Marta
bajó otros cuatro escalones de un salto. No le daba tiempo a esperar al
ascensor ni a pensar que con aquellos brincos la comida se le debía estar destrozando
en la tartera de la mochila. Sin embargo, en el tercero —ella vivía en el
quinto—, se encontró con su vecino, Jorge, un chico de edad incierta pero
cercana que tenía una curiosa forma de mirarla. Al aterrizar en el rellano
junto a él, se detuvo a la vez que se erguía y se miraron, él sonriendo por
timidez, con las manos cogidas por delante, y ella sonriendo por el esfuerzo
venido de golpe, con el rostro rojo dispuesto a interpretarse. Se saludaron
mientras él comenzaba a balancearse sobre sus pies y ella se colocaba el pelo detrás
de la oreja. Cuando ya llegaba el ascensor al tercero, Marta reiniciaba su
carrera por las escaleras.
El
día fue agitado: las clases, los recados de tía Ana, mamá llamando a cada rato
para ultimar los detalles de su viaje. Tía Ana estaba enferma, pero cuando
Marta iba a verla, a pesar de tener que hacerle favores, recordaba siempre las
tardes en las que de niña le cuidaba, y le venían entonces una especie de
ternura, agradecimiento y una singular tristeza. Aquella tarde, cuando iba a
comprarle el pan, servilletas de papel —blancas con rayas verdes— y nuevas
ceras para los mandalas, le vino a la cabeza Jorge. Marta sintió aquello que se
siente cuando por primera vez uno se da cuenta de la existencia real de otra
persona más allá de lo que ha sido siempre, una especie de mobiliario de
conversación. Aglutinó los conocimientos que tenía sobre él: vivía con su madre
y su padre teniendo un hermano mayor ya independizado; debía ser de la misma
edad, igual algo menor; vivía en el tercero, desde luego, y se podían ver desde
sus cuartos, dando ambos al patio interior. Aquella noche tuvo uno de esos
sueños múltiples que se van hilando y en el que huyendo de algo recorría el
pasillo y entraba en su cuarto. Daba al interruptor pero la luz no se encendía,
además de que todo parecía sumido en una exagerada negrura a excepción de la
ventana, que se veía iluminada por una luz tintineante como el fuego de una hoguera.
Al acercarse comprobaba que había cosas cambiadas: no estaba en el quicio de la
ventana su maceta con la rosa y las ventanas del resto de casas eran mucho más
grandes, inmensos ventanales sin cortinas. Jorge, asomado al patio, no estaba
en el tercero, sino a su altura. Marta se daba cuenta entonces de que la única
luz era ella misma, que brillaba como los peces de colores, y generaba sombras
que bailaban sobre las paredes, sobre el cuerpo de Jorge, sobre su cara. Sus
ojos también emitían luz.
Al
despertar se sintió descansada y con la piel increíblemente suave, siendo un
placer frotar una pierna contra la otra. Llegó tarde a las clases pero esta vez
no corrió. A lo largo del día le fueron asaltando recuerdos del sueño y
maldades varias. Al llegar la tarde habló con tía Ana. No le contó nada
concreto porque sentía que sus palabras la denotarían estúpida, es más,
esquivaba formar ideas concretas porque a veces le daban ganas de golpearse por
tonta. Le preguntó a tía Ana, como de pasada, cómo podían acercarse dos
personas que parecían cojas en lo importante. La tía sonrío y mencionó algo de
los lugares comunes.
Cuando
Marta llegó a casa la encontró a oscuras y por un momento se sintió volver al
sueño. Luego recordó de pronto el viaje de mamá y la pereza de ser
independiente. Tuvo que bajar la basura. Lo hizo por las escaleras, y al llegar
al portal vio que a alguien se le habían caído unos restos de papel. Recogió un
trozo de sobre de una factura, y al levantar la vista se encontró frente a la
hilera de buzones. Al día siguiente, cuando se cruzó con Jorge mientras ella
corría y él no terminaba de volver del sueño, le dieron ganas de gritar «¡espera
lo que te tengo preparado!».
Jorge
se encontraba tumbado sobre la cama con la cabeza apoyada sobre las manos
apoyadas sobre la almohada. Acababa de masturbarse y miraba el techo de un
blanco sucio pensando que qué cerca se encontraba el nirvana. Giró la cabeza y
vio sobre la mesa una pila informe de hojas, libros y cuadernos a los que
debería meter mano y que llevaba ignorando desde el principio, a la espera de
que los plazos se acercasen y el agobio le tomase el pecho. Su madre le llamó
desde el otro lado de la puerta y él se puso en pie de un salto, tomando unas
hojas cualquiera mientras ella entraba.
—Había
esto para ti.
