sábado, 29 de abril de 2017

Algo sobre alguien

Algo pasaba con la habitación 33, cuando llevaron allí a un paciente con neumonía se encontraron con las dos camas ocupadas cuando en las hojas de la enfermera jefe solo figuraba el hombre de las quemaduras de segundo grado. De la señora de al lado, que presentaba numerosas heridas y huesos rotos, no había constancia. La enfermera que habló con ella dictaminó que su ingreso en el hospital sí debía haber sido registrado pero que se habrían extraviado los documentos, así que allí mismo volvió a tomar nota de sus datos en unos papeles que también terminarían por perderse. El hombre de las quemaduras, al que le habían inmovilizado el cuello y no alcanzaba a ver la televisión, entabló entonces conversación con ella. Al parecer, le contó, ella se encontraba cruzando un paso de peatones, de día y con buena visibilidad, cuando un vehículo la arrolló entre lágrimas y lamentos del conductor que juró no haberla visto. Después pasó a contarle su historia, y mientras lo hacía, los enfermeros que traían la comida solían traer el menú de él pero tarde recordaban haber vuelto a olvidar el de ella. Ella estudiaba en la universidad, iba a curso por año y su vida había sido siempre exageradamente simple. Hija única, pasó mucho tiempo en casa sola cuidando de sus muñecas, de un perro al que no lograba despertar y de una televisión cuyo mando en sus manos parecía no tener nunca pilas. Su único deporte fue el ajedrez, donde el rival perdía siempre al acabársele el tiempo mientras esperaba distraído que ella realizase un movimiento que ya había hecho. En la universidad tuvieron que aprobarla a la fuerza en más de una ocasión por haber perdido su examen, y en clase, a pesar de vestir siempre colores muy vivos, compañeros y profesores se sorprendían siempre creyéndola nueva. Esta historia fue la que le contó al hombre de las quemaduras, que la escuchó sin distraerse, que se recuperó antes que ella y que nada más salir del hospital un pitido náutico de un autobús interurbano le hizo olvidarlo todo, porque menudos son esos ruidos.

Así de pronto

Así de pronto aparece y todo parece difuminarse un poco. Lo suelo prever, verlo venir, porque una angustia me toma el pecho. Luego las cosas tiemblan, se difuminan y aparece. Yo miro a la gente, a sus ojos desviados que no quieren girarse para ver su muerte inminente. Entonces trago saliva, saco el arma, me levanto y ataco. Siempre gano por la costumbre, porque la criatura parece indecisa mientras nos mira a todos nada más aparecer. Luego, manchado de sangre, aprieto los ojos, porque el cuerpo, el arma y la sangre desaparecen y mis compañeros solo ven a alguien que acaba de levantarse y moverse por el aire como un loco. Cada vez que todo vuelve a temblar, a difuminarse, yo les miro, esperando a que por una vez giren la cabeza y vean aquello antes de que yo salte a matarlo y luego se asombren y me pidan perdón, que por una vez abran la boca sin enseñarme los dientes. Entonces espero hasta el último momento, hasta que corren peligro, y ahí ya no puedo evitar sacar el arma y atacar.
Fue cosa mía pensar que igual las risas tenían razón, que estaba loco. Así todo se volvió difuso y yo apreté las manos. La criatura fijó su mirada en cada uno y se movió. Yo permanecí quieto, pensando que aquello no era verdad, que pronto desaparecería y que nadie me volvería a mirar. Pero la sangre saltó, entonces hubo gritos y yo permanecí muy quieto en mitad de aquello, pensando que ojalá esta sangre también desapareciese.

Whistdance

El estilo musical whistdance recuerda a muchos al jazz por aquello de nacer en las calles y trepar por los muros. Su origen, sin embargo, es mejor; no hay de por medio cuestiones raciales o políticas, es más, la persona del punto de mira fue un muchacho blanco de estudios medios. Resulta que en Holanda, más concretamente en Ámsterdam, se decretó que sería sancionado con multa el acoso callejero, esto es, los piropos y expresiones no deseados destinados a mujeres. El chico en cuestión vio venir a una mujer desde el otro lado del canal, y esperó a que cruzara para lanzarle un profundo silbido. Pero antes de que éste decayera, advirtió de la presencia de dos policías que desde ese mismo lado del canal supervisaban el reflote de un coche que había caído al agua. Su mirada derivó entonces al cielo y cambió la nota mientras empezaba a dar palmas moviendo los pies al ritmo, con tan buena suerte que una pareja de turistas se detuvo para mirarle y hasta la chica de antes se giró para ver qué era aquello que sonaba bien y parecía querer levantarle la falda. Pero uno de los policías comenzó a caminar hacia él, era padre de dos niñas y quería hacer todo lo posible por adecentarles el mundo mientras estuviera de servicio. Entonces ocurrió el milagro, el chico ya se ahogaba en su silbido cuando un músico callejero, violinista, negro, magnífico, se le sumó con una nota leve que le permitió coger aire y continuó junto a él sin dejar que su acompañamiento cubriese la melodía. Unos cuantos curiosos adictos a las redes sociales se fueron congregando junto al muchacho y junto al violinista, que tocaba desde el otro lado de la calle, como respondiendo a preguntas hechas por pájaros. Lo más curioso es que esta música nunca le llegó a gustar a la chica de la falda, ella la sentía como una esponja húmeda que le restregasen contra el cuello.

