes no madrugan desde que el pan es pan y las hormigas son hormigas, pero bueno, que los vecinos están asustados y esa clase de temor es contagiosa, como correr tras el que ha firmado un seguro contra-incendios de su yate. Además, al margen de temores en bocas ajenas yo mismo había visto coches que van y vienen sin destino aparente, jóvenes bebiendo y fumando a las dos de la mañana —los días que no me había dormido, entiéndase—, basura en las calles y conductores de autobús que no dejaban de decir tacos en presencia de criaturitas y que se llevaron una amonestación leve. Y si a todo ello le sumas la escala de robos en esta urbanización en los meses de verano, pues me asusté o, mejor dicho, me previne. Así fue como empecé a rondar las ventanas de la casa, que como es un chalet de dos pisos cuenta con buenas vistas e increíbles puntos ciegos. Mi plan era rondar todas las ventanas del piso superior, pero mi madre y mi hermano no tardaron en prohibirme el paso a sus cuartos. Así pues mi itinerario se acabó componiendo de las ventanas de mi cuarto, del estudio y del baño que utilizamos mi hermano y yo. Estudiaba las dos calles en las que nuestra casa hace esquina y lo que se podía del callejón, que no era mucho. El cristal de la ventana del baño está ahumado, por lo que tenía la ventana abierta, para poder ver y para provocar una corriente fresca en las noches calurosas de verano. El problema es que esta ventana da a la calle y justo debajo se encuentra el tejado del garaje, por lo que una persona no especialmente ágil podría trepar por éste y entrar al baño, al pasillo, a la casa y a nuestra ruina. Por todo esto no es de extrañar que fuese allí, en el baño, donde más tiempo pasase y, como la ventana está encima de la bañera y tenía para ver bien, poder sacar la cabeza en caso de necesidad y tener la comodidad de apoyar los brazos en el marco de la ventana, me tuviese que meter en la bañera.
Y he aquí el absurdo. Me encontraba de guardia a las dos de la mañana, y en una pausa en la que me senté a escribir un cuento malísimo escuché en el callejón, debajo de mi ventana, a tres jóvenes adolescentes con problemas transcendentales de jóvenes adolescentes, y como buenos adolescentes gritaban y como buenos jóvenes desconocían que es de mala educación hacerlo a las dos de la mañana en un lugar exclusivamente residencial donde la gente duerme con la ventana abierta por si la cigüeña se anima a venir. Así que me armé de valor —para este tipo de actos se requiere mucho valor— y les informé, en un grito, de la hora que era y de que podían irse a… a otro lugar a seguir hablando. Se marcharon, furiosos, pero se marcharon. Al parecer uno de ellos vivía cerca y no quería que su padre se pudiese enterar de su reciente profesión de floricultor especializado en cannavis sativa. Entonces, al rato, dejé mi cuarto y me fui a la bañera, a sacar el rostro por la ventana. Y hasta ahí recuerdo, pero deduzco que me quedé dormido, de golpe, cayendo en la bañera con la sonrisa de quien sube al cielo o se interna en los sueños. Con la cabeza donde se colocan los pies, ese lugar ya ha sido utilizado muchas otras veces para dormir, por ejemplo en Málaga, hace nueve años, cuando Carlos y yo nos quedamos dormidos y no oímos las llamadas a la puerta de Manuel (no el de ahora, el anterior, pon un Manuel en tu vida) que tuvo que dormir en la ducha, que ni siquiera bañera, de la habitación de Diego Díaz y Alejandro Koronis, con el único consuelo de una almohada y una toalla. Bien, pues yo me desplomé con pequeñas zetas brotándome de entre los labios. Y resulta que uno de los tres muchachos, que no el vecino, iracundo como se iracunda uno en la juventud, escaló el tejado del garaje, subió hasta la ventana del baño, metió una pierna, la otra, el culo por medio de saltitos y aterrizó sobre mi tripa.
Eran las tres de la mañana y mi madre había empezado la ronda para ver dónde encontraba a su hijito del alma, su piedrecita del pensamiento, su bebé peleón, su tiránido roba-almas, dormido. El ruido la alertó y al abrir la puerta del baño se encontró la cortina de la bañera rodando por el suelo, con brazos, piernas y rostros en su interior.
«Qué raro —se dijo— esa mitad de ahí se parece a mi hijo.»

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