jueves, 6 de abril de 2017

Rostro cambiante

Tengo un rostro que cambia, muchos días me despierto con uno distinto. No ocurre siempre, hay días en los que me levanto con el mío y éste ya no cambia, aunque ya no sé si es el mío o solo el que más se repite. Nada más levantarme me miro al espejo y comparo el resultado con un pequeña pila de polaroids de rostros que ya conozco y a los que ya les he dado un nombre y una historia o que sé a quiénes pertenecen. Si no conozco el rostro me resigno a que el portero piense que soy otro de los amantes del señor P. (yo soy el señor P.). También hay veces en las que el rostro me cambia en pleno día. Son los más molestos, sin duda, como aquella vez en que caminando por la calle, yendo a casa, una anciana me hizo un gesto con la cabeza y movió sus secos labios como diciendo algo. Yo continué, no me extrañaba que se tratase de una de esas personas que sonríen a desconocidos y en seguida les comentan sobre un tercero. Sin embargo, al poco me crucé con un hombre de edad incierta que me hizo con el brazo un respetuoso saludo. Ahí supe que me había cambiado el rostro. Ahora tocaba saber el de quién tenía, que estaba claro que se trataba del de un personaje famoso si coincidían en conocerme el hombre y la señora, que tampoco se conocían entre sí si caminaban con aquella distancia en vez de juntos. Pero cuando alguien convive con algo como lo mío acaba por perder la curiosidad de forma que ya no se para junto a los coches o lleva uno de esos espejos pensados para el maquillaje. Y a pesar de esto, el número de admiradas miradas que recibí en tan solo una calle me hizo sentirme como hacía tiempo y quise saber quién era. Pero no me parecía bien sacudir de los hombros a cualquier viandante mientras le interpelaba a gritos, podía dañar la reputación del dueño de mi rostro, así que me dirigí a un pequeño bar que hacía esquina y en el que nunca había recaído. En un primer momento creí que los cristales estaban pintados de gris, pero después de ver la huella de una mano supe que se trataba de polvo y roña general. Me pareció un lugar idílico para reconocerme, porque la gente humilde tiende a conocer a los famosos y a admirarles u odiarles en consecuencia. En aquel antro sin duda me odiarían. Entré y pedí una cerveza a un camarero oscuro que me miró largo rato como con desconfianza antes de servírmela en vaso, práctica que le adiviné poco común. Una vez sentado al fondo empezaron a llegar tipos de baja escala social, trabajadores exhaustos que no sabían si mirarme fijamente o no hacerlo en absoluto. Aparté con el pie la silla de enfrente invitándoles a sentarse, en especial a un grupo de tres hombres que bebían serios sin dejar de mirarme. Finalmente uno de ellos se acercó, apoyó las manos sobre la mesa y, mientras se inclinaba sobre mí, dijo:
—Al fin has venido. Ya era hora de que hablásemos un poco.

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