De muy buena tela, el traje se
sabía la prenda más bonita de la tienda. De hecho estaba en el centro, pero a
la hora del cierre le movían junto al escaparate iluminado para que los
viandantes pudieran seguir soñando con vestir tan bien. El traje era engreído,
por supuesto, pero cambió el día que trajeron a la tienda un vestido de novia.
Blanco, sí, pero sencillo, qué hermoso era. El traje había tenido lo suyo con
algún vestido de noche, pero nunca nada con una prenda como aquella, así que no
cesó hasta que ella le concedió una cita y juntos dieron vueltas sujetos al
ventilador de aspas del techo.
Pero qué triste, el vestido de
novia fue vendido. Tristeza para el traje, claro, no para la novia, que luciría
de maravilla en su boda, ni para el vestido, que trabajaría un día y
descansaría el resto de su vida. El traje se quedó solo y triste y esto le fue
haciendo huraño, oscuro. Si su color no se perdía era únicamente por la calidad
del material, pero cada vez se ausentaba más de su maniquí y decían que se le podía
ver por la sección de rebajas. Al final dio con un cuarto pequeño al final de
la tienda y allí se ocultó. Dicen que en aquel cuarto no volvieron a funcionar
las bombillas y que quien entraba no volvía a salir, que en la oscuridad algo
te atacaba sin que tuvieras tiempo de gritar siquiera.
El local fue vendido, una y
varias veces, y en tanto que cambió de dueño el cuarto fue desapareciendo de
los planos, de las conversaciones, y finalmente se tapió. Pero el traje dio con
un desagüe con salida a las alcantarillas y un día se coló. Las ratas le hacían
cosquillas al morderle pero no le hacían daño. Y así dio con él un vagabundo y
el traje pareció poseerle, le enseñó a hacer dinero y a comprarse otro traje,
momento en el que volvió a cambiar de dueño. Así llegó a dar con un ladrón que
emulaba a los delincuentes de guante blanco, ladrón porque robaba y de guante
blanco porque lo hacía bien vestido, así que el traje le acompañó en todos sus
trabajos hasta que quedó olvidado –no casualmente, claro está- en el respaldo
de una silla de una casa donde había entrado a robar. Las cortinas de aquella
casa le gustaron, le hicieron pensar que allí se valoraba el buen gusto, así
que decidió probar a quedarse un tiempo por entre aquellos armarios.
Fue un traje feliz en sus últimos
días. Tuvo algún desliz con una sudadera pero luego se calmó gracias al ánimo
de ser un traje y estar concebido para cosas serias. Vivió feliz hasta el día
de su muerte, en el que fue convertido en trapos.
Todo el mundo lo repetía, pero en el fondo nadie llegó a creerlo. Por eso todos se refugiaron aquí.
lunes, 26 de abril de 2021
El traje
lunes, 19 de abril de 2021
La hermana pequeña
Me llamó porque tenía miedo. Su madre no estaba y al entrar por la puerta me recibieron sus ojos y los de su hermana pequeña. Luego, mientras me servía un vaso de agua, me dijo que no me había llamado por ella, que no tenía miedo, sino por la hermana. En el salón se reunieron las dos, esperando que fuera a sentarme con ellas y a contarles historias. Cerca de las paredes desnudas había varios globos con forma de número. Por toda la casa había globos con números, cada pareja perteneciente a un cumpleaños, que en vez de tirarse se fueron acumulando celebrando fechas pasadas. Era una imagen decadente en realidad, mirar a alguien mientras miras los globos con los que celebraba su fiesta hacía dos años. A las hermanas les encantan mis historias, supuestamente son para la pequeña, pero la mayor bebe de ellas y ríe con más fuerza. Se acercan y me acarician las manos, son como criaturas mitológicas agradeciéndome en su mundo. Pero les va entrando el sueño y la pequeña se va, dándome las buenas noches y un beso en la mejilla. La mayor bosteza y me acompaña hasta la puerta, pero allí, cuando me voy a despedir, me coge la mano y me pide que me quede. En realidad está suplicando que me quede, sus ojos se vuelven dos lagos. Yo accedo, aunque no quiero, porque me dice que es por su hermana, para que haya alguien más en casa. No me suelta la mano y me lleva de ésta hasta su cuarto, donde me deja para que me desvista mientras ella va al baño a ponerse el pijama. Después apaga la luz y oigo como llora ya en la cama. Yo la abrazo, no me quedan palabras y éstas, cuando las uso, son siempre arbitrarias porque no sé qué decir, así que solo la abrazo. Ella me intenta besar, pero es un beso torpe y casi se ahoga con sus lágrimas. Yo la miro con seriedad, pero como no la veo en la oscuridad me la imagino. Ella me dice que no es su hermana quien tiene miedo, yo le digo que ya lo sé. Me dice que en realidad su hermana no existe, que todos aquellos globos de cumpleaños son de su madre y de ella y que su madre no está. Le abrazo y le digo que ya lo sé. Y la hermana, que no existe, nos mira desde un rincón, triste porque se quedará sin historias y triste porque no la podemos ver porque está oscuro.
lunes, 12 de abril de 2021
Que si no me das la mano me voy al suelo
Que yo salgo del charco,
arrastrándome, a cuatro patas, y aunque sí es verdad que finjo un poco también
lo es que no podría levantarme sin volver a ver el suelo. Y tú estás ahí,
tendiendo, y llevas falda. Yo me quedo obnubilado mirándote. Fíjate, he dicho obnubilado,
he estirado la mano y he cogido la primera palabra que pasaba ante mí y mira si
me gusta. Tú coges el barreño y te vas y yo como los animales te sigo entre la
maleza, pero no te puedo cazar, no a este ritmo tan patoso. Así que me voy
levantando como puedo, las piernas, la cadera, la espalda y al fin la cabeza y
entonces te has parado, te giras y dices:
—¿Ves como podías andar?
