Yo
había temido el viaje en autobús, los silencios incómodos provocados por estar
tanto tiempo obligados a estar juntos. Sin embargo ella se sentó junto a la
ventana, giró el rostro y estuvo dormida la mayor parte del camino. Yo abrí un
libro, no me gustaba y lo leía distraído. Las imágenes que iba leyendo
iniciaban nuevas historias en mi cabeza, y cuando volvía al libro resultaba que
había pasado varias hojas leyendo sin leer. Me gustaba el color de las hojas,
eso sí. En algún momento ella me miró y yo dejé de leer sin dejar de mirar el
libro, esperando que me hablase, pero solo se puso a escuchar música y acabamos
llegando a nuestro destino.
No
había demasiada humedad, pero la sal se dejaba oler. Para tan pocos días no
llevábamos más equipaje que un par de mochilas. Yo la guié hasta la casa, que
se encontraba cerca y desde donde se veía la playa. Ahí sonrió por primera vez:
el amplio salón con cristales por paredes, las dos terrazas, las camas en que
dejarse caer. Salió a la terraza y se apoyó en la barandilla, mirando al mar, a
los barcos detenidos en un punto en el que no se diferenciaban el cielo y el
mar, dándoles una imagen de figuras irreales colocadas sobre la nada. No hacía
demasiado calor, me disculpé por ello y ella me reprochó que no me disculpase
por aquellas cosas.
Después
de que saliese del baño le propuse ir a comprar. La tienda más cercana era
pequeña y más cara, pero los supermercados estaban demasiado lejos como para
volver andando cargados con las bolsas. Le pregunté qué desayunaba, compré los
ingredientes de los platos que pensaba preparar y me hice también con mucha
fruta. El pan lo compramos en una panadería en donde el dueño me conocía y me
preguntó si éramos novios, yo me puse rojo diciendo que no y ella le dedicó una
sonrisa ejemplar. Una vez en casa ya le pregunté qué habitación quería. Había
dos con camas de matrimonio y una con dos camas individuales. Ella me dijo que
le daba igual, que eligiera yo, pero sin duda una de las habitaciones de cama
grande era mejor con diferencia porque era la única desde donde se veía el mar,
así que así se lo indiqué, respondiéndome entonces que me quedase yo con ella.
Al final le propuse, en una especie de tono de broma, dormir los dos en aquella
cama, y ella me dijo que sí. Después preparamos un almuerzo rápido consistente
en una ensalada de brotes tiernos con trozos de tomate y una lasaña ya hecha
que solo había que calentar. Comimos en la terraza en la que daba el sol.
Hablábamos poco porque teníamos mucha hambre y no dejábamos de masticar, pero
luego se me ocurrió servir vino y así ya fuimos tragando mejor la comida y
empezamos a hablar. Se me había olvidado preguntarle qué le había dicho a su
madre, así que me contó la historia del grupo de amigas —muchas más chicas que
chicos— con las que había ido a casa de una de ellas. Entonces yo me llamaba Inés
y tenía un año menos, le pedí que me enseñase una foto de quién iba a ser
aquellos días y me decepcioné con el resultado. Cuando ella me preguntó qué
había dicho yo en casa, dije la verdad: mamá, me voy a la playa con una amiga.
