Se
pasó por aquí, venía soltando pétalos de liviana en las puertas de las casas.
—La
liviana es la flor de los muertos —le dije.
—Lo
sé —me contestó.
Y
siguió echando pétalos.
—¿Por
qué los echas?
—Porque
es necesario.
—Pero
no estamos muertos.
—Por
si acaso.
Terminó
el cesto y se marchó, no le volvimos a ver. Estuve atento y en la semana no
murió nadie, tan solo fueron los pétalos, que no se habían retirado por temor, los que se pudrieron. Esperé en el porche a que volviera, pero como no
lo hizo una noche tuve miedo y me marché. No escribí a mamá por temor a
averiguar que le había pasado algo. Vagué buscando al hombre, pero la única
pista era la liviana y me contaron que ésta se había extinguido. Al final,
después de algún tiempo, me di cuenta de que en casa probablemente debían
pensar que yo había muerto.
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