Algo pasaba con la
habitación 33, cuando llevaron allí a un paciente con neumonía se encontraron
con las dos camas ocupadas cuando en las hojas de la enfermera jefe solo
figuraba el hombre de las quemaduras de segundo grado. De la señora de al lado,
que presentaba numerosas heridas y huesos rotos, no había constancia. La
enfermera que habló con ella dictaminó que su ingreso en el hospital sí debía
haber sido registrado pero que se habrían extraviado los documentos, así que allí
mismo volvió a tomar nota de sus datos en unos papeles que también terminarían
por perderse. El hombre de las quemaduras, al que le habían inmovilizado el
cuello y no alcanzaba a ver la televisión, entabló entonces conversación con
ella. Al parecer, le contó, ella se encontraba cruzando un paso de peatones, de
día y con buena visibilidad, cuando un vehículo la arrolló entre lágrimas y
lamentos del conductor que juró no haberla visto. Después
pasó a contarle su historia, y mientras lo hacía, los enfermeros que traían la
comida solían traer el menú de él pero tarde recordaban haber vuelto a olvidar
el de ella. Ella estudiaba en la universidad, iba a curso por año y su vida
había sido siempre exageradamente simple. Hija única, pasó mucho tiempo en casa
sola cuidando de sus muñecas, de un perro al que no lograba despertar y de una
televisión cuyo mando en sus manos parecía no tener nunca pilas. Su único
deporte fue el ajedrez, donde el rival perdía siempre al acabársele el tiempo
mientras esperaba distraído que ella realizase un movimiento que ya había
hecho. En la universidad tuvieron que aprobarla a la fuerza en más de una
ocasión por haber perdido su examen, y en clase, a pesar de vestir siempre
colores muy vivos, compañeros y profesores se sorprendían siempre creyéndola
nueva. Esta historia fue la que le contó al hombre de las quemaduras, que la
escuchó sin distraerse, que se recuperó antes que ella y que nada más salir del
hospital un pitido náutico de un autobús interurbano le hizo olvidarlo todo,
porque menudos son esos ruidos.
Todo el mundo lo repetía, pero en el fondo nadie llegó a creerlo. Por eso todos se refugiaron aquí.
sábado, 29 de abril de 2017
Así de pronto
Así de pronto aparece y
todo parece difuminarse un poco. Lo suelo prever, verlo venir, porque una
angustia me toma el pecho. Luego las cosas tiemblan, se difuminan y aparece. Yo
miro a la gente, a sus ojos desviados que no quieren girarse para ver su muerte
inminente. Entonces trago saliva, saco el arma, me levanto y ataco. Siempre
gano por la costumbre, porque la criatura parece indecisa mientras nos mira a
todos nada más aparecer. Luego, manchado de sangre, aprieto los ojos, porque el
cuerpo, el arma y la sangre desaparecen y mis compañeros solo ven a alguien que
acaba de levantarse y moverse por el aire como un loco. Cada vez que todo
vuelve a temblar, a difuminarse, yo les miro, esperando a que por una vez giren
la cabeza y vean aquello antes de que yo salte a matarlo y luego se asombren y
me pidan perdón, que por una vez abran la boca sin enseñarme los dientes.
Entonces espero hasta el último momento, hasta que corren peligro, y ahí ya no
puedo evitar sacar el arma y atacar.
Fue cosa mía pensar que
igual las risas tenían razón, que estaba loco. Así todo se volvió difuso y yo
apreté las manos. La criatura fijó su mirada en cada uno y se movió. Yo
permanecí quieto, pensando que aquello no era verdad, que pronto desaparecería
y que nadie me volvería a mirar. Pero la sangre saltó, entonces hubo gritos y
yo permanecí muy quieto en mitad de aquello, pensando que ojalá esta sangre
también desapareciese.
Whistdance
El estilo musical whistdance
recuerda a muchos al jazz por aquello de nacer en las calles y trepar por los
muros. Su origen, sin embargo, es mejor; no hay de por medio cuestiones
raciales o políticas, es más, la persona del punto de mira fue un muchacho
blanco de estudios medios. Resulta que en Holanda, más concretamente en
Ámsterdam, se decretó que sería sancionado con multa el acoso callejero, esto
es, los piropos y expresiones no deseados destinados a mujeres. El chico en
cuestión vio venir a una mujer desde el otro lado del canal, y esperó a que
cruzara para lanzarle un profundo silbido. Pero antes de que éste decayera,
advirtió de la presencia de dos policías que desde ese mismo lado del canal
supervisaban el reflote de un coche que había caído al agua. Su mirada derivó
entonces al cielo y cambió la nota mientras empezaba a dar palmas moviendo los
pies al ritmo, con tan buena suerte que una pareja de turistas se detuvo para
mirarle y hasta la chica de antes se giró para ver qué era aquello que sonaba
bien y parecía querer levantarle la falda. Pero uno de los policías comenzó a caminar
hacia él, era padre de dos niñas y quería hacer todo lo posible por
adecentarles el mundo mientras estuviera de servicio. Entonces ocurrió el
milagro, el chico ya se ahogaba en su silbido cuando un músico callejero,
violinista, negro, magnífico, se le sumó con una nota leve que le permitió
coger aire y continuó junto a él sin dejar que su acompañamiento cubriese la
melodía. Unos cuantos curiosos adictos a las redes sociales se fueron
congregando junto al muchacho y junto al violinista, que tocaba desde el otro
lado de la calle, como respondiendo a preguntas hechas por pájaros. Lo más
curioso es que esta música nunca le llegó a gustar a la chica de la falda, ella
la sentía como una esponja húmeda que le restregasen contra el cuello.
