Por el sendero que baja
de la montaña volvía al pueblo una señora cargada con una bolsa voluminosa, no
se sabe si pesada, pero al menos sí voluminosa. Parecía que se hubiera puesto
una máscara, porque bajo aquella cara arrugada y marrón, serpenteada por puntos
negros, había escondida una mujer mayor, pero no de las que llevan el adjetivo
mayor después de mujer. En un momento dado, vio más adelante en el camino a un
hombre sentado en una piedra. Se le apareció la desconfianza en una nube sobre
la cabeza, porque aquel hombre no era del pueblo, y aquel no era pueblo para
extraños, porque no tenía nada. Sin
embargo, para cuando llegó a la altura del extraño, no había pensado aún qué
hacer con aquella desconfianza.
—Buenos días, señora,
¿me deja que le ayude?
Ella murmuró algo que
le valió como respuesta a ambos, y como siguió caminando, él se levantó de un
salto y empezó a caminar a su lado.
—Dígame, ¿es usted del
pueblo?
—Sí.
—¿De toda la vida?
—Sí, nacida y criada.
—¡Vaya suerte nacer en
este pueblo!
—¿A qué se refiere?
—¿A usted le gusta?
—Claro, es mi casa.
—¿No hace frío en
invierno y calor en verano?
—Como en todos los
sitios.
—¿No les mata la
pobreza?
—Hum.
—Pero digo yo que a
todos no les matará, ¿no? Habrá quien se marche.
Entonces la señora se
paró y miró a aquel hombre, que sonreía de forma muy amplia, tensando mucho los
músculos, como si fuesen dos tirachinas a punto de ser disparados. Sus ojos,
sin embargo, no sonreían, parecía más bien como si él también tuviera una
máscara y la mirase serio detrás de ella. Ella no era vieja, él hablaba en serio.
—Juan. Hijo de María.
—Me alegro de verla, señora
Rosario.
—¡Juan! —y la bolsa
voluminosa, que por el ruido demostró ser también pesada, cayó al suelo.
—Pues eso he hecho,
volver, he vuelto en cuanto he podido.
—¿Y por qué no
escribiste?
—Ay, Rosario, ¿cómo se
le escribe a un pueblo que no figura en los mapas?
—Ay, no sé, Juan, pero
es que una acaba pensando en los que se van como si hubieran muerto. ¿Por qué
lo has hecho?
—Pues porque me hice
famoso, ya ve usted qué razón. Más allá de las montañas conocen mi nombre. En
realidad no es mi nombre, ni saben nada de mí, soy un producto, pero un
producto que conocen y se cotiza bien. Y ahora quería la tranquilidad de la
Nada.
—¿Pero por qué has
vuelto aquí? ¿Por qué has vuelto a la Nada? La gente se marcha justo por lo
otro, para buscar fortuna en la Capital.
—¿Mi madre también se
fue buscando fortuna?
—Tu madre no se fue, tu
madre huyó.
—Cuénteme cómo le ha
ido a la Nada sin mí.
—Ay, muchacho, pues nos
ronda un lobo gigante, del tamaño de una vaca. Ataca de noche y desaparece
rebaños enteros.
—Cuando yo era niño
había un ciervo con cabeza humana, me gusta ver que las creencias van
cambiando.
—¡Ay, pero no! Si al
ciervo lo cazaron hace unos años, la cabeza está en la taberna, si pasas por
allí mira los trofeos.
—¿Y qué pasó con los
otros niños? ¿Qué pasó con María Helena?
—Un día apareció un
extraño en el pueblo, apareció y se quedó. María Helena seguía viviendo en casa
de sus padres, los cuidaba y eso. Ellos murieron pero en la vida de ella no
cambió nada, seguía haciendo las mismas cosas con la misma calma de siempre. La
conociste hace mucho, pero sigue siendo una mujer bonita, el hombre la cortejó
y ella cedió. Cuando ella se quedó embarazada, o igual antes, el forastero
desapareció. El vientre de ella fue creciendo hasta que un día empezó a
decrecer y se volvió a quedar plano, así como lo oyes. Ahora no mira hacia lo
lejos esperando el regreso del hombre porque en un pueblo rodeado de montañas
no hay lejanías a las que mirar.
En la taberna, en un
tablón encima de la barra, un rostro humano miraba a Juan, que bebía debajo.
Juan miraba el rostro que miraba a Juan beber. Un rostro de una cabeza humana
de un cuerpo de ciervo. Del cuerpo no había rastro.
María Helena fregaba
una mesa al fondo. Un trapo húmedo, también sucio, describía círculos sobre la
madera y la iba cambiando de color, más clara, más oscura, más brillante.
Después la madera se secaría y el trapo no habría servido para nada. María
Helena no había deparado en Juan, o al menos no le había mirado. No le había
mirado ni en calidad de desconocido ni en calidad de viejo conocido. Tampoco
miraba a las otras personas de la taberna, ni a las mesas que le quedaban por
limpiar, ni al trapo que describía círculos, bien visto no miraba nada.
La chica que no puede mirar hacia el horizonte ya no mira nada.
No como la cabeza humana
del ciervo, que parecía desviar su mirada de Juan y fijar su vista sobre ella,
abriendo sus enormes párpados de animal.
No hay comentarios:
Publicar un comentario