Así de pronto aparece y
todo parece difuminarse un poco. Lo suelo prever, verlo venir, porque una
angustia me toma el pecho. Luego las cosas tiemblan, se difuminan y aparece. Yo
miro a la gente, a sus ojos desviados que no quieren girarse para ver su muerte
inminente. Entonces trago saliva, saco el arma, me levanto y ataco. Siempre
gano por la costumbre, porque la criatura parece indecisa mientras nos mira a
todos nada más aparecer. Luego, manchado de sangre, aprieto los ojos, porque el
cuerpo, el arma y la sangre desaparecen y mis compañeros solo ven a alguien que
acaba de levantarse y moverse por el aire como un loco. Cada vez que todo
vuelve a temblar, a difuminarse, yo les miro, esperando a que por una vez giren
la cabeza y vean aquello antes de que yo salte a matarlo y luego se asombren y
me pidan perdón, que por una vez abran la boca sin enseñarme los dientes.
Entonces espero hasta el último momento, hasta que corren peligro, y ahí ya no
puedo evitar sacar el arma y atacar.
Fue cosa mía pensar que
igual las risas tenían razón, que estaba loco. Así todo se volvió difuso y yo
apreté las manos. La criatura fijó su mirada en cada uno y se movió. Yo
permanecí quieto, pensando que aquello no era verdad, que pronto desaparecería
y que nadie me volvería a mirar. Pero la sangre saltó, entonces hubo gritos y
yo permanecí muy quieto en mitad de aquello, pensando que ojalá esta sangre
también desapareciese.
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