viernes, 29 de agosto de 2014

God-Bye

A todos debía gustarles mi obra, pues no dejaban de hablar alto, mirarse en círculos y sostener copas de champán, copas que se iban vaciando sin que nadie se las llevase a los labios, por cierto. Pero había algo que no llegaba a entender, si todos estaban allí, en mi exposición, ¿Por qué nadie miraba la estatua del centro de la sala a la que no dejaban de alabar?
Un hombre mostró todo su cuello al echar la cabeza hacia atrás para proferir una atronadora carcajada; una mujer que renegaba de envejecer jugueteaba con sus pendientes intentando dar a entender al joven y perdido chico que tenía delante que quería sexo; dos hombres hablaban de dinero, otros dos hablaban del dinero que les podría proporcionar mi estatua; un grupo de cuatro personas estaban allí porque tenían invitaciones y nada más interesante que hacer. Pero todos, todos, hablaban alto y reían, y nadie miraba la escultura, y nadie me miraba a mi.
Entonces pude ver como al rededor de la estatua había un círculo sin gente, y pasado este círculo se repartía la gente en pequeños grupos pero haciendo un gran círculo a su vez, y fuera de todo círculo estaba yo. Miré mi copa de champán y comprobé que al igual que las de los invitados se había ido vaciando sola.
Me acerqué al primer grupo, de seis personas, y, metiendo la cabeza entre dos hombres que no me dejaban paso, exclamé:
-¿Habéis visto mi estatua?
Saqué la cabeza y me dirigí a un hombre con mucho pelo canoso que se disponía a interceptar a un camarero, le agarré del brazo.
-¿Ha visto mi estatua? Está elaborada con oro y oro rojo.- El hombre me atravesó con la mirada, como perplejo, sin verme.
Corrí hacia una mujer de una cabellera increíblemente rubia y un vestido negro apretado.
-Representa a un dios de una lejana y antigua cultura.
Me di la vuelta y le hablé a un camarero.
-Me costó crearla, enserio, es el dios AlenasaH.
Y a otro hombre.
-Lo saqué de la leyenda de la estatua de oro rojo ¿Ve? ¡¿Ve?! Tiene las alas extendidas y la trompa ladeada ¡¿No lo ve?!
Y corrí al centro, dentro del círculo vacío, y grité. No grité diciendo nada, solo grité como quien cree que desgarrándose echa algo.
Lo malo fue al terminar de gritar, y no porque me doliese la garganta, ni por la reacción de la gente, bueno, sí, por la reacción de la gente, apenas me miraron un segundo y se volvieron a sus grupos a murmurar, ya no reían.
Atravesé su círculo a empujones, llorando, después alcancé una puerta de emergencia y salí a la noche, me senté en la acera.
Llorando con la cara en las manos y las manos en las rodillas estaba yo cuando se sentó a mi lado un hombre.
-¿Qué te ocurre muchacho?
-¡No lo sé! ¿Soy invisible? Es mi exposición, mi obra, mi triunfo, y parezco no existir.
-Muchacho, eres el autor, la gente está aquí por la obra, y solo a una décima parte le interesa realmente. Los autores no importan, se ignoran.
-Pero... pero sí que importan.
-¿Ah sí? ¿Quién es el autor de Amélie?
-¿Jean-Peut...?
-¿Y el de el guardián entre el centeno?
-Pues...
-¿Y el del cuadro el caminante sobre el mar de nubes?
-Ni idea.
Mientras se levantaba y se volvía a ajustar el sombrero, el hombre comentó.
-Si lo que buscas es fama, mucha suerte, si es reconocimiento, sigue trabajando.
-Espera, si a nadie le interesa el autor ¿por qué viniste aquí tras de mí?
-Pensaba que tal vez no era una estatua, sino parte de un espectáculo, espectáculo que continuaba con un hombre que gritaba y corría mientras lloraba, en fin, me equivoqué, que pena.

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