jueves, 31 de diciembre de 2015

En el barro

A la señorita se le ha ensuciado la falda con tanto barro. El chico que la ve desde el otro lado de la calle la ve resbalar en el barro y caer sobre el charco, y mancharse más, y no lograr levantarse por caerse una y otra vez. Entonces el muchacho, mucho más joven, deja lo que tiene entre manos, esquiva los improperios del hombre que estaba sentado frente a él y corre hacia la acera. Frente al asfalto de pronto se detiene. Se da cuenta de que aún muchos le dicen niño, se da cuenta de que está sucio, sobre todo las manos, y de que en realidad es un limpiabotas. Aquella mujer, la de enfrente, la que metiéndose más en la mierda llora de desesperación, da igual lo que se ensucie, siempre será mejor que él, aunque esté más sucia estará más limpia, olerá mejor, tal vez brillará. Él sin embargo como mucho puede crecer, dejar de ser un niño, pero en su caso los años solo lograrán que a la gente deje de darle pena su cara y le den menos monedas, le dan más insultos y le den más palos. Se acercan dos personas a ayudar a la mujer del barro, un hombre y una mujer, cada uno la coge de un brazo y tiran logrando levantarla bastante, pero entonces sus pies vuelven a resbalar y cae arrastrándolos a ellos. La mujer llora de rabia e impotencia y sus ayudantes contemplan el destrozo en sus ropas con caras y expresiones de asco. Entonces se oye un trueno y caen las primeras gotas. El niño, el chico más bien, recoge sus cosas. La segunda mujer grita encarándose a un dios por su mala suerte, entonces el niño entra en el portal y el cielo se derrumba en forma de muchísima lluvia. Las tres personas se empapan, se caen y se rebozan en el nuevo barro, y el niño, desde el portal, con la nariz que moquea, piensa que lo tienen merecido.

Pozo robado

En realidad yo no debería estar aquí, me he perdido. Huía antes, hace rato ya, de una bestia gris que llevaba asomando su enorme lengua por un lado de su boca abierta, dejando por el suelo enormes charcos de babas. No huía de sus dientes, su fuerza o su aparato digestivo, tan solo de sus babas grises. Al final me he equivocado y he girado a la izquierda cuando debí haber seguido por la derecha. Es un poco raro esto de que perseguidor y perseguido pacten el camino a seguir, pero es que si no nos íbamos a perder, cosa que de hecho me ha pasado. En realidad podría salir de aquí, le oigo, o lo oigo, llorar en alguna parte, pero es que no me parece de sentido común ir a donde me espera mi perseguidor, ni aunque ese sitio sea la meta y al llegar gane. ¿Las bestias entienden de metas? Ya lo he dicho y mi cuerpo querría decirlo muchas otras veces: yo no debería estar aquí. Pero no solo eso, sino que ese sentimiento muta y me hace saltar a otras palabras, otras frases más complejas como: yo no debería escribir esto, yo no debería escribir nada.
—¿No deberías o no sabrías?
Buena pregunta. No debería porque se me han señalado mis defectos y estos me parecen una costumbre mal aprendida e irrevocable y no sabría porque antes tenía cosas que contar, flechazos de inspiración o lejanas ideas que acababa desenvolviendo y terminaban en algo.
—¿Por qué crees que pasa esto?
No lo sé, porque no tiene que ver con este laberinto ni con la bestia que me seguía, es algo anterior. No sé si se ha producido otro de esos cambios que no se ven ni se sienten pero que arrecian con la fuerza de un volcán, y de ser así, como casi siempre, me ha pillado desprevenido y ahora me tocaría intentar amoldarme a los vaivenes del barco hasta que el suelo de madera se asemeje al suelo de las calles. Pero tal vez no sea eso, tal vez antes había algo de lo que cogía la inspiración, o me la aportaba a veces o algo así, una especie de pozo, y ahora el pozo se secó o alguien se lo llevó de aquí. ¿Cómo puede alguien transportar un pozo? Me acuerdo de la segunda parte de la autobiografía de un escritor que escribía para niños. La primera parte se la hacían leer muchos padres a sus hijos pero no fue mi caso y creo que menos mal, porque no recuerdo que le gustase a ninguno de aquellos niños. Sin embargo, en un cumpleaños, mi primo me regaló un libro que, según me dijo, había sido de sus preferidos, su preferido o por lo menos un libro muy querido para él;  era la segunda parte de aquella autobiografía. Era pura aventura, una vida de esas que cuando la conoce un tercero le dice a quien la vive que debería escribirla. En aquel libro el escritor se acababa haciendo piloto de un caza de combate y por tanto me apasionaba y me hacía brillar los ojos. Pero la escena en la que ahora estoy pensando ocurría antes, cuando estaba en una gran casa en África y aún no había empezado la guerra. En ella hablaba de una serpiente que se movía muy veloz, tanto que daba igual que echases a correr, ella te daba alcance. Esta serpiente, consta decir, era extremadamente venenosa y su veneno no contaba de antídoto. El escritor, advertido nada más llegar, vio de pronto una de estas serpientes en su jardín, y vio que avanzaba hacia un jardinero local, le advirtió, éste se giró y alzó su pala o pico y cuando la serpiente, veloz, llegó hasta él, con un solo movimiento el jardinero la partió por la mitad. Bien, pues he contado todo esto para decir que el jardín en el que me imaginaba esta escena y el jardín del que han robado el pozo me los imagino iguales.
—…
Últimamente he tenido varios sueños claramente premonitorios que no se han cumplido. Aunque existe un problema siempre con este tipo de sueños y es que uno no sabe si hacer caso al tenor literal del sueño o a una interpretación del mismo. Si hacemos caso a lo de la interpretación no se cumple ninguna premonición y si hacemos caso al tenor literal aún podría cumplirse uno (en el sueño se daba una fecha concreta: la otra persona me contestaba negativamente diciendo “el veintisiete” y yo, aunque ya lo sabía, preguntaba “¿qué veintisiete?” y la otra persona decía “de dentro de dos meses” o “de febrero”, es decir, el día de mi cumpleaños) pero bueno, si a ese sueño le da por cumplirse estoy jodido. Hoy he tenido un sueño magnífico, tenía una trama compleja y hasta con sentido. Recuerdo muchas cosas pero de forma muy vaga: la puerta y las peleas que generaba, la aristocracia de aquel mundo ficticio, los constantes movimientos de aquellos grupos por distintas fiestas y sus consiguientes mesas desordenadas, las dos mujeres (una original y la otra después) que estaban tuertas y tenían un parche en el ojo, el ascensor, el cómo era perseguido, el cómo perseguía, el objetivo a seguir, el objetivo a impedir… ¡Un sueño magnífico!
Pero esto se está haciendo largo, yo tan solo vine a decir:
Yo no debería estar aquí.