viernes, 21 de abril de 2017

Benicàssim

Yo había temido el viaje en autobús, los silencios incómodos provocados por estar tanto tiempo obligados a estar juntos. Sin embargo ella se sentó junto a la ventana, giró el rostro y estuvo dormida la mayor parte del camino. Yo abrí un libro, no me gustaba y lo leía distraído. Las imágenes que iba leyendo iniciaban nuevas historias en mi cabeza, y cuando volvía al libro resultaba que había pasado varias hojas leyendo sin leer. Me gustaba el color de las hojas, eso sí. En algún momento ella me miró y yo dejé de leer sin dejar de mirar el libro, esperando que me hablase, pero solo se puso a escuchar música y acabamos llegando a nuestro destino.
No había demasiada humedad, pero la sal se dejaba oler. Para tan pocos días no llevábamos más equipaje que un par de mochilas. Yo la guié hasta la casa, que se encontraba cerca y desde donde se veía la playa. Ahí sonrió por primera vez: el amplio salón con cristales por paredes, las dos terrazas, las camas en que dejarse caer. Salió a la terraza y se apoyó en la barandilla, mirando al mar, a los barcos detenidos en un punto en el que no se diferenciaban el cielo y el mar, dándoles una imagen de figuras irreales colocadas sobre la nada. No hacía demasiado calor, me disculpé por ello y ella me reprochó que no me disculpase por aquellas cosas.
Después de que saliese del baño le propuse ir a comprar. La tienda más cercana era pequeña y más cara, pero los supermercados estaban demasiado lejos como para volver andando cargados con las bolsas. Le pregunté qué desayunaba, compré los ingredientes de los platos que pensaba preparar y me hice también con mucha fruta. El pan lo compramos en una panadería en donde el dueño me conocía y me preguntó si éramos novios, yo me puse rojo diciendo que no y ella le dedicó una sonrisa ejemplar. Una vez en casa ya le pregunté qué habitación quería. Había dos con camas de matrimonio y una con dos camas individuales. Ella me dijo que le daba igual, que eligiera yo, pero sin duda una de las habitaciones de cama grande era mejor con diferencia porque era la única desde donde se veía el mar, así que así se lo indiqué, respondiéndome entonces que me quedase yo con ella. Al final le propuse, en una especie de tono de broma, dormir los dos en aquella cama, y ella me dijo que sí. Después preparamos un almuerzo rápido consistente en una ensalada de brotes tiernos con trozos de tomate y una lasaña ya hecha que solo había que calentar. Comimos en la terraza en la que daba el sol. Hablábamos poco porque teníamos mucha hambre y no dejábamos de masticar, pero luego se me ocurrió servir vino y así ya fuimos tragando mejor la comida y empezamos a hablar. Se me había olvidado preguntarle qué le había dicho a su madre, así que me contó la historia del grupo de amigas —muchas más chicas que chicos— con las que había ido a casa de una de ellas. Entonces yo me llamaba Inés y tenía un año menos, le pedí que me enseñase una foto de quién iba a ser aquellos días y me decepcioné con el resultado. Cuando ella me preguntó qué había dicho yo en casa, dije la verdad: mamá, me voy a la playa con una amiga. Después le conté como si fuera una historia la escena de la obra de teatro que acababa de leer hacía unos días y a ella le asaltó la risa, haciéndome sentir realmente bien al imaginar la risa como una cascada dorada que caía por la terraza hasta el jardín, llenando la piscina ahora vacía y dando envidia o pequeña felicidad a quienes la escuchasen. Después de comer me dijo que quería echarse media hora, le contesté que me parecía perfecto que se molestase en catarme la cama, y en cuanto oí cerrarse la puerta saqué los platos del lavavajillas y los lavé a mano. Al levantarse me encontró leyendo en la terraza, pero acababa de coger el libro, antes había estado fotografiando los barcos y a los niños que se veía jugar en la playa de piedras. Ella traía el mismo rostro de cansada. Le acaricié la mejilla y no se inmutó, yo me sentí bien. Decidimos dar un paseo; «por la derecha —le dije— llegas a la ciudad; por la izquierda, al pueblo; y en línea recta te conviertes en Alfonsina». Como a la noche íbamos a ir al pueblo, decidimos caminar por el paseo marítimo en dirección a la ciudad, que a nuestro ritmo no íbamos a alcanzar. Yo le estuve contando de cuando una pareja de halcones anidó en lo alto de uno de los tres edificios de la urbanización, tuvieron crías y diezmaron la población de palomas. También le conté el episodio, que me habían contado a su vez, de cuando una noche de tormenta el viento sopló tan fuerte que la mesa de la terraza se elevó de forma completamente vertical, como si mediase la magia, y fue lanzada con fuerza contra el árbol de delante de la casa —ahora parcialmente talado para no estropear las vistas— haciéndose pedazos. Ni que decir tiene que la nueva mesa era de plástico.
