Algo pasaba con la
habitación 33, cuando llevaron allí a un paciente con neumonía se encontraron
con las dos camas ocupadas cuando en las hojas de la enfermera jefe solo
figuraba el hombre de las quemaduras de segundo grado. De la señora de al lado,
que presentaba numerosas heridas y huesos rotos, no había constancia. La
enfermera que habló con ella dictaminó que su ingreso en el hospital sí debía
haber sido registrado pero que se habrían extraviado los documentos, así que allí
mismo volvió a tomar nota de sus datos en unos papeles que también terminarían
por perderse. El hombre de las quemaduras, al que le habían inmovilizado el
cuello y no alcanzaba a ver la televisión, entabló entonces conversación con
ella. Al parecer, le contó, ella se encontraba cruzando un paso de peatones, de
día y con buena visibilidad, cuando un vehículo la arrolló entre lágrimas y
lamentos del conductor que juró no haberla visto. Después
pasó a contarle su historia, y mientras lo hacía, los enfermeros que traían la
comida solían traer el menú de él pero tarde recordaban haber vuelto a olvidar
el de ella. Ella estudiaba en la universidad, iba a curso por año y su vida
había sido siempre exageradamente simple. Hija única, pasó mucho tiempo en casa
sola cuidando de sus muñecas, de un perro al que no lograba despertar y de una
televisión cuyo mando en sus manos parecía no tener nunca pilas. Su único
deporte fue el ajedrez, donde el rival perdía siempre al acabársele el tiempo
mientras esperaba distraído que ella realizase un movimiento que ya había
hecho. En la universidad tuvieron que aprobarla a la fuerza en más de una
ocasión por haber perdido su examen, y en clase, a pesar de vestir siempre
colores muy vivos, compañeros y profesores se sorprendían siempre creyéndola
nueva. Esta historia fue la que le contó al hombre de las quemaduras, que la
escuchó sin distraerse, que se recuperó antes que ella y que nada más salir del
hospital un pitido náutico de un autobús interurbano le hizo olvidarlo todo,
porque menudos son esos ruidos.
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