lunes, 30 de abril de 2018

A plena luz del día


Me llamó tu hermana porque estaba preocupada. No la culpes, tampoco es tan raro que pensase en mí. Yo también me preocupé, si te digo la verdad, cuando me enteré de que habías desaparecido de aquella forma. Tenía unos negocios a las afueras, los que pude los aplacé y el resto lo solucioné deprisa. No quería hablar con ella por teléfono, prefería que me contase las cosas en persona, pero tampoco había mucho que decir. No estabas, pero yo podía dar más pasos que ella en la oscuridad. Fui a la zona vieja, que qué tontería, pensarás, pero allí aún hay quien te recuerda, algunas de esas personas quedaron dolidas por antiguas desapariciones tuyas. Me encontré con R., que no quiso hablar conmigo, ni aceptar mi dinero, y que solo dejó de hacer ruido cuando le mencioné a tu hermana. Tu hermana calma a los diablos que vas dejando. Aun así R. no tenía nada que decir, pero me dio una dirección y un murmullo en el que creo que me deseaba suerte. Por la zona de Calmar me dijeron que estabas dando a luz, por las Margaritas que andabas abortando. La ciudad entera respira tu nombre, en todos lados queda tu olor, pero los recuerdos se vuelven borrosos, la mitad vota por recordarte hermosa, la otra, de dolor, te quiere muerta. Yo, por mi parte, era todo un profesional, te buscaba y nada más, no tenía tiempo para otra cosa cuando un viejo de la calle Candileros me dio un mapa para encontrarte en el cementerio de la Hija de Dios, ni cuando el enterrador del mismo juró haberte visto salir desnuda de un nicho abierto a plena luz del día.
Hice un recorrido de tu vida en la ciudad; es extraño, pero cuando uno se da prisa se da cuenta de que los lugares que nos forjaron en realidad son muy pocos: un par de casas, un parque, un colegio, dos oficinas, cuatro tiendas, tres cafés, una terraza desde la que gritar. En tu caso había que añadir edificios en ruinas y viejas fábricas. Un escalofrío me dio al pasar por allí, al imaginarte buscando esos lugares para buscar otras cosas, o para buscar enterrarlas. No pienses mal, muchos de esos sitios los conocí esa misma tarde, me los iban señalando dedos de todos los colores. La noticia se extendió, y no hubo pocos que me exigiesen un pago por nada, y yo pagaba pensando en tu hermana. En realidad era un poco absurdo que te buscase, no te iba a encontrar, y si lo hacía no iba a servir de nada, no querrías verme, ni oírme, ni hablarme, sería un ser de otro mundo junto a ti, un ser cálido de un mundo frío. Después sonó el teléfono, era tu hermana. Después sonó más veces, era mi propio mundo llamándome para que olvidara cosas que no me correspondían. Después me llamó R., lo que era sorprendente porque no tenía mi número, y me dio una dirección, sin más, una calle, un número y colgó. Ya imaginarás dónde fui a parar, yo al principio creía que sería una casa, cierta casa que yo temía, pero eso hubiese requerido más datos, una escalera, un piso, una letra. Las iglesias solo son un número en una calle, y yo estaba allí, vi a testigos desconocidos que salían del templo y se desperdigaban, y a vosotros dos, saliendo, contentos, o al menos sonriendo. La embarazada, la loca, la revivida, la vagabunda, la diosa, la desaparecida se mostraba ahora una mujer distinta de todos los cuentos y caminaba junto a alguien que miraba al frente y que no la miraba a ella. Sentí alivio, un alivio como un río por verte bien, pero también sentí cierta tristeza, una tristeza parecida a un río.