viernes, 25 de diciembre de 2015

El jarrón de mamá

Un espectador imparcial, si apareciese de pronto dentro de la casa, podría caminar por el pasillo desde la puerta principal pensando que a aquel lugar le sienta bien el silencio. A su izquierda vería la cocina, tan grande que hace las veces de comedor para toda una familia, y en frente el salón, muy grande también pero lleno de muebles mal distribuidos que le hacen perder espacio. Al llegar al salón podría entrar o girar a la derecha, si entrase encontraría al final un balcón, y si girase se adentraría por un pasillo, con puertas cerradas a sendos lados, que desemboca en un último cuarto, más grande, mejor iluminado y con la puerta abierta. Allí, sus ojos no verían de primeras nada más que el jarrón en lo alto, puesto encima de un armario de ropa. Un jarrón blanco con flores azules que tiene algo, que siempre lo ha tenido y que lo ha llegado a consagrar como el símbolo familiar.
Sin embargo el espectador imparcial desaparecería ahora que se abre la puerta de la entrada…

La puerta se abrió con el sonido de bisagras que lejos de ser molesto les recordaba a todos dónde estaban. Entraron Sara y Guillermo, llamado por todos Guille, y aunque Sara siguió sin detenerse hasta la cocina donde dejó sobre la mesa las bolsas que cargaba, Guille se fijó en las bisagras, pero no por el chirrido, sino porque eran doradas y de pequeño siempre había creído que eran de oro. Detrás de los dos entró su madre, Helena, que también iba cargada y que apremió a Guille a dejar las bolsas que cargaba él en la cocina, como su hermana.
Helena no había llegado a cerrar la puerta del todo y en el margen de medio minuto apareció Almudena, hermana de Helena, la mayor de los hermanos, que no cargaba ninguna bolsa.
—¡Ay! Se respira diferente el aire de esta casa ahora que mamá ya no está.
Helena, al escucharla desde la cocina, puso los ojos en blanco.
Guillermo primero, y tras él su hermana, se acercaron a su madre.
—Mamá, ¿quiénes vienen al final? ¿Vienen los primos?
—Vamos a ser los que estamos aquí, más el tío Augusto, la tía Laura, los primos Nadia y Nico y creo que Rafael también vendrá.
—Entonces —pensó Sara— faltan el marido de Laura, la tía Estrella y papá.
—Sí.
—¿Y si no viene la tía Estrella por qué viene su marido?
—Pues por eso mismo, en cualquier trámite Rafael actuará por ella.
—¿Y vendrá el primo?
—¿Pablo?
—Sí.
—No lo sé, no creo.
Mientras los tres hablaban se oía a Almudena pasearse por las habitaciones que iba abriendo y pronunciando pequeñas exclamaciones por las cosas más nimias pero sin poder contar lo que quería sobre la cosa en cuestión por no tener a nadie cerca. Un “oh” sonó más alto y los tres fueron desde la cocina a ver qué pasaba. Almudena se encontraba en la habitación del fondo, estaba de espaldas al pasillo pero se veía que tenía las manos en algún lugar del rostro, probablemente tapándose la boca. Cuando llegaron a su lado vieron que estaba contemplando el jarrón de lo alto del armario.
—Ay, el jarrón de mamá, qué bonito, pero qué bonito… —Sus ojos brillaban como si fuese a llorar. Se giró hacia Guille— Anda, majo, bájamelo tú que eres alto.
Mientras Guillermo se ponía de puntillas, Helena se alarmó por primera vez.
—Ten cuidado, hijo, que es el jarrón de mamá.
Y en mismo momento en que sus pies volvieron a tocar plenamente el suelo, sujetando el jarrón como quien sujeta al bebé más hermoso, sonaron las bisagras de la puerta.
—¡Hola, hola! ¿Hay alguien por aquí?
—¡Tío Augusto! —Y Sara salió corriendo a recibirle, perdiéndose de vista al girar al final del pasillo.
Al poco se asomaron el tío Augusto y la tía Laura, después iban Nadia y Nico. Augusto era enorme y le empezaba a faltar demasiado pelo, se le ensombreció el rostro al ver el jarrón de mamá en brazos de Almudena, que se lo había arrebatado a Guille con un “¿me dejas?”. Laura, al lado del tío, parecía una enana, en parte por la comparación y en parte porque era la más baja de los hermanos. Nadia tenía las piernas demasiado delgadas, el pelo muy rubio sujeto en una coleta alta y una cara preciosa; Nico por su parte tenía el pelo muy negro y muy corto, aunque algo de flequillo pegajoso le empezaba a ocupar la frente. Había heredado la estatura y la delgadez de su madre, por lo que el abrigo de plumas que llevaba puesto le daba un aspecto extraño. Sus manos y su vista estaban ocupadas con una pequeña consola, siendo por tanto sus pasos los de un autómata.
Se saludaron todos con dos besos, incluso Augusto y Guillermo, los dos hombres más mayores entre los presentes, porque era una tradición que mamá les había inculcado a todos y que solo encontraba su excepción con quienes no eran familiares de sangre, a quienes los hombres podían dar la mano, pero no las mujeres, que debían seguir dando dos besos. Cuando Augusto saludó a Almudena aprovechó de paso para arrebatarle el jarrón y dejarlo apoyado en una de las mesillas de noche de la cama de matrimonio que había sido de los abuelos y entorno a la cual se encontraban ahora todos. Alguien propuso trasladarse al salón y solo se rezagaron Nadia y su madre, que aminoraron la marcha para mirar dentro de los cuartos cuyas puertas había ido abriendo Almudena. Laura vio polvo flotando en el aire, así que volvió atrás y una por una fue abriendo todas las ventanas para ventilar.

—… Entonces eso, yo propondría que cada uno coja las cosas que más le gusten y el resto y las que estén en disputa se sorteen. —Estaba comentando Augusto cuando sonó el timbre.
—¿Quién será? —Preguntó Laura.
—Rafael, supongo. —Respondió Helena.
—¿Estrella no tiene llaves?
—Estrella no viene.
—¿Y manda a Rafael?
Helena volvió del telefonillo automático y de haber dejado entornada la puerta del rellano.
—Parece que viene con Pablo.
Almudena puso una extraña cara pero antes de que hablase Helena la calló con la mirada.

