martes, 20 de septiembre de 2016

Ovejímetro

Se podría decir que aquel es un valle de noche, pues de día no es gran cosa. Al irse la luz se ven bien recortadas las dos montañas de uno de los lados, formando la silueta de una eme mayúscula. Al otro lado hay cuatro montañas sin forma especial, con forma de montañas picudas, de cordillera, de espalda de dragón, como dice Martín. Este valle es conocido sobre todo por los duelos que se celebraban aquí en el siglo XVIII. En ellos los espadachines se ponían de espaldas y, llevándose el arma a atrás, debían matarse así, dando palos de ciego, espadazos de ciego. Martín a veces juega a ser espadachín, pero no le gusta la costumbre local y prefiere imaginar que mata con su rama a un enemigo que está delante. Generalmente mata al bobo de Pablo, a él le atraviesa el corazón muchas veces. Ahora tiene una rama, pero antes tenía un palo. Era un palo muy bueno y varios niños tenían envidia, uno de hecho se lo intentó quitar y llegó a casa con un chichón —porque dan igual los ensayos de esgrima, a la hora de pelear con un palo has de emplearlo como una cachiporra—. Era un palo recto, más delgado por el extremo que claramente servía de empuñadura, y Martín le había ido arrancando la corteza hasta dejarlo del color blanco que hay debajo. Pero un día, un domingo, llegó Rodrigo de la ciudad y le partió el palo contra la rodilla mientras reía muy alto. Martín no entendió aquello, su madre no se lo supo explicar y ahora tiene una rama que es un poco curva y de la que no sabe si quitar la corteza porque le gustaría encontrar un palo como el anterior.
Ya he dicho que es un valle de noche. Si la carretera que lo atraviesa soliese tener algo de tráfico es seguro que aparecería un establecimiento en el que se quedarían todos los viajeros al caer la noche, y más si hay una cuestión de corazones de por medio y suena el acero y la luna se mancha de sangre, pero eso son imaginaciones de Martín. Es un valle de noche y entonces los gallos cantan por segunda vez en el día al ver una luna tan inmensa en la que Martín puede contar hasta tres cráteres, o eso dice él, pero yo le creo. No es raro por tanto que cuando se encienden las lunes demasiado naranjas de la casa la madre y el hijo sufran semejante frenesí; ella hace el café, la colada, la comida y si se pone a tiro encuentra la escusa para que al hijo le caiga una colleja. Él por su parte se prueba la ropa del padre, ensaya esgrima nocturna, continúa aprendiendo a escribir las letras y, y a esto es a lo que quería llegar, abre la ventana de su cuarto y sale al prado, aparentemente negro. La madre sabe que sale pero ya no sabe qué hacer, además de que desde la guerra tiene siempre el miedo de que alguien venga de noche y ya no le parece mal que Martín esté por ahí perdido, en la pradera o más allá, en el bosque. Martín lleva cruzándole el pecho una bandolera que fue de su padre. Lo cierto es que en ella se llevaron granadas y cartuchos durante la guerra, pero la madre teme que aquello sobreexcite al niño (y más por la noche) además de que ahora está en la época de las espadas y no de los fusiles. El prado en otro tiempo perteneció a la casa, ahora una valla limita ésta y en la extensión verde, o negra, solo pululan ovejas. El pastor se llama Jacinto y tiene maravillado a Martín con lo que ha hecho, aunque noche tras noche uno se acaba acostumbrando. Las ovejas son ovejas de estas de pelaje blanco, las corrientes, las que son representadas en los dibujos de los niños como nubes con cabeza y patas, las frisonas, vaya. Y por el día pastan y son espantadas. Pero por la noche —y esto serviría de reclamo para ese hipotético lugar donde pernoctarían los viajeros— medio dormidas caminan, cogen carrerilla y saltan una vara de madera puesta sobre dos pilas de ladrillos. Por el día son ovejas y por la noche son ovejas que en fila india saltan una vara. Son ovejas para ser contadas, son ovejas para dormir. Martín, que solo tiene diez dedos en las manos, tiene un aparato para poder contarlas, se llama ovejímetro y se lo trajo su Rodrigo de la ciudad. En realidad es un ábaco, pero quién le rompería el encanto a un niño que pasa las bolas verdes para contar una oveja y pasa las bolas rojas para contar diez.
Martín lleva el ovejímetro en su bandolera, así como el barco metido en una botella y otros artículos mágicos o de extrema necesidad. La espada en ciernes no le acompaña porque es demasiado grande y porque va a entrar en el bosque, el cual le infunde respeto y sobre el que piensa, por alguna extraña razón, que no debe cruzar armado. Mientras camina por el prado no pierde de vista a las ovejas que con pereza —en realidad es sueño, vaya, pero los síntomas son similares— saltan, se recargan y saltan. Aun cuando no se le ha acostumbrado la vista a la oscuridad puede distinguir bien a las ovejas porque su lana brilla a la luz de la luna.
