La
situación roza tales puntos de absurdo que amenaza con destruir el equilibrio
espacio-temporal, que según las películas es algo extremadamente delicado.
Llevo
las últimas semanas durmiéndome de forma súbita, generalmente estando ya en la
cama, aunque leyendo, pero también en otros lugares como puedan ser el sofá, la
silla, la tumbona del jardín… No hay un acomodamiento previo, no ahueco la
almohada, me pongo el pijama, me lavo los dientes o le pongo al menos el
marcapáginas al libro, de hecho ni recuerdo ir a dormirme o tener sueño, tan
solo estoy despierto y de pronto me despierto comprendiendo que he estado
dormido. Mi madre, que a veces se levanta en la noche para beber agua, ha
adoptado la costumbre de buscarme por la casa de tres a cinco de la mañana y apagar
la luz de la estancia en la que me encuentre. En otros tiempos me habría
llevado a la cama y me habría arropado, en otros tiempos.
Lo
que ocurre es que se han visto malas gentes por el barrio. Defina usted malas
gentes cuando el chatarrero lleva despertando a quienes no madrugan desde que
el pan es pan y las hormigas son hormigas, pero bueno, que los vecinos están
asustados y esa clase de temor es contagiosa, como correr tras el que ha
firmado un seguro contra-incendios de su yate. Además, al margen de temores en
bocas ajenas yo mismo había visto coches que van y vienen sin destino aparente,
jóvenes bebiendo y fumando a las dos de la mañana —los días que no me había
dormido, entiéndase—, basura en las calles y conductores de autobús que no
dejaban de decir tacos en presencia de criaturitas y que se llevaron una
amonestación leve. Y si a todo ello le sumas la escala de robos en esta
urbanización en los meses de verano, pues me asusté o, mejor dicho, me previne.
Así fue como empecé a rondar las ventanas de la casa, que como es un chalet de
dos pisos cuenta con buenas vistas e increíbles puntos ciegos. Mi plan era
rondar todas las ventanas del piso superior, pero mi madre y mi hermano no
tardaron en prohibirme el paso a sus cuartos. Así pues mi itinerario se acabó
componiendo de las ventanas de mi cuarto, del estudio y del baño que utilizamos
mi hermano y yo. Estudiaba las dos calles en las que nuestra casa hace esquina
y lo que se podía del callejón, que no era mucho. El cristal de la ventana del
baño está ahumado, por lo que tenía la ventana abierta, para poder ver y para
provocar una corriente fresca en las noches calurosas de verano. El problema es
que esta ventana da a la calle y justo debajo se encuentra el tejado del
garaje, por lo que una persona no especialmente ágil podría trepar por éste y
entrar al baño, al pasillo, a la casa y a nuestra ruina. Por todo esto no es de
extrañar que fuese allí, en el baño, donde más tiempo pasase y, como la ventana
está encima de la bañera y tenía para ver bien, poder sacar la cabeza en caso
de necesidad y tener la comodidad de apoyar los brazos en el marco de la
ventana, me tuviese que meter en la bañera.
Y
he aquí el absurdo. Me encontraba de guardia a las dos de la mañana, y en una
pausa en la que me senté a escribir un cuento malísimo escuché en el callejón,
debajo de mi ventana, a tres jóvenes adolescentes con problemas
transcendentales de jóvenes adolescentes, y como buenos adolescentes gritaban y
como buenos jóvenes desconocían que es de mala educación hacerlo a las dos de
la mañana en un lugar exclusivamente residencial donde la gente duerme con la
ventana abierta por si la cigüeña se anima a venir. Así que me armé de valor
—para este tipo de actos se requiere mucho valor— y les informé, en un grito, de
la hora que era y de que podían irse a… a otro lugar a seguir hablando. Se
marcharon, furiosos, pero se marcharon. Al parecer uno de ellos vivía cerca y
no quería que su padre se pudiese enterar de su reciente profesión de floricultor
especializado en cannavis sativa.
Entonces, al rato, dejé mi cuarto y me fui a la bañera, a sacar el rostro por
la ventana. Y hasta ahí recuerdo, pero deduzco que me quedé dormido, de golpe,
cayendo en la bañera con la sonrisa de quien sube al cielo o se interna en los
sueños. Con la cabeza donde se colocan los pies, ese lugar ya ha sido utilizado
muchas otras veces para dormir, por ejemplo en Málaga, hace nueve años, cuando
Carlos y yo nos quedamos dormidos y no oímos las llamadas a la puerta de Manuel
(no el de ahora, el anterior, pon un
Manuel en tu vida) que tuvo que dormir en la ducha, que ni siquiera bañera,
de la habitación de Diego Díaz y Alejandro Koronis, con el único consuelo de
una almohada y una toalla. Bien, pues yo me desplomé con pequeñas zetas
brotándome de entre los labios. Y resulta que uno de los tres muchachos, que no
el vecino, iracundo como se iracunda uno en la juventud, escaló el tejado del
garaje, subió hasta la ventana del baño, metió una pierna, la otra, el culo por
medio de saltitos y aterrizó sobre mi tripa.
Eran
las tres de la mañana y mi madre había empezado la ronda para ver dónde
encontraba a su hijito del alma, su piedrecita del pensamiento, su bebé peleón,
su tiránido roba-almas, dormido. El ruido la alertó y al abrir la puerta del
baño se encontró la cortina de la bañera rodando por el suelo, con brazos,
piernas y rostros en su interior.
«Qué
raro —se dijo— esa mitad de ahí se parece a mi hijo.»
No hay comentarios:
Publicar un comentario