Y así yo me caigo al suelo.
Me coges de la mano y no me sueltas aunque empiece a sudar. Y yo como un niño pequeño aprieto los labios para que no se me escape preguntarte si no me sueltas porque te gusta tenerme o es que temes que me venga abajo si lo haces. Pero la duda va creciendo y me hincho, y me voy inflando como un globo, tanto que me elevo del suelo y me pongo rojo, de la presión y la vergüenza, y la mano sudada se escurre entre tus dedos y así me escapo de todo y me pierdo también. Mientras me elevo en el aire pienso que eso de subir como un globo sí que da vértigo y no la caía desde un edificio. Intento ver mi vida pasar pero lo dejo en seguida, no es serio deprimirse justo antes de morir. Pero ahí estás tú, que con las manos arrancas el tronco de un árbol joven y con los dientes lo limpias de ramas y maleza, lanzándolo después como una pértiga que me da en la tripa y me hace decir ¡ay! Y otra vez al suelo. Ahí me coses la herida con tanto cariño que me haces llorar, y cuando me preguntas que por qué lloro me pongo a llorar más por no saber contestarte.
Luego me vas soltando la mano y en tu ausencia más que en tu presencia veo que soy todo un niño, que si no me lanzo al lodo espero que asientas y me digas que muy bien. Me gusta la casita que has construido, encima de una ladera, donde te veo tender más veces de la cuenta a modo de seña, de cómo empezó todo, de guiño entre la seriedad que nos atañe. Por eso me siento peor cuando me pongo a deambular y me dejo caer en los rincones oscuros de la ciudad, donde las manos hábiles me ayudan a caer y seguir cayendo. En esos casos, con la visión torcida, ya no sé si desear que aparezcas y me rescates y me sienta mal porque me veas así o salir a rastras y buscar un abrevadero donde meter la cabeza para comprobar si el destino quiere que me muera o solo me refresque.
Intento subir la ladera, voy dando pasos cada vez más lentos, consigo erguirme y te veo al otro lado de la ventana y puedo percibir por un momento tu mundo sin mí. Entonces me yergo tanto como para caer de espaldas y caigo ladera abajo. No quiero arrastrar tu mundo limpio al mío, porque está claro que yo no me levanto sino que te voy encogiendo. Me arrastro hasta encontrar un poco de lodo y así, a rastras, entro en él. Hay que reconocer que una vez dentro no se está mal, es agradable.
lunes, 5 de abril de 2021
Una cuestión que no podía esperar
El camión se movía despacio por
entre los escombros de las calles. En un punto dado se detuvo y de él bajaron
dos soldados. Justo en ese momento hubo una explosión unas calles más allá y ambos
se agacharon. De la que se incorporaban uno levantó la cabeza y se quedó
mirando el coche negro que recorría el sendero dejado por el camión. Un coche
negro, bonito, elegante, no un vehículo militar, una estampa extraña en aquella
calle derruida que parecía estar al margen de todo aquello si no fuera por la
película gris que se le había quedado a raíz del polvo y de los restos de
edificios que no dejaban de caer. El soldado escupió al suelo porque aquello le
parecía una insensatez, solo que además era una insensatez tal que podía
costarle la vida. Aquella ciudad no estaba tomada, ni estaba cerca de estarlo,
es más, el conflicto estaba tan solo a una manzana más allá. El enemigo podía
avanzar y alcanzarles entre el caos, algún soldado podía haber traspasado las
líneas y estar apuntándoles o directamente podían saltar en pedazos a causa del
disparo de la artillería de uno u otro bando. Entre aquellas opciones el
soldado prefería, desde luego, la del francotirador infiltrado porque cómo iban
a dispararle a él cuando de aquel coche bajaba en ese mismo momento el
Ministro. No un general, ni siquiera un político, era el Ministro, la mano
derecha del Dictador, una de sus personas cercanas. Y no tenía nada mejor que
hacer que pedir una escolta para ir a la línea del frente de una ciudad que
llevaba meses bajo asedio.
El Ministro se bajó del coche y
saludó a los dos soldados que le miraban desde detrás del camión. Miró a su
alrededor y por un momento le costó reconocer la calle. No es que estuviese
destruida, es que estaba cambiada y después destruida. Se acercó a la casa, un subsuelo
al que se accedía bajando unas escaleras desde la calle, lo que había salvado
el inmueble de las ondas expansivas de las explosiones. La puerta estaba
cerrada y tuvo que pedir a los soldados que la forzasen. Entró, y cuando lo
hizo aún no sabía si se encontraría a alguien dentro. No pidió a sus hombres
que entrasen antes, lo hizo él directamente, pero con la mano cerca de la funda
de la pistola. Sin embargo la oscuridad y lo cargado del aire le hicieron ver
que aquella casa había sido abandonada hacía tiempo. En mitad del salón miró un
momento hacia los cuadros de las paredes y después se dirigió directamente al
último cuarto de la casa. En él buscó en la estantería y sobre la mesa, pero no
lo encontró. Miró en la estantería del salón, debajo de la cama y en la basura.
¿Cómo podía ser? Se lo podía haber llevado, claro. Eso le hizo sonreír,
imaginarse una evacuación de miles de personas y él, entre algo de ropa, comida
y las joyas de su madre, acordarse de llevarse aquello. Así que el Ministro ya
se iba cuando recordó algo. Volvió al cuarto del fondo, levantó la almohada y
allí estaba, su libro. Cuando salió, uno de los soldados le preguntó si había
encontrado lo que buscaba, pero el sonido de una explosión ahogó la respuesta.