Después le conté como si fuera una historia la escena de la obra de teatro que
acababa de leer hacía unos días y a ella le asaltó la risa, haciéndome sentir realmente
bien al imaginar la risa como una cascada dorada que caía por la terraza hasta
el jardín, llenando la piscina ahora vacía y dando envidia o pequeña felicidad
a quienes la escuchasen. Después de comer me dijo que quería echarse media
hora, le contesté que me parecía perfecto que se molestase en catarme la cama,
y en cuanto oí cerrarse la puerta saqué los platos del lavavajillas y los lavé
a mano. Al levantarse me encontró leyendo en la terraza, pero acababa de coger
el libro, antes había estado fotografiando los barcos y a los niños que se veía
jugar en la playa de piedras. Ella traía el mismo rostro de cansada. Le
acaricié la mejilla y no se inmutó, yo me sentí bien. Decidimos dar un paseo;
«por la derecha —le dije— llegas a la ciudad; por la izquierda, al pueblo; y en
línea recta te conviertes en Alfonsina». Como a la noche íbamos a ir al pueblo,
decidimos caminar por el paseo marítimo en dirección a la ciudad, que a nuestro
ritmo no íbamos a alcanzar. Yo le estuve contando de cuando una pareja de
halcones anidó en lo alto de uno de los tres edificios de la urbanización,
tuvieron crías y diezmaron la población de palomas. También le conté el
episodio, que me habían contado a su vez, de cuando una noche de tormenta el
viento sopló tan fuerte que la mesa de la terraza se elevó de forma completamente
vertical, como si mediase la magia, y fue lanzada con fuerza contra el árbol de
delante de la casa —ahora parcialmente talado para no estropear las vistas—
haciéndose pedazos. Ni que decir tiene que la nueva mesa era de plástico.
A la
vuelta del paseo reservamos la comida del día siguiente en un sitio de paellas,
ya anunciado antes del viaje, donde no tenían estrellas Michelin pero ni le
importaba a los del lugar ni a los comensales que siempre desbordaban las
mesas. Cenamos en el Botamara solo porque era la primera vez que no presencié
cola en la puerta, y como era tan caro y había mediado mi cabezonería, ella me
dejó invitar. A la noche fuimos caminando hasta el pueblo porque era el día de
los tambores. Nos reímos a gusto bebiendo cerveza cuando el pregón empezó a
anunciar todas las asociaciones culturales “de tambores y bombos” que habían
acudido de toda España para poder tocar por primera vez sin demandas de ruido
de por medio o sin tener que salirse de sus localidades para poder practicar su
arte. Luego tocaron y pensé que había dejado de ser niño cuando vi a estos
tapándose las orejas con las manos mientras que a mí solo me sangraba el oído
derecho. A ella le impactó mucho, le pareció algo curioso pero no supo decirme
si le había gustado o no. A la vuelta, caminando y tras otras pocas cervezas,
le conté aquella ocasión en la que me encontraba solo de noche en el balcón y
empezó una tormenta sin lluvia, solo de rayos y truenos: «Los rayos se quedaban
un rato dibujados, como para que apreciases sus detalles que los hacían parecer
raíces o ramas de un árbol, pero aun siendo tan bonitos lo impresionante eran
los truenos, que sonaban largos y devastadores, como si en cualquier momento se
fuera a resquebrajar el cielo.»
En
casa no tardamos en ir a dormir, ya fuera por el alcohol o por ese sueño
perenne que se tiene los primero días que dejas de estar a mil metros sobre el
nivel del mar. A raíz de esto le cité un párrafo de la misma obra de teatro del
mediodía, contándole de paso detalles de la representación, pero estos ya no le
interesaron tanto. “Lástima, porque el tren es el único modo humano de viajar.
El avión se parece a un milagro, pero va tan rápido que una llega con el cuerpo
solo, y anda dos o tres días como una sonámbula, hasta que llega el alma
atrasada.”
No se
echó atrás y dormimos en la misma cama. Pero solo dormimos. Yo estuve pendiente
de si la casualidad le hacía rodar hasta mí o si notaba su aliento cercano,
pero creo que ella pensaba solo en dormir y durmió. Después me asaltó el miedo
de que después de tantos años me volviese a salir el ronquido nocturno y la
idea me tuvo en vela hasta las tres de la mañana. Esa noche soñé que en vez de
grúas, el puerto y los barcos de la bahía tenían elefantes gigantes que
levantaban las mercancías con sus trompas.