viernes, 21 de abril de 2017
Benicàssim
Yo
había temido el viaje en autobús, los silencios incómodos provocados por estar
tanto tiempo obligados a estar juntos. Sin embargo ella se sentó junto a la
ventana, giró el rostro y estuvo dormida la mayor parte del camino. Yo abrí un
libro, no me gustaba y lo leía distraído. Las imágenes que iba leyendo
iniciaban nuevas historias en mi cabeza, y cuando volvía al libro resultaba que
había pasado varias hojas leyendo sin leer. Me gustaba el color de las hojas,
eso sí. En algún momento ella me miró y yo dejé de leer sin dejar de mirar el
libro, esperando que me hablase, pero solo se puso a escuchar música y acabamos
llegando a nuestro destino.
No
había demasiada humedad, pero la sal se dejaba oler. Para tan pocos días no
llevábamos más equipaje que un par de mochilas. Yo la guié hasta la casa, que
se encontraba cerca y desde donde se veía la playa. Ahí sonrió por primera vez:
el amplio salón con cristales por paredes, las dos terrazas, las camas en que
dejarse caer. Salió a la terraza y se apoyó en la barandilla, mirando al mar, a
los barcos detenidos en un punto en el que no se diferenciaban el cielo y el
mar, dándoles una imagen de figuras irreales colocadas sobre la nada. No hacía
demasiado calor, me disculpé por ello y ella me reprochó que no me disculpase
por aquellas cosas.
Después
de que saliese del baño le propuse ir a comprar. La tienda más cercana era
pequeña y más cara, pero los supermercados estaban demasiado lejos como para
volver andando cargados con las bolsas. Le pregunté qué desayunaba, compré los
ingredientes de los platos que pensaba preparar y me hice también con mucha
fruta. El pan lo compramos en una panadería en donde el dueño me conocía y me
preguntó si éramos novios, yo me puse rojo diciendo que no y ella le dedicó una
sonrisa ejemplar. Una vez en casa ya le pregunté qué habitación quería. Había
dos con camas de matrimonio y una con dos camas individuales. Ella me dijo que
le daba igual, que eligiera yo, pero sin duda una de las habitaciones de cama
grande era mejor con diferencia porque era la única desde donde se veía el mar,
así que así se lo indiqué, respondiéndome entonces que me quedase yo con ella.
Al final le propuse, en una especie de tono de broma, dormir los dos en aquella
cama, y ella me dijo que sí. Después preparamos un almuerzo rápido consistente
en una ensalada de brotes tiernos con trozos de tomate y una lasaña ya hecha
que solo había que calentar. Comimos en la terraza en la que daba el sol.
Hablábamos poco porque teníamos mucha hambre y no dejábamos de masticar, pero
luego se me ocurrió servir vino y así ya fuimos tragando mejor la comida y
empezamos a hablar. Se me había olvidado preguntarle qué le había dicho a su
madre, así que me contó la historia del grupo de amigas —muchas más chicas que
chicos— con las que había ido a casa de una de ellas. Entonces yo me llamaba Inés
y tenía un año menos, le pedí que me enseñase una foto de quién iba a ser
aquellos días y me decepcioné con el resultado. Cuando ella me preguntó qué
había dicho yo en casa, dije la verdad: mamá, me voy a la playa con una amiga.
Después le conté como si fuera una historia la escena de la obra de teatro que
acababa de leer hacía unos días y a ella le asaltó la risa, haciéndome sentir realmente
bien al imaginar la risa como una cascada dorada que caía por la terraza hasta
el jardín, llenando la piscina ahora vacía y dando envidia o pequeña felicidad
a quienes la escuchasen. Después de comer me dijo que quería echarse media
hora, le contesté que me parecía perfecto que se molestase en catarme la cama,
y en cuanto oí cerrarse la puerta saqué los platos del lavavajillas y los lavé
a mano. Al levantarse me encontró leyendo en la terraza, pero acababa de coger
el libro, antes había estado fotografiando los barcos y a los niños que se veía
jugar en la playa de piedras. Ella traía el mismo rostro de cansada. Le
acaricié la mejilla y no se inmutó, yo me sentí bien. Decidimos dar un paseo;
«por la derecha —le dije— llegas a la ciudad; por la izquierda, al pueblo; y en
línea recta te conviertes en Alfonsina». Como a la noche íbamos a ir al pueblo,
decidimos caminar por el paseo marítimo en dirección a la ciudad, que a nuestro
ritmo no íbamos a alcanzar. Yo le estuve contando de cuando una pareja de
halcones anidó en lo alto de uno de los tres edificios de la urbanización,
tuvieron crías y diezmaron la población de palomas. También le conté el
episodio, que me habían contado a su vez, de cuando una noche de tormenta el
viento sopló tan fuerte que la mesa de la terraza se elevó de forma completamente
vertical, como si mediase la magia, y fue lanzada con fuerza contra el árbol de
delante de la casa —ahora parcialmente talado para no estropear las vistas—
haciéndose pedazos. Ni que decir tiene que la nueva mesa era de plástico.