A la vuelta del paseo reservamos la comida del día siguiente en un sitio de paellas, ya anunciado antes del viaje, donde no tenían estrellas Michelin pero ni le importaba a los del lugar ni a los comensales que siempre desbordaban las mesas. Cenamos en el Botamara solo porque era la primera vez que no presencié cola en la puerta, y como era tan caro y había mediado mi cabezonería, ella me dejó invitar. A la noche fuimos caminando hasta el pueblo porque era el día de los tambores. Nos reímos a gusto bebiendo cerveza cuando el pregón empezó a anunciar todas las asociaciones culturales “de tambores y bombos” que habían acudido de toda España para poder tocar por primera vez sin demandas de ruido de por medio o sin tener que salirse de sus localidades para poder practicar su arte. Luego tocaron y pensé que había dejado de ser niño cuando vi a estos tapándose las orejas con las manos mientras que a mí solo me sangraba el oído derecho. A ella le impactó mucho, le pareció algo curioso pero no supo decirme si le había gustado o no. A la vuelta, caminando y tras otras pocas cervezas, le conté aquella ocasión en la que me encontraba solo de noche en el balcón y empezó una tormenta sin lluvia, solo de rayos y truenos: «Los rayos se quedaban un rato dibujados, como para que apreciases sus detalles que los hacían parecer raíces o ramas de un árbol, pero aun siendo tan bonitos lo impresionante eran los truenos, que sonaban largos y devastadores, como si en cualquier momento se fuera a resquebrajar el cielo.»
En casa no tardamos en ir a dormir, ya fuera por el alcohol o por ese sueño perenne que se tiene los primero días que dejas de estar a mil metros sobre el nivel del mar. A raíz de esto le cité un párrafo de la misma obra de teatro del mediodía, contándole de paso detalles de la representación, pero estos ya no le interesaron tanto. “Lástima, porque el tren es el único modo humano de viajar. El avión se parece a un milagro, pero va tan rápido que una llega con el cuerpo solo, y anda dos o tres días como una sonámbula, hasta que llega el alma atrasada.”
No se echó atrás y dormimos en la misma cama. Pero solo dormimos. Yo estuve pendiente de si la casualidad le hacía rodar hasta mí o si notaba su aliento cercano, pero creo que ella pensaba solo en dormir y durmió. Después me asaltó el miedo de que después de tantos años me volviese a salir el ronquido nocturno y la idea me tuvo en vela hasta las tres de la mañana. Esa noche soñé que en vez de grúas, el puerto y los barcos de la bahía tenían elefantes gigantes que levantaban las mercancías con sus trompas.
Al día siguiente no oí la alarma que me había puesto, pero me desperté cuando ella se levantó para ir al baño. Corrí entonces a preparar el desayuno que había pensado, pero ella se presentó en la cocina antes de que hubiera terminado y no pude evitar que me ayudase: café, zumo, fruta, tostadas, galletas y un maravilloso tomate para untar en el pan, todo presentado de una forma pretenciosa pero tierna.
Esa mañana fuimos a la playa. El sol había mejorado y quemaba dulcemente. No sé si ella se echó crema, yo desde luego no lo hice. Como la playa de arena estaba llena de gente decidimos ir a la de piedras —piedras pequeñas, como tú—, así que bajé dos sillas de plástico plegables. Una vez instalados ella se quitó la camiseta y los pantalones cortos. No la recordaba, no la recordaba de aquella forma y simulé que mi repentina excitación se debía al grupo de tres chicas que tomaban el sol habiéndose quitado la parte de arriba de sus bañadores. Ella me hizo un comentario malicioso y yo le dije, probándola, que es que la playa me mantenía el libido en auge, pero no mordió el anzuelo. Entonces, aunque el agua estaba fría, me interné hasta la cintura e imaginé a una persona tumbada bocarriba en una cama y a otra encima, tal vez haciendo un masaje. No sé si llegó la niebla o es que el agua a mi alrededor empezaba a evaporarse.
La paella nos gustó, estaba realmente buena y me animé a empezar con aquello de las propinas. Había ruidos y manteles de papel predispuestos a mancharse, pero estuvimos hablando, ella empezó a contarme cosas y yo supe cuándo callar. Fue una de esas cosas buenas que llegado el momento se recuerdan y le calman a uno.
Por la tarde ella quiso comprar un cuaderno. Encontramos una librería-papelería que si no había cerrado era porque el dueño mantenía un encendido debate desde hacía dos horas con un vecino suyo y contrincante de toda la vida. Mientras ella estaba dentro yo compré dos pulseras, me puse una y guardé la otra. Cuando ella salió no me enseñó el cuaderno que ya había guardado y yo oculté mi pulsera nueva estirando la manga. En casa fue ella la quien ocupó la terraza mientras yo consultaba los libros de la estantería del salón. Encontré uno que no conocía y que tenía muy buena pinta, lo empecé a ojear ahí sentado y me dije que era una pena que no fuera a tener tiempo de leerlo. Llegó la noche y los barcos anclados en el horizonte encendieron sus luces. Me parecieron detalles preciosos y estuve un buen tiempo haciéndoles fotografías de las que más tarde podría comprobar que estaban movidas sin que se salvase ninguna. Ella seguía escribiendo. Yo