Al
día siguiente no oí la alarma que me había puesto, pero me desperté cuando ella
se levantó para ir al baño. Corrí entonces a preparar el desayuno que había
pensado, pero ella se presentó en la cocina antes de que hubiera terminado y no
pude evitar que me ayudase: café, zumo, fruta, tostadas, galletas y un
maravilloso tomate para untar en el pan, todo presentado de una forma
pretenciosa pero tierna.
Esa
mañana fuimos a la playa. El sol había mejorado y quemaba dulcemente. No sé si
ella se echó crema, yo desde luego no lo hice. Como la playa de arena estaba
llena de gente decidimos ir a la de piedras —piedras pequeñas, como tú—, así
que bajé dos sillas de plástico plegables. Una vez instalados ella se quitó la
camiseta y los pantalones cortos. No la recordaba, no la recordaba de aquella
forma y simulé que mi repentina excitación se debía al grupo de tres chicas que
tomaban el sol habiéndose quitado la parte de arriba de sus bañadores. Ella me
hizo un comentario malicioso y yo le dije, probándola, que es que la playa me
mantenía el libido en auge, pero no mordió el anzuelo. Entonces, aunque el agua
estaba fría, me interné hasta la cintura e imaginé a una persona tumbada bocarriba
en una cama y a otra encima, tal vez haciendo un masaje. No sé si llegó la
niebla o es que el agua a mi alrededor empezaba a evaporarse.
La
paella nos gustó, estaba realmente buena y me animé a empezar con aquello de
las propinas. Había ruidos y manteles de papel predispuestos a mancharse, pero
estuvimos hablando, ella empezó a contarme cosas y yo supe cuándo callar. Fue
una de esas cosas buenas que llegado el momento se recuerdan y le calman a uno.
Por
la tarde ella quiso comprar un cuaderno. Encontramos una librería-papelería que
si no había cerrado era porque el dueño mantenía un encendido debate desde
hacía dos horas con un vecino suyo y contrincante de toda la vida. Mientras
ella estaba dentro yo compré dos pulseras, me puse una y guardé la otra. Cuando
ella salió no me enseñó el cuaderno que ya había guardado y yo oculté mi
pulsera nueva estirando la manga. En casa fue ella la quien ocupó la terraza
mientras yo consultaba los libros de la estantería del salón. Encontré uno que
no conocía y que tenía muy buena pinta, lo empecé a ojear ahí sentado y me dije
que era una pena que no fuera a tener tiempo de leerlo. Llegó la noche y los
barcos anclados en el horizonte encendieron sus luces. Me parecieron detalles
preciosos y estuve un buen tiempo haciéndoles fotografías de las que más tarde
podría comprobar que estaban movidas sin que se salvase ninguna. Ella seguía
escribiendo. Yo sabía que no le gustaba el pescado, pero venía preparado: hice
filetes de atún a la plancha con ajos fritos y aceite. Recordaba a mi madre
diciendo que en cuanto freías ajos parecía que ya habías cocinado un gran plato
y me alegré del momento en que había decidido atender en la cocina.
Efectivamente le gustaron. Cenamos a oscuras, sin vernos pero adivinándonos.
Esa noche salimos a los bares de hogueras y estuvimos bebiendo cócteles de esos
que se reservan para el verano. Llegamos a casa algo borrachos y le pregunté de
nuevo si podía dormir con ella. Me respondió que claro, como la noche anterior,
y yo reiteré que si ella quería yo me iba a otro cuarto. Lo que esperaba es que
me detuviese con ese tono de quien ve amenazado un plan que ha estado tejiendo
con cuidado, pero me respondió indiferente, que no enfadada, que hiciera lo que
quisiera. Así que me fui a una de las camas pequeñas —diminuta, enana, hecha
para niños que sufriesen la polio— y la rabia no me dejó dormir en toda la
noche. En un momento me levanté, se oían cercanos el ruido y la música del
festival que se celebraba aquellos días, y vi la mochila de ella. Me acerqué y
saqué el cuaderno; había escrito muchísimo, pasaba las hojas deprisa pensando
que aquel cuaderno debía ser uno anterior, y sin embargo, la primera hoja… Pero
no lo leí. Ella no lo hubiese sabido pero guardé el cuaderno donde estaba.
