La madre le entrega una
bolsa de cartón a cada uno. Le gustaría también pasarles la mano por el pelo,
pero se detiene por los ojos. Sus ojos, muy oscuros, que no ves cuándo
parpadean, le hacen estremecerse, le hacen sentir pena y soledad, pensar que
hizo algo mal en algún momento, y solo son sus ojos. En cambio logra decir:
—Portaos bien.
Los dos hermanos bajan la cuesta y atraviesan
el camino de tierra del pueblo. Visten de forma similar, llevan ropa azul o
negra o gris o marrón que nunca destaca y que puede que se intercambien. Vistos
desde detrás no sabrías diferenciarlos.
No toman el desvío que
sube la colina hasta donde está la escuela. Tampoco van a la plaza donde está
la iglesia. Se dedican a andar hasta que el camino termina o cambia y ya no
están en el pueblo sino que hay árboles y se escucha el río. El suelo pasa de
amarillo crujiente a verde resbaladizo. Paran cerca del agua, justo antes de
ver el río. Dejan las bolsas juntas, a un lado, luego se miran y sin que uno
provoque o el otro se sienta provocado se empiezan a pegar. Se golpean
duramente, se hacen daño con el puño cerrado, se golpean en la cara. Su pelea
tiene cierto ritmo, pero al final uno se inclina hacia adelante y vomita
amarillo y rojo sobre el verde. El otro coge las dos bolsas de cartón y va a
sentarse junto al río. Desde allí no ve a su hermano y con el ruido de la
corriente tampoco le oiría si dijera algo. Abre una de las bolsas y saca un
emparedado. Lo come despacio, masticando mucho, después saca de la misma bolsa
una botella de vidrio llena de leche y se la bebe en tragos forzados hasta que
se acaba. Entonces abre la otra bolsa y saca otro emparedado. Empieza a
morderlo, en mordiscos más cortos que tarda más en masticar, pero no tiene hambre y lo tira lejos. Al final se levanta, abre la segunda botella de leche y
la vacía sobre el río, haciendo su corriente medio litro más caudalosa.