A la
vuelta del paseo reservamos la comida del día siguiente en un sitio de paellas,
ya anunciado antes del viaje, donde no tenían estrellas Michelin pero ni le
importaba a los del lugar ni a los comensales que siempre desbordaban las
mesas. Cenamos en el Botamara solo porque era la primera vez que no presencié
cola en la puerta, y como era tan caro y había mediado mi cabezonería, ella me
dejó invitar. A la noche fuimos caminando hasta el pueblo porque era el día de
los tambores. Nos reímos a gusto bebiendo cerveza cuando el pregón empezó a
anunciar todas las asociaciones culturales “de tambores y bombos” que habían
acudido de toda España para poder tocar por primera vez sin demandas de ruido
de por medio o sin tener que salirse de sus localidades para poder practicar su
arte. Luego tocaron y pensé que había dejado de ser niño cuando vi a estos
tapándose las orejas con las manos mientras que a mí solo me sangraba el oído
derecho. A ella le impactó mucho, le pareció algo curioso pero no supo decirme
si le había gustado o no. A la vuelta, caminando y tras otras pocas cervezas,
le conté aquella ocasión en la que me encontraba solo de noche en el balcón y
empezó una tormenta sin lluvia, solo de rayos y truenos: «Los rayos se quedaban
un rato dibujados, como para que apreciases sus detalles que los hacían parecer
raíces o ramas de un árbol, pero aun siendo tan bonitos lo impresionante eran
los truenos, que sonaban largos y devastadores, como si en cualquier momento se
fuera a resquebrajar el cielo.»
En
casa no tardamos en ir a dormir, ya fuera por el alcohol o por ese sueño
perenne que se tiene los primero días que dejas de estar a mil metros sobre el
nivel del mar. A raíz de esto le cité un párrafo de la misma obra de teatro del
mediodía, contándole de paso detalles de la representación, pero estos ya no le
interesaron tanto. “Lástima, porque el tren es el único modo humano de viajar.
El avión se parece a un milagro, pero va tan rápido que una llega con el cuerpo
solo, y anda dos o tres días como una sonámbula, hasta que llega el alma
atrasada.”
No se
echó atrás y dormimos en la misma cama. Pero solo dormimos. Yo estuve pendiente
de si la casualidad le hacía rodar hasta mí o si notaba su aliento cercano,
pero creo que ella pensaba solo en dormir y durmió. Después me asaltó el miedo
de que después de tantos años me volviese a salir el ronquido nocturno y la
idea me tuvo en vela hasta las tres de la mañana. Esa noche soñé que en vez de
grúas, el puerto y los barcos de la bahía tenían elefantes gigantes que
levantaban las mercancías con sus trompas.
Al
día siguiente no oí la alarma que me había puesto, pero me desperté cuando ella
se levantó para ir al baño. Corrí entonces a preparar el desayuno que había
pensado, pero ella se presentó en la cocina antes de que hubiera terminado y no
pude evitar que me ayudase: café, zumo, fruta, tostadas, galletas y un
maravilloso tomate para untar en el pan, todo presentado de una forma
pretenciosa pero tierna.
Esa
mañana fuimos a la playa. El sol había mejorado y quemaba dulcemente. No sé si
ella se echó crema, yo desde luego no lo hice. Como la playa de arena estaba
llena de gente decidimos ir a la de piedras —piedras pequeñas, como tú—, así
que bajé dos sillas de plástico plegables. Una vez instalados ella se quitó la
camiseta y los pantalones cortos. No la recordaba, no la recordaba de aquella
forma y simulé que mi repentina excitación se debía al grupo de tres chicas que
tomaban el sol habiéndose quitado la parte de arriba de sus bañadores. Ella me
hizo un comentario malicioso y yo le dije, probándola, que es que la playa me
mantenía el libido en auge, pero no mordió el anzuelo. Entonces, aunque el agua
estaba fría, me interné hasta la cintura e imaginé a una persona tumbada bocarriba
en una cama y a otra encima, tal vez haciendo un masaje. No sé si llegó la
niebla o es que el agua a mi alrededor empezaba a evaporarse.
La
paella nos gustó, estaba realmente buena y me animé a empezar con aquello de
las propinas. Había ruidos y manteles de papel predispuestos a mancharse, pero
estuvimos hablando, ella empezó a contarme cosas y yo supe cuándo callar. Fue
una de esas cosas buenas que llegado el momento se recuerdan y le calman a uno.
Por
la tarde ella quiso comprar un cuaderno. Encontramos una librería-papelería que
si no había cerrado era porque el dueño mantenía un encendido debate desde
hacía dos horas con un vecino suyo y contrincante de toda la vida. Mientras
ella estaba dentro yo compré dos pulseras, me puse una y guardé la otra. Cuando
ella salió no me enseñó el cuaderno que ya había guardado y yo oculté mi
pulsera nueva estirando la manga. En casa fue ella la quien ocupó la terraza
mientras yo consultaba los libros de la estantería del salón. Encontré uno que
no conocía y que tenía muy buena pinta, lo empecé a ojear ahí sentado y me dije
que era una pena que no fuera a tener tiempo de leerlo. Llegó la noche y los
barcos anclados en el horizonte encendieron sus luces. Me parecieron detalles
preciosos y estuve un buen tiempo haciéndoles fotografías de las que más tarde
podría comprobar que estaban movidas sin que se salvase ninguna. Ella seguía
escribiendo. Yo sabía que no le gustaba el pescado, pero venía preparado: hice
filetes de atún a la plancha con ajos fritos y aceite. Recordaba a mi madre
diciendo que en cuanto freías ajos parecía que ya habías cocinado un gran plato
y me alegré del momento en que había decidido atender en la cocina.
Efectivamente le gustaron. Cenamos a oscuras, sin vernos pero adivinándonos.