sabía que no le gustaba el pescado, pero venía preparado: hice filetes de atún a la plancha con ajos fritos y aceite. Recordaba a mi madre diciendo que en cuanto freías ajos parecía que ya habías cocinado un gran plato y me alegré del momento en que había decidido atender en la cocina. Efectivamente le gustaron. Cenamos a oscuras, sin vernos pero adivinándonos. Esa noche salimos a los bares de hogueras y estuvimos bebiendo cócteles de esos que se reservan para el verano. Llegamos a casa algo borrachos y le pregunté de nuevo si podía dormir con ella. Me respondió que claro, como la noche anterior, y yo reiteré que si ella quería yo me iba a otro cuarto. Lo que esperaba es que me detuviese con ese tono de quien ve amenazado un plan que ha estado tejiendo con cuidado, pero me respondió indiferente, que no enfadada, que hiciera lo que quisiera. Así que me fui a una de las camas pequeñas —diminuta, enana, hecha para niños que sufriesen la polio— y la rabia no me dejó dormir en toda la noche. En un momento me levanté, se oían cercanos el ruido y la música del festival que se celebraba aquellos días, y vi la mochila de ella. Me acerqué y saqué el cuaderno; había escrito muchísimo, pasaba las hojas deprisa pensando que aquel cuaderno debía ser uno anterior, y sin embargo, la primera hoja… Pero no lo leí. Ella no lo hubiese sabido pero guardé el cuaderno donde estaba. Podía arrepentirme en un futuro, pero una especie sensación de estar obrando bien me llevó a la cama y me dejó dormir las horas que quedaban. Soñé que se podía caminar y respirar debajo del agua verde, que solo nuestra estupidez de no haberlo intentado era lo que nos lo impedía.
A la mañana siguiente me desperté descansado. Por alguna extraña razón los baños de aquella casa me recordaban a cuando era niño y jugaba a tinieblas con mis amigos. En el desayuno le conté historias graciosas del juego de tinieblas y cómo todas las madres —los padres, en secreto, nos miraban con envidia— corrían a impedirnos jugar por temor a que pasaran cosas que nunca llegaron a pasar. Pero ella estaba rara, como distante. Después de limpiarme los labios con la servilleta en ese gesto que da fin a la comida, me preguntó si había leído su cuaderno. Yo le dije que no, aunque después tuve que matizar que lo había cogido pero no lo había leído, que solo quise ver la portada, bueno, que lo ojeé sin leer, que le prometía que pese a todo no había leído nada. No sé cómo había podido suponer que ella no lo sabría, que lo sabría todo y que si no siempre podría utilizar la invención justificada para edificar puentes que la alejasen de mí. Me dijo que quería dar una vuelta, sola.
Entre aburrido y agitado recordé el libro que me había llamado la atención el día anterior. Salí a la terraza y me desnudé casi entero, sintiéndome crecer bajo el sol y sin importarme que los vecinos me mirasen. Leí hasta que sonó la puerta cerrarse. Me di cuenta de que no le había dado un ejemplar de las llaves, de que debía haberlas cogido ella de cualquier parte, y esa libertad en casa doblemente ajena —de ella hacia mí y de mí hacia el dueño— me molestó de una forma extraña. Bajamos a comer a un sitio sin importancia y después fuimos a una playa que muy atentamente se tornó nublada y fría, para disgusto de dos niños de bañadores de colores, armados con pala y cubo y cubiertos por inmensos sombreros de pescador.
En llegando ya la noche, con un crepúsculo precioso en el que el sol se ocultaba por las montañas y no por el mar, no nos quedó más que encender la televisión, ¡la televisión!, sin duda el signo determinante de la muerte de un viaje que terminaría mañana. Una vez ya me había acostado, se abrió la puerta de mi cuarto y la oí entrar. Me quedé muy quieto, tan rígido que pensé que tendría que haberse notado. Ella me besó en la frente y me susurró que iba a salir a dar una vuelta, que tenía una amiga que se encontraba cerca. Y se fue, sin más. No me quedó más remedio que levantarme, acostarme, leer, ver la televisión, volver a acostarme. Me sentía tan mal, oh, pero tan mal. Y entonces me la empecé a imaginar con su amiga y los amigos de ésta, porque sin duda tendría, gentes del festival pasándoselo en grande en una noche fantástica.
Para cuando me levanté ella ya había regresado y su puerta estaba cerrada. Se me ocurrió si despertarla, se me ocurrieron muchas cosas, pero no hice ninguna. Me dediqué a limpiar la casa, terminando enseguida y deseando más polvo por primera vez en mi vida. Solo la desperté cuando ya era hora de marcharse, llamé suave con los nudillos y al abrir la puerta me la encontré vestida, sentada en la cama, mirándose los pies.
En el último vistazo a la casa vi el libro que había estado leyendo apoyado en el filo de una mesa, lo cogí y lo metí en mi mochila. Ya en el autobús nos dormimos los dos y nos las apañamos para mirar a todas partes sin tener que mirarnos. Tenía la sensación de que podía haber pasado algo que había estado muy lejos, esa sensación recurrente de que te vas de un sitio y te dejas algo.

