lunes, 2 de abril de 2018

Con las manos frías


Veinticuatro con cuarenta y tres kilómetros cuadrados, ciento veinticinco mil ochocientos noventa y ocho habitantes, es decir, cinco mil ciento cincuenta y tres con cuarenta y dos habitantes por kilómetro cuadrado. De pronto se encontraba en aquella ciudad en la que solo había estado una vez y de la que no recordaba nada. Sin embargo, la vez en que estuvo correspondía a otro momento de su vida, uno en el que aquella ciudad no tenía ningún valor. Ahora, sin embargo, se escondía, o tal vez se mostraba, una persona entre más de cien mil. Iba porque tenía algo que hacer, y si le hubiesen preguntado, casi hubiera preferido no dar con ella, pero desde que se bajó del tren de media distancia no pudo evitar mirar a la cara de todas las personas con las que se cruzó. La suerte hizo que el autobús que debía coger tuviese en su ruta recorrer toda la ciudad antes de llegar a su destino, y así él pareció un cazador agarrado al cristal. Llevaba un libro, no leyó, llevaba un cuaderno, pero tampoco escribió. Solo al bajarse en su parada volvió un poco en sí, como aliviado casi, porque bajo aquel techo era imposible que diese con ella.
Dos horas más tarde hacía más frío y volvió aquel runrún cuando salió. Se cerró el abrigo con algo de teatro, miró al cielo y a la gente, miró el reloj, miró cuánto quedaba para que llegara el autobús, miró hacia unos ultramarinos de los que salía una luz muy blanca ahora que el cielo estaba bastante oscuro, miró la hora, a la gente, a sus pies, a la parada del autobús y a la puerta del edificio del que acababa de salir. Miró la hora y decidió caminar un poco en lo que venía el autobús. ¿Quería verla? Desde luego que no. ¿Ni de lejos, algo casual para una historia? Para nada. ¿Se estaba alejando demasiado de la parada? Todavía no. ¿Cómo de bueno sería andar un poco más, aun perdiendo el autobús y teniendo que coger el siguiente? Muy malo, estaba cansado y con hambre. ¿Qué idea sería comprar una chocolatina en los ultramarinos abiertos? Muy buena idea, así saciaría el hambre y tendría una reserva de azúcar en el cuerpo para contrarrestar el desánimo inminente. Al final se obligó a volver a la parada, porque no quería verla pero la andaba buscando. En la parada, cuando volvió, había una chica que antes no estaba, pero al mirarla de perfil vio que no era ella, aunque, quién sabe, igual se conocían. Pensó que podría intentar entablar conversación, y en algún momento de la misma, sacar el tema de que él tenía una amiga que vivía allí, pero mientras pensaba todo esto, llegó un autobús que no era el de él y ella se marchó.
En el cercanías había que bajar una escalera muy larga para llegar hasta el tren y que así no lo viera el sol. El andén era tan grande que parecía un astillero de submarinos. Con un sonido muy alto y metálico entró el tren en la estación. Él se encontraba en un extremo, el extremo desde donde vería todos los vagones pasar hasta poder subirse en el último, el extremo donde vería todos los vagones pasar, donde la vio a ella en uno de los primeros. Ella seria o aburrida, con la cabeza apoyada en el brazo, mirando por la ventana, al campo hasta que llegó a la estación, a los submarinos desde que entró. Él salió corriendo, pero no hacia su vagón, así podría perderla, sino hasta la entrada de la estación. Subió los escalones saltándolos y llegó antes que ningún pasajero. Mientras esperaba vio a una pareja, estaban besándose, con los cuerpos completamente pegados y quietos, eran la estatua de una pareja besándose. Entonces, de las escaleras mecánicas, empezó a aflorar la gente. Venían cansados, aquella ciudad de la periferia albergaba a la gente que hacía funcionar la ciudad grande, y venían cansados. Fueron saliendo, de pronto eran muchos, pero él logró esquivarlos a fin de mirar todas y cada una de las caras. Pero ella no apareció. Se le habría escapado, se habría equivocado, habría forzado la visión de tanto pensar en ella. Las hormigas dejaron de subir y aquello se quedó vacío, tampoco estaba ya la pareja del beso de piedra. Él volvió a bajar, triste, claro, y también un poco alegre de no haberla visto y de haberse atrevido a correr escaleras arriba, si no llega a hacerlo luego le hubiera pesado.
Ella estaba en uno de los primeros vagones, cansada, con la cabeza apoyada en el brazo, y le vio cuando el tren entraba en la estación. Entonces se puso en pie y empezó a recorrer el tren, pasando de vagón en vagón, yendo hacia el otro extremo, porque allí se iba a subir él y allí se encontrarían, a no ser que pasara algo.

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