Los dos estaban tumbados boca arriba en la cima de
aquella colina mullida por el césped. El cielo nocturno mostraba una cantidad
considerable de estrellas a pesar de que no se habían alejado demasiado de la
ciudad. Él parpadeó y de repente le rodeó la luz amarilla de un recuerdo:
Sentados juntos, ella agachaba la cabeza para
escribir y su pelo caía sobre el brazo de él. A la tercera vez ella se daba
cuenta y le pedía perdón, él le decía que no importaba, que le hacía cosquillas,
pero lo decía en un susurro y no sabía si ella llegaba a oírle.
La luz del recuerdo se difuminó y aparecieron
frente a él las estrellas ahora más luminosas. Sin girar la cabeza estiró el
brazo buscando el pelo de ella con suavidad, al no encontrarlo movió el brazo
en movimientos más bruscos, pero su mano solo palpaba hierba húmeda. Ella debía
estar tumbada más lejos de lo que él creía. Parpadeó dos veces y le sobrevino
otro recuerdo:
Un grito unánime de los alumnos seguía al
comentario del profesor de que aquel viernes no habría clase. Ella se alegraba
porque podría coger un autobús ese mismo día al pueblo donde vivían sus padres,
de pronto su rostro se encogía al ver que no llegaría a coger el último bús y
tendría que esperar al día siguiente. Él de pronto le decía que si quería podía
llevarla en coche, a ella se le iluminaba el rostro…
—¿Estás ahí?
—Claro, ¿dónde iba a estar?
—Creía que estabas aquí cerca, pero no te
encuentro.
—Estoy aquí, tonto —y la mano de ella le revolvió
el pelo. Claro, en esa dirección él no había buscado.
—¿Sabes? Me estaba acordando de…
—¿De qué?
—Da igual. ¿Te gusta este sitio?
—Me encanta, ha sido genial que me trajeses,
enserio. Aquí todas deben caer rendidas, ¿eh? —Él oyó algo parecido a una risa.
—Este sitio es mío, y quería compartirlo contigo.
—Si este sitio es tuyo no debiste de haberme
traído.
Él iba a responder, pero le rodeó la luz amarilla
de otro recuerdo:
Estaba atardeciendo, hacía calor y llevaban
bajadas las ventanillas. Ella asomaba los pies por la suya y cantaba con
énfasis la canción que sonaba en la radio. Él todavía tenía puestas las gafas
de sol y no dejaba de mirarla de reojo en cada oportunidad. Ella cantaba con
los ojos cerrados, balanceando los pies… Ella le señalaba su casa pero le pedía
si podía quedarse más tiempo antes de volver, él le preguntaba a dónde quería
ir… Hablaban contemplando las estrellas de un verdadero cielo estrellado
tumbados sobre el capó, se acababan durmiendo y al despertar con el amanecer ambos
no pararon de estornudar.
—¿Sabes? —Dijo él— tu pelo no me molestaba, me
hacía cosquillas, era suave.
—¿De qué hablas?
—No importa.
—No, dime de qué hablabas.
—Hablaba de las estrellas.
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