viernes, 21 de abril de 2017

Benicàssim

Yo había temido el viaje en autobús, los silencios incómodos provocados por estar tanto tiempo obligados a estar juntos. Sin embargo ella se sentó junto a la ventana, giró el rostro y estuvo dormida la mayor parte del camino. Yo abrí un libro, no me gustaba y lo leía distraído. Las imágenes que iba leyendo iniciaban nuevas historias en mi cabeza, y cuando volvía al libro resultaba que había pasado varias hojas leyendo sin leer. Me gustaba el color de las hojas, eso sí. En algún momento ella me miró y yo dejé de leer sin dejar de mirar el libro, esperando que me hablase, pero solo se puso a escuchar música y acabamos llegando a nuestro destino.
No había demasiada humedad, pero la sal se dejaba oler. Para tan pocos días no llevábamos más equipaje que un par de mochilas. Yo la guié hasta la casa, que se encontraba cerca y desde donde se veía la playa. Ahí sonrió por primera vez: el amplio salón con cristales por paredes, las dos terrazas, las camas en que dejarse caer. Salió a la terraza y se apoyó en la barandilla, mirando al mar, a los barcos detenidos en un punto en el que no se diferenciaban el cielo y el mar, dándoles una imagen de figuras irreales colocadas sobre la nada. No hacía demasiado calor, me disculpé por ello y ella me reprochó que no me disculpase por aquellas cosas.
Después de que saliese del baño le propuse ir a comprar. La tienda más cercana era pequeña y más cara, pero los supermercados estaban demasiado lejos como para volver andando cargados con las bolsas. Le pregunté qué desayunaba, compré los ingredientes de los platos que pensaba preparar y me hice también con mucha fruta. El pan lo compramos en una panadería en donde el dueño me conocía y me preguntó si éramos novios, yo me puse rojo diciendo que no y ella le dedicó una sonrisa ejemplar. Una vez en casa ya le pregunté qué habitación quería. Había dos con camas de matrimonio y una con dos camas individuales. Ella me dijo que le daba igual, que eligiera yo, pero sin duda una de las habitaciones de cama grande era mejor con diferencia porque era la única desde donde se veía el mar, así que así se lo indiqué, respondiéndome entonces que me quedase yo con ella. Al final le propuse, en una especie de tono de broma, dormir los dos en aquella cama, y ella me dijo que sí. Después preparamos un almuerzo rápido consistente en una ensalada de brotes tiernos con trozos de tomate y una lasaña ya hecha que solo había que calentar. Comimos en la terraza en la que daba el sol. Hablábamos poco porque teníamos mucha hambre y no dejábamos de masticar, pero luego se me ocurrió servir vino y así ya fuimos tragando mejor la comida y empezamos a hablar. Se me había olvidado preguntarle qué le había dicho a su madre, así que me contó la historia del grupo de amigas —muchas más chicas que chicos— con las que había ido a casa de una de ellas. Entonces yo me llamaba Inés y tenía un año menos, le pedí que me enseñase una foto de quién iba a ser aquellos días y me decepcioné con el resultado. Cuando ella me preguntó qué había dicho yo en casa, dije la verdad: mamá, me voy a la playa con una amiga. Después le conté como si fuera una historia la escena de la obra de teatro que acababa de leer hacía unos días y a ella le asaltó la risa, haciéndome sentir realmente bien al imaginar la risa como una cascada dorada que caía por la terraza hasta el jardín, llenando la piscina ahora vacía y dando envidia o pequeña felicidad a quienes la escuchasen. Después de comer me dijo que quería echarse media hora, le contesté que me parecía perfecto que se molestase en catarme la cama, y en cuanto oí cerrarse la puerta saqué los platos del lavavajillas y los lavé a mano. Al levantarse me encontró leyendo en la terraza, pero acababa de coger el libro, antes había estado fotografiando los barcos y a los niños que se veía jugar en la playa de piedras. Ella traía el mismo rostro de cansada. Le acaricié la mejilla y no se inmutó, yo me sentí bien. Decidimos dar un paseo; «por la derecha —le dije— llegas a la ciudad; por la izquierda, al pueblo; y en línea recta te conviertes en Alfonsina». Como a la noche íbamos a ir al pueblo, decidimos caminar por el paseo marítimo en dirección a la ciudad, que a nuestro ritmo no íbamos a alcanzar. Yo le estuve contando de cuando una pareja de halcones anidó en lo alto de uno de los tres edificios de la urbanización, tuvieron crías y diezmaron la población de palomas. También le conté el episodio, que me habían contado a su vez, de cuando una noche de tormenta el viento sopló tan fuerte que la mesa de la terraza se elevó de forma completamente vertical, como si mediase la magia, y fue lanzada con fuerza contra el árbol de delante de la casa —ahora parcialmente talado para no estropear las vistas— haciéndose pedazos. Ni que decir tiene que la nueva mesa era de plástico.
