domingo, 27 de junio de 2021

Yo vine del país de la tierra roja

 

 Yo vine del país de la tierra roja. Es posible que hayas oído decir que el nombre le fue dado por la sangre de los que han muerto o porque el sol del ocaso se desgarró en las montañas del oeste y derramó sus colores cubriéndolo todo. Pero lo cierto es que la tierra es roja por ser rica en minerales, nada más. Si me preguntas qué minerales no lo sé. No sé muchas cosas, no sé ni la mitad de las cosas que sabéis la gente de por aquí. Yo vine hace tiempo con un primo mío y unos amigos de él. Entramos en este país ilegalmente, pero nuestro caso fue distinto, no como los de las noticias, para mí al menos fue divertido. Yo no estaba mal en mi pueblo, mi familia siempre había tenido para comer, por lo que no tenía la necesidad de irme, pero me invitaron a viajar con ellos y no acepté desde la necesidad, sino desde la aventura.
 Nada más pisar tierra los cazaron a todos y los devolvieron a la tierra de los atardeceres eternos, a todos menos a mí, que seguí por aquí dando vueltas hasta que llegué a la capital, solo y sin rastro del sentimiento de aventura que me había acompañado hasta entonces. Quien no había viajado obligado ahora tenía que quedarse, y nunca me había planteado mi futuro, yo vivía en un eterno día a día y había estado haciendo lo que me habían mandado, pero ahora debía construir algo sin tener los materiales ni la idea de cómo hacerlo.
 No sé cómo (bajo algún designio divino, estoy seguro) encontré la zona de mi país en aquella ciudad. Quiero decir el barrio, pero que más que barrio era una embajada que ocupaba manzanas y manzanas en las que la estética y la lengua eran las que yo conocía. Esta ciudad dentro de la ciudad  se vaciaba de madrugada y no quedaba ni un alma, como si presenciases una evacuación. Todos trabajaban en otras partes de la ciudad, para gentes que sí pertenecían a la misma. Y tampoco había tiendas porque nadie iba a abrir si no tenía a quien vender, así que caminaba por las calles apocalípticas hasta que llegaba la tarde y volvía la marabunta.

 Entre toda aquella gente me encontró mi madre. No físicamente, claro, sino que una tarde se me acercó un tipo, me preguntó mi nombre y sin decir nada más me largó un teléfono, ahí estaba la voz de mi madre. Había conseguido un teléfono, en casa no teníamos, y había utilizado todos los medios y personas a su alcance hasta dar conmigo. Ahora me preguntaba qué tal estaba, qué comía, dónde dormía, qué tiempo hacía, cómo me vestía, qué tal hablaba la lengua, a quién había conocido, si había tenido problemas y, la que más miedo me daba, dónde trabajaba. La verdad es que no trabajaba en ningún sitio y en varios a veces. Alguna mañana conseguía que me llevaran a alguna de las fábricas, cocinas, lavanderías, talleres y demás sitios donde puedes trabajar porque el cliente no te ve la cara, allí me habían prometido un salario de mierda por no tener papeles “créeme, muchacho, contratándote estoy asumiendo un riesgo altísimo por si me pillan” me traducían mis congéneres. Pero al margen de que no solían pagarme, yo parecía un patán desempeñando una tarea nueva en comparación con los demás trabajadores ya experimentados, así que no me solían coger el día siguiente. Pero no le dije nada de eso a mi madre, le dije “no te preocupes, mami, estoy trabajando en una empresa, llevo un traje como en las películas”. No sé por qué dije aquello último, mi madre empezó a llorar y dar gritos de felicidad porque llevar un traje para ella era poco menos que ser ministro o banquero, una prenda mágica que en mi país solo se llevaba donde había ventiladores en un país donde no había ventiladores en ninguna parte. Me dijo, en un llanto incomprensible, que quería verme, que necesitaba verme así vestido. Quedamos en que ella conseguiría de la forma que fuera un esmarfone y que yo conseguiría otro y le mandaría la foto. Y para cuando colgué la llamada me sentía casi feliz, contagiado por ella, justo antes de darme cuenta de lo que había hecho y de que estaba jodido, pero bien jodido.
 Por mi parte conseguir un móvil con cámara no era tan difícil, había uno en un bar permanentemente enchufado al cargador que se alquilaba a precios estratosféricos para mandar fotos, recibir llamadas o ver pornografía. Acordé un buen precio a condición de usarlo a una hora poco demandada, pero el problema estaba en cómo hacerme con un traje. No hablo de una camisa blanca (muchas veces ya de un color marfil amarillento por el uso), esas abundaban, son el uniforme de mi raza cuando trabajamos sirviéndoos. El problema era la americana, los pantalones y los zapatos.