martes, 18 de abril de 2017

Señorito dios

Estaba tumbado, y la pierna que colgaba se mecía despacio. Mirando al techo pensaba qué secreto estaría bien revelar a continuación. Estaría bien algo que les hiciera avanzar, pero no uno de esos que les hacen coger carrerilla y acabar pensando que dios no existe. Entonces entró Hermes.
—Señor, ¿le pillo ocupado?
—¿Sabes cuántas estrellas hay?
—Tantas como lunares tenía Penélope.
—Eso es, tantas como lunares tenía Penélope.
La pierna seguía meciéndose, las manos tras la nuca. Hermes carraspeó.
—Ah, sí. ¿Qué querías?
—Dicen de marketing que estarían bien algunas resurrecciones —consultó sus papeles—, cinco para ser exactos.
—Bien, bien. Entonces habré de levantarme —y se levantó—. Vamos a la sala de juntas.
Cuando llegaron a ésta, Hermes encendió el Disco. En él se mostraron de pronto mares y continentes que al ir girando una rueda se redujeron a ríos y montañas, y más tarde a prados, casas y gallinas.
—Ajá, el primer muerto. ¿Qué le ha pasado a ese?
Hermes consultó sus papeles.
—Parece que le han disparado.
—¿Esos cinco tipos de alrededor?
—Eso parece.
—¡Menudo abuso!
 —Si me deja, señor, tengo un recién nacido al que llevan a enterrar, que en caso de revivir creo que podría hacernos quedar muy bien en las encuestas de mayo…
—¡Tarde! Mira cómo se levanta, ¡cómo se mira! Ya verás la cara de los otros tipos cuando vuelva para vengarse. A ver, ¿qué me decías de un entierro?

—Señor.
—¿Sabes…?
—Penélope.
—¿Y…?
—Tu padre.
—¡Te las sabes todas!
—Señor, tengo nuevas de… del tipo ese.
—¿De Agustín?
—Sí.
—¡Ja! Me encanta, reconoce que es mi mejor apuesta desde hace por lo menos mil años.
—Le han vuelto a matar.
—¿Dónde esta vez?
—Sigue en la guerra.
—No me gusta que esté ahí, le matan demasiado rápido. ¿Cuántas veces van ya?
—¿En la guerra o en general?
—En la guerra.
—Cinco.
—¿Y en general?
—Pues… —Hermes consultó sus papeles y fue leyendo—. Le mató la mujer del bandido después de vengarse, su caballo le tiró por una cuesta, su caballo le lanzó a un río, su caballo saltó por un barranco con él encima, le mató para robarle un joven al que había salvado de ser robado, se le disparó el arma mientras la limpiaba, le mató el bandido después de que usted le reviviera, le mató de nuevo la mujer del bandido después de que Agustín matara a éste, se suicidó intentando descifrar el secreto de su inmortalidad… seis veces…
—Bueno, bueno, detente. Dime, ¿cuántas veces ha muerto por una causa noble?
—¿Noble-noble o esperando algo a cambio?
—Lo primero.
—Dieciséis.
—Tráemelo.

—Señor, le repito que no me parece buena idea.
—¿El qué?
—Lo de Agustín.
—¡Ahivá! Perdona, que estaba a otras cosas. No veas los piratas malayos cómo las lían, no vuelvo a jugar con su mitología. Dime, qué pasa.
—Está aquí Agustín, el pistolero.
—Bien.
—Quien usted va a mandar a ver a su padre.
—Sí.
—Para averiguar dónde está Penélope.
—Exactamente.
—Su padre es dios.
—Lo sé.
—Agustín es un humano.
—¡Pero inmortal!
—Porque usted lo permite, pero su padre se lo puede quitar.
—Ahí entra lo otro. Yo no quiero a Agustín por su puntería… que, por cierto, ¿cómo es?
—Acierta un dos por ciento de las veces.
—Bueno, que no le quiero por eso, que lo que me interesa es quién es. ¿Qué tenían en común todos los profetas de mi padre?
—¿La abstinencia?
—¡La bondad! Todos eran buena gente, o por lo menos mal afortunados, ¡y nuestro hombre es ambas cosas! Mi padre se pirra por la gente buena, es su dos por ciento de aciertos.

—¿Y bien? ¿Qué te dijo? ¡Cuenta!
—Me dijo que la mandó a las estrellas.
—¡Mentira! Las estrellas las sembré yo en su honor.
—…Me dijo que la mandó a visitarlas embarcada en un cometa. Que las viese una por una, para no olvidarte, pero de forma que no volvieses a desatender tus tareas. Me dijo que tardará mucho en volver, pero que cuando el tiempo acabe y el cosmos estalle, podréis volver a estar juntos.

domingo, 16 de abril de 2017

Las líneas de Marta

Marta bajó otros cuatro escalones de un salto. No le daba tiempo a esperar al ascensor ni a pensar que con aquellos brincos la comida se le debía estar destrozando en la tartera de la mochila. Sin embargo, en el tercero —ella vivía en el quinto—, se encontró con su vecino, Jorge, un chico de edad incierta pero cercana que tenía una curiosa forma de mirarla. Al aterrizar en el rellano junto a él, se detuvo a la vez que se erguía y se miraron, él sonriendo por timidez, con las manos cogidas por delante, y ella sonriendo por el esfuerzo venido de golpe, con el rostro rojo dispuesto a interpretarse. Se saludaron mientras él comenzaba a balancearse sobre sus pies y ella se colocaba el pelo detrás de la oreja. Cuando ya llegaba el ascensor al tercero, Marta reiniciaba su carrera por las escaleras.
El día fue agitado: las clases, los recados de tía Ana, mamá llamando a cada rato para ultimar los detalles de su viaje. Tía Ana estaba enferma, pero cuando Marta iba a verla, a pesar de tener que hacerle favores, recordaba siempre las tardes en las que de niña le cuidaba, y le venían entonces una especie de ternura, agradecimiento y una singular tristeza. Aquella tarde, cuando iba a comprarle el pan, servilletas de papel —blancas con rayas verdes— y nuevas ceras para los mandalas, le vino a la cabeza Jorge. Marta sintió aquello que se siente cuando por primera vez uno se da cuenta de la existencia real de otra persona más allá de lo que ha sido siempre, una especie de mobiliario de conversación. Aglutinó los conocimientos que tenía sobre él: vivía con su madre y su padre teniendo un hermano mayor ya independizado; debía ser de la misma edad, igual algo menor; vivía en el tercero, desde luego, y se podían ver desde sus cuartos, dando ambos al patio interior. Aquella noche tuvo uno de esos sueños múltiples que se van hilando y en el que huyendo de algo recorría el pasillo y entraba en su cuarto. Daba al interruptor pero la luz no se encendía, además de que todo parecía sumido en una exagerada negrura a excepción de la ventana, que se veía iluminada por una luz tintineante como el fuego de una hoguera. Al acercarse comprobaba que había cosas cambiadas: no estaba en el quicio de la ventana su maceta con la rosa y las ventanas del resto de casas eran mucho más grandes, inmensos ventanales sin cortinas. Jorge, asomado al patio, no estaba en el tercero, sino a su altura. Marta se daba cuenta entonces de que la única luz era ella misma, que brillaba como los peces de colores, y generaba sombras que bailaban sobre las paredes, sobre el cuerpo de Jorge, sobre su cara. Sus ojos también emitían luz.
Al despertar se sintió descansada y con la piel increíblemente suave, siendo un placer frotar una pierna contra la otra. Llegó tarde a las clases pero esta vez no corrió. A lo largo del día le fueron asaltando recuerdos del sueño y maldades varias. Al llegar la tarde habló con tía Ana. No le contó nada concreto porque sentía que sus palabras la denotarían estúpida, es más, esquivaba formar ideas concretas porque a veces le daban ganas de golpearse por tonta. Le preguntó a tía Ana, como de pasada, cómo podían acercarse dos personas que parecían cojas en lo importante. La tía sonrío y mencionó algo de los lugares comunes.
Cuando Marta llegó a casa la encontró a oscuras y por un momento se sintió volver al sueño. Luego recordó de pronto el viaje de mamá y la pereza de ser independiente. Tuvo que bajar la basura. Lo hizo por las escaleras, y al llegar al portal vio que a alguien se le habían caído unos restos de papel. Recogió un trozo de sobre de una factura, y al levantar la vista se encontró frente a la hilera de buzones. Al día siguiente, cuando se cruzó con Jorge mientras ella corría y él no terminaba de volver del sueño, le dieron ganas de gritar «¡espera lo que te tengo preparado!».

Jorge se encontraba tumbado sobre la cama con la cabeza apoyada sobre las manos apoyadas sobre la almohada. Acababa de masturbarse y miraba el techo de un blanco sucio pensando que qué cerca se encontraba el nirvana. Giró la cabeza y vio sobre la mesa una pila informe de hojas, libros y cuadernos a los que debería meter mano y que llevaba ignorando desde el principio, a la espera de que los plazos se acercasen y el agobio le tomase el pecho. Su madre le llamó desde el otro lado de la puerta y él se puso en pie de un salto, tomando unas hojas cualquiera mientras ella entraba.
—Había esto para ti.
Un sobre blanco y cuadrado con nada más que su nombre en el dorso. Lo sopesó y le dio varias vueltas antes de abrirlo. Dentro solo había una fotografía hecha con una polaroid. En ella se veía una mano, sin fondo, como sopesando el aire. Del pulgar salía una línea de rayas discontinuas que se perdía por la muñeca. Volvió a mirar el sobre y la fotografía, pero no había más. Estuvo pensando si preguntar a su madre por detalles, pero no le diría nada más que eso, hijo, el sobre en el buzón, que ya me dirás tú cómo un sobre así sin na ahí metido, que ya es raro, ni que fuera cosa de bandas, suerte que siempre has sido un poco paraito como para meterte en líos.
Al día siguiente, en mitad de clase, Marta se miró la mano dándose cuenta de que aún no se había borrado el tramo de líneas discontinuas. Después de dejar el sobre había tenido dudas de si continuar, pero ahora, viéndose aquello, sonrió y pensó que debía lavarse la mano dejando todavía las últimas líneas de la muñeca, para que el nuevo tramo continuase exactamente donde se interrumpía el anterior. Ya en el lavabo contempló de cerca su obra, era un trabajo bueno, en verdad, si bien había tenido que desempolvar un libro de piratas de cuando era niña para trazarse bien las líneas que se hacían en los mapas que terminaban con una gran equis en donde se encontraba el tesoro, su tesoro. Por la tarde le contó lo que estaba haciendo a tía Ana, pero inventando que se trataba de algo que aparecía en un libro que estaba leyendo. A tía Ana no le gustó el relato y Marta decidió que ya estaba demasiado recuperada como para seguir necesitando que fuera a verla cada tarde.
Mamá seguía de viaje y Jorge acabó por encargarse de recoger el correo cada día para esconderle a su madre los sobres cuadrados con su nombre y sin apellido que iban llegando. En ellos ya se mostraba el brazo, el hombro, el costado, la cadera. La línea no dejaba de correr y cambiaba el rumbo provocando en su garganta una saliva densa y la excitación intensísima de pensar qué vendría después y quién sería ella. Marta también sentía el sabor de la sal en la boca, recorría con los dedos los lugares por donde pasaba la línea, mordiéndose el labio hasta hacerse daño. Cuando se fotografió entre los pechos, sin llegar a mostrar nada, sintió tal excitación que se asomó a la ventana, mirando hacia el tercero, desde donde también la miraban, y se masturbó de pie, acompañada por aquel gentil hombre que resultó no ser Jorge, sino su hermano mayor. El hermano le contó a Jorge lo de la chica del quinto, pero éste no le habló de las fotografías, que se habían detenido ya en el ombligo, justo antes de. Sin embargo Jorge ya tenía dos fantasías con las que gozar en un cuarto diminuto que se volvía inmenso: la misteriosa chica de los fascículos y la exhibicionista del quinto, que sin embargo no aparecía pese a que él no dejase de vigilar la ventana, ventana que ya odiaba con aquellas horribles cortinas y esa rosa vacía de todo, puro cliché.
Marta no sabía cómo enfocar el final. Mostrarlo tal cual le parecía destrozar algo bello, además de que por primera vez le daba miedo, y esquivarlo era una trampa, un jarro de agua fría que haría que él perdiese todo interés. Su vista, como siempre, derivó hacia la luz de la tarde —tía Ana acababa de llamar, repentinamente triste— y una silueta le dio la idea perfecta. Jorge esperó casi hasta la noche para no llevarse el disgusto de bajar y que la desconocida aún no se hubiera dejado caer. Aquel día no hubo correo, y en lo profundo del buzón solo estaba el sobre, cuadrado y blanco, que parecía casi brillar. En su cuarto lo recibió con los pantalones bajados; la línea bajaba del ombligo y daba una vuelta completa hasta terminar en un pétalo de la flor que una mano sujetaba escondiendo el sexo. Detrás de la fotografía por primera vez venía algo escrito: «Sigue la línea». Las piernas de Jorge explotaron, aunque no sin cierto disgusto por la falta de aquellas vistas. Por rutina fue a la ventana y miró hacia el quinto. Seguro que su hermano le había engañado, pensó mientras miraba las estúpidas cortinas y la maceta con la rosa desaparecida.
Mamá aún no había vuelto, comentó la madre de Jorge en la cena, y éste masticó la información junto con el postre. Con la escusa de bajar la basura subió hasta el quinto, por las escaleras, como un cazador. Allí llamó con los nudillos, y después al timbre. Marta le miraba a través de la mirilla. Jorge siguió llamando hasta que se marchó, como si bajase rodando por las escaleras. Entonces ella se dejó caer al suelo deslizándose con la espalda apoyada en la puerta. El placer ya había terminado. El juego ya había terminado, lo había hecho con la última fotografía.