A la vuelta del paseo reservamos la comida del día siguiente en un sitio de paellas, ya anunciado antes del viaje, donde no tenían estrellas Michelin pero ni le importaba a los del lugar ni a los comensales que siempre desbordaban las mesas. Cenamos en el Botamara solo porque era la primera vez que no presencié cola en la puerta, y como era tan caro y había mediado mi cabezonería, ella me dejó invitar. A la noche fuimos caminando hasta el pueblo porque era el día de los tambores. Nos reímos a gusto bebiendo cerveza cuando el pregón empezó a anunciar todas las asociaciones culturales “de tambores y bombos” que habían acudido de toda España para poder tocar por primera vez sin demandas de ruido de por medio o sin tener que salirse de sus localidades para poder practicar su arte. Luego tocaron y pensé que había dejado de ser niño cuando vi a estos tapándose las orejas con las manos mientras que a mí solo me sangraba el oído derecho. A ella le impactó mucho, le pareció algo curioso pero no supo decirme si le había gustado o no. A la vuelta, caminando y tras otras pocas cervezas, le conté aquella ocasión en la que me encontraba solo de noche en el balcón y empezó una tormenta sin lluvia, solo de rayos y truenos: «Los rayos se quedaban un rato dibujados, como para que apreciases sus detalles que los hacían parecer raíces o ramas de un árbol, pero aun siendo tan bonitos lo impresionante eran los truenos, que sonaban largos y devastadores, como si en cualquier momento se fuera a resquebrajar el cielo.»
En casa no tardamos en ir a dormir, ya fuera por el alcohol o por ese sueño perenne que se tiene los primero días que dejas de estar a mil metros sobre el nivel del mar. A raíz de esto le cité un párrafo de la misma obra de teatro del mediodía, contándole de paso detalles de la representación, pero estos ya no le interesaron tanto. “Lástima, porque el tren es el único modo humano de viajar. El avión se parece a un milagro, pero va tan rápido que una llega con el cuerpo solo, y anda dos o tres días como una sonámbula, hasta que llega el alma atrasada.”
No se echó atrás y dormimos en la misma cama. Pero solo dormimos. Yo estuve pendiente de si la casualidad le hacía rodar hasta mí o si notaba su aliento cercano, pero creo que ella pensaba solo en dormir y durmió. Después me asaltó el miedo de que después de tantos años me volviese a salir el ronquido nocturno y la idea me tuvo en vela hasta las tres de la mañana. Esa noche soñé que en vez de grúas, el puerto y los barcos de la bahía tenían elefantes gigantes que levantaban las mercancías con sus trompas.
Al día siguiente no oí la alarma que me había puesto, pero me desperté cuando ella se levantó para ir al baño. Corrí entonces a preparar el desayuno que había pensado, pero ella se presentó en la cocina antes de que hubiera terminado y no pude evitar que me ayudase: café, zumo, fruta, tostadas, galletas y un maravilloso tomate para untar en el pan, todo presentado de una forma pretenciosa pero tierna.
Esa mañana fuimos a la playa. El sol había mejorado y quemaba dulcemente. No sé si ella se echó crema, yo desde luego no lo hice. Como la playa de arena estaba llena de gente decidimos ir a la de piedras —piedras pequeñas, como tú—, así que bajé dos sillas de plástico plegables. Una vez instalados ella se quitó la camiseta y los pantalones cortos. No la recordaba, no la recordaba de aquella forma y simulé que mi repentina excitación se debía al grupo de tres chicas que tomaban el sol habiéndose quitado la parte de arriba de sus bañadores. Ella me hizo un comentario malicioso y yo le dije, probándola, que es que la playa me mantenía el libido en auge, pero no mordió el anzuelo. Entonces, aunque el agua estaba fría, me interné hasta la cintura e imaginé a una persona tumbada bocarriba en una cama y a otra encima, tal vez haciendo un masaje. No sé si llegó la niebla o es que el agua a mi alrededor empezaba a evaporarse.
La paella nos gustó, estaba realmente buena y me animé a empezar con aquello de las propinas. Había ruidos y manteles de papel predispuestos a mancharse, pero estuvimos hablando, ella empezó a contarme cosas y yo supe cuándo callar. Fue una de esas cosas buenas que llegado el momento se recuerdan y le calman a uno.