 Soy un tipo muy alto y delgado, alguien de buen aspecto en mi país pero que aquí se ve enfermizo, y eso era un problema porque por estas calles sí que había un traje, uno bonito con camisa limpia: el del chófer, y el chófer era gordito y de poca estatura. El chófer trabajaba para una empresa conduciendo limusinas y con lo que ganaba podía ser fácilmente la persona más rica del barrio. El problema que tenía era que la servidumbre se le había filtrado por la porosidad de la piel hasta el sistema nervioso y era parte de su ser, de manera que enviaba a casa todo lo que ganaba y entre nosotros se comportaba de forma sumisa con muchos perdones y losientos, y eso que era el único que llevaba una maldita pajarita.
 Le pillamos en plana calle entre tres y le colmamos de cumplidos, lo cual le aterrorizó, porque para él aquellos cumplidos eran muy conocidos, eran el preludio del hecho de que le pidieran un favor. Y así era, le pedimos el traje, dijo que no y básicamente jugamos a desnudarle allí, entre un coche y una pared de ladrillos pintarrajeada, entre una niña con una pelota de baloncesto y una mujer que nos miraba apoyada en el alfeizar de la ventana fumando despacio, absorbiendo las vidas ajenas con la mirada. El traje me quedaba pequeño, demasiado pequeño, hasta se rajó por la parte de la espalda cuando quise moverme. Le pedimos perdón al chófer y le dijimos que le compensaríamos, lo cual era una mentira generalizada que se usaba más o menos para decir gracias en muchas situaciones. Al menos de aquello saqué la pajarita, que me iba bien.

 Eran cuatro y les fui sincero, les hablé de mi madre y de su ilusión por verme trajeado. El más grande de ellos dio dos pasos hasta quedarse frente a mí y me pegó tal bofetada que de haber sido más bajo me habría tirado al suelo. “Eso es por mentir a tu madre”, me dijo, y después aceptó ayudarme porque ver a una madre triste era algo imperdonable, dijo, sin importar a quién hubiera parido.
 Trabajaban en una lavandería y entramos de noche. Uno tenía las llaves y otro se suponía que se sabía la clave de la alarma, pero resultó que no se la sabía, así que tuvo que cortar la corriente. De esta manera, en una nave sin ventanas, sin luz y sin linternas ni nada parecido, nos costó dios y ayuda hallar los trajes entre los abrigos y las alfombras. Como no veíamos y era engorroso ir probándoselos, fui poniendo mi brazo sobre las mangas estiradas de las americanas para hacernos una idea y cogimos el que vimos que era más grande. Una vez de vuelta al barrio me lo probé y vi que me quedaba enorme, debía pertenecer a una persona no más alta pero sí enormemente gorda. El problema es que no tenía más tiempo, mi madre había ido a la finca de los ricos, allí cerca de la aldea, y les había dicho que le dejaran su teléfono para ver mi foto y ellos habían aceptado por puro interés, porque aquello había que corroborarlo, ya que si yo llevaba traje querría decir que mi familia podía volverse rica y hacerles competencia, pues ellos eran ricos pero ricos de allá, que en realidad no es más que la suma de unas vacas y un poco de miedo colectivo.