domingo, 22 de abril de 2018

Vuelta a la Nada


Por el sendero que baja de la montaña volvía al pueblo una señora cargada con una bolsa voluminosa, no se sabe si pesada, pero al menos sí voluminosa. Parecía que se hubiera puesto una máscara, porque bajo aquella cara arrugada y marrón, serpenteada por puntos negros, había escondida una mujer mayor, pero no de las que llevan el adjetivo mayor después de mujer. En un momento dado, vio más adelante en el camino a un hombre sentado en una piedra. Se le apareció la desconfianza en una nube sobre la cabeza, porque aquel hombre no era del pueblo, y aquel no era pueblo para extraños, porque no tenía nada. Sin embargo, para cuando llegó a la altura del extraño, no había pensado aún qué hacer con aquella desconfianza.
—Buenos días, señora, ¿me deja que le ayude?
Ella murmuró algo que le valió como respuesta a ambos, y como siguió caminando, él se levantó de un salto y empezó a caminar a su lado.
—Dígame, ¿es usted del pueblo?
—Sí.
—¿De toda la vida?
—Sí, nacida y criada.
—¡Vaya suerte nacer en este pueblo!
—¿A qué se refiere?
—¿A usted le gusta?
—Claro, es mi casa.
—¿No hace frío en invierno y calor en verano?
—Como en todos los sitios.
—¿No les mata la pobreza?
—Hum.
—Pero digo yo que a todos no les matará, ¿no? Habrá quien se marche.
Entonces la señora se paró y miró a aquel hombre, que sonreía de forma muy amplia, tensando mucho los músculos, como si fuesen dos tirachinas a punto de ser disparados. Sus ojos, sin embargo, no sonreían, parecía más bien como si él también tuviera una máscara y la mirase serio detrás de ella. Ella no era vieja, él hablaba en serio.
—Juan. Hijo de María.
—Me alegro de verla, señora Rosario.
—¡Juan! —y la bolsa voluminosa, que por el ruido demostró ser también pesada, cayó al suelo.

—Pues eso he hecho, volver, he vuelto en cuanto he podido.
—¿Y por qué no escribiste?
—Ay, Rosario, ¿cómo se le escribe a un pueblo que no figura en los mapas?
—Ay, no sé, Juan, pero es que una acaba pensando en los que se van como si hubieran muerto. ¿Por qué lo has hecho?
—Pues porque me hice famoso, ya ve usted qué razón. Más allá de las montañas conocen mi nombre. En realidad no es mi nombre, ni saben nada de mí, soy un producto, pero un producto que conocen y se cotiza bien. Y ahora quería la tranquilidad de la Nada.
—¿Pero por qué has vuelto aquí? ¿Por qué has vuelto a la Nada? La gente se marcha justo por lo otro, para buscar fortuna en la Capital.
—¿Mi madre también se fue buscando fortuna?
—Tu madre no se fue, tu madre huyó.
—Cuénteme cómo le ha ido a la Nada sin mí.
—Ay, muchacho, pues nos ronda un lobo gigante, del tamaño de una vaca. Ataca de noche y desaparece rebaños enteros.
—Cuando yo era niño había un ciervo con cabeza humana, me gusta ver que las creencias van cambiando.
—¡Ay, pero no! Si al ciervo lo cazaron hace unos años, la cabeza está en la taberna, si pasas por allí mira los trofeos.
—¿Y qué pasó con los otros niños? ¿Qué pasó con María Helena?
—Un día apareció un extraño en el pueblo, apareció y se quedó. María Helena seguía viviendo en casa de sus padres, los cuidaba y eso. Ellos murieron pero en la vida de ella no cambió nada, seguía haciendo las mismas cosas con la misma calma de siempre. La conociste hace mucho, pero sigue siendo una mujer bonita, el hombre la cortejó y ella cedió. Cuando ella se quedó embarazada, o igual antes, el forastero desapareció. El vientre de ella fue creciendo hasta que un día empezó a decrecer y se volvió a quedar plano, así como lo oyes. Ahora no mira hacia lo lejos esperando el regreso del hombre porque en un pueblo rodeado de montañas no hay lejanías a las que mirar.

En la taberna, en un tablón encima de la barra, un rostro humano miraba a Juan, que bebía debajo. Juan miraba el rostro que miraba a Juan beber. Un rostro de una cabeza humana de un cuerpo de ciervo. Del cuerpo no había rastro.
María Helena fregaba una mesa al fondo. Un trapo húmedo, también sucio, describía círculos sobre la madera y la iba cambiando de color, más clara, más oscura, más brillante. Después la madera se secaría y el trapo no habría servido para nada. María Helena no había deparado en Juan, o al menos no le había mirado. No le había mirado ni en calidad de desconocido ni en calidad de viejo conocido. Tampoco miraba a las otras personas de la taberna, ni a las mesas que le quedaban por limpiar, ni al trapo que describía círculos, bien visto no miraba nada.
La chica que no puede mirar hacia el horizonte ya no mira nada.
No como la cabeza humana del ciervo, que parecía desviar su mirada de Juan y fijar su vista sobre ella, abriendo sus enormes párpados de animal.

