sábado, 30 de agosto de 2014

Calla y corre, pero mientras tanto ríe.

Y se escaparon, y sin pensar en lo que pasaría después, corrieron por la playa, riendo, como no podía ser de otra forma. Al llegar al agua él quería besarla, y ella quería chincharle un poco más, por lo que él la agarró y se zambulleron juntos en el agua, al salir, ella le llamó loco y después le besó.
Cuando salieron tiritando y con las cenizas de lo que fueron grandes sonrisas, les esperaban cuatro coches negros, nunca se volverían a ver, lo sabían, pero también sabían que sus cuarenta y dos minutos de gloria habían constituido la mayor de las historias de amor, no a ojos del mundo, claro, solo a los suyos propios.
Él recibió dos puñetazos en la tripa y a ella le pusieron una manta sobre los hombros, nunca se volverían a ver, pero lo que no sabía nadie es que ella estaba embarazada ¿por un beso? sí, por un beso, pues al parecer hay besos que embarazan.

El valor de las cosas

A veces me asusta que le des demasiado valor a algo.
El jarrón que adornaba la esquina del salón no le hacía daño a nadie, simplemente se trataba con cuidado cuando se le limpiaba el polvo, pero ahora me vienes tú y me dices que ese jarrón es valiosísimo y que no se puede tratar de cualquier manera.
Me veo obligado a trasladar el jarrón al estudio, a mover todos los muebles, prohibir la entrada la gente y a colocar el jarrón en un pedestal blanco en mitad de la sala.
El jarrón me quita el sueño, o mejor dicho, la posibilidad de dormir, pues debo permanecer despierto, cuidándolo de que no le pase nada. El jarrón ya no me deja bailar, no puedo, está en medio de la sala y podría lastimarlo.
Un golpe del destino golpeó la base del pedestal blanco y el jarrón cayó a cámara lenta y se rompió. Y entonces, un jarrón que recogerías del suelo trozo a trozo con cara de molestia, ahora se convierte en un martirio, y acabas comprando otro jarrón de igual valor para poner en el pedestal blanco en mitad de la sala.

