Unos andares de mujer, unos andares con unos zapatos. Qué
piernas, qué mujer. Yo la conozco, creo, no, no la conozco, la conocí. Para mí
es como el fantasma de alguien que aún no ha muerto. Un fantasma que camina con
más estilo que media humanidad, qué piernas, qué zapatos, qué estilo, qué
mujer. Dueña de piropos y estereotipos habidos y por haber. No fuma pero escupe
humo, pero calla, mira cómo camina. Tiembla la tierra bajo sus pies al medio día
y a las tres de la madrugada, tiembla tu corazón cuando la oyes acercarse sea
la hora que sea. Escucha y ahora mira, qué deleite, qué piernas, qué mujer, qué
fuerza sobrehumana que me arrastra y luego me empuja. Da igual que la veas a
color o a blanco y negro, da igual que estés vivo o muerto, da igual que la
conozcas o la hayas conocido, sus andares no conocen barreras.
Todo el mundo lo repetía, pero en el fondo nadie llegó a creerlo. Por eso todos se refugiaron aquí.
miércoles, 30 de septiembre de 2015
domingo, 27 de septiembre de 2015
El fugitivo
Con las manos atadas a la
espalda con una cuerda llegó hasta la pared blanca, allí se dio la vuelta y se
encaró a los cuatro soldados armados y su oficial. Este último frunció los
labios en un gesto extraño e hizo una pregunta de apariencia vacía.
—¿Últimas palabras?
Entonces el hombre se
estiró y sin mirar a nadie dijo:
—Cinco mil.
Al oficial se le
atragantó una frase en la garganta, arrugó la frente y preguntó:
—¿Cinco mil qué?
—Les doy cinco mil a
cada uno si me dejan ir sin nada.
La negociación duró poco
desde ese punto y al rato se encontraban caminando a casa del condenado, donde
estaba escondido el dinero, mientras éste se frotaba las muñecas doloridas, ahora libres.
Cuando llegaron, dos
soldados se quedaron en la puerta, otros dos en el salón y el oficial acompañó
al condenado hasta la despensa, allí él abrió una trampilla escondida bajo una
alfombra y dijo que bajaba solo, que en aquella escalera no cabían más que uno.
El oficial le perdió de vista en el agujero y mientras encendía un
cigarro oyó un extraño ruido proveniente de la profundidades de la tierra,
arrugó la frente con la colilla aún sin encender en los labios y cayó hacia
atrás con el pecho agujereado. Dos soldados entraron al poco en la despensa y
descubrieron que el condenado portaba una escopeta de doble caño, más bien cada
uno descubrió por sí mismo la mitad del arma. El condenado salió por una puerta
pequeña de la despensa, rodeó la casa y descubrió a los dos soldados restantes
en la puerta, agazapados apuntando dirección al salón, que se veía desde allí.
Cuando les apuntó ellos le miraron con una súplica sin modelar, y viéndoles la
cara y su postura cualquiera hubiese pensado que les había descubierto
cagando. La escopeta disparó.
El fugitivo no tardó en
hacerse al monte para después atravesar las estepas y al final llegar al Valle,
donde estuvo dos semanas. Al final se encaminó a la frontera y allí le
detuvieron los militares. En su ficha constaba que había huido de su cita con
el paredón, pero nada se decía de la muerte de cuatro soldados y un oficial.
Cinco hombres le
apuntaban sus fusiles cuando el Capitán gritó más que preguntó:
—¿Últimas palabras?
El condenado alzó la
vista del suelo y dijo:
—Diez mil.A Belén y Carlos por la sobremesa. Y a Julia, que se que le hubiera gustado estar.
jueves, 24 de septiembre de 2015
De las estrellas
Los dos estaban tumbados boca arriba en la cima de
aquella colina mullida por el césped. El cielo nocturno mostraba una cantidad
considerable de estrellas a pesar de que no se habían alejado demasiado de la
ciudad. Él parpadeó y de repente le rodeó la luz amarilla de un recuerdo:
Sentados juntos, ella agachaba la cabeza para
escribir y su pelo caía sobre el brazo de él. A la tercera vez ella se daba
cuenta y le pedía perdón, él le decía que no importaba, que le hacía cosquillas,
pero lo decía en un susurro y no sabía si ella llegaba a oírle.
La luz del recuerdo se difuminó y aparecieron
frente a él las estrellas ahora más luminosas. Sin girar la cabeza estiró el
brazo buscando el pelo de ella con suavidad, al no encontrarlo movió el brazo
en movimientos más bruscos, pero su mano solo palpaba hierba húmeda. Ella debía
estar tumbada más lejos de lo que él creía. Parpadeó dos veces y le sobrevino
otro recuerdo:
Un grito unánime de los alumnos seguía al
comentario del profesor de que aquel viernes no habría clase. Ella se alegraba
porque podría coger un autobús ese mismo día al pueblo donde vivían sus padres,
de pronto su rostro se encogía al ver que no llegaría a coger el último bús y
tendría que esperar al día siguiente. Él de pronto le decía que si quería podía
llevarla en coche, a ella se le iluminaba el rostro…
—¿Estás ahí?
—Claro, ¿dónde iba a estar?
—Creía que estabas aquí cerca, pero no te
encuentro.
—Estoy aquí, tonto —y la mano de ella le revolvió
el pelo. Claro, en esa dirección él no había buscado.
—¿Sabes? Me estaba acordando de…
—¿De qué?
—Da igual. ¿Te gusta este sitio?
—Me encanta, ha sido genial que me trajeses,
enserio. Aquí todas deben caer rendidas, ¿eh? —Él oyó algo parecido a una risa.
—Este sitio es mío, y quería compartirlo contigo.
—Si este sitio es tuyo no debiste de haberme
traído.
Él iba a responder, pero le rodeó la luz amarilla
de otro recuerdo:
Estaba atardeciendo, hacía calor y llevaban
bajadas las ventanillas. Ella asomaba los pies por la suya y cantaba con
énfasis la canción que sonaba en la radio. Él todavía tenía puestas las gafas
de sol y no dejaba de mirarla de reojo en cada oportunidad. Ella cantaba con
los ojos cerrados, balanceando los pies… Ella le señalaba su casa pero le pedía
si podía quedarse más tiempo antes de volver, él le preguntaba a dónde quería
ir… Hablaban contemplando las estrellas de un verdadero cielo estrellado
tumbados sobre el capó, se acababan durmiendo y al despertar con el amanecer ambos
no pararon de estornudar.
—¿Sabes? —Dijo él— tu pelo no me molestaba, me
hacía cosquillas, era suave.
—¿De qué hablas?
—No importa.
—No, dime de qué hablabas.
—Hablaba de las estrellas.
miércoles, 23 de septiembre de 2015
Noche de prácticas
Era la noche de bodas y la práctica de
Administrativo miró a Miguel como diciéndolo “hagámoslo de una vez”. Pero
Miguel no quería, estaba allí contra su voluntad, él debía haberse casado con Lady
Penal, pero había sido arrastrado a un matrimonio concertado y odiaba a esa
estúpida práctica. No la entendía, no sabía cómo proceder con ella. Además se
había informado y sabía que todos sus pretendientes previos la habían odiado y
echaban pestes a sus espaldas.
La práctica se acercó un poco más, gateando sobre
la colcha e intentando insinuarse, Miguel huyó hasta que su espalda se topó con
la almohada y la pared.
—Vamos —la cara de la práctica se contrajo en una
mueca de ira.
Administrativo lanzó algo parecido a un zarpazo,
Miguel fintó y se escabulló. Corrió hasta el otro extremo de la habitación,
quedando de espaldas al cristal por el cual entraba la luz de la luna, la
práctica se situó frente a él sabiendo que ya nada podía hacer por zafarse de
sus esfuerzos.
El rostro de Miguel se ensombreció a medida que
crecía en él una sonrisa.
—Antes suspendo que acostarme contigo —dijo
abriendo la ventana.
Y saltó.
Por la buena educación
Hoy estaba yo en el metro cuando al llegar a una
parada un asiento quedó libre. Fui a sentarme cuando una mujer que acababa de
subir en aquella misma parada corrió (ojo, corrió) y como un rayo se sentó. Yo
me acerqué a ella, me coloqué en frente y apoyé mi mano en su hombro. Tiré del
mismo y ella se levantó, y no es que tuviese yo semejante fuerza como para
alzarla por el hombro, sino que ella se levantó siguiendo lo extraño de la
situación. Una vez cara a cara, ambos de pie, saqué de mi bolsillo una navaja
de muelle. No tengo muchos conocimientos de anatomía, pero diría que le clavé
la hoja a la altura del riñón. Después, con la ropa que se le empezaba a empapar,
apreté su hombro y ella se sentó. Yo no quería sentarme, ya no, ya se había
sentado ella, el sitio era suyo, tan solo había querido hacerle el favor de
enseñarle buenos modales.
En la parada siguiente tuve que bajarme e ir a la
facultad en autobús. Llegué tarde, y odio llegar tarde.
martes, 22 de septiembre de 2015
No me convence este color
El hombre entró en la habitación en la que
trabajaban los cinco pintores con sus monos blancos manchados, miró las paredes
y comentó:
—No me gusta para nada este color. Pintad otra vez
toda la habitación.
Y salió cerrando tras de sí.
Al cabo de unas horas asomó su cabeza por la puerta,
miró las paredes, negó y desapareció. Este proceso se repitió varias veces más.
Al final asomó la cabeza, levantó ligeramente las cejas y entró.
Las paredes de la habitación, tras muchas capas de
pintura y productos químicos, había perdido todo color, y esto no hacía que
fuesen blancas, ni negras, sino que parecían transparentes. Pero no es que se
viese la calle o la habitación contigua, sino que parecían una pecera en la que
flotaban todos los colores, todos.
—Perfecto —dijo el hombre—¿cuánto les debo?
sábado, 19 de septiembre de 2015
Carne de bacalao
El niño, con un ojo morado, llegó frente a la casa
más grande de la calle. Cogió aire, decidido, y pronunció a voz de grito:
—¡¿Puede salir Nadia a jugar?!
Una ventana del segundo piso, cuya luz estaba
encendida, se abrió y de ella salió la cara de una mujer rubia con cara de
bruja. La cara ya era malévola nada más abrir la ventana, pero tras ver al niño
abrió mucho más los ojos, apretó los labios y le lanzó un libro. No se ha visto
jamás mejor lanzamiento. El libro golpeó al niño en el pecho y le derribó. El
chico se levantó, vio el libro, sonrió y corrió con él a su casa.
Aquella noche el niño pasó todas las páginas buscando algún mensaje escrito a los márgenes, como no vio ninguno supuso que el mensaje se encontraría en el propio texto, así que no dejó de leer en toda la noche. A la mañana siguiente el niño estaba sentado en la cama, muy serio, con el libro en el regazo y pensando cuál podía ser el mensaje. Tardó un tiempo en comprender que no había ninguno, entonces se le pusieron los ojos rojos y a punto estuvo de llorar de rabia.
Aquella noche el niño pasó todas las páginas buscando algún mensaje escrito a los márgenes, como no vio ninguno supuso que el mensaje se encontraría en el propio texto, así que no dejó de leer en toda la noche. A la mañana siguiente el niño estaba sentado en la cama, muy serio, con el libro en el regazo y pensando cuál podía ser el mensaje. Tardó un tiempo en comprender que no había ninguno, entonces se le pusieron los ojos rojos y a punto estuvo de llorar de rabia.
Aquella noche volvió a la casa más grande de la
calle, cogió aire y gritó:
—¡¿Puede salir Nadia a jugar?!
La ventana se abrió y salió la cara de bruja con
un zapato en la mano, zapato que lanzó. El zapato giró casi con pereza en el
aire y golpeó al niño en la nariz, derribándolo. Cuando el niño salió corriendo
le sangraba la nariz a borbotones. Aquella noche metió su pie en el zapato y
descubrió que era tan grande que si lo hacía su otro pie no llegaba a tocar el
suelo, así que metió un pie en el zapato y el otro lo apoyó en el libro. Desde
esas alturas se decidió a volver una noche más.
En niño, con un ojo morado y la boca manchada de
sangre seca de la nariz, llegó frente a la casa más grande de la calle, cuadró
los pies, cogió aire y gritó:
—¡¿Puede salir Nadia a jugar?!
Entonces, aunque la luz tras la ventana habitual
estaba encendida, se abrió otra ventana, asomó la cara de la bruja y se volvió
a meter. Después asomó Nadia sonriendo, miró al niño, dejó de sonreír y le
lanzó una lámpara.
Y es que la hija había salido a la madre.
jueves, 17 de septiembre de 2015
La cucaracha
No me hace gracia que esta sea la primera vez que
hablo sobre las cucarachas, porque me he estado conteniendo muchísimo tiempo
con la idea de llegar a narrar bien algún día y poder transmitir, como primera
historia sobre el tema, mi enfrentamiento con la cucaracha líder a través del
vaso de cristal. Pero bueno, los hechos que voy a narrar han sucedido hace
menos de cinco minutos ¿y qué mejor que hechos frescos?
Yo estaba comiendo solo en la mesa mientras
escuchaba música y mi hermano, que acababa de bajar, preparaba su comida. Como
dato diré que ya no como frente al televisor, es más, ahora apenas veo la
televisión si no es para ver películas. Bueno, lo curioso es que justo había
estado pensando en el molde de una historia que empezaba con un hombre que se
enfrentaba a un dragón con el que nadie había podido antes. Entonces mi hermano
me avisó, con algo parecido a un grito porque yo no le oía por culpa de la
música. Una cucaracha, no llegaba a verla pero sí la intuía en la balda más
baja del armario, la balda de los platos. No quiero dar mala impresión de mi
casa ni de la zona donde vivo, sé que las cucarachas se asocian a la suciedad y
a la pobreza, pero aquí aparecen unas cucarachas negras, de tamaño medio y sin
alas en una época del año, y al que se asquee le reprenderé que allá donde viva
también hay cucarachas, que todos los sistemas de alcantarillado tienen y que
si aquí éstas se dignan a asomarse a las casas es porque el ayuntamiento fumigó
las alcantarillas y las cucarachas, en vez de morir, huyeron, porque no sé como
esperan matar a uno de los pocos seres que sobrevivió a la extinción de los
dinosaurios tantísimos años atrás. Como he dicho, las cucarachas solo aparecen
en una época del año, y ahora no es esa época, de ahí viene en parte la
sorpresa de mi hermano. “Pero qué asco” y “¿Qué hacemos?” fueron dos de las
frases más usadas por Alex, mi hermano, en los breves segundos en los que le
dije “Un momento”, y me terminé el humus. Cuando me hube levantado Alejandro ya
había retirado dos columnas de platos de las tres que había en la balda
aprovechando que la cucaracha corría de un extremo a otro. Yo retiré la última
columna y el vaso que no me dio tiempo a preguntarme por qué no estaba con los
otros vasos (nota para una historia: el vaso que no se sentía vaso y que
prefería la compañía de los platos, que junto a las cucharas de postre son los
únicos habitantes de la cocina realmente sinceros). Entonces nos encontramos la
cucaracha, la balda vacía y yo, pero la cucaracha no estaba desafiante como
tantas otras, ésta corría de un lado a otro por puro pavor, ella no esperaba
encontrarse con un humano y menos conmigo, a quien había reconocido como el que
mató a la cucaracha líder tras la batalla a través del vaso de cristal. Si a
alguien le da asco pensar en una cucaracha negra y brillante le daré un dato,
este espécimen parecía menos cucaracha y más insecto corriente, pues tenía las
patas delanteras más largas, lo que la hacía estar menos próxima al suelo, reduciendo
su asco total. Entonces yo, que seguía escuchando música y tarareándola (para
colmo diré que la canción que sonaba se llamaba “Valiente”) fui consciente de
que si seguía con aquel comportamiento chulesco frente al enemigos sería más
fácil que errase, pero mi hermano me observaba y yo me observaba a mí mismo,
era el rey de la situación y debía seguir siéndolo. Cogí un fragmento cuadrado
de papel de cocina y lo doblé una y dos veces, porque mi hermano y mi madre
envenenan a las cucarachas para después rastrear su cadáver y deshacerse de
éste, pero yo prefiero cazarlas y matarlas con mis propias manos a través del
papel que hace las veces de ataúd. Llegados a este punto hay algo que no tengo
claro, y es que las personas cuando quieren que se les acerque un animal
estiran un brazo, frotan el dedo pulgar con el corazón y dicen onomatopeyas
como “pitas pitas” o “psi psi” y éstas onomatopeyas están socialmente
relacionadas con ciertos animales, creo, como “pitas pitas” con las aves
(especialmente gallinas y ocas) y el “psi psi” se ve muchas veces frente a los
gatos, entonces diré que le hice “psi psi” a la cucaracha porque desconozco la
onomatopeya para atraer insectos. Quería que la cucaracha se acercase porque
estaba pegada a la pared del fondo y eso me impedía cazarla como tengo
costumbre, y maravillosamente la cucaracha se acercó (debe ser que se me dan
mal los perros pero bien los insectos, porque algún día contaré cómo me
convertí en el Rey de las Avispas). Así que fui a cazarla y (¡oh, sorpresa!) por
hacerme el chulo se me escapó por primera vez una cucaracha, pero salió mal
parada, no se crean, pues resbaló hasta la mitad de la balda patas arriba, y
ahí sí sentí algo de asco, porque lo peor de una cucaracha es una cucaracha bocarriba
moviendo a toda velocidad sus muchicientas patas. Ya estando bocarriba la atrapé,
la envolví en un movimiento cuidado en la que no la toco y apreté su cárcel
asegurándome de que muriese dentro. Después la tiré a la basura y por si acaso
me lavé las manos, y ahí tuve que agradecer haberme encontrado con la
cucaracha, pues había comido pescado y siempre me debo lavar las manos tras
comer pescado, porque sino al cabo de media hora me asalta la sensación de que
me apestan las manos y la boca a pescado. Después volví a sentarme y rebañé el
humus.
Niña
Nació en una isla sin nombre y antes que aprender a andar
aprendió a nadar. Fue desde un principio una niña guapa, no preciosa pero sí
guapa. En la primera oportunidad que vio, con el permiso de sus padres, cruzó
el mar. Tuvo que aprender a cantar y bailar únicamente como pasaporte para
poder recorrer el mundo. Todas las personas se sentían cercanas a ella sin
llegar a estar lo suficientemente cerca, los conocidos no eran amigos y los
profesores jamás pudieron ni vislumbrar la figura de padres aunque se
comportasen como tal. Ella fue creciendo de una forma suave, sin sustos ni
sorpresas. Se movía con rapidez por las ciudades más grandes de los diferentes
países, aprendía idiomas por aburrimiento y no dejaba de sumar habilidades. Su
primer noviazgo no lo fue para ella pero sí para él. Ella no poseía un aura
misteriosa natural, sino que sin querer había ido elaborando una, y por un par
de besos él se creyó enamorado, después ella desapareció y le envió una única
carta desde una ciudad de nombre impronunciable. La complejidad de las cosas
adquirió un patrón común, ya nada le sorprendía, si acaso le entretenía
brevemente hasta que después le cansaba y le veía el parecido con algo que vio
el mes pasado en el otro hemisferio. Cuando volvió a casa no volvió al hogar. Sus
padres sintieron como la sopa les sabía fría mientras ella relataba anécdotas
con una voz ausente de toda emoción. Su segundo novio sí fue novio, pero ella
ni le quería realmente ni le apetecía tener una relación, sino que sentía
curiosidad por los regalos sorpresa, los paseos por sitios bonitos, los besos
continuados, las cosquillas prohibidas y el sexo. Por él, ella volvió a la misma
ciudad tres veces, después se cansó y le dejó con un beso formal en la mejilla.
Por aquella época le cogió el gusto a los trenes en oposición a los aviones,
porque así podía contemplar el paisaje, evadirse y no pensar en nada. Pero todo
cambió con el accidente. Un día una de sus tutoras la llevó a un aeródromo
donde un piloto le daría una vuelta en avioneta sobre un inmenso bosque, pues iba
a tener una audición y la tutora quería que estuviese relajada. Resumiendo: la
avioneta se estrelló en pleno bosque, y de las llamas salió ella magullada pero
no herida, el piloto murió. Tuvieron que pasar dos inmensos días hasta que pudieron
acceder al lugar del accidente, en ese tiempo ella no se movió de la piedra en
la que estuvo apoyada, sin comer ni beber, solo viendo cómo la avioneta ardía
hasta apagarse en un amasijo de confundibles formas negras. Después del
accidente y al ver aquella inacabada apariencia de estado de shock que portaba
como una sombra, todos creyeron que volvería a su isla sin nombre y que un
largo silencio la reemplazaría en los escenarios, sin embargo, aunque enmudeció
considerablemente, sí que siguió bailando, de una forma nueva, artificial,
mecánica, cristalina e igualmente bella. Hubo que cambiarle las ropas y los
carteles, pues ahora hacía algo diferente, y ella se mantuvo seria mientras la
medían, la vestían y la cambiaban de propietarios que deseaban hacer fortuna
con ella. Tan solo pidió una cosa, y ésta era peores alojamientos. Ya no quería
luminosos hoteles, ahora prefería los apartamentos de los peores suburbios, y
como había perdido su luz ya nadie se percataba de quién era. El problema le
sobrevino entonces, el problema que destrozaría su carrera: el alcohol. Empezó
a beber hasta emborracharse con cierta frecuencia, después bebía todas las
noches y finalmente durante todo el día. Su equipo hacía malabarismos para que
las actuaciones no se viesen perjudicadas, y milagrosamente fue así un tiempo,
pero cuando terminó por escupir al público todo se acabó. Ahora sí que volvió a
la isla, y entre el olvidado mar y sus padres, que parecían más temerla que
quererla, mejoró, aunque no arregló, su problema con la bebida. Entonces empezó
una peregrinación por todas las ciudades que había recorrido hacía tanto y
hacía tan poco, y pese a que ya las había visto y había creído fijarse en todo,
ahora vio lo que creyó que era la verdad, la verdadera miseria. Al igual que
antes había visto los reflejos de las culturas de unos lugares y otros ahora
veía la podredumbre compartida, la suciedad y la decadencia del ser humano.
Mientras que el accidente le había afectado como el golpe que había sido, esta
experiencia se notó menos desde fuera, pero significó un inmenso hoyo donde
ella se perdió. Una vez, en un bar, hablando con un hombre que la había
conocido en otra época y que no dejaba de llenarle el vaso con intención de
llevársela a la cama, le susurró al oído que el accidente de la avioneta lo
había provocado ella. En otra ocasión jugó con un desconocido en un bar, y tras
abandonarle él la siguió a un callejón, donde la pegó, le rajó las ropas y la
violó. Al cabo de unos días ella parecía haber olvidado lo ocurrido. Daba la
sensación de que le pesaban las piernas, y daba la sensación de que le pesaban
porque le pesaba algo en la conciencia. Estuvo con muchos hombres y una vez cayó
en la cuenta de que estaba embarazada, al descubrirlo se sorprendió
ligeramente, pero no hizo nada, pasó los días encerrada en su salón. Cuando al
fin se decidió por abortar el médico le dijo que con un embarazo tan avanzado ya
no era posible, así que dio a luz con los papeles de la adopción ya firmados.
Al final pudo desahogarse en parte, un día le fallaron las piernas cruzando un
paso de cebra y estalló en llanto, y al ver que lloraba sintió rabia y lloró
más fuerte. Poco después decidió acabar con su vida, cogió un bote de
pastillas, le quitó el tapón con la boca y antes de poder coger ninguna cayó
hacia atrás con las manos en el cuello, asfixiándose sin quererlo con la propia
tapa del bote de pastillas. Mientras moría, con los ojos anegados en lágrimas,
le abordó la misma sensación que sentía cuando buceaba en el mar, se agarraba a
una piedra y comprobaba cuánto podía aguantar sin respirar.
jueves, 10 de septiembre de 2015
El pez
—¿Qué es eso?
—Es mi pez.
El niño sujetaba una cosita roja con las dos manos
apretadas contra el pecho.
—¿Cómo se llama?
—Se llama Apolo.
La cámara daba a la escena un aspecto de película
de los ochenta. A la mujer que preguntaba no se la veía, ella sujetaba la cámara.
—¿No debería estar en el agua?
—No —. El niño parecía completamente sereno.
—¿Por qué?
—Porque está muerto.
—¿Está en el cielo, con los angelitos?
—No, está muerto. Los peces no van al cielo.
—¿Y qué vas a hacer con él?
—Tirarlo ahí —el niño separó una de las manos del
pecho y señaló algo, la cámara giró y enfocó el retrete.
—¿Y por qué no lo haces?
—Porque me quiero despedir de él.
—Entonces despídete —. El niño dejó ver el pequeño
pez rojo con la tripa blanca que tenía en las manos y lo besó una vez. Después
lo miró y lo besó tres veces más. —Vamos.
El niño se acercó al retrete y dejó caer el pez al
agua inclinando las manos hacia delante, como si éste estuviese vivo y lo
dejase caer en una pecera llena de agua. Al instante le dio al botón de la
cisterna y el pez empezó a dar vueltas a gran velocidad hasta que desapareció.
El niño miró un instante el agua ya en calma y después a la cámara con lo que
parecía un amago de sonrisa que se descompuso al instante. Entrecerró los ojos
y apretó los labios para volver a abrirlos mientras empezaba a llorar, aún sin
lágrimas, con un quejido prolongado y desgarrador. Volvió a cerrar la boca, se
apretó la tripa con las manos y se inclinó ligeramente hacia delante
mientras el quejido daba paso a las lágrimas y los sonidos propios del llanto.
—¿Qué pasa? —preguntó la voz.
—Apolo —se le entendió al niño.
Otra persona apareció en escena, solo se veía
parte del cuerpo, parecía una mujer. El niño corrió hacia ella y se abrazó a
su tripa apretando su cara contra el estampado de flores de la camiseta.
Todavía se le oyó murmurar “Apolo” antes de que se acabase la grabación.
Luz naranja de farola
Me puse a observar la farola. La farola tenía dos
partes, bueno, realmente tenía más, tenía la papelera, el tramo donde se pegan
los carteles… Pero las dos partes importantes eran las dos que emitían luz. La
primera de estas partes se encontraba en la mitad del total de la farola y
estaba separaba de ésta por un pequeño brazo metálico. La fuente de luz en sí
era una bola redonda casi entera de cristal. La otra parte, que tiene menos
importancia para lo que voy a contar, se encontraba donde terminaba la farola,
en el extremo (perdido en mitad de la copa de un árbol) y tenía forma de pico
de pato. La luz de ambas fuentes era del mismo color anaranjado, pero el pico
de pato se encontraba demasiado arriba diluido por hojas medio secas como para
llamarme la atención. A mí me gustaba la bola, que proyectaba una luz tan
autónoma que llegabas a no ver el brazo que la sujetaba manteniéndola en lo
alto. Además, como ya he dicho, era casi entera de cristal por lo que emitía
luz en prácticamente todas las direcciones. Era un sol, era un maldito sol en
miniatura. Y yo estaba ahí, sin llegar a estar justo debajo. De pronto, cuando
apenas había empezado a observar la farola, deseé ser ignorante, completamente
ignorante, un bárbaro. Deseé creer en dioses paganos que explicasen todo lo que
escapase a mi comprensión. Y entonces, en mitad de la calle, en una noche de
ciudad, me arrodillaría frente aquel sol y lo alabaría como mi dios y fuente de
vida.
miércoles, 9 de septiembre de 2015
En el autobús
Me doy cuenta de que llevo un buen rato leyendo el
mismo párrafo, es lo que tiene este escritor, que me inspira y de cada imagen que
da a mí se me ocurre una nueva historia en la que se me va la atención dejando
la lectura aparcada por tiempo indefinido. Parpadeo varias veces para volver al
autobús y su traqueteo. En la parte delantera hay un señor con poco pelo y una
señora con bolsas de la compra, después la parte trasera del bus se eleva con
tres escalones, recordando al castillo de popa de los galeones españoles. En
mitad de la parte trasera estoy yo, con una pierna sobre la otra y un libro en
el regazo con la página marcada por el dedo gordo de mi mano derecha. También
en la parte trasera, delante de mí aunque en la otra hilera de asientos, está
una chica en la que me fijo ahora por primera vez, pues antes, sentados en la
parada, de reojo me había parecido bastante más mayor de lo que es, ¿qué
tendrá? ¿Veinticinco años? ¿Veintitrés? Tiene el pelo largo, negro y rizado,
porta una extraña bolsa, un pantalón negro y una camisa ancha negra con puntos
blancos. En la parte trasera oigo por lo menos dos voces de mujer, pero no me
giro, jamás hay que girarse en un autobús. El conductor se salta un semáforo y
entiendo que es su último turno de la noche, sin embargo el cruzarnos con un
coche de policía le hace volver a una velocidad más moderada. Suena el timbre
que indica que alguien ha solicitado parada y de detrás de mí aparecen dos
chicos mayores que yo, feos pero que intentan parecer atractivos ¿de dónde han
salido? ¿Estaría yo leyendo cuando subieron? Tal vez se tratasen de unas de
esas personas a las que no vi por enseñarles la portada de mi libro mientras
leía, que me admirasen por tan buena lectura. A los dos chicos se les suma una
adolescente de caderas desproporcionadas y una bolsa de alguna tienda de ropa.
Una voz desde mi espalda grita:
—¡Cuídate! Y tú cuídala, ¿eh? —Uno de los chicos
se gira hacia la voz aludido— Que sino averiguo dónde vives —. Ella ríe y el
sonríe forzado.
Cuando los tres bajan a la acera me doy cuenta de
que el chico no ha hecho ademán de llevarle la bolsa a su novia y me imagino a
la amiga, a la que tengo detrás, contándolo como primer punto negativo. Vuelvo
a leer un rato, me vuelvo a distraer y vuelvo a caer sobre la realidad. La
mujer de la parte delantera ya se ha bajado. Miro a la chica de mi diagonal, es
atractiva y tiene ese aire de desconocida que tanto me gusta. Me giro hacia la
ventana y veo que su reflejo me mira con curiosidad. Me quedo mirándola a
través de su reflejo, veo que abre la bolsa y saca algo oscuro ¿unos cascos de
música? Me giro y veo que tiene en las manos una gran cámara digital de las
buenas. Me ha mirado y ha sacado una cámara, así que casi inconscientemente
estiro la espalda, recoloco mi pierna izquierda sobre la derecha y junto mis
manos sobre el libro en un movimiento casual pero modélico. Sin embargo ella
sigue inclinada sobre su cámara y de esta salen ruidos, imagino que está
reproduciendo alguna grabación. Se bajan la chica de detrás en una parada y el
hombre de poco pelo en la siguiente. Miro hacia atrás y veo que todos los
asientos están desocupados, tampoco parece haber en ninguno un tesoro olvidado
como la vez que me encontré dos euros. Estamos solos, si quiere, señorita,
hágame esa foto, que no me importa y de hecho hablaré después con gran
elocuencia sobre ella, pero dese prisa, señorita, que mi parada ya llega. Nada,
sigue con su vídeo, así que me estiro y pulso el botón de parada con un ademán
muy visible, que pretende ser muy visible para ella. Me levanto y camino
despacio por el pasillo, bajo despacio los tres escalones, salgo despacio a la
calle, nada. Tiro el chicle sin sabor a una papelera y me giro hacia el autobús
en el preciso momento que soy fotografiado.
martes, 8 de septiembre de 2015
Yo soy tinta
Nunca he tenido contacto directo con nadie. Se
podría decir que sí, que para empezar lo tuve con el escritor, pero eso no sería
verdad, no soy producto suyo, todo fueron copias de copias. El escritor hizo un
borrador en unos folios con apuntes en los márgenes, ese borrador se podría
decir que es mi antepasado más lejano, pero no soy yo. Después el borrador fue
transcrito a un ordenador y en este proceso sufrió muchos cambios, así que el
borrador de papel y el borrador de pantalla no eran el mismo. Después el
escritor imprimió una versión final y la envió a la editorial, a ésta le gustó
y le pidió que se lo enviase por correo electrónico, pero cuando el escritor lo
hizo en su ordenador seguía el mismo archivo, por lo que lo que fue enviado era
una copia. Después la editorial hizo copias y más copias, muchas de las cuales
eran impresas, para finalmente enviar otra de tantas a la imprenta. Se produjo
un error de márgenes y hubo que mandar una segunda copia para que finalmente
viese la luz la primera tanta de cinco mil ejemplares. Debió venderse bien,
pues después fueron impresos quince mil, y en su tercera edición, veinte mil,
entre los que yo estaba. No os hablaré de mi elaboración como libro, solo diré
que a medida que la tinta formaba palabras en el papel y éste era cosido al
lomo yo sentía como si despertase de un profundo sueño. Cuando nací me
encerraron durante días en una habitación oscura con todos los míos, libros
aparentemente iguales con muchísimas diferencia: pequeñas marcas en las hojas,
una esquina doblada, la tinta de una hoja corrida, un arañazo en la portada, un
mal acabado, y después nos separaron en grandes grupos que fueron llevados a un
camión, desde el cual nos fueron dejando en distintas librerías. Yo acabé en un
stand promocional en el que muchos de nosotros esperábamos ser manoseados por
posibles compradores. Hasta ese momento me habían tocado un hombre en el
taller, un transportista y el librero, pero nadie me había abierto. Llegaron
las fiestas y mi estantería se vació, pero aunque fuese comprado no me sentí
realizado, pues el señor que me compró tan solo echó un ojo a la portada y me
llevó a la caja, donde fui envuelto en papel de regalo. Se me entregó junto a
una botella de vino, y la botella tuvo mucho más éxito que yo. Y así fui
relegado a la biblioteca del estudio, sin que nadie se dignase si quiera a leer
mi título.
Largos años pasaron hasta que de pronto unos ojos
repararon en mí, un niño me estaba mirando. Algo debió cautivarle, pues se armó
con una silla, la escaló y me sacó de entre lomos de diferente color. Ya estaba
abriéndome cuando una voz le detuvo: “¿Qué haces, Miguel? Ese libro no es para
ti”, y una mano adulta me retiró y me dejó sobre la mesa. Parecía ser verdad
que no era para el niño, parecía no ser para nadie. Ni estorbando sobre la mesa
en los días venideros logré que alguien me echase un ojo, tan solo la mujer de
la limpieza, que me metió de mala manera en la estantería en un puesto mucho
peor del que había albergado hasta entonces.
Pasaron los años, mis páginas empezaron a tornarse
amarillentas, no lo veía, pero podía sentirlo. La casa debió cambiar de dueños,
pues los muebles se tornaron modernos y fríos, y la estantería dio paso a un
fantástico televisor. Mis compatriotas y yo acabamos en un sótano, al acecho de
los insectos y la humedad. Qué triste es ver como las esquinas de uno se
aplastan y destrozan, y no debido al uso, sino al simple abandono. Pero las
cosas malas algún día se tornan buenas, y no lo digo yo, lo decían las hojas
del libro que durante tanto tiempo estuvo a mi izquierda. Nos sacaron de aquel
sótano, destrozados, y nos vendieron al peso. Acabé viendo la luz en un
tenderete de una librería que sacaba sus libros a la calle, y allí fui
comprado. Un hombre por fin me abrió y dos de mis hojas cayeron al suelo, yo
iba a disculparme cuando el señor se agachó, las recogió y comentó “cariño,
mira que joya he encontrado”. Y al fin feliz, caminando bajo el brazo de mi
nuevo dueño, crucé mi vista con un libro abierto que leía una señora sentada en
un banco, ese libro era como yo, pero una vigesimoséptima edición.
miércoles, 2 de septiembre de 2015
Ese momento en el que notas el tiempo pasar
Una aguja que se mueve sin su tic-tac y que ni siquiera está
presente en la habitación. De hecho en mi casa no acepto ese sonido, no hay
aguja que funcione más grande que la de un reloj de pulsera. Sin embargo la veo
en su reloj: los números (del 1 al 12) son negros, el fondo blanco, la aguja
negra, el cristal limpio y el círculo de madera está barnizado. Noto cómo pasa
el tiempo, y no es que esté aburrido y se me hagan lentas las horas, sino que
el corazón me late deprisa y noto el tiempo pasar como quién ve el aire. La
música en mis oídos puede tener que ver, los libros que me custodian también,
pero creo que es algo más, creo que la luz del sol con las nubes, completamente
blanca, juega un papel importante. Hoy soñé muchas cosas y recuerdo gran parte,
he contemplado desde esta mañana cómo la broma que hizo María hace cinco años
se hace realidad de forma tan fácil que parece un chiste. Hoy me desperté y
leí, y escuché de la televisión, abajo, la música de una película, y me sorprendió
que esa música la había descubierto yo la semana pasada, entonces bajé, vi la
película y ésta me recordó a una chica que también había conocido la semana
pasada, entonces subí, encendí el ordenador y me habló esa chica. Esta mañana
ha habido tantas casualidades tan cerradas que forman un pentágono, además han
salido dos frases de mi boca que han sido perfectas, entonces todo se ha vuelto
tan genial, tan estático e irreal que he creído que podía ver el tiempo pasar.
Un cuento inacabado
Vengo a contar una historia, el problema es que no
sé cuál. Conozco los cuentos de los que caminan y de los que siempre están
quietos, pero a la hora de la verdad, cuándo abro mi boca estrellada frente a los
ojos brillantes en la oscuridad, parece que no recuerdo ninguna.
Iba a contar la historia del niño en el pozo, pero
entonces recuerdo con un escalofrío aquel convento abandonado en cuyo fondo del
pozo vallado vi a una niña vestida de blanco, que miraba hacia arriba con ojos
muertos. Recuerdo mi impotencia y que le lancé mi cuaderno para que se
entretuviese, pero no lo tocó. El pozo estaba seco y el cuaderno se rompió por
el lomo al tocar el fondo. Quiero creer que la niña no sabía leer, pues yo
apreciaba mucho mi cuaderno de tapas color crema con el dibujo de una máquina
de escribir y letras de una carta en inglés incompleta. ¿Cómo había acabado
allí la niña si la reja pintada de negro estaba soldada a la piedra? Di vueltas
buscando algo con lo que intentar romper la verja, pero llegó la noche, volví a
mirar el fondo, aquellos ojos sin parpadeo, y sentí pánico, miedo, sentí la
oscuridad clavada en las costillas. Huí y jamás le comenté a nadie que vi una
niña en el pozo del convento abandonado. Tampoco volví con la luz del sol ni
olvidé mi cuaderno, con las historias que había ido forjando aquel verano,
historias que al fin me habían apasionado. Así que lo siento por el niño del
pozo, pero no contaré su historia, no vivirá hoy en forma de leyenda, tampoco
sus tristes padres, ni su hermano, que fue un valiente.
La verdad es que aunque venía a contar una
historia ahora soy incapaz. Siento que si me doy la vuelta me encontraré con la
niña. Tal vez venga a hacerme daño por no haberla sacado, o tal vez tenga la
mano extendida devolviéndome mi cuaderno, pero mi cuerpo no resistiría volver a
ver sus ojos, así que no hablaré más, solo miraré mi sujetapapeles con forma de
hipopótamo negro, con las fauces abiertas, y le miraré hasta que me trasmita su
historia, entonces, tal vez, venga a contárosla.
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