 En el bar había mucho ruido, gente y luces, así que por una vez dejaron a un cliente desenchufar el móvil del cargador y llevárselo a la trastienda. Allí un amigo no supo hacerme una foto sino que grabó un vídeo de tres segundos desenfocado en el que aparecía yo con mi traje descomunal, la pajarita, unos barriles de cerveza y un espejo robado de los probadores de alguna tienda. Mi madre me llamó al instante. Yo ya temblaba pensando en su ira o, peor, en su decepción, pero me sorprendió volverla a escucharla tan alegre, tan contenta, hablando de que había que desempolvar las viejas tradiciones y sacrificar algún cabrito.
 Yo salí de la trastienda emocionado también, pensando que en ese momento todo era posible, que de verdad podría tener algún día un trabajo al que ir vestido en traje, pero esa sensación duró hasta que la dueña del bar, y por tanto del teléfono móvil, me dijo que un vídeo de tres segundos era como tres fotos y que tenía que pagarle el triple.

lunes, 21 de junio de 2021

La niña junto a la corriente

A Paula, la niña junto a la corriente. 


Se sentaban junto al río después del colegio. Solía llegar él antes, se sentaba en la loma verde, se abrazaba las rodillas y miraba el curso del agua hasta que se daba cuenta de que ella ya estaba sentada a su lado. Tiempo antes de que ella empezara a venir él ya iba al río, llegaba, se sentaba y hasta el anochecer no volvía a casa. Desde que venía ella volvía a casa antes, mientras aún brillaba el sol, pero visiblemente más contento.

Lo compartían todo, la comida que pudieran tener, las historias del día, el barro bajo las uñas o los pelos rubios de la niña mala que se había metido con ella habiendo perdido en consecuencia el derecho a tener un pelo tan bonito y brillante. Compartían también el silencio mirando la corriente, la suavidad y claridad del agua, el vuelo de las libélulas, las ranas que huían y el ágil maniobrar de los peces.

Pero un día ella llegó, él le dio unas migas de pan y a cambio ella dijo:
—Tengo un secreto.
Y él le preguntó que qué secreto era, pero ella no se lo quiso decir. Él no lo entendía, porque los secretos ajenos siempre habían sido para terceros y no para ellos, aquel lugar era el agujero donde iban a caer las cosas de los demás que luego ellos compartían. Y si era un secreto de ella tampoco había razón para no compartirlo. Así que él se molestó, y le molestó más aún la sonrisa que esgrimió ella al verle a él molesto.

Las tardes se fueron llenando de cosas nuevas que decían ser importantes y demandaban tiempo y así se perdieron las ocasiones de ir a sentarse junto al río. En realidad fue él quien empezó a faltar, y no hizo el esfuerzo de sacar tiempo para ir a visitarla, pese a que sabía que ella seguía sentándose junto a la corriente a esperar por algunas horas a ver si él volvía.

Años más tarde él vino de visita desde la ciudad y después del itinerario obligado acabó junto a la loma verde. Con las manos en los bolsillos miró la corriente, hoy muy estropeada y sin vida aparente, y de pronto se dio cuenta de que ella estaba a su lado, sin que la hubiese sentido acercarse. Ella no se había movido del pueblo en todos aquellos años y se le notaban en el rostro las ramas de los árboles, las sombras de las lápidas y el polvo del camino. Mantuvieron un silencio tan largo que aburrió hasta al Sol, quien se despidió con un cielo rojo y se marchó. Después él le preguntó por aquel secreto y ella le contó lo que recordaba, algo acerca de ella y de la niña rubia riéndose de él por cualquier tontería. Se despidieron y él se volvió a la ciudad guiándose por la luna.

De camino a casa pensó en que había abandonado aquella amistad hacía años por un secreto que hoy no era nada. Qué curiosa era la relación del tiempo con todo lo demás. Aunque quizá no hubiera sido solo el secreto, tal vez había habido más cosas, y le vinieron imágenes de ella cazando las libélulas para arrancarle las alas, atrapando las ranas que huían para ensartarlas en un palo y pescando con las manos desnudas para sacar a los peces del caudal y dejarlos morir sobre la hierba al sol. Pero sacudió la cabeza y se libró de aquellos recuerdos, porque en verdad qué importaban ahora.

domingo, 13 de junio de 2021

Sobre el asfalto

 

El camionero ha colgado el teléfono y ahora fuma un cigarrillo con una mano en el bolsillo y el cuerpo apoyado contra la cabina, junto a la rueda. Le han preguntado que en qué kilómetro estaba, no lo sabía y tenía que consultarlo en el gps del teléfono, pero para eso debía colgar la llamada, así que lo ha hecho y cuando ha vuelto a llamar le ha contestado otra teloperadora distinta, de manera que no está seguro de si dentro de un rato llegarán dos unidades en lugar de una.