Podía arrepentirme en un futuro, pero una especie sensación de estar obrando
bien me llevó a la cama y me dejó dormir las horas que quedaban. Soñé que se
podía caminar y respirar debajo del agua verde, que solo nuestra estupidez de
no haberlo intentado era lo que nos lo impedía.
A la
mañana siguiente me desperté descansado. Por alguna extraña razón los baños de
aquella casa me recordaban a cuando era niño y jugaba a tinieblas con mis
amigos. En el desayuno le conté historias graciosas del juego de tinieblas y
cómo todas las madres —los padres, en secreto, nos miraban con envidia— corrían
a impedirnos jugar por temor a que pasaran cosas que nunca llegaron a pasar.
Pero ella estaba rara, como distante. Después de limpiarme los labios con la
servilleta en ese gesto que da fin a la comida, me preguntó si había leído su
cuaderno. Yo le dije que no, aunque después tuve que matizar que lo había
cogido pero no lo había leído, que solo quise ver la portada, bueno, que lo ojeé
sin leer, que le prometía que pese a todo no había leído nada. No sé cómo había
podido suponer que ella no lo sabría, que lo sabría todo y que si no siempre
podría utilizar la invención justificada para edificar puentes que la alejasen
de mí. Me dijo que quería dar una vuelta, sola.
Entre
aburrido y agitado recordé el libro que me había llamado la atención el día
anterior. Salí a la terraza y me desnudé casi entero, sintiéndome crecer bajo
el sol y sin importarme que los vecinos me mirasen. Leí hasta que sonó la
puerta cerrarse. Me di cuenta de que no le había dado un ejemplar de las
llaves, de que debía haberlas cogido ella de cualquier parte, y esa libertad en
casa doblemente ajena —de ella hacia mí y de mí hacia el dueño— me molestó de
una forma extraña. Bajamos a comer a un sitio sin importancia y después fuimos
a una playa que muy atentamente se tornó nublada y fría, para disgusto de dos
niños de bañadores de colores, armados con pala y cubo y cubiertos por inmensos
sombreros de pescador.
En
llegando ya la noche, con un crepúsculo precioso en el que el sol se ocultaba
por las montañas y no por el mar, no nos quedó más que encender la televisión,
¡la televisión!, sin duda el signo determinante de la muerte de un viaje que
terminaría mañana. Una vez ya me había acostado, se abrió la puerta de mi
cuarto y la oí entrar. Me quedé muy quieto, tan rígido que pensé que tendría
que haberse notado. Ella me besó en la frente y me susurró que iba a salir a
dar una vuelta, que tenía una amiga que se encontraba cerca. Y se fue, sin más.
No me quedó más remedio que levantarme, acostarme, leer, ver la televisión,
volver a acostarme. Me sentía tan mal, oh, pero tan mal. Y entonces me la
empecé a imaginar con su amiga y los amigos de ésta, porque sin duda tendría,
gentes del festival pasándoselo en grande en una noche fantástica.
Para
cuando me levanté ella ya había regresado y su puerta estaba cerrada. Se me
ocurrió si despertarla, se me ocurrieron muchas cosas, pero no hice ninguna. Me
dediqué a limpiar la casa, terminando enseguida y deseando más polvo por
primera vez en mi vida. Solo la desperté cuando ya era hora de marcharse, llamé
suave con los nudillos y al abrir la puerta me la encontré vestida, sentada en
la cama, mirándose los pies.
En el
último vistazo a la casa vi el libro que había estado leyendo apoyado en el
filo de una mesa, lo cogí y lo metí en mi mochila. Ya en el autobús nos
dormimos los dos y nos las apañamos para mirar a todas partes sin tener que
mirarnos. Tenía la sensación de que podía haber pasado algo que había estado
muy lejos, esa sensación recurrente de que te vas de un sitio y te dejas algo.
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