Rafael terminó de subir las escaleras y no tuvo que fijarse en cuál de las dos puertas era la casa porque una estaba abierta. Pablo no se despegaba de su lado, agarrándose a ratos con una mano del pantalón de su padre. Rafael abrió la puerta empujando despacio, pero aun así le anunció el sonido de unas bisagras mal engrasadas. Se adentró hasta el salón, donde podía ver a la familia de su mujer sentada, y como nadie se levantó para recibirle, hizo un gesto con la mano y dijo palabras para saludarlos a todos.
—También quería daros mi más sentido pésame.
—Ah, es verdad, que no estuviste en el velatorio. —Contestó Almudena mirándose las uñas.
—Bien, bueno —Rafael se quitó las gafas y habló mientras las limpiaba con un pañuelo— ¿de qué hablabais?
—Del reparto de las cosas. Estábamos pensando en mirar cada uno en el que fue su cuarto. Estrella se lo llevó casi todo hace ya, pero algo queda. Luego la ropa de mamá y papá que no sea muy cara pensábamos darla en caridad. —Contestó Laura de manera rápida y suave.
—¿Y qué pasará con la casa en sí?
—¿Cómo que qué pasará? —Se exaltó Almudena.
—¿No pensáis venderla? ¿Qué haréis con ella? Alquilarla, entre cinco hermanos, no os daría para nada.
—¿Eso quiere Estrella? —Augusto permanecía serio.
—Sí, Estrella me ha encargado que os diga que vender la casa es la mejor opción.
—¿Y dónde está ella, por cierto? —Almudena levantó la vista de sus uñas para mirar a Rafael por primera vez desde que había llegado.
—Bueno —intervino Helena— ¿hay algo así en concreto que te haya dicho Estrella que quiera?
—Sí —Las gafas ya estaban suficientemente limpias— al parecer hay un jarrón de la familia que le gusta mucho, está dispuesta a renunciar al resto de las cosas si…
—¡Nos ha jodido!
—¡Pero qué morro tiene la tía!
Helena y Almudena miraban con odio a Rafael, Augusto ahora parecía enfadado y Laura tenía la boca ligeramente abierta. Los primos se divertían con los acontecimientos en su calidad de espectadores a excepción de Nico, que seguía jugando con su consola, y de Pablo, que se ocultó tras las piernas de su padre. La situación permaneció tensa unos instantes hasta que Augusto cerró los ojos, los abrió, golpeó con las manos los apoyabrazos del sillón en el que estaba sentado y se levantó diciendo:
—Bueno, tengo mucha hambre. Creo que es hora de comer.
Esas palabras parecieron ser una extraña clave, pues en seguida todos se pusieron en movimiento, todos menos Rafael y Pablo, que se sintieron perdidos en aquella repentina vorágine de movimiento, y Nico, que seguía jugando y fue reprendido por su madre, Laura, de una forma endeble diciéndole que ya no podría jugar hasta después de comer y que ayudase a sus primos a poner la mesa.
Almudena, Augusto, Helena y Laura empezaron a cocinar a gran velocidad. Los platos debían estar ricos pero debían ser de fácil y rápida preparación. Los primos ponían la mesa haciendo bromas acerca de cómo colocar bien los cubiertos dentro del protocolo que siempre había exigido la abuela. Pablo se acercó para ayudarles pero se deshicieron de él.
Una vez estuvieron todos sentados, un escalofrío recorrió sus espaldas como una ola. En aquella casa aquel era el momento de rezar antes de comer, pero ahora que no estaba mamá ya no era necesario, así que Helena y Laura sonrieron y todos empezaron a comer. Rafael y Pablo no se atrevieron a empezar hasta que lo hubo hecho el resto, y Almudena, que ya tenía los codos sobre la mesa y las manos cogidas, rezó en silencio por la costumbre.

