Tengo
un rostro que cambia, muchos días me despierto con uno distinto. No ocurre
siempre, hay días en los que me levanto con el mío y éste ya no cambia, aunque
ya no sé si es el mío o solo el que más se repite. Nada más levantarme me miro
al espejo y comparo el resultado con un pequeña pila de polaroids de rostros
que ya conozco y a los que ya les he dado un nombre y una historia o que sé a
quiénes pertenecen. Si no conozco el rostro me resigno a que el portero piense
que soy otro de los amantes del señor P. (yo soy el señor P.). También hay
veces en las que el rostro me cambia en pleno día. Son los más molestos, sin
duda, como aquella vez en que caminando por la calle, yendo a casa, una anciana
me hizo un gesto con la cabeza y movió sus secos labios como diciendo algo. Yo
continué, no me extrañaba que se tratase de una de esas personas que sonríen a
desconocidos y en seguida les comentan sobre un tercero. Sin embargo, al poco
me crucé con un hombre de edad incierta que me hizo con el brazo un respetuoso
saludo. Ahí supe que me había cambiado el rostro. Ahora tocaba saber el de
quién tenía, que estaba claro que se trataba del de un personaje famoso si
coincidían en conocerme el hombre y la señora, que tampoco se conocían entre
sí si caminaban con aquella distancia en vez de juntos. Pero cuando alguien
convive con algo como lo mío acaba por perder la curiosidad de forma que ya no se
para junto a los coches o lleva uno de esos espejos pensados para el
maquillaje. Y a pesar de esto, el número de admiradas miradas que recibí en tan
solo una calle me hizo sentirme como hacía tiempo y quise saber quién era. Pero
no me parecía bien sacudir de los hombros a cualquier viandante mientras le
interpelaba a gritos, podía dañar la reputación del dueño de mi rostro, así que
me dirigí a un pequeño bar que hacía esquina y en el que nunca había recaído. En un primer momento creí que los cristales estaban pintados de gris,
pero después de ver la huella de una mano supe que se trataba de polvo y roña
general. Me pareció un lugar idílico para reconocerme, porque la gente humilde
tiende a conocer a los famosos y a admirarles u odiarles en consecuencia. En
aquel antro sin duda me odiarían. Entré y pedí una cerveza a un camarero oscuro
que me miró largo rato como con desconfianza antes de servírmela en vaso,
práctica que le adiviné poco común. Una vez sentado al fondo empezaron a llegar
tipos de baja escala social, trabajadores exhaustos que no sabían si mirarme
fijamente o no hacerlo en absoluto. Aparté con el pie la silla de enfrente
invitándoles a sentarse, en especial a un grupo de tres hombres que bebían
serios sin dejar de mirarme. Finalmente uno de ellos se acercó, apoyó las manos
sobre la mesa y, mientras se inclinaba sobre mí, dijo:
—Al
fin has venido. Ya era hora de que hablásemos un poco.
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