miércoles, 12 de abril de 2017

La isla

El blanco que rodea al radiador se ha tornado un blanco sucio. El negro dicen que ya no es negro, que han encontrado otro color. A la isla van llegando los desaparecidos, muertos y vivos, en barcos hechos para suicidarse frente a las playas. Las palmeras se preparan para ser taladas y una alondra, extranjera sin duda, canta las mañanitas a los niños mancos que tocaron una mina y que ahora tienen una renta vitalicia de piruletas. Los cazadores no tienen para comprarse pieles, por lo que recubren sus capas con cáscaras de mandarina. Las mujeres les miran mal porque el olor pasa de dulzón a desagradable, pero ellos imitan a los loros que imitan a los poetas y conquistan sus corazones, corazones que arrancan, meten en botellas y lanzan al mar en espera de que los reciban sus verdaderas enamoradas como pruebas de amor. Un elefante ha edificado un reino en la zona oeste de la montaña. Es un reino avanzado pero exageradamente elitista. El elefante ya es viejo y busca un descendiente, pero viendo que nadie está a la altura planea una guerra civil para morir junto con aquello que creó. También hay una niña que llora, y llorando la niña nadie consigue seguir con sus quehaceres o sus juegos, nadie puede acallar a la niña que suena lejos, nadie puede ni moverse.

