Hoy estaba yo en el metro cuando al llegar a una
parada un asiento quedó libre. Fui a sentarme cuando una mujer que acababa de
subir en aquella misma parada corrió (ojo, corrió) y como un rayo se sentó. Yo
me acerqué a ella, me coloqué en frente y apoyé mi mano en su hombro. Tiré del
mismo y ella se levantó, y no es que tuviese yo semejante fuerza como para
alzarla por el hombro, sino que ella se levantó siguiendo lo extraño de la
situación. Una vez cara a cara, ambos de pie, saqué de mi bolsillo una navaja
de muelle. No tengo muchos conocimientos de anatomía, pero diría que le clavé
la hoja a la altura del riñón. Después, con la ropa que se le empezaba a empapar,
apreté su hombro y ella se sentó. Yo no quería sentarme, ya no, ya se había
sentado ella, el sitio era suyo, tan solo había querido hacerle el favor de
enseñarle buenos modales.
En la parada siguiente tuve que bajarme e ir a la
facultad en autobús. Llegué tarde, y odio llegar tarde.
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