Esa noche salimos a los bares de hogueras y estuvimos bebiendo cócteles de esos
que se reservan para el verano. Llegamos a casa algo borrachos y le pregunté de
nuevo si podía dormir con ella. Me respondió que claro, como la noche anterior,
y yo reiteré que si ella quería yo me iba a otro cuarto. Lo que esperaba es que
me detuviese con ese tono de quien ve amenazado un plan que ha estado tejiendo
con cuidado, pero me respondió indiferente, que no enfadada, que hiciera lo que
quisiera. Así que me fui a una de las camas pequeñas —diminuta, enana, hecha
para niños que sufriesen la polio— y la rabia no me dejó dormir en toda la
noche. En un momento me levanté, se oían cercanos el ruido y la música del
festival que se celebraba aquellos días, y vi la mochila de ella. Me acerqué y
saqué el cuaderno; había escrito muchísimo, pasaba las hojas deprisa pensando
que aquel cuaderno debía ser uno anterior, y sin embargo, la primera hoja… Pero
no lo leí. Ella no lo hubiese sabido pero guardé el cuaderno donde estaba.
Podía arrepentirme en un futuro, pero una especie sensación de estar obrando
bien me llevó a la cama y me dejó dormir las horas que quedaban. Soñé que se
podía caminar y respirar debajo del agua verde, que solo nuestra estupidez de
no haberlo intentado era lo que nos lo impedía.
A la
mañana siguiente me desperté descansado. Por alguna extraña razón los baños de
aquella casa me recordaban a cuando era niño y jugaba a tinieblas con mis
amigos. En el desayuno le conté historias graciosas del juego de tinieblas y
cómo todas las madres —los padres, en secreto, nos miraban con envidia— corrían
a impedirnos jugar por temor a que pasaran cosas que nunca llegaron a pasar.
Pero ella estaba rara, como distante. Después de limpiarme los labios con la
servilleta en ese gesto que da fin a la comida, me preguntó si había leído su
cuaderno. Yo le dije que no, aunque después tuve que matizar que lo había
cogido pero no lo había leído, que solo quise ver la portada, bueno, que lo ojeé
sin leer, que le prometía que pese a todo no había leído nada. No sé cómo había
podido suponer que ella no lo sabría, que lo sabría todo y que si no siempre
podría utilizar la invención justificada para edificar puentes que la alejasen
de mí. Me dijo que quería dar una vuelta, sola.
Entre
aburrido y agitado recordé el libro que me había llamado la atención el día
anterior. Salí a la terraza y me desnudé casi entero, sintiéndome crecer bajo
el sol y sin importarme que los vecinos me mirasen. Leí hasta que sonó la
puerta cerrarse. Me di cuenta de que no le había dado un ejemplar de las
llaves, de que debía haberlas cogido ella de cualquier parte, y esa libertad en
casa doblemente ajena —de ella hacia mí y de mí hacia el dueño— me molestó de
una forma extraña. Bajamos a comer a un sitio sin importancia y después fuimos
a una playa que muy atentamente se tornó nublada y fría, para disgusto de dos
niños de bañadores de colores, armados con pala y cubo y cubiertos por inmensos
sombreros de pescador.
En
llegando ya la noche, con un crepúsculo precioso en el que el sol se ocultaba
por las montañas y no por el mar, no nos quedó más que encender la televisión,
¡la televisión!, sin duda el signo determinante de la muerte de un viaje que
terminaría mañana. Una vez ya me había acostado, se abrió la puerta de mi
cuarto y la oí entrar. Me quedé muy quieto, tan rígido que pensé que tendría
que haberse notado. Ella me besó en la frente y me susurró que iba a salir a
dar una vuelta, que tenía una amiga que se encontraba cerca. Y se fue, sin más.
No me quedó más remedio que levantarme, acostarme, leer, ver la televisión,
volver a acostarme. Me sentía tan mal, oh, pero tan mal. Y entonces me la
empecé a imaginar con su amiga y los amigos de ésta, porque sin duda tendría,
gentes del festival pasándoselo en grande en una noche fantástica.
Para
cuando me levanté ella ya había regresado y su puerta estaba cerrada. Se me
ocurrió si despertarla, se me ocurrieron muchas cosas, pero no hice ninguna. Me
dediqué a limpiar la casa, terminando enseguida y deseando más polvo por
primera vez en mi vida. Solo la desperté cuando ya era hora de marcharse, llamé
suave con los nudillos y al abrir la puerta me la encontré vestida, sentada en
la cama, mirándose los pies.
En el
último vistazo a la casa vi el libro que había estado leyendo apoyado en el
filo de una mesa, lo cogí y lo metí en mi mochila. Ya en el autobús nos
dormimos los dos y nos las apañamos para mirar a todas partes sin tener que
mirarnos. Tenía la sensación de que podía haber pasado algo que había estado
muy lejos, esa sensación recurrente de que te vas de un sitio y te dejas algo.
martes, 18 de abril de 2017
Señorito dios
Estaba
tumbado, y la pierna que colgaba se mecía despacio. Mirando al techo pensaba
qué secreto estaría bien revelar a continuación. Estaría bien algo que les hiciera
avanzar, pero no uno de esos que les hacen coger carrerilla y acabar pensando
que dios no existe. Entonces entró Hermes.
—Señor,
¿le pillo ocupado?
—¿Sabes
cuántas estrellas hay?
—Tantas
como lunares tenía Penélope.
—Eso es, tantas como lunares tenía Penélope.
La
pierna seguía meciéndose, las manos tras la nuca. Hermes carraspeó.
—Ah,
sí. ¿Qué querías?