Una mujer, unos metros más allá del camión, se ha sentado bajo un árbol mientras se abanica con un trozo de publicidad que le habían dejado en el limpiaparabrisas. La publicidad se la pusieron en la calle Vallesverdes, en Madrid, un tipo negro de origen colombiano que trabaja poniendo publicidad en los limpiaparabrisas de los coches aparcados por todo el barrio, a veces trabaja también metiendo publicidad en los buzones. En este caso la publicidad era de ventanas, una oferta para cambiar todos los cristales de tu casa por un precio muy razonable a pagar a plazos. La mujer se abanica pensando en el calor y en los problemas que le podrá acarrear el incidente cuyos retazos puede observar frente a ella. Uno de los principales problemas es que no llegará a Valencia hasta la tarde cuando pensaba comer allí y dar así por inaugurado el verano.

En frente de la señora que se abanica camina de mala manera otra señora aún mareada por el golpe. Tiene la vista fija en el suelo y va recogiendo los pedazos del coche de su marido que juzga suficientemente grandes. No se ha planteado por qué los está recogiendo, el coche no tiene arreglo, quizá para limpiar la carretera y no molestar a los demás con su tragedia. No importa que le hayan embestido por detrás, se encuentre mareada y le duela el cuello, si tuviese una escoba se pondría a barrer todos los trozos de cristal desperdigados por el asfalto.

El marido de la señora que recoge su coche a cachos sigue sentado en el asiento del conductor. Hace un rato la señora del otro coche le preguntó si se encontraba bien y él contestó que sí (entonces ella sintió que había hecho todo lo que tenía que hacer antes de buscar en su guantera los papeles del coche, coger el papel de la publicidad de los cristales e ir a sentarse bajo el árbol), sin embargo después le ha venido una especia de mareo, ha cerrado los ojos y ha apoyado la frente en el volante. Sin que se de cuenta pierde el conocimiento por un momento y la frente le resbala hasta tocar el claxon, pero éste se ha estropeado con el golpe y no suena. No sabe que tiene una conmoción y que se morirá al cabo de doce horas sin haber pasado por el hospital.

Los primeros coches del atasco ya formado deciden que han hecho una espera prudencial para no parecer egoístas y pitan al camionero que se había detenido a ayudar (otros tres coches habían pasado antes sin apreciar que nadie pudiese necesitar ayuda) y éste tiene que acabar marchándose por el sembrado de trozos de luna, haciendo que la señora del coche siniestrado se sienta bien por haber quitado los trozos del parachoques que sin duda obstaculizarían. El camionero se despide de ella con la mano, de su marido no se despide porque le cree dormido. Al lugar llegarán efectivamente dos coches de policía y dos ambulancias, coincidiendo los paramédicos en que el hombre no necesita pasar por el hospital y los policías en que sin duda aquel kilómetro es terrible, lleno de accidentes, y se debería reducir la velocidad.