Martín llega al bosque y se interna en él porque si se parase un momento ya no se internaría en él. Igual que para subir a la bohardilla de la casa debe cantar para no tener miedo, en el bosque debe pensar. Y así va pensando que qué es el bosque sino una sucesión de árboles, solo eso, claro, árboles y el riachuelo, y los ojos que brillan en la oscuridad, y el ulular de un búho que parece sonar en todas direcciones a su alrededor, y la luz de la luna filtrándose entre las ramas de ese árbol cayendo al suelo como si fuese una extraña tela de araña… Pero no entiende muy bien a los animales (cambia la dirección del pensamiento porque no le gustaba el camino que estaba siguiendo ni le gustan las arañas), puede entender a las ardillas y a los zorros, pero no a los jabalíes, ciervos y lobos. A uno no le extraña ver al amanecer o al atardecer ciervos o jabalíes comiendo en los lindes del bosque, ni que una noche las ovejas estén muy despiertas y no salten la vara porque un lobo anda cerca, sin embargo Martín no logra imaginarse a esos animales caminando o durmiendo dentro del bosque, entre aquellos mismos árboles, porque míralos, están demasiado separados unos de otros, si anduviesen por allí uno podría verlos a mucha distancia. Martín solo soluciona este problema imaginándose un terreno especial, un rincón del bosque tal vez mágico donde los animales entran y pueden descansar, uno en el que siempre es de noche y hay muchísimo musgo que brilla por todas partes. Un lugar como el que frecuenta con Paula, a cuya casa ha llegado en cuanto ha salido del bosque.
A veces la ve mirándole desde la ventana, a veces ella salta sorpresiva desde detrás de un árbol. En algunas ocasiones la espía en la cocina, fregando tarde la vajilla bajo una luz mucho más blanca que la de su casa. En otras ocasiones tiene que jugar a atinar con una piedra en su ventana sin despertar a todos en la casa y en otras, las que menos, no logra dar con ella y se vuelve a casa solo y muy triste. Esta noche está en la cocina, suspirando aburrida, y antes de que él toque el cristal —y eso que se ha acercado a la ventana sigiloso, de puntillas en la hierba fresca—, ella ya se ha girado y le está mirando (ella le mira mira, ella le está mirando) con ojos de verdadera búha.
Salen y se internan por otro camino del bosque, uno en dirección a las montañas que representan las escamas del dragón. Ahora Martín no tiene miedo y solo desea hablar con ella, pero sabe que no debe hacerlo mientras van a su lugar ni estando cerca de la casa, de hecho mejor no hacerlo hasta que lo haga ella. Las pocas veces que no la encuentra podría ir solo allí, un lugar precioso junto al pequeño río, con piedras de musgo brillante y piedras blancas de río, a imagen y semejanza del paraíso de los animales, pero no lo hace porque no está ella y sin ella el lugar es bonito sin más. En realidad él siempre quiere hablar y apenas no hablan. No es que siempre quiera hablar, es que querría hablar más de lo que hablan, querría saber más de ella. Pero eso no se puede la mayoría de las veces y solo queda sentarse al susurro del agua, que ella meta la mano, la agite, la retire deprisa por estar el agua helada, le mire y le sonría.
¿Qué les une a Paula y a Martín? Martín desde luego no lo sabe, aunque piensa que igual la respuesta la tiene Paula porque ella sabe tantas cosas… A veces, generalmente cuando atraviesa el bosque y se obliga a pensar, piensa que quizá sí son novios, como dicen algunos, porque se ven todas las noches y no hacen cosas de novios, pero bueno, ¿qué hacen los novios sino hablar y que ella le sonría, le cuente algo que él no entiende y Martín le cuente algún hecho del día? Por ejemplo esa noche le habla de que su ovejímetro llegó a contra treinta y dos ovejas y que no sabe si quedarse con su espada porque es algo curva, a lo que ella le contesta que las cimitarras son curvas y él piensa que mañana mismo debe empezar a quitarle la corteza. Paula vuelve a meter la mano en el agua y Martín piensa que cómo no van a ser novios si se ven mucho más que los chicos y chicas mayores, que solo se ven a solas después de las fiestas y la noche de San Juan, la más corta del año, cuando se internan en el bosque por parejas porque se dice que es la noche en la que florece el helecho. Cuando Rodrigo viene de la ciudad y come con la silla muy apartada de la mesa, con las piernas muy abiertas, bebiendo vino, hablando muy alto y riendo a carcajadas mientras se golpea el muslo con una mano abierta, le suele preguntar a Martín que si tiene novia y él, según sus últimos pensamientos o si no ha podido verla la noche anterior, le contesta cada vez una cosa, conversación que Rodrigo termina sin excepción riendo muy alto.
El barco de la botella se ha dado muchos golpes contra el vidrio y ahora los mástiles cuelgan rotos. Paula dice que es que se trata de un barco después de una tormenta. A lo largo de la noche, de las horas que pasan allí, colocan la botella en el suelo y la van girando de tal manera que siempre apunte a la luna, como si fuese un reloj de luna aunque de reloj no tenga nada.
Si se van es porque Paula se levanta y Martín guarda deprisa las cosas y tira las ramas que examinaba como posibles espadas (porque como no puede atravesar el bosque armado y el pueblo queda de este lado quiere poder acabar con Pablo si se da la ocasión). Entonces caminan hasta la casa de ella y él recuerda sin excepción a Pablo, su otro novio, su novio de día, porque en el día no se verán ni hablarán ni sabrán si el musgo brilla también a la luz del sol. Ella entrará en la cocina y cuando a la mañana la descubran lavando los platos dirá que es que se quedó dormida sentada, apoyada sobre la mesa. Él pensará en los miedos del bosque por intentar no pensar en ellos y se sentirá aliviado al ver a las ovejas que ya no saltan la vara porque está amaneciendo y aún tienen un par de horas para dormir tranquilas antes de que llegue el pastor.

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