—…Pues sí, os digo que estas funcionan, ¡cuatro kilos por semana! —Iba contando Almudena.
—¿Y cómo dices que se llaman? —Laura parecía, y de hecho lo era, la única interesada en lo que contaba su hermana, y es que al ser bajita siempre había tenido pavor a engordar lo más mínimo.
—Varilum o Variclum, creo. No sé, son así pequeñitas, azules.
Se habían abierto varias botellas de vino y todos los hermanos, en honor a su madre y a la vida, bebían como quien tiene sed y bebe agua. Rafael bebía a sorbos. A Sara, Nadia y Guillermo les habían servido una copa por ser una ocasión especial y por considerárseles ya mayores. Ellas lo habían probado y les había sabido muy ácido, por lo que sus copas desaparecieron en manos de Augusto y Almudena. Guille sin embargo bebía el vino sin pestañear pese a que no le gustase, por el puro placer de saborear la adultez.
—Bueno, niños, ¿qué tal las notas? —Preguntó Almudena sin mirar a nadie mientras se limpiaba los labios con la servilleta y terminaba de tragar—. ¿Qué tal? —Dijo mirando a Nadia.
—Bueno, bien, aunque he suspendido dos asignaturas.
—¡Válgame Dios! Yo a tu edad sacaba todo matrículas, ¡todo matrículas! —Y mirando a Laura— a ver si prestamos un poco más de atención, ¿eh? ¡Dos suspensos! ¿Es que no te importan tus hijos? —Las mejillas de Laura se encendían y sus labios se apretaban— y luego está el otro, todo el día enganchado a la maquinita, ¡los niños de hoy en día!
—¡Bueno, basta ya! —Se levantó Helena lanzando la servilleta contra el plato y causando mucha más conmoción de la que pudiese haber querido. Entonces, con todos mirándola, se volvió a sentar despacio.— Todo el día dando consejos cuando ni tienes hijos… —la fuerza de sus palabras se iba perdiendo— es que ya basta… ¡joder!
Al cabo de un rato en el que solo se oyeron los cubiertos chocar contra los platos, Augusto preguntó a Nico sobre sus juegos, y después preguntó a Pablo sobre cosas varias. A la hora de recoger la mesa y lavar los platos volvió el silencio.
Después todo pareció olvidado cuando los adultos fueron al salón a beber café o whisky, pese a que la calma casi volviese a romperse cuando Almudena, quejándose del frío que hacía, descubrió que Laura se había dejado todas las ventanas abiertas.
Los primos salieron a la terraza, pero Pablo volvió a entrar pronto, en parte por el frío, en parte porque se aburría y en parte porque le ignoraban, así que dedicó toda la tarde a explorar las habitaciones y a jugar con todo lo que la imaginación pudiese transformar en juguetes.
Nadia, a los quince años, había fumado un cigarrillo a escondidas y fue tal el miedo que tuvo a que la descubriesen que el olor a tabaco se le adhirió al cuerpo y ya nunca se le quitó de encima, pese a que jamás volviese a fumar.
A Nico no le había devuelto su madre aún su consola, así que miraba con las manos en los bolsillos a su hermana y su prima hablar sin estar realmente allí. Guille por su parte las escuchaba entretenido, queriendo participar pero sin lograr hacerlo. Sara era la mayor de los cuatro y Nadia la segunda, y ahora la conversación trataba acerca del jarrón de mamá, que tantos problemas había causado y que tantos problemas causaría probablemente. El tema, curiosamente, también se estaba tratando dentro, aunque de una forma más calmada de lo habitual. Sara y Nadia se habían puesto de acuerdo en que aquel jarrón, para los adultos, era algo más, algo más valioso, simbólico, pero que en definitiva todas aquellas capas con las que lo cubrían no existían. En algún momento el frío les derrotó y decidieron pasar adentro, atravesaron el salón sin que se les dijese nada, el pasillo que seguía frío y entraron en un cuarto de paredes azules que por la decoración se veía que había sido el de una niña y luego el de una mujer, y por lo tanto no el de Augusto. Pablo había estado allí hacía apenas unos instantes, y en realidad aún lo estaba, pero al haberles oído acercarse se había metido debajo de la cama, cuya colcha llegaba hasta el suelo cubriéndole, y ahora hacía un esfuerzo por no reírse viendo la genialidad de su acto. Cuando Sara, Nadia y Guille miraron a su alrededor no se dieron cuenta de que Nico ya no estaba con ellos y que ahora se encontraba tirado en el sofá, al lado de su madre que le acariciaba el pelo distraída. Pero Nadia se dio cuenta de otra cosa, al mirar las paredes sonrío y comentó que en aquel cuarto había perdido la virginidad. A Guillermo se le encendieron las mejillas y Sara se sobresaltó divertida y le exigió más información:
—¿En casa de la abuela? ¿Enserio?
—Sí, fue una Semana Santa. Mis padres querían irse de vacaciones románticas, ya sabéis, los dos solos y tal, pero a mi madre le daba palo dejarnos a los dos solos en casa tanto tiempo, así que a Nico se lo encasquetó a los padres de un amigo suyo. El problema fue conmigo, porque yo quería ir con ellos, me encanta el mar y eso, así que les dije que no podía ir con ninguna de mis amigas y cuando mi madre estaba a punto de ceder, va mi padre y suelta “¿por qué no se queda con tus padres?”, porque el abuelo aún vivía, y nada, al final me quedé aquí. Pero claro, esto no me gustaba, esta casa parece un anticuario y da igual lo que hagas, siempre tienes frío, así que me traje un día a un chico con el que estaba y se lo presenté a los abuelos diciéndoles que era un chico de otro país y que le ayudaba con los estudios y tal, y bueno, después de comer nos encerramos aquí y ya os podéis imaginar. Lo gracioso es que me dolió una barbaridad y no me corté a la hora de gritar, pero como los abuelos estaban medio sordos, cuando salimos nos sonrieron y la abuela preguntó “¿qué tal los deberes?”.
Guille estaba con los labios separados y las orejas ardiendo y a punto estaba de pedir más detalles cuando oyeron mucho ruido fuera y salieron de la habitación.
Almudena y Augusto forcejeaban por el jarrón azul y blanco de mamá. Ella gritó:
—¡Suéltalo, que lo vas a romper, animal! —Y Augusto lo soltó—. Este jarrón me lo dejó mamá en herencia, así que no sé por qué tanta pelea con el asunto, es mío y sanseacabó.
—¡Pero te lo dejó por amargada! —Laura se llevó las manos a la boca nada más terminar la frase.
—No nos vengas ahora con eso de que te lo dejó en herencia porque decidimos hacer como cuando murió papá, todo para todos —apuntó Helena.
—¡Yo en ningún momento estuve de acuerdo con eso!
—Almudena, ¿no ves lo egoísta que es lo que estás diciendo? —Augusto separó las palmas de las manos en un gesto armonioso—. Por favor, deja el jarrón ahí y sentémonos todos.
Almudena los miró a todos, con los labios apretados, y finalmente lo apoyó en la mesa del salón. Entonces Sara pasó entre los adultos muy deprisa, cogió el jarrón y llegó hasta la puerta de cristal que daba a la terraza, con todos corriendo tras ella. Allí se paró y se giró.
—¿No veis la guerra que tenéis montada por esto?

Y entonces malinterpretó los rostros de la gente, éstos se calmaban al comprobar que ella no iba a hacer nada extraño y no se calmaban por haberse dado cuenta de que aquello era una tontería y aquel jarrón solo les hacía mal, como creía ella. Así que, sonriendo, alzó el jarrón y lo lanzó contra el suelo, rompiéndose en pequeños pedazos blancos y azules.

domingo, 20 de diciembre de 2015

El herrero

Hay un lugar adentrándose en el bosque en el que siempre es de noche. Una noche fresca y tranquila, con algunas estrellas pero no demasiadas. Allí, en algún lugar, hay un resplandor rojizo que pertenece a una fragua. El hombre que la mantiene tiene la constitución propia de herrero, su profesión. Ese hombre, que tiene barba y el pelo largo echado atrás, en algún momento fue joven, y no hace tanto tiempo como para que lo haya olvidado. Todavía hoy recuerda sus propias historias sonriendo de esa forma triste que genera el pensar en un pasado que ya se cerró. Cuando el herrero empieza un proyecto no descansa hasta que lo termina, después duerme sin ataduras y finalmente le despierta la fragua, quejándose con lágrimas rojas de estar desatendida. Este hombre, por supuesto, manipula todo tipo de metales, incluso los preciosos, pero no se queda ahí su obra, sino que llega, por ejemplo, a manipular también la piedra, pudiendo darle formas, hacerla suave e incluso ligera como una pluma. Pero van más allá sus habilidades, pues se puede pensar que todo lo que se pueda tocar podrá ser moldeado de alguna forma, pero este hombre, bajo las estrellas de su eterna noche, es capaz de darle forma a aquello que no se puede tocar, aquello que existe y a la vez no, los sentimientos. Puede hacer pulseras de alegría o colgantes de esperanza, pero también, y para esto necesita todo el calor de la fragua, puede dar forma a los sentimientos rojos. Si se descubre los brazos, tiembla de nervios y se prepara para lo que va a hacer, puede crear el molde de un corazón, llenarlo con un líquido dorado, calentarlo, hacerlo arder, explotar de calor, derretirlo, golpearlo, