martes, 8 de septiembre de 2015

Yo soy tinta

Nunca he tenido contacto directo con nadie. Se podría decir que sí, que para empezar lo tuve con el escritor, pero eso no sería verdad, no soy producto suyo, todo fueron copias de copias. El escritor hizo un borrador en unos folios con apuntes en los márgenes, ese borrador se podría decir que es mi antepasado más lejano, pero no soy yo. Después el borrador fue transcrito a un ordenador y en este proceso sufrió muchos cambios, así que el borrador de papel y el borrador de pantalla no eran el mismo. Después el escritor imprimió una versión final y la envió a la editorial, a ésta le gustó y le pidió que se lo enviase por correo electrónico, pero cuando el escritor lo hizo en su ordenador seguía el mismo archivo, por lo que lo que fue enviado era una copia. Después la editorial hizo copias y más copias, muchas de las cuales eran impresas, para finalmente enviar otra de tantas a la imprenta. Se produjo un error de márgenes y hubo que mandar una segunda copia para que finalmente viese la luz la primera tanta de cinco mil ejemplares. Debió venderse bien, pues después fueron impresos quince mil, y en su tercera edición, veinte mil, entre los que yo estaba. No os hablaré de mi elaboración como libro, solo diré que a medida que la tinta formaba palabras en el papel y éste era cosido al lomo yo sentía como si despertase de un profundo sueño. Cuando nací me encerraron durante días en una habitación oscura con todos los míos, libros aparentemente iguales con muchísimas diferencia: pequeñas marcas en las hojas, una esquina doblada, la tinta de una hoja corrida, un arañazo en la portada, un mal acabado, y después nos separaron en grandes grupos que fueron llevados a un camión, desde el cual nos fueron dejando en distintas librerías. Yo acabé en un stand promocional en el que muchos de nosotros esperábamos ser manoseados por posibles compradores. Hasta ese momento me habían tocado un hombre en el taller, un transportista y el librero, pero nadie me había abierto. Llegaron las fiestas y mi estantería se vació, pero aunque fuese comprado no me sentí realizado, pues el señor que me compró tan solo echó un ojo a la portada y me llevó a la caja, donde fui envuelto en papel de regalo. Se me entregó junto a una botella de vino, y la botella tuvo mucho más éxito que yo. Y así fui relegado a la biblioteca del estudio, sin que nadie se dignase si quiera a leer mi título.
Largos años pasaron hasta que de pronto unos ojos repararon en mí, un niño me estaba mirando. Algo debió cautivarle, pues se armó con una silla, la escaló y me sacó de entre lomos de diferente color. Ya estaba abriéndome cuando una voz le detuvo: “¿Qué haces, Miguel? Ese libro no es para ti”, y una mano adulta me retiró y me dejó sobre la mesa. Parecía ser verdad que no era para el niño, parecía no ser para nadie. Ni estorbando sobre la mesa en los días venideros logré que alguien me echase un ojo, tan solo la mujer de la limpieza, que me metió de mala manera en la estantería en un puesto mucho peor del que había albergado hasta entonces.
Pasaron los años, mis páginas empezaron a tornarse amarillentas, no lo veía, pero podía sentirlo. La casa debió cambiar de dueños, pues los muebles se tornaron modernos y fríos, y la estantería dio paso a un fantástico televisor. Mis compatriotas y yo acabamos en un sótano, al acecho de los insectos y la humedad. Qué triste es ver como las esquinas de uno se aplastan y destrozan, y no debido al uso, sino al simple abandono. Pero las cosas malas algún día se tornan buenas, y no lo digo yo, lo decían las hojas del libro que durante tanto tiempo estuvo a mi izquierda. Nos sacaron de aquel sótano, destrozados, y nos vendieron al peso. Acabé viendo la luz en un tenderete de una librería que sacaba sus libros a la calle, y allí fui comprado. Un hombre por fin me abrió y dos de mis hojas cayeron al suelo, yo iba a disculparme cuando el señor se agachó, las recogió y comentó “cariño, mira que joya he encontrado”. Y al fin feliz, caminando bajo el brazo de mi nuevo dueño, crucé mi vista con un libro abierto que leía una señora sentada en un banco, ese libro era como yo, pero una vigesimoséptima edición.

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