Deja el plato que estaba fregando en la pila, suspira y
mira al cielo.
—Desde entonces, nublado. Anda que no es rencoroso ni nada.
Baja la vista y ve de nuevo los platos que aún le quedan
por fregar. Los niños podrían ayudarla, pero prefieren jugar y correr como si
aún fuesen otros tiempos. Si levanta la vista solo ve el árbol y el jardín, y
más allá la valla que lo delimita. Qué locura, antes hubiese sido impensable
que necesitasen una valla. Escucha a los niños jugar a la entrada de la casa y
decide ir a ver cómo están.
—Partún.
—No, ese sí está bien puesto: tortuuuga. Es un nombre largo
porque es un animal lento. El tuyo es para un animal rápido, como el guepardo.
—Pues el guepardo se llamará partún.
—¡No! Al guepardo le queda bien guepardo.
—Pero guepardo es un nombre largo, como tortuga. Que el
guepardo se llame partún y la tortuga guepardo.
—¡Pero a mí me gusta guepardo!
—¡Lo que pasa es que no me dejas cambiar ningún nombre!
Entonces les sorprende la voz de su madre:
—Niños, qué pasa aquí.
—¡Abel no me deja poner nombres!
—¡Es que los suyos son muy feos!
—Os he dicho muchas veces que dejéis a los animales como
están, papá y yo ya les pusimos el nombre a todos. Si queréis podéis ponerle
nombre a los insectos pequeños.
—¡Pero yo quiero llamar partún a la tortuga!
—Pues ese será su nombre, desde ahora esa tortuga se llamará Partún. ¡Y no quiero oír hablar más del
tema!
Adán, que entra por el jardín de atrás, recorre la
distancia hasta la casa caminando deprisa con la cabeza gacha y sin dejar de
fumar. Ya en la puerta da una última calada, tira al suelo la colilla, la pisa
y mira al árbol.
—Un manzano, un manzano tenía que ser, me cago en la leche
—se quita el sombrero y al entrar cambia el tono de voz—. Hola, cariño, qué tal
el día.
—Cómo quieres que vaya, pero mira el cielo, siempre negro, así
se amargan hasta los diablos. A ver cuándo hablas con él, que ya es hora, no
sé, una cosa es que estemos aquí abajo y otra que no podamos ver el Sol. ¡Si no
fuera por nosotros no sabría ni cómo se llama! No me negarás que su enfado es
del todo desproporcionado.
—Ya sabes que él y yo no nos hablamos—dice Adán despacio,
mientras cuelga el abrigo—. Tendremos que buscar a quien nos haga el favor.
—Pero cómo que no habláis, ¿te crees que soy tonta? Dime,
dime, ¿quién se levanta en mitad de la noche y acaba de rodillas en el salón?
Lo que pasa es que me sigues echando la culpa a mí, ¡y no fue mi culpa! ¿Me
oyes? Fue tu amiguita Lilith.
—No era Lilith, era el otro. Además, esa no es la cuestión,
el problema es que tuviste que desobedecerle, ¡lo dejó muy claro!
—Se pasaba el día diciendo frases ambiguas y de pronto dice
que no toquemos el puñetero árbol, pues qué quieres que te diga, si dentro de
un mundo en el que podemos hacer lo que sea me dicen que no puedo comerme una
manzana pues me suena a broma. Si me sale un animal diciendo que coja la
dichosa manzana y en principio los animales los creó él, pues yo creo que es un
recado, una prueba de valentía o algo así. Y la culpa es suya por permitir que
sus enemigos se le cuelen disfrazados en el jardín.
—¿Te habló una serpiente y lo viste normal? Dime, cariño,
¿cuántos jodidos animales hablaban allí arriba?
—¡Pues tú y yo sin ir más lejos! Pero dime, ¿qué le pides
por las noches? Oh, señor, yo soy bueno, tu favorito, oh, señor, la culpa fue
toda de Eva, que es mala y es débil, por favor, señor, déjala aquí sufriendo y devuélvenos
a los niños y a mí al cielo, ¡al fin y al cabo aún me quedan más costillas!
—Cállate de una maldita vez, ¿me oyes? Esto es culpa tuya.
Antes vivíamos bien, teníamos comida y hasta podíamos ir desnudos. Habría sido
un buen lugar para los niños.
Adán se vuelve a poner el abrigo, coge el sombrero y mientras
sale por la puerta, Eva le grita:
—¿Ahora te preocupan los niños? ¡Pues podrías empezar
haciéndoles caso! —y continua murmurando—: antes le ponía nombre hasta a las
piedras que veía diferentes, pero cuando nacieron los niños tuve que ponerles
yo el nombre, mientras él estaba ahí, sentado a los pies de la cama, con la
mirada perdida. Ojalá hubiera salido él de mi pecho, sin duda las cosas
hubieran sido distintas.
—¡Qué no!
—¡Te digo que sí!
—¡Retíralo!
—¡Quita, me haces daño!
—¡Niños! ¿Se puede saber qué pasa?
—Abel dice que es su favorito.
—¿De quién?
Caín señala a las nubes sin llegar a estirar del todo el
dedo ni el brazo.
—Pero cómo va a ser ninguno su favorito, no digáis
tonterías. Él nunca sería tan cruel de preferir a uno antes que al otro.
—¡Que sí, que me lo ha dicho!
—¡Que no!
Y Eva entra en casa dejándoles pelear. Solo hay que esperar
a que crezcan, entonces se tratarán bien, como buenos hermanos.