viernes, 29 de agosto de 2014

God-Bye

A todos debía gustarles mi obra, pues no dejaban de hablar alto, mirarse en círculos y sostener copas de champán, copas que se iban vaciando sin que nadie se las llevase a los labios, por cierto. Pero había algo que no llegaba a entender, si todos estaban allí, en mi exposición, ¿Por qué nadie miraba la estatua del centro de la sala a la que no dejaban de alabar?
Un hombre mostró todo su cuello al echar la cabeza hacia atrás para proferir una atronadora carcajada; una mujer que renegaba de envejecer jugueteaba con sus pendientes intentando dar a entender al joven y perdido chico que tenía delante que quería sexo; dos hombres hablaban de dinero, otros dos hablaban del dinero que les podría proporcionar mi estatua; un grupo de cuatro personas estaban allí porque tenían invitaciones y nada más interesante que hacer. Pero todos, todos, hablaban alto y reían, y nadie miraba la escultura, y nadie me miraba a mi.
Entonces pude ver como al rededor de la estatua había un círculo sin gente, y pasado este círculo se repartía la gente en pequeños grupos pero haciendo un gran círculo a su vez, y fuera de todo círculo estaba yo. Miré mi copa de champán y comprobé que al igual que las de los invitados se había ido vaciando sola.
Me acerqué al primer grupo, de seis personas, y, metiendo la cabeza entre dos hombres que no me dejaban paso, exclamé:
-¿Habéis visto mi estatua?
Saqué la cabeza y me dirigí a un hombre con mucho pelo canoso que se disponía a interceptar a un camarero, le agarré del brazo.
-¿Ha visto mi estatua? Está elaborada con oro y oro rojo.- El hombre me atravesó con la mirada, como perplejo, sin verme.
Corrí hacia una mujer de una cabellera increíblemente rubia y un vestido negro apretado.
-Representa a un dios de una lejana y antigua cultura.
Me di la vuelta y le hablé a un camarero.
-Me costó crearla, enserio, es el dios AlenasaH.
Y a otro hombre.
-Lo saqué de la leyenda de la estatua de oro rojo ¿Ve? ¡¿Ve?! Tiene las alas extendidas y la trompa ladeada ¡¿No lo ve?!
Y corrí al centro, dentro del círculo vacío, y grité. No grité diciendo nada, solo grité como quien cree que desgarrándose echa algo.
Lo malo fue al terminar de gritar, y no porque me doliese la garganta, ni por la reacción de la gente, bueno, sí, por la reacción de la gente, apenas me miraron un segundo y se volvieron a sus grupos a murmurar, ya no reían.
Atravesé su círculo a empujones, llorando, después alcancé una puerta de emergencia y salí a la noche, me senté en la acera.
Llorando con la cara en las manos y las manos en las rodillas estaba yo cuando se sentó a mi lado un hombre.
-¿Qué te ocurre muchacho?
-¡No lo sé! ¿Soy invisible? Es mi exposición, mi obra, mi triunfo, y parezco no existir.
-Muchacho, eres el autor, la gente está aquí por la obra, y solo a una décima parte le interesa realmente. Los autores no importan, se ignoran.
-Pero... pero sí que importan.
-¿Ah sí? ¿Quién es el autor de Amélie?
-¿Jean-Peut...?
-¿Y el de el guardián entre el centeno?
-Pues...
-¿Y el del cuadro el caminante sobre el mar de nubes?
-Ni idea.
Mientras se levantaba y se volvía a ajustar el sombrero, el hombre comentó.
-Si lo que buscas es fama, mucha suerte, si es reconocimiento, sigue trabajando.
-Espera, si a nadie le interesa el autor ¿por qué viniste aquí tras de mí?
-Pensaba que tal vez no era una estatua, sino parte de un espectáculo, espectáculo que continuaba con un hombre que gritaba y corría mientras lloraba, en fin, me equivoqué, que pena.

miércoles, 27 de agosto de 2014

Silencio va con ese.

Era tan soberbio que escribió una canción llamada silencio.
Despreciaba las nubes que no le dejaban quedarse ciego mirando al sol.
Tuvo por mascota una rata negra de ojos rojos.
En su testamento pedía que le enterrasen un día en el que lloviese para que no se notase que nadie lloraba.

lunes, 11 de agosto de 2014

el Niño

Le llamaban el Niño porque nadie le vio nunca crecer, ¿cómo podía ser mayor alguien que sacaba el tiempo para fijarse en cómo atraviesa la luz del sol las ramas de los árboles?
Pero a él gustaba que le llamasen así, todos pensaban que saldría de este mundo como entró, deslizándose por suaves toboganes que no admitían ruidos ni interrupciones. Todos pensaban que tendría una vida tranquila pero simple, y se equivocaban, el Niño tenía objetivos, tenía más que todo su alrededor junto, y tenía un objetivo inmensamente grande, tan grande que no lo podía llevar con él y que guardaba en la parte más alta de la estantería. El Niño a los quince años consiguió una novia, una chica de la misma edad, pelirroja y a la que al sonreír se le veía una ligera separación entre los incisivos. Aquella novia le dejó poco antes de llevar un mes porque no soportaba que se quedase mirando el cielo, con ese aspecto de eterno abandono que siempre tendría, haciéndola notar que no la quería. Lo que la chica pelirroja nunca supo es que así, con ella al lado y mirando al cielo demostraba que era feliz, pues cuando uno es feliz se puede abrir ¿y qué es más abierto que un puro cielo azul sin nubes?
Aquel fracaso pseudo-amoroso dejó al Niño sin ganas de ninguna relación hasta que cumplió los veinte años, durante ese tiempo se dedicó a los estudios, sin ser malo ni destacar, y a dibujar todo lo que veía con un estilo, un trazo y una técnica verdaderamente horribles. A los veinte llegó Ana María, una chica que sonreía más de lo que debía y que sentía predilección por las faldas. El Niño no perdía momento para besarla con pasión, llevarla a los sitios más bonitos y susurrarle cosas preciosas en los momentos precisos. En realidad el Niño hacía estas cosas para que Ana María no siguiese la senda pelirroja de la malinterpretación, pero ella aun así le malinterpretó y el Niño, sin haberlo buscado ni saber dónde se metía, descubrió los secretos del cuerpo de mujer y los que habitan bajo las sábanas, todos juntos. Una tarde en la que el tiempo se aburrió y decidió detenerse un par de horas a descansar, el Niño le mostró a Ana María, ambos aun desnudos y empapados en sudor, su cuaderno de dibujos del mundo conocido y por conocer, y ella le dijo lo primero y cierto que pensó, que eran dibujos horribles, entonces él le enseñó otro dibujo, uno que había escondido en una carpeta particular bajo la cama, en él aparecía una mujer con un bulto en la tripa, y dentro de la misma había dibujado un niño. Ana María se identificó con la nariz, las manos, la cruz de oro colgada al cuello como regalo de su difunta abuela y la uña del dedo índice ligeramente más larga, y entonces se encontró en un punto medio entre la diversión y el escándalo al verse embarazada. Cuando Ana María le preguntó bromeando al Niño si es que quería tener un hijo, él le contestó que ese dibujo no era de una mujer embarazada, sino de ellos dos haciendo el amor, ella se marchó a casa y al día siguiente le dejó.