jueves, 6 de abril de 2017

Rostro cambiante

Tengo un rostro que cambia, muchos días me despierto con uno distinto. No ocurre siempre, hay días en los que me levanto con el mío y éste ya no cambia, aunque ya no sé si es el mío o solo el que más se repite. Nada más levantarme me miro al espejo y comparo el resultado con un pequeña pila de polaroids de rostros que ya conozco y a los que ya les he dado un nombre y una historia o que sé a quiénes pertenecen. Si no conozco el rostro me resigno a que el portero piense que soy otro de los amantes del señor P. (yo soy el señor P.). También hay veces en las que el rostro me cambia en pleno día. Son los más molestos, sin duda, como aquella vez en que caminando por la calle, yendo a casa, una anciana me hizo un gesto con la cabeza y movió sus secos labios como diciendo algo. Yo continué, no me extrañaba que se tratase de una de esas personas que sonríen a desconocidos y en seguida les comentan sobre un tercero. Sin embargo, al poco me crucé con un hombre de edad incierta que me hizo con el brazo un respetuoso saludo. Ahí supe que me había cambiado el rostro. Ahora tocaba saber el de quién tenía, que estaba claro que se trataba del de un personaje famoso si coincidían en conocerme el hombre y la señora, que tampoco se conocían entre sí si caminaban con aquella distancia en vez de juntos. Pero cuando alguien convive con algo como lo mío acaba por perder la curiosidad de forma que ya no se para junto a los coches o lleva uno de esos espejos pensados para el maquillaje. Y a pesar de esto, el número de admiradas miradas que recibí en tan solo una calle me hizo sentirme como hacía tiempo y quise saber quién era. Pero no me parecía bien sacudir de los hombros a cualquier viandante mientras le interpelaba a gritos, podía dañar la reputación del dueño de mi rostro, así que me dirigí a un pequeño bar que hacía esquina y en el que nunca había recaído. En un primer momento creí que los cristales estaban pintados de gris, pero después de ver la huella de una mano supe que se trataba de polvo y roña general. Me pareció un lugar idílico para reconocerme, porque la gente humilde tiende a conocer a los famosos y a admirarles u odiarles en consecuencia. En aquel antro sin duda me odiarían. Entré y pedí una cerveza a un camarero oscuro que me miró largo rato como con desconfianza antes de servírmela en vaso, práctica que le adiviné poco común. Una vez sentado al fondo empezaron a llegar tipos de baja escala social, trabajadores exhaustos que no sabían si mirarme fijamente o no hacerlo en absoluto. Aparté con el pie la silla de enfrente invitándoles a sentarse, en especial a un grupo de tres hombres que bebían serios sin dejar de mirarme. Finalmente uno de ellos se acercó, apoyó las manos sobre la mesa y, mientras se inclinaba sobre mí, dijo:
—Al fin has venido. Ya era hora de que hablásemos un poco.

lunes, 3 de abril de 2017

Pétalos de flor que no existe

Se pasó por aquí, venía soltando pétalos de liviana en las puertas de las casas.
—La liviana es la flor de los muertos —le dije.
—Lo sé —me contestó.
Y siguió echando pétalos.
—¿Por qué los echas?
—Porque es necesario.
—Pero no estamos muertos.
—Por si acaso.

Terminó el cesto y se marchó, no le volvimos a ver. Estuve atento y en la semana no murió nadie, tan solo fueron los pétalos, que no se habían retirado por temor, los que se pudrieron. Esperé en el porche a que volviera, pero como no lo hizo una noche tuve miedo y me marché. No escribí a mamá por temor a averiguar que le había pasado algo. Vagué buscando al hombre, pero la única pista era la liviana y me contaron que ésta se había extinguido. Al final, después de algún tiempo, me di cuenta de que en casa probablemente debían pensar que yo había muerto.

domingo, 2 de abril de 2017

Un pueblo no muy grande, uno de esos que te hacen soñar con lo que tienes entendido que es la ciudad. Una casa grande y siempre la misma, no has dormido más de una semana en otro lugar, una casa que ha sido siempre y que seguirá siendo. Un grupo de gente con la que te reúnes, sin pensar si son tus amigos porque no has tenido que pararte a pensar en la amistad y en las personas. Un río, un bosque, una zona de juncos altos en la que te puedes esconder y que crees que nadie más conoce, un puente, una casa abandonada, una bohardilla, un claro donde las parejas juegan, una luna omnipresente, una persona que te busca sin que lo sepas para sonreírte, una tienda pequeña que vende dulces, unos abuelos que viven al final de la calle, una banda que toca a veces en la plaza, una autoridad que se desautoriza sonriendo, un futuro llano con la luz del mediodía, una leyenda y un cuento que siempre se cuenta y cuya versión va cambiando, una barca medio hundida junto a la orilla que es casi ya un monumento, un coche gracioso con el que poder viajar, aunque no se sabe si se quiere viajar, porque hasta que se leen libros o se ven películas no se piensa en qué buscar más allá. No tienes necesidad de vivir una historia, ni de vivir relatos, no necesitas del tiempo ni del sufrimiento. No hay portazos y huele bien. La comida sabe a nueva, las ancianas te sonríen en sus paseos, los ancianos te sonríen desde los porches o a las entradas de las casas. Que llegue un coche es curioso, que llegue el autobús es una fiesta, con sus maletas en el techo metidas en una especie de red. Nadie se preocupa por las cosas malas, porque están ahí y se convive con ellas, pero no se entrecruzan con las cosas que importan. Hay farolas, farolillos, velas y ojos que centellean. Está esa chica que te coge de la mano y te lleva. El gato que mira y el perro que ladra. El tipo que te enseña cosas, porque no sabes nada. Porque la ciudad es un King Kong en blanco y negro, porque París es un parque animado. Porque allá nadie va a trabajar y hay algodón de azúcar de color rosa, y hay faldas tan bonitas que parecen hechas para ponerse a bailar en mitad de la calle. Y está la poesía, que tampoco la conoces, a la vuelta de la esquina, junto a la barba blanca y esos otros ojos que te miran desde arriba de las escaleras. No tienes necesidad de nada, en parte lo tienes todo, y lo que no tienes no sabes qué es, así que no lo echas en falta, sino que lo vas descubriendo, vas viendo que aquello te faltaba y que ahora es otra pieza más que colocarse en el pecho. Eres libre y estás encerrado, pero tienes tus plazas y tus juncos y donde quieras eres tú, pero tampoco tienes necesidad de hablarte, de buscarte, de plantar y regar, porque hay una parte de la historia, la introducción, que no te han contado, y no haciéndolo te han hecho el mayor favor de tu vida.