Me puse a observar la farola. La farola tenía dos
partes, bueno, realmente tenía más, tenía la papelera, el tramo donde se pegan
los carteles… Pero las dos partes importantes eran las dos que emitían luz. La
primera de estas partes se encontraba en la mitad del total de la farola y
estaba separaba de ésta por un pequeño brazo metálico. La fuente de luz en sí
era una bola redonda casi entera de cristal. La otra parte, que tiene menos
importancia para lo que voy a contar, se encontraba donde terminaba la farola,
en el extremo (perdido en mitad de la copa de un árbol) y tenía forma de pico
de pato. La luz de ambas fuentes era del mismo color anaranjado, pero el pico
de pato se encontraba demasiado arriba diluido por hojas medio secas como para
llamarme la atención. A mí me gustaba la bola, que proyectaba una luz tan
autónoma que llegabas a no ver el brazo que la sujetaba manteniéndola en lo
alto. Además, como ya he dicho, era casi entera de cristal por lo que emitía
luz en prácticamente todas las direcciones. Era un sol, era un maldito sol en
miniatura. Y yo estaba ahí, sin llegar a estar justo debajo. De pronto, cuando
apenas había empezado a observar la farola, deseé ser ignorante, completamente
ignorante, un bárbaro. Deseé creer en dioses paganos que explicasen todo lo que
escapase a mi comprensión. Y entonces, en mitad de la calle, en una noche de
ciudad, me arrodillaría frente aquel sol y lo alabaría como mi dios y fuente de
vida.
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