domingo, 15 de abril de 2018

Ángel de la fatalidad


Sería cosa extraña ponerle personalidad a los autobuses. El 4, por ejemplo, era más agresivo, mientras que el 3 era tonto y suave, recorría las calles de la gente perdida y terminaba, vacío siempre, en un polígono industrial. Por eso le gustaba a J. tener esa ruta, era la más silenciosa, silencio al que contribuía no poniendo la radio. A otros autobuses se subían señoras que conocían el nombre de los conductores, que les saludaban, les daban el aguinaldo y pasaban el trayecto con la vista fija en alguna pantalla, pero no en el 3, allí no había adolescentes que pusieran la música alta, allí todos los viajeros acababan mirando por la ventana, un poco perdidos. Esto lo sabía bien J. que les veía desde el espejo retrovisor, y le encantaba.
Era una ruta de mujeres solas, mujeres que se bajaban en lugares vacíos para protagonizar películas independientes sin cámara. La ruta acababa en un polígono en donde el autobús se detenía antes de rehacer el camino, y J. nunca retenía el descanso más de lo que debía, sabía que sus viajeros eran gente que necesitaba un horario estable a cambio de no tener nada más. Pero en su último trayecto de la tarde (ya de noche) había un desconocido que se subía en la penúltima parada y se sentaba al fondo, después el autobús se detenía en mitad de una calle vacía del polígono y, en vez de conducir hasta las cocheras, el desconocido se acercaba y pasaba a llamarse P. Fumaban juntos en la parte delantera del autobús número 3, con las luces encendidas en mitad de una calle. La luz de las farolas era de un amarillo oscuro, la del autobús era blanca. Cada día aparecía P., sin ser llamado, sin que nunca hubieran hablado sobre aquello, y J. lo agradecía enormemente, aunque sin darse cuenta. Aquel momento de fumar juntos, sin apenas hablar, resaltaba como una ausencia en la historia de J. En el instituto, por ejemplo, cuando pudo haber faltado a algunas clases para saborear las horas de la mañana en las que el sol empieza a calentar y uno se sienta mal por no hacer nada y bien por no hacerlo, o después, cuando le dio por hacer teatro y se sentía como un órgano implantado en un cuerpo que le rechazaba, allí le hubiera venido bien salir a fumar con P. cuando el aire ya estaba cargado y olía a cuero, cuando oyó a una de sus compañeras comentar a sus espaldas “el imbécil del niño este” y se sintió bien porque escuchó lo que había sentido y marcharse del grupo ya estuvo justificado para sus adentros. Un día le habló a P. sobre un vídeo que había visto donde se decía que fumar acortaba la vida y ambos se rieron juntos.
Aquel día los dos miraban hacia el techo cuando exhalaban el humo, lo hacía porque lo escupían con rabia. A J. se le pasó por la cabeza que era bueno que ninguno tuviera a nadie esperándole en casa, porque esa persona probablemente sufriría noches como aquella al volver ellos. No estaban hablando mucho, J. tenía la garganta seca y P. tenía ganas de acudir a algún gimnasio que abriese por la noche a fin de liberar la fuerza bruta sobrante de sus pensamientos. Entonces se giraron y por el pasillo del autobús, más allá de la cortina de humo, vieron un pelo rubio cortado a tazón, con dos brazos, un tronco, dos piernas y unas deportivas de marca hechas para jugar al fútbol, pero que aun brillaban por el poco uso. El niño les miró y ellos fumaron a la vez.
—Mierda, ¿y éste?
—Niño, ¿qué haces aquí? ¿Y tu mamá?
—¿Qué hacemos ahora?
—Niño, ¿sabes volver a casa solo?
—¿Y si le dejamos aquí?
—Joder, no podemos hacer eso, tendrá cuatro años.
—Si te parece me lo llevo a las cocheras, se lo dejo de sorpresa a la que limpia.
—No, a ver, se lo habrá dejado alguien.
—A mí no me han llamado de central.
—Pues llévalo allí.
—¿Pero qué te crees, qué hay una oficina de personas perdidas?
—Algún lado habrá donde puedas dejarlo.
—¿No te das cuenta de que soy responsable de todas las personas que se suben a este puto autobús?
—Bueno, a ver, no te preocupes, creo que ya sé quién es su madre.
—¿Lo dices en serio? ¿Y sabes dónde vive?
—Sí, sí, no te preocupes. Su madre es camarera y nos estuvimos viendo un tiempo. Tú arranca.

El autobús arrancó, dio la vuelta y salió del polígono. Atravesó calles amplias y mal iluminadas, rodeadas de parques y de solares. Después llegó a una urbanización de casas bajas cuyas calles no habían visto nunca un autobús. Era casi tan alto como las casas, parecía un gigante que mirase con su inmenso ojo por cada una de las ventanas. Allí, en una esquina, dejaron al niño, que se quedó mirando al autobús que se alejaba. De él lo último que se vio fueron su pelo y sus deportivas, que casi brillaban.
P. no conocía a ninguna camarera, y J. lo sabía, pero un secreto compartido se guarda mejor, solo es cuestión de pisar las colillas con más fuerza.

lunes, 2 de abril de 2018

Con las manos frías


Veinticuatro con cuarenta y tres kilómetros cuadrados, ciento veinticinco mil ochocientos noventa y ocho habitantes, es decir, cinco mil ciento cincuenta y tres con cuarenta y dos habitantes por kilómetro cuadrado. De pronto se encontraba en aquella ciudad en la que solo había estado una vez y de la que no recordaba nada. Sin embargo, la vez en que estuvo correspondía a otro momento de su vida, uno en el que aquella ciudad no tenía ningún valor. Ahora, sin embargo, se escondía, o tal vez se mostraba, una persona entre más de cien mil. Iba porque tenía algo que hacer, y si le hubiesen preguntado, casi hubiera preferido no dar con ella, pero desde que se bajó del tren de media distancia no pudo evitar mirar a la cara de todas las personas con las que se cruzó. La suerte hizo que el autobús que debía coger tuviese en su ruta recorrer toda la ciudad antes de llegar a su destino, y así él pareció un cazador agarrado al cristal. Llevaba un libro, no leyó, llevaba un cuaderno, pero tampoco escribió. Solo al bajarse en su parada volvió un poco en sí, como aliviado casi, porque bajo aquel techo era imposible que diese con ella.
Dos horas más tarde hacía más frío y volvió aquel runrún cuando salió. Se cerró el abrigo con algo de teatro, miró al cielo y a la gente, miró el reloj, miró cuánto quedaba para que llegara el autobús, miró hacia unos ultramarinos de los que salía una luz muy blanca ahora que el cielo estaba bastante oscuro, miró la hora, a la gente, a sus pies, a la parada del autobús y a la puerta del edificio del que acababa de salir. Miró la hora y decidió caminar un poco en lo que venía el autobús. ¿Quería verla? Desde luego que no. ¿Ni de lejos, algo casual para una historia? Para nada. ¿Se estaba alejando demasiado de la parada? Todavía no. ¿Cómo de bueno sería andar un poco más, aun perdiendo el autobús y teniendo que coger el siguiente? Muy malo, estaba cansado y con hambre. ¿Qué idea sería comprar una chocolatina en los ultramarinos abiertos? Muy buena idea, así saciaría el hambre y tendría una reserva de azúcar en el cuerpo para contrarrestar el desánimo inminente. Al final se obligó a volver a la parada, porque no quería verla pero la andaba buscando. En la parada, cuando volvió, había una chica que antes no estaba, pero al mirarla de perfil vio que no era ella, aunque, quién sabe, igual se conocían. Pensó que podría intentar entablar conversación, y en algún momento de la misma, sacar el tema de que él tenía una amiga que vivía allí, pero mientras pensaba todo esto, llegó un autobús que no era el de él y ella se marchó.
En el cercanías había que bajar una escalera muy larga para llegar hasta el tren y que así no lo viera el sol. El andén era tan grande que parecía un astillero de submarinos. Con un sonido muy alto y metálico entró el tren en la estación. Él se encontraba en un extremo, el extremo desde donde vería todos los vagones pasar hasta poder subirse en el último, el extremo donde vería todos los vagones pasar, donde la vio a ella en uno de los primeros. Ella seria o aburrida, con la cabeza apoyada en el brazo, mirando por la ventana, al campo hasta que llegó a la estación, a los submarinos desde que entró. Él salió corriendo, pero no hacia su vagón, así podría perderla, sino hasta la entrada de la estación. Subió los escalones saltándolos y llegó antes que ningún pasajero. Mientras esperaba vio a una pareja, estaban besándose, con los cuerpos completamente pegados y quietos, eran la estatua de una pareja besándose. Entonces, de las escaleras mecánicas, empezó a aflorar la gente. Venían cansados, aquella ciudad de la periferia albergaba a la gente que hacía funcionar la ciudad grande, y venían cansados. Fueron saliendo, de pronto eran muchos, pero él logró esquivarlos a fin de mirar todas y cada una de las caras. Pero ella no apareció. Se le habría escapado, se habría equivocado, habría forzado la visión de tanto pensar en ella. Las hormigas dejaron de subir y aquello se quedó vacío, tampoco estaba ya la pareja del beso de piedra. Él volvió a bajar, triste, claro, y también un poco alegre de no haberla visto y de haberse atrevido a correr escaleras arriba, si no llega a hacerlo luego le hubiera pesado.
Ella estaba en uno de los primeros vagones, cansada, con la cabeza apoyada en el brazo, y le vio cuando el tren entraba en la estación. Entonces se puso en pie y empezó a recorrer el tren, pasando de vagón en vagón, yendo hacia el otro extremo, porque allí se iba a subir él y allí se encontrarían, a no ser que pasara algo.