—Dicen
de marketing que estarían bien algunas resurrecciones —consultó sus papeles—,
cinco para ser exactos.
—Bien,
bien. Entonces habré de levantarme —y se levantó—. Vamos a la sala de juntas.
Cuando
llegaron a ésta, Hermes encendió el Disco. En él se mostraron de pronto mares y
continentes que al ir girando una rueda se redujeron a ríos y montañas, y más
tarde a prados, casas y gallinas.
—Ajá,
el primer muerto. ¿Qué le ha pasado a ese?
Hermes
consultó sus papeles.
—Parece
que le han disparado.
—¿Esos
cinco tipos de alrededor?
—Eso
parece.
—¡Menudo
abuso!
—Si me deja, señor, tengo un recién nacido al
que llevan a enterrar, que en caso de revivir creo que podría hacernos quedar
muy bien en las encuestas de mayo…
—¡Tarde!
Mira cómo se levanta, ¡cómo se mira! Ya verás la cara de los otros tipos cuando
vuelva para vengarse. A ver, ¿qué me decías de un entierro?
—Señor.
—¿Sabes…?
—Penélope.
—¿Y…?
—Tu
padre.
—¡Te las sabes todas!
—Señor,
tengo nuevas de… del tipo ese.
—¿De
Agustín?
—Sí.
—¡Ja!
Me encanta, reconoce que es mi mejor apuesta desde hace por lo menos mil años.
—Le
han vuelto a matar.
—¿Dónde
esta vez?
—Sigue
en la guerra.
—No
me gusta que esté ahí, le matan demasiado rápido. ¿Cuántas veces van ya?
—¿En
la guerra o en general?
—En
la guerra.
—Cinco.
—¿Y
en general?
—Pues…
—Hermes consultó sus papeles y fue leyendo—. Le mató la mujer del bandido
después de vengarse, su caballo le tiró por una cuesta, su caballo le lanzó a
un río, su caballo saltó por un barranco con él encima, le mató para robarle un
joven al que había salvado de ser robado, se le disparó el arma mientras la
limpiaba, le mató el bandido después de que usted le reviviera, le mató de
nuevo la mujer del bandido después de que Agustín matara a éste, se suicidó
intentando descifrar el secreto de su inmortalidad… seis veces…
—Bueno,
bueno, detente. Dime, ¿cuántas veces ha muerto por una causa noble?
—¿Noble-noble
o esperando algo a cambio?
—Lo
primero.
—Dieciséis.
—Tráemelo.
—Señor,
le repito que no me parece buena idea.
—¿El
qué?
—Lo
de Agustín.
—¡Ahivá!
Perdona, que estaba a otras cosas. No veas los piratas malayos cómo las lían,
no vuelvo a jugar con su mitología. Dime, qué pasa.
—Está
aquí Agustín, el pistolero.
—Bien.
—Quien
usted va a mandar a ver a su padre.
—Sí.
—Para
averiguar dónde está Penélope.
—Exactamente.
—Su
padre es dios.
—Lo
sé.
—Agustín
es un humano.
—¡Pero
inmortal!
—Porque
usted lo permite, pero su padre se lo puede quitar.
—Ahí
entra lo otro. Yo no quiero a Agustín por su puntería… que, por cierto, ¿cómo
es?
—Acierta
un dos por ciento de las veces.
—Bueno,
que no le quiero por eso, que lo que me interesa es quién es. ¿Qué tenían en
común todos los profetas de mi padre?
—¿La
abstinencia?
—¡La
bondad! Todos eran buena gente, o por lo menos mal afortunados, ¡y nuestro
hombre es ambas cosas! Mi padre se pirra por la gente buena, es su dos por
ciento de aciertos.
—¿Y
bien? ¿Qué te dijo? ¡Cuenta!
—Me
dijo que la mandó a las estrellas.
—¡Mentira!
Las estrellas las sembré yo en su honor.
—…Me
dijo que la mandó a visitarlas embarcada en un cometa. Que las viese una por
una, para no olvidarte, pero de forma que no volvieses a desatender tus tareas.
Me dijo que tardará mucho en volver, pero que cuando el tiempo acabe y el
cosmos estalle, podréis volver a estar juntos.
domingo, 16 de abril de 2017
Las líneas de Marta
Marta
bajó otros cuatro escalones de un salto. No le daba tiempo a esperar al
ascensor ni a pensar que con aquellos brincos la comida se le debía estar destrozando
en la tartera de la mochila. Sin embargo, en el tercero —ella vivía en el
quinto—, se encontró con su vecino, Jorge, un chico de edad incierta pero
cercana que tenía una curiosa forma de mirarla. Al aterrizar en el rellano
junto a él, se detuvo a la vez que se erguía y se miraron, él sonriendo por
timidez, con las manos cogidas por delante, y ella sonriendo por el esfuerzo
venido de golpe, con el rostro rojo dispuesto a interpretarse. Se saludaron
mientras él comenzaba a balancearse sobre sus pies y ella se colocaba el pelo detrás
de la oreja. Cuando ya llegaba el ascensor al tercero, Marta reiniciaba su
carrera por las escaleras.
El
día fue agitado: las clases, los recados de tía Ana, mamá llamando a cada rato
para ultimar los detalles de su viaje. Tía Ana estaba enferma, pero cuando
Marta iba a verla, a pesar de tener que hacerle favores, recordaba siempre las
tardes en las que de niña le cuidaba, y le venían entonces una especie de
ternura, agradecimiento y una singular tristeza. Aquella tarde, cuando iba a
comprarle el pan, servilletas de papel —blancas con rayas verdes— y nuevas
ceras para los mandalas, le vino a la cabeza Jorge. Marta sintió aquello que se
siente cuando por primera vez uno se da cuenta de la existencia real de otra
persona más allá de lo que ha sido siempre, una especie de mobiliario de
conversación. Aglutinó los conocimientos que tenía sobre él: vivía con su madre
y su padre teniendo un hermano mayor ya independizado; debía ser de la misma
edad, igual algo menor; vivía en el tercero, desde luego, y se podían ver desde
sus cuartos, dando ambos al patio interior. Aquella noche tuvo uno de esos
sueños múltiples que se van hilando y en el que huyendo de algo recorría el
pasillo y entraba en su cuarto. Daba al interruptor pero la luz no se encendía,
además de que todo parecía sumido en una exagerada negrura a excepción de la
ventana, que se veía iluminada por una luz tintineante como el fuego de una hoguera.
Al acercarse comprobaba que había cosas cambiadas: no estaba en el quicio de la
ventana su maceta con la rosa y las ventanas del resto de casas eran mucho más
grandes, inmensos ventanales sin cortinas. Jorge, asomado al patio, no estaba
en el tercero, sino a su altura. Marta se daba cuenta entonces de que la única
luz era ella misma, que brillaba como los peces de colores, y generaba sombras
que bailaban sobre las paredes, sobre el cuerpo de Jorge, sobre su cara. Sus
ojos también emitían luz.
Al
despertar se sintió descansada y con la piel increíblemente suave, siendo un
placer frotar una pierna contra la otra. Llegó tarde a las clases pero esta vez
no corrió. A lo largo del día le fueron asaltando recuerdos del sueño y
maldades varias. Al llegar la tarde habló con tía Ana. No le contó nada
concreto porque sentía que sus palabras la denotarían estúpida, es más,
esquivaba formar ideas concretas porque a veces le daban ganas de golpearse por
tonta. Le preguntó a tía Ana, como de pasada, cómo podían acercarse dos
personas que parecían cojas en lo importante. La tía sonrío y mencionó algo de
los lugares comunes.
Cuando
Marta llegó a casa la encontró a oscuras y por un momento se sintió volver al
sueño. Luego recordó de pronto el viaje de mamá y la pereza de ser
independiente. Tuvo que bajar la basura. Lo hizo por las escaleras, y al llegar
al portal vio que a alguien se le habían caído unos restos de papel. Recogió un
trozo de sobre de una factura, y al levantar la vista se encontró frente a la
hilera de buzones. Al día siguiente, cuando se cruzó con Jorge mientras ella
corría y él no terminaba de volver del sueño, le dieron ganas de gritar «¡espera
lo que te tengo preparado!».
Jorge
se encontraba tumbado sobre la cama con la cabeza apoyada sobre las manos
apoyadas sobre la almohada. Acababa de masturbarse y miraba el techo de un
blanco sucio pensando que qué cerca se encontraba el nirvana. Giró la cabeza y
vio sobre la mesa una pila informe de hojas, libros y cuadernos a los que
debería meter mano y que llevaba ignorando desde el principio, a la espera de
que los plazos se acercasen y el agobio le tomase el pecho. Su madre le llamó
desde el otro lado de la puerta y él se puso en pie de un salto, tomando unas
hojas cualquiera mientras ella entraba.
—Había
esto para ti.
Un
sobre blanco y cuadrado con nada más que su nombre en el dorso. Lo sopesó y le
dio varias vueltas antes de abrirlo. Dentro solo había una fotografía hecha con
una polaroid. En ella se veía una mano, sin fondo, como sopesando el aire. Del
pulgar salía una línea de rayas discontinuas que se perdía por la muñeca.
Volvió a mirar el sobre y la fotografía, pero no había más. Estuvo pensando si
preguntar a su madre por detalles, pero no le diría nada más que eso, hijo, el
sobre en el buzón, que ya me dirás tú cómo un sobre así sin na ahí metido, que
ya es raro, ni que fuera cosa de bandas, suerte que siempre has sido un poco
paraito como para meterte en líos.
Al
día siguiente, en mitad de clase, Marta se miró la mano dándose cuenta de que
aún no se había borrado el tramo de líneas discontinuas. Después de dejar el
sobre había tenido dudas de si continuar, pero ahora, viéndose aquello, sonrió
y pensó que debía lavarse la mano dejando todavía las últimas líneas de la
muñeca, para que el nuevo tramo continuase exactamente donde se interrumpía el
anterior. Ya en el lavabo contempló de cerca su obra, era un trabajo bueno, en
verdad, si bien había tenido que desempolvar un libro de piratas de cuando era
niña para trazarse bien las líneas que se hacían en los mapas que terminaban
con una gran equis en donde se encontraba el tesoro, su tesoro. Por la tarde le
contó lo que estaba haciendo a tía Ana, pero inventando que se trataba de algo
que aparecía en un libro que estaba leyendo. A tía Ana no le gustó el relato y
Marta decidió que ya estaba demasiado recuperada como para seguir necesitando
que fuera a verla cada tarde.
Mamá
seguía de viaje y Jorge acabó por encargarse de recoger el correo cada día para
esconderle a su madre los sobres cuadrados con su nombre y sin apellido que
iban llegando. En ellos ya se mostraba el brazo, el hombro, el costado, la
cadera. La línea no dejaba de correr y cambiaba el rumbo provocando en su
garganta una saliva densa y la excitación intensísima de pensar qué vendría
después y quién sería ella. Marta también sentía el sabor de la sal en la boca,
recorría con los dedos los lugares por donde pasaba la línea, mordiéndose el
labio hasta hacerse daño. Cuando se fotografió entre los pechos, sin llegar a
mostrar nada, sintió tal excitación que se asomó a la ventana, mirando hacia el
tercero, desde donde también la miraban, y se masturbó de pie, acompañada por
aquel gentil hombre que resultó no ser Jorge, sino su hermano mayor. El hermano
le contó a Jorge lo de la chica del quinto, pero éste no le habló de las
fotografías, que se habían detenido ya en el ombligo, justo antes de. Sin
embargo Jorge ya tenía dos fantasías con las que gozar en un cuarto diminuto
que se volvía inmenso: la misteriosa chica de los fascículos y la
exhibicionista del quinto, que sin embargo no aparecía pese a que él no dejase
de vigilar la ventana, ventana que ya odiaba con aquellas horribles cortinas y
esa rosa vacía de todo, puro cliché.
Marta
no sabía cómo enfocar el final. Mostrarlo tal cual le parecía destrozar algo
bello, además de que por primera vez le daba miedo, y esquivarlo era una
trampa, un jarro de agua fría que haría que él perdiese todo interés. Su vista,
como siempre, derivó hacia la luz de la tarde —tía Ana acababa de llamar,
repentinamente triste— y una silueta le dio la idea perfecta. Jorge esperó casi
hasta la noche para no llevarse el disgusto de bajar y que la desconocida aún
no se hubiera dejado caer. Aquel día no hubo correo, y en lo profundo del buzón
solo estaba el sobre, cuadrado y blanco, que parecía casi brillar. En su cuarto
lo recibió con los pantalones bajados; la línea bajaba del ombligo y daba una
vuelta completa hasta terminar en un pétalo de la flor que una mano sujetaba
escondiendo el sexo. Detrás de la fotografía por primera vez venía algo escrito:
«Sigue la línea». Las piernas de Jorge explotaron, aunque no sin cierto
disgusto por la falta de aquellas vistas. Por rutina fue a la ventana y miró
hacia el quinto. Seguro que su hermano le había engañado, pensó mientras miraba
las estúpidas cortinas y la maceta con la rosa desaparecida.
Mamá
aún no había vuelto, comentó la madre de Jorge en la cena, y éste masticó la
información junto con el postre. Con la escusa de bajar la basura subió hasta
el quinto, por las escaleras, como un cazador. Allí llamó con los nudillos, y
después al timbre. Marta le miraba a través de la mirilla. Jorge siguió
llamando hasta que se marchó, como si bajase rodando por las escaleras.
Entonces ella se dejó caer al suelo deslizándose con la espalda apoyada en la
puerta. El placer ya había terminado. El juego ya había terminado, lo había
hecho con la última fotografía.
miércoles, 12 de abril de 2017
La isla
El blanco que rodea al radiador se ha tornado un blanco
sucio. El negro dicen que ya no es negro, que han encontrado otro color. A la
isla van llegando los desaparecidos, muertos y vivos, en barcos hechos para
suicidarse frente a las playas. Las palmeras se preparan para ser taladas y una
alondra, extranjera sin duda, canta las mañanitas a los niños mancos que
tocaron una mina y que ahora tienen una renta vitalicia de piruletas. Los
cazadores no tienen para comprarse pieles, por lo que recubren sus capas con
cáscaras de mandarina. Las mujeres les miran mal porque el olor pasa de dulzón
a desagradable, pero ellos imitan a los loros que imitan a los poetas y
conquistan sus corazones, corazones que arrancan, meten en botellas y lanzan al
mar en espera de que los reciban sus verdaderas enamoradas como pruebas de
amor. Un elefante ha edificado un reino en la zona oeste de la montaña. Es un
reino avanzado pero exageradamente elitista. El elefante ya es viejo y busca un
descendiente, pero viendo que nadie está a la altura planea una guerra civil
para morir junto con aquello que creó. También hay una niña que llora, y
llorando la niña nadie consigue seguir con sus quehaceres o sus juegos, nadie
puede acallar a la niña que suena lejos, nadie puede ni moverse.