Un
sobre blanco y cuadrado con nada más que su nombre en el dorso. Lo sopesó y le
dio varias vueltas antes de abrirlo. Dentro solo había una fotografía hecha con
una polaroid. En ella se veía una mano, sin fondo, como sopesando el aire. Del
pulgar salía una línea de rayas discontinuas que se perdía por la muñeca.
Volvió a mirar el sobre y la fotografía, pero no había más. Estuvo pensando si
preguntar a su madre por detalles, pero no le diría nada más que eso, hijo, el
sobre en el buzón, que ya me dirás tú cómo un sobre así sin na ahí metido, que
ya es raro, ni que fuera cosa de bandas, suerte que siempre has sido un poco
paraito como para meterte en líos.
Al
día siguiente, en mitad de clase, Marta se miró la mano dándose cuenta de que
aún no se había borrado el tramo de líneas discontinuas. Después de dejar el
sobre había tenido dudas de si continuar, pero ahora, viéndose aquello, sonrió
y pensó que debía lavarse la mano dejando todavía las últimas líneas de la
muñeca, para que el nuevo tramo continuase exactamente donde se interrumpía el
anterior. Ya en el lavabo contempló de cerca su obra, era un trabajo bueno, en
verdad, si bien había tenido que desempolvar un libro de piratas de cuando era
niña para trazarse bien las líneas que se hacían en los mapas que terminaban
con una gran equis en donde se encontraba el tesoro, su tesoro. Por la tarde le
contó lo que estaba haciendo a tía Ana, pero inventando que se trataba de algo
que aparecía en un libro que estaba leyendo. A tía Ana no le gustó el relato y
Marta decidió que ya estaba demasiado recuperada como para seguir necesitando
que fuera a verla cada tarde.
Mamá
seguía de viaje y Jorge acabó por encargarse de recoger el correo cada día para
esconderle a su madre los sobres cuadrados con su nombre y sin apellido que
iban llegando. En ellos ya se mostraba el brazo, el hombro, el costado, la
cadera. La línea no dejaba de correr y cambiaba el rumbo provocando en su
garganta una saliva densa y la excitación intensísima de pensar qué vendría
después y quién sería ella. Marta también sentía el sabor de la sal en la boca,
recorría con los dedos los lugares por donde pasaba la línea, mordiéndose el
labio hasta hacerse daño. Cuando se fotografió entre los pechos, sin llegar a
mostrar nada, sintió tal excitación que se asomó a la ventana, mirando hacia el
tercero, desde donde también la miraban, y se masturbó de pie, acompañada por
aquel gentil hombre que resultó no ser Jorge, sino su hermano mayor. El hermano
le contó a Jorge lo de la chica del quinto, pero éste no le habló de las
fotografías, que se habían detenido ya en el ombligo, justo antes de. Sin
embargo Jorge ya tenía dos fantasías con las que gozar en un cuarto diminuto
que se volvía inmenso: la misteriosa chica de los fascículos y la
exhibicionista del quinto, que sin embargo no aparecía pese a que él no dejase
de vigilar la ventana, ventana que ya odiaba con aquellas horribles cortinas y
esa rosa vacía de todo, puro cliché.
Marta
no sabía cómo enfocar el final. Mostrarlo tal cual le parecía destrozar algo
bello, además de que por primera vez le daba miedo, y esquivarlo era una
trampa, un jarro de agua fría que haría que él perdiese todo interés. Su vista,
como siempre, derivó hacia la luz de la tarde —tía Ana acababa de llamar,
repentinamente triste— y una silueta le dio la idea perfecta. Jorge esperó casi
hasta la noche para no llevarse el disgusto de bajar y que la desconocida aún
no se hubiera dejado caer. Aquel día no hubo correo, y en lo profundo del buzón
solo estaba el sobre, cuadrado y blanco, que parecía casi brillar. En su cuarto
lo recibió con los pantalones bajados; la línea bajaba del ombligo y daba una
vuelta completa hasta terminar en un pétalo de la flor que una mano sujetaba
escondiendo el sexo. Detrás de la fotografía por primera vez venía algo escrito:
«Sigue la línea». Las piernas de Jorge explotaron, aunque no sin cierto
disgusto por la falta de aquellas vistas. Por rutina fue a la ventana y miró
hacia el quinto. Seguro que su hermano le había engañado, pensó mientras miraba
las estúpidas cortinas y la maceta con la rosa desaparecida.
Mamá
aún no había vuelto, comentó la madre de Jorge en la cena, y éste masticó la
información junto con el postre. Con la escusa de bajar la basura subió hasta
el quinto, por las escaleras, como un cazador. Allí llamó con los nudillos, y
después al timbre. Marta le miraba a través de la mirilla. Jorge siguió
llamando hasta que se marchó, como si bajase rodando por las escaleras.
Entonces ella se dejó caer al suelo deslizándose con la espalda apoyada en la
puerta. El placer ya había terminado. El juego ya había terminado, lo había
hecho con la última fotografía.
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