Los años sustituyeron el jardín arbolado de los padres del Niño por el cemento y los árboles que habitan en las aceras por educación. A cambio obtuvo un cuarto entero para poder dibujar sus horrorosas imágenes y hasta las puso por las paredes con celo y chinchetas, creando un santuario de lo feo para el mundo y maravillosos para él. El Niño se había podido manejar con dos amistades al mismo tiempo, pero cuando salió al verdadero mundo real cayó abatido en un trabajo que consiguió por mano de su padre, y su impotencia, la falta de un sol que se escondiese entre las ramas de los árboles, que los niños de los parques le llamasen “señor” y no “¿cómo te llamas?” y que sus dibujos espantasen al mundo posible, le acabaron deprimiendo tanto que decidió entrar en el único mundo que le había prometido a su madre, de niño, que no entraría, el oscuro e intrigante mundo de las drogas. Empezó con tacto y cuidado, con cosas leves en efecto y duración que le relajasen, después buscó algo que le pudiese distraer y, finalmente, quiso algo definitivo que le hiciese olvidar y, buscándolo, encontró a Claudia Negro. Dicen que cuando buscas algo te pierdes, y que cuando no lo buscas te encuentras, así es como el Niño quiso pasar por encima de Claudia Negro y tropezó con ella. Nunca supo el Niño qué pasaba por la cabeza de aquella intrigante mujer, ni qué ocultaba su mirada cuando reía, pero cuando una vez ella entró en el cuarto de sus dibujos y dijo que eran preciosos, él se casó con ella.