Por la tarde ella quiso comprar un cuaderno. Encontramos una librería-papelería que si no había cerrado era porque el dueño mantenía un encendido debate desde hacía dos horas con un vecino suyo y contrincante de toda la vida. Mientras ella estaba dentro yo compré dos pulseras, me puse una y guardé la otra. Cuando ella salió no me enseñó el cuaderno que ya había guardado y yo oculté mi pulsera nueva estirando la manga. En casa fue ella la quien ocupó la terraza mientras yo consultaba los libros de la estantería del salón. Encontré uno que no conocía y que tenía muy buena pinta, lo empecé a ojear ahí sentado y me dije que era una pena que no fuera a tener tiempo de leerlo. Llegó la noche y los barcos anclados en el horizonte encendieron sus luces. Me parecieron detalles preciosos y estuve un buen tiempo haciéndoles fotografías de las que más tarde podría comprobar que estaban movidas sin que se salvase ninguna. Ella seguía escribiendo. Yo sabía que no le gustaba el pescado, pero venía preparado: hice filetes de atún a la plancha con ajos fritos y aceite. Recordaba a mi madre diciendo que en cuanto freías ajos parecía que ya habías cocinado un gran plato y me alegré del momento en que había decidido atender en la cocina. Efectivamente le gustaron. Cenamos a oscuras, sin vernos pero adivinándonos. Esa noche salimos a los bares de hogueras y estuvimos bebiendo cócteles de esos que se reservan para el verano. Llegamos a casa algo borrachos y le pregunté de nuevo si podía dormir con ella. Me respondió que claro, como la noche anterior, y yo reiteré que si ella quería yo me iba a otro cuarto. Lo que esperaba es que me detuviese con ese tono de quien ve amenazado un plan que ha estado tejiendo con cuidado, pero me respondió indiferente, que no enfadada, que hiciera lo que quisiera. Así que me fui a una de las camas pequeñas —diminuta, enana, hecha para niños que sufriesen la polio— y la rabia no me dejó dormir en toda la noche. En un momento me levanté, se oían cercanos el ruido y la música del festival que se celebraba aquellos días, y vi la mochila de ella. Me acerqué y saqué el cuaderno; había escrito muchísimo, pasaba las hojas deprisa pensando que aquel cuaderno debía ser uno anterior, y sin embargo, la primera hoja… Pero no lo leí. Ella no lo hubiese sabido pero guardé el cuaderno donde estaba. Podía arrepentirme en un futuro, pero una especie sensación de estar obrando bien me llevó a la cama y me dejó dormir las horas que quedaban. Soñé que se podía caminar y respirar debajo del agua verde, que solo nuestra estupidez de no haberlo intentado era lo que nos lo impedía.
A la mañana siguiente me desperté descansado. Por alguna extraña razón los baños de aquella casa me recordaban a cuando era niño y jugaba a tinieblas con mis amigos. En el desayuno le conté historias graciosas del juego de tinieblas y cómo todas las madres —los padres, en secreto, nos miraban con envidia— corrían a impedirnos jugar por temor a que pasaran cosas que nunca llegaron a pasar. Pero ella estaba rara, como distante. Después de limpiarme los labios con la servilleta en ese gesto que da fin a la comida, me preguntó si había leído su cuaderno. Yo le dije que no, aunque después tuve que matizar que lo había cogido pero no lo había leído, que solo quise ver la portada, bueno, que lo ojeé sin leer, que le prometía que pese a todo no había leído nada. No sé cómo había podido suponer que ella no lo sabría, que lo sabría todo y que si no siempre podría utilizar la invención justificada para edificar puentes que la alejasen de mí. Me dijo que quería dar una vuelta, sola.
Entre aburrido y agitado recordé el libro que me había llamado la atención el día anterior. Salí a la terraza y me desnudé casi entero, sintiéndome crecer bajo el sol y sin importarme que los vecinos me mirasen. Leí hasta que sonó la puerta cerrarse. Me di cuenta de que no le había dado un ejemplar de las llaves, de que debía haberlas cogido ella de cualquier parte, y esa libertad en casa doblemente ajena —de ella hacia mí y de mí hacia el dueño— me molestó de una forma extraña. Bajamos a comer a un sitio sin importancia y después fuimos a una playa que muy atentamente se tornó nublada y fría, para disgusto de dos niños de bañadores de colores, armados con pala y cubo y cubiertos por inmensos sombreros de pescador.
En llegando ya la noche, con un crepúsculo precioso en el que el sol se ocultaba por las montañas y no por el mar, no nos quedó más que encender la televisión, ¡la televisión!, sin duda el signo determinante de la muerte de un viaje que terminaría mañana. Una vez ya me había acostado, se abrió la puerta de mi cuarto y la oí entrar. Me quedé muy quieto, tan rígido que pensé que tendría que haberse notado. Ella me besó en la frente y me susurró que iba a salir a dar una vuelta, que tenía una amiga que se encontraba cerca. Y se fue, sin más. No me quedó más remedio que levantarme, acostarme, leer, ver la televisión, volver a acostarme. Me sentía tan mal, oh, pero tan mal. Y entonces me la empecé a imaginar con su amiga y los amigos de ésta, porque sin duda tendría, gentes del festival pasándoselo en grande en una noche fantástica.
Para cuando me levanté ella ya había regresado y su puerta estaba cerrada. Se me ocurrió si despertarla, se me ocurrieron muchas cosas, pero no hice ninguna. Me dediqué a limpiar la casa, terminando enseguida y deseando más polvo por primera vez en mi vida. Solo la desperté cuando ya era hora de marcharse, llamé suave con los nudillos y al abrir la puerta me la encontré vestida, sentada en la cama, mirándose los pies.
En el último vistazo a la casa vi el libro que había estado leyendo apoyado en el filo de una mesa, lo cogí y lo metí en mi mochila. Ya en el autobús nos dormimos los dos y nos las apañamos para mirar a todas partes sin tener que mirarnos. Tenía la sensación de que podía haber pasado algo que había estado muy lejos, esa sensación recurrente de que te vas de un sitio y te dejas algo.

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