jueves, 6 de abril de 2017
Rostro cambiante
Tengo
un rostro que cambia, muchos días me despierto con uno distinto. No ocurre
siempre, hay días en los que me levanto con el mío y éste ya no cambia, aunque
ya no sé si es el mío o solo el que más se repite. Nada más levantarme me miro
al espejo y comparo el resultado con un pequeña pila de polaroids de rostros
que ya conozco y a los que ya les he dado un nombre y una historia o que sé a
quiénes pertenecen. Si no conozco el rostro me resigno a que el portero piense
que soy otro de los amantes del señor P. (yo soy el señor P.). También hay
veces en las que el rostro me cambia en pleno día. Son los más molestos, sin
duda, como aquella vez en que caminando por la calle, yendo a casa, una anciana
me hizo un gesto con la cabeza y movió sus secos labios como diciendo algo. Yo
continué, no me extrañaba que se tratase de una de esas personas que sonríen a
desconocidos y en seguida les comentan sobre un tercero. Sin embargo, al poco
me crucé con un hombre de edad incierta que me hizo con el brazo un respetuoso
saludo. Ahí supe que me había cambiado el rostro. Ahora tocaba saber el de
quién tenía, que estaba claro que se trataba del de un personaje famoso si
coincidían en conocerme el hombre y la señora, que tampoco se conocían entre
sí si caminaban con aquella distancia en vez de juntos. Pero cuando alguien
convive con algo como lo mío acaba por perder la curiosidad de forma que ya no se
para junto a los coches o lleva uno de esos espejos pensados para el
maquillaje. Y a pesar de esto, el número de admiradas miradas que recibí en tan
solo una calle me hizo sentirme como hacía tiempo y quise saber quién era. Pero
no me parecía bien sacudir de los hombros a cualquier viandante mientras le
interpelaba a gritos, podía dañar la reputación del dueño de mi rostro, así que
me dirigí a un pequeño bar que hacía esquina y en el que nunca había recaído. En un primer momento creí que los cristales estaban pintados de gris,
pero después de ver la huella de una mano supe que se trataba de polvo y roña
general. Me pareció un lugar idílico para reconocerme, porque la gente humilde
tiende a conocer a los famosos y a admirarles u odiarles en consecuencia. En
aquel antro sin duda me odiarían. Entré y pedí una cerveza a un camarero oscuro
que me miró largo rato como con desconfianza antes de servírmela en vaso,
práctica que le adiviné poco común. Una vez sentado al fondo empezaron a llegar
tipos de baja escala social, trabajadores exhaustos que no sabían si mirarme
fijamente o no hacerlo en absoluto. Aparté con el pie la silla de enfrente
invitándoles a sentarse, en especial a un grupo de tres hombres que bebían
serios sin dejar de mirarme. Finalmente uno de ellos se acercó, apoyó las manos
sobre la mesa y, mientras se inclinaba sobre mí, dijo:
—Al
fin has venido. Ya era hora de que hablásemos un poco.
lunes, 3 de abril de 2017
Pétalos de flor que no existe
Se
pasó por aquí, venía soltando pétalos de liviana en las puertas de las casas.
—La
liviana es la flor de los muertos —le dije.
—Lo
sé —me contestó.
Y
siguió echando pétalos.
—¿Por
qué los echas?
—Porque
es necesario.
—Pero
no estamos muertos.
—Por
si acaso.
Terminó
el cesto y se marchó, no le volvimos a ver. Estuve atento y en la semana no
murió nadie, tan solo fueron los pétalos, que no se habían retirado por temor, los que se pudrieron. Esperé en el porche a que volviera, pero como no
lo hizo una noche tuve miedo y me marché. No escribí a mamá por temor a
averiguar que le había pasado algo. Vagué buscando al hombre, pero la única
pista era la liviana y me contaron que ésta se había extinguido. Al final,
después de algún tiempo, me di cuenta de que en casa probablemente debían
pensar que yo había muerto.
domingo, 2 de abril de 2017
Un pueblo no muy grande, uno de
esos que te hacen soñar con lo que tienes entendido que es la ciudad. Una casa
grande y siempre la misma, no has dormido más de una semana en otro lugar, una
casa que ha sido siempre y que seguirá siendo. Un grupo de gente con la que te
reúnes, sin pensar si son tus amigos porque no has tenido que pararte a
pensar en la amistad y en las personas. Un río, un bosque, una zona de juncos
altos en la que te puedes esconder y que crees que nadie más conoce, un puente,
una casa abandonada, una bohardilla, un claro donde las parejas juegan, una
luna omnipresente, una persona que te busca sin que lo sepas para sonreírte,
una tienda pequeña que vende dulces, unos abuelos que viven al final de la
calle, una banda que toca a veces en la plaza, una autoridad que se desautoriza
sonriendo, un futuro llano con la luz del mediodía, una leyenda y un cuento que
siempre se cuenta y cuya versión va cambiando, una barca medio hundida junto a
la orilla que es casi ya un monumento, un coche gracioso con el que poder
viajar, aunque no se sabe si se quiere viajar, porque hasta que se leen libros
o se ven películas no se piensa en qué buscar más allá. No tienes necesidad de
vivir una historia, ni de vivir relatos, no necesitas del tiempo ni del
sufrimiento. No hay portazos y huele bien. La comida sabe a nueva, las ancianas
te sonríen en sus paseos, los ancianos te sonríen desde los porches o a las
entradas de las casas. Que llegue un coche es curioso, que llegue el autobús es
una fiesta, con sus maletas en el techo metidas en una especie de red. Nadie se
preocupa por las cosas malas, porque están ahí y se convive con ellas, pero no
se entrecruzan con las cosas que importan. Hay farolas, farolillos, velas y
ojos que centellean. Está esa chica que te coge de la mano y te lleva. El gato
que mira y el perro que ladra. El tipo que te enseña cosas, porque no sabes
nada. Porque la ciudad es un King Kong en blanco y negro, porque París es un
parque animado. Porque allá nadie va a trabajar y hay algodón de azúcar de
color rosa, y hay faldas tan bonitas que parecen hechas para ponerse a bailar
en mitad de la calle. Y está la poesía, que tampoco la conoces, a la vuelta de
la esquina, junto a la barba blanca y esos otros ojos que te miran desde arriba
de las escaleras. No tienes necesidad de nada, en parte lo tienes todo, y lo
que no tienes no sabes qué es, así que no lo echas en falta, sino que lo vas
descubriendo, vas viendo que aquello te faltaba y que ahora es otra pieza más que
colocarse en el pecho. Eres libre y estás encerrado, pero tienes tus plazas y
tus juncos y donde quieras eres tú, pero tampoco tienes necesidad de hablarte,
de buscarte, de plantar y regar, porque hay una parte de la historia, la
introducción, que no te han contado, y no haciéndolo te han hecho el mayor
favor de tu vida.
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