domingo, 10 de agosto de 2014

Los ojos de Levita

Levita se levantaba cada mañana sin saber muy bien en qué pensar. Daba igual que se mirase al espejo, caminase por la calle o que saliese a la terraza con una manta y una taza caliente, las lágrimas siempre acudían. Cuando lloras suele ser por algo, Levita no sabía bien por qué lloraba, simplemente las lágrimas acudían sin que ella quisiese, sin que tan solo la limpiasen por dentro o la hiciesen sentir mejor. En la calle solían estar precedidas por un viento frío, y más de una vez Levita echó a correr, ignorando las posibles miradas de la gente, intentando que las lágrimas no saliesen de sus ojos, que se quedasen allí pese a rebosar. Pero las lágrimas aun así salían, y si Levita corría, las lágrimas quedaban suspendidas en el aire, a su paso, como perlas dueñas de la luz de los días grises.
Un día Levita se decidió a llorar, la única vez que quiso hacerlo por iniciativa propia, pensando que así sus ojos se vaciarían y que un tiempo debía pasar hasta que se llenasen de nuevo. Levita se sentó en su cama a oscuras, con las piernas cruzadas, y primero esperó, y tras ver que nada sucedía intento forzar los ojos, que parecían estar secos, y ante semejante impotencia empezó a llorar, pero esas lágrimas no le valían, pues no lloraba por lo que quería, entonces empezó a llorar aun más y más fuerte al llorar por lo que no era, y tal desesperación sintió Levita que se dirigió al baño armada con un cuchillo y, tras mirarse al espejo y ver sus ojos rojos y su cara mojada, se sentó en un rincón de la bañera, puso el cuchillo sobre su muñeca, cerró los ojos y apretó. Al sentir el frío del arma debajo de la piel pero ningún dolor ni el calor de la sangre, abrió los ojos. El cuchillo estaba manchado, pero no de sangre, sino de algo parecido a la grasa, y en su muñeca tan solo había un corte profundo de un intenso granate, como sangre coagulada, pero por ningún lugar marchaba la sangre, por ningún lugar se marchaba su vida.

Ya que Levita no podía morir por hacerse daño, dejó de comer, y a las dos semanas la tristeza la mató. En el velatorio los asistentes jurarían que fue el único cadáver al que vieron llorar.

domingo, 3 de agosto de 2014

shadows

Porque ya no recordaba la última vez que nevó, por eso creía que la gente que caminaba por la calle se perdía algo, se acercó a la ventana, le dio otra calada al cigarrillo y apuró el vaso de ron a su salud.
Al salir a la calle se esperaba lo bueno y lo malo de aquel verano, creía que empezaría a sudar y a sentirse más pequeño, pero también pensaba que el sol haría lo propio y desalojaría las calles, permitiéndole estar solo, y con esa sensación de que el tiempo corre más despacio. Pero se equivocaba, no anduvo ni tres calles cuando una agradable brisa salió a la calle, y con él salió la gente con sus vidas e historias iguales y a la vez diferentes. Ante sus incrédulos ojos, todo empezó a cobrar un ritmo peligroso, los coches ya no eran coches, eran destellos de vehículos que acababan de pasar a toda velocidad, las personas pronunciaban ruidos ininteligibles mientras sus bocas se abrían y cerraban a la vez, a toda velocidad, en un espectáculo grotesco. Pupilas dilatadas por doquier, la gente que andaba, corría, la gente que corría acababa volando por la velocidad alcanzada. Las nubes comenzaron a perseguirse unas a otras, cada vez a más velocidad. Cuando el sol empezó a parpadear siguiendo algún tipo de extraño ritmo, el hombre pensó en la nieve, en que ella sí detenía el tiempo, y no pudo evitar asustarse al pensar que quizá las cosas no iban más deprisa, sino que su nostalgia, además de atrasarle el presente, le atrasaba la realidad. Algo, posiblemente una persona, quizá un animal, pasó por su lado rozándole la chaqueta, provocando que ésta empezase a arder. Las llamas se movían como el sol, bajo un extraño ritmo, pero no por ello le devoraban con mayor velocidad, tan solo se movían a un lado y a otro, como si se tratasen de jóvenes en alguna discoteca. Tampoco gritó ni sintió dolor, no gritaba porque no podía dejar de mirar fascinado el espectáculo que sucedía en su brazo, y no sentía nada porque pese a estar en un lugar dónde la lógica se había vuelto loca, él realmente estaba en un mar de hielo, un universo sin detallar.

El aire agradable fue cesando lentamente, y mientras lo hacía fue desapareciendo la gente, como si se tratase de fantasmas. Al final, cuando alguna extraña canción dejó de sonar, había una mancha donde había habido un hombre que se quedó quieto como una estatua, no se sabe si volvió a casa a soñar despierto mientras miraba por la ventana, o por el contrario fue a reunirse con el sol burlesco que le proporcionaba el frío que la nieve no le daba.