domingo, 27 de septiembre de 2015

El fugitivo

Con las manos atadas a la espalda con una cuerda llegó hasta la pared blanca, allí se dio la vuelta y se encaró a los cuatro soldados armados y su oficial. Este último frunció los labios en un gesto extraño e hizo una pregunta de apariencia vacía.
—¿Últimas palabras?
Entonces el hombre se estiró y sin mirar a nadie dijo:
—Cinco mil.
Al oficial se le atragantó una frase en la garganta, arrugó la frente y preguntó:
—¿Cinco mil qué?
—Les doy cinco mil a cada uno si me dejan ir sin nada.
La negociación duró poco desde ese punto y al rato se encontraban caminando a casa del condenado, donde estaba escondido el dinero, mientras éste se frotaba las muñecas doloridas, ahora libres.
Cuando llegaron, dos soldados se quedaron en la puerta, otros dos en el salón y el oficial acompañó al condenado hasta la despensa, allí él abrió una trampilla escondida bajo una alfombra y dijo que bajaba solo, que en aquella escalera no cabían más que uno. El oficial le perdió de vista en el agujero y mientras encendía un cigarro oyó un extraño ruido proveniente de la profundidades de la tierra, arrugó la frente con la colilla aún sin encender en los labios y cayó hacia atrás con el pecho agujereado. Dos soldados entraron al poco en la despensa y descubrieron que el condenado portaba una escopeta de doble caño, más bien cada uno descubrió por sí mismo la mitad del arma. El condenado salió por una puerta pequeña de la despensa, rodeó la casa y descubrió a los dos soldados restantes en la puerta, agazapados apuntando dirección al salón, que se veía desde allí. Cuando les apuntó ellos le miraron con una súplica sin modelar, y viéndoles la cara y su postura cualquiera hubiese pensado que les había descubierto cagando. La escopeta disparó.
El fugitivo no tardó en hacerse al monte para después atravesar las estepas y al final llegar al Valle, donde estuvo dos semanas. Al final se encaminó a la frontera y allí le detuvieron los militares. En su ficha constaba que había huido de su cita con el paredón, pero nada se decía de la muerte de cuatro soldados y un oficial.
Cinco hombres le apuntaban sus fusiles cuando el Capitán gritó más que preguntó:
—¿Últimas palabras?
El condenado alzó la vista del suelo y dijo:
—Diez mil.


A Belén y Carlos por la sobremesa. Y a Julia, que se que le hubiera gustado estar.

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