Un pueblo no muy grande, uno de
esos que te hacen soñar con lo que tienes entendido que es la ciudad. Una casa
grande y siempre la misma, no has dormido más de una semana en otro lugar, una
casa que ha sido siempre y que seguirá siendo. Un grupo de gente con la que te
reúnes, sin pensar si son tus amigos porque no has tenido que pararte a
pensar en la amistad y en las personas. Un río, un bosque, una zona de juncos
altos en la que te puedes esconder y que crees que nadie más conoce, un puente,
una casa abandonada, una bohardilla, un claro donde las parejas juegan, una
luna omnipresente, una persona que te busca sin que lo sepas para sonreírte,
una tienda pequeña que vende dulces, unos abuelos que viven al final de la
calle, una banda que toca a veces en la plaza, una autoridad que se desautoriza
sonriendo, un futuro llano con la luz del mediodía, una leyenda y un cuento que
siempre se cuenta y cuya versión va cambiando, una barca medio hundida junto a
la orilla que es casi ya un monumento, un coche gracioso con el que poder
viajar, aunque no se sabe si se quiere viajar, porque hasta que se leen libros
o se ven películas no se piensa en qué buscar más allá. No tienes necesidad de
vivir una historia, ni de vivir relatos, no necesitas del tiempo ni del
sufrimiento. No hay portazos y huele bien. La comida sabe a nueva, las ancianas
te sonríen en sus paseos, los ancianos te sonríen desde los porches o a las
entradas de las casas. Que llegue un coche es curioso, que llegue el autobús es
una fiesta, con sus maletas en el techo metidas en una especie de red. Nadie se
preocupa por las cosas malas, porque están ahí y se convive con ellas, pero no
se entrecruzan con las cosas que importan. Hay farolas, farolillos, velas y
ojos que centellean. Está esa chica que te coge de la mano y te lleva. El gato
que mira y el perro que ladra. El tipo que te enseña cosas, porque no sabes
nada. Porque la ciudad es un King Kong en blanco y negro, porque París es un
parque animado. Porque allá nadie va a trabajar y hay algodón de azúcar de
color rosa, y hay faldas tan bonitas que parecen hechas para ponerse a bailar
en mitad de la calle. Y está la poesía, que tampoco la conoces, a la vuelta de
la esquina, junto a la barba blanca y esos otros ojos que te miran desde arriba
de las escaleras. No tienes necesidad de nada, en parte lo tienes todo, y lo
que no tienes no sabes qué es, así que no lo echas en falta, sino que lo vas
descubriendo, vas viendo que aquello te faltaba y que ahora es otra pieza más que
colocarse en el pecho. Eres libre y estás encerrado, pero tienes tus plazas y
tus juncos y donde quieras eres tú, pero tampoco tienes necesidad de hablarte,
de buscarte, de plantar y regar, porque hay una parte de la historia, la
introducción, que no te han contado, y no haciéndolo te han hecho el mayor
favor de tu vida.
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