lunes, 7 de junio de 2021

El río es denso y arrastra cosas

 El sargento se había separado de sus tropas. Al salir de la aldea les había dado la orden de que avanzasen sin él, cruzasen el puente chico y siguiesen el camino hasta el cuartel. Por allí decir camino era decir mucho, casi había que guiarse más por el viento, el norte y el este, porque a los caminos se los iba tragando la selva y esa era una lucha que el hombre sabía perdida. Habían salido hacía tres días del cuartel para sofocar una revuelta en una aldea sin importancia y habían cumplido su misión, oh sí, sí que la habían cumplido. Si había una unidad demográfica más pequeña que aldea a eso la habían reducido. Había dos ríos ahora en aquella zona, el que pasa bajo el puente chico, al que el sargento se dirigía, y uno nuevo, rojo, que se perdía en la selva. Cabe preguntarse si el sargento sufría remordimientos en algún momento, en la noche, quizá, pero el sargento no mezclaba su trabajo con sus sentimientos, él obedecía órdenes y no buscaba más que el cumplimiento de las mismas. Solo un rostro lograba aparecerse ante él en las horas agotadoras de la siesta, no para lamentarse, sino para distraerle, como un conocido de vista con el que no se tiene relación, pero igualmente se le aparecía. Era el de un viejo chamán de una religión ya extinta que se paseaba por los mercados de una ciudad recogiendo la basura del suelo, hablando con quien pudiera y aceptando algunas limosnas que nunca pedía expresamente. Aquel hombre, que podía cruzar el bazar sin ser visto si uno no quería verle, llenaba a la gente de un sentimiento cálido y denso cuando le veían acercarse. Pues a ese hombre tuvo que hacerle el sargento arrodillarse en la plaza junto con otras doscientas personas. Fue cuando la religión tonteó con el gobierno y se produjeron persecuciones de todo aquel que rezase a un dios distinto o al mismo pero llamándole por otro nombre.

El sargento llegó al fin junto al puente chico. Venía andando y había tardado más de lo esperado. Llegó junto al puente chico o más bien junto a lo que quedaba de él. Otros viajeros allí plantados le contaron que había habido grandes lluvias en el nacimiento del río y éste había crecido tanto que lo había arrollado todo a su paso, incluyendo el puente. El sargento, como buen oficial, tenía una expresión siempre tensa y tranquila, así que sacó su pitillera, se encendió un cigarrillo y echó a andar, despacio, río abajo buscando un lugar por donde cruzar. El río, ahora cebado, parecía fluir lento, pero el sargento sabía que quien lo intentase cruzar moriría ahogado inevitablemente y su cuerpo sería enterrado en el cementerio del lecho de barro. Tiró la colilla a las aguas oscuras y aún vio unos segundos el blanco del filtro antes de desaparecer. Después vio, unos metros más allá, una hoja flotando. Era una hoja verde de una forma impecable, como el dibujo de un libro de botánica, y aunque la arrastrase la corriente parecía no tener nada que ver con las aguas, parecía levitar unos centímetros sobre ellas. El sargento echó a andar más deprisa con tal de seguirla. Varias veces tropezó y se levantó asustado creyendo haberla perdido, pero el verde de la hoja destacaba frente a los colores impuros del río. En un momento dado, donde el río empezaba a dibujar enrevesadas curvas sobre la tierra, vio cómo la hoja se acercaba a la orilla y estiró la mano para cogerla.

Cuando llegó la noche llegó también el frío. El sargento empezó a tiritar con la violencia que solo había visto en los soldados que habían enfermado con las fiebres del bosque. A duras penas encontró un pequeño claro y logró encender un fuego. Cuando éste estuvo listo pudo calentare lo suficiente como para hacerlo más grande y así formó una gran hoguera por la que habría castigado a sus subordinados, un fuego así podría ser visto desde muy lejos. Entonces, ya sentado y habiendo entrado en calor, sacó la hoja. No estaba ya mojada, pero igualmente parecía brillar como si la cubriese el rocío. De pronto oyó pasos en la negrura que se acercaban. Guardó la hoja y sacó el revólver. Entonces salió de la oscuridad el viejo chamán y se sentó frente a él. El sargento bajó el arma pero sin dejar de apuntar.
—Yo te maté —Y el anciano chamán asintió en silencio.
—Tú me mataste, pero no pareces sorprendido de verme aquí esta noche.
—Es la selva, que embruja a un hombre solo —Y el anciano negó varias veces, despacio.
—Ahora ya no estás en la selva. Si fuera de día podrías verlo, pero aquí nunca luce el sol.
—¿Estoy muerto? —El anciano asintió otra vez—. ¿Cómo he muerto?
—Siempre pensaste que morirías bajo un arma como la que sostienes, sin embargo moriste por la hoja de un árbol.
—Yo solo bajé la corriente.
—Es cierto, fuiste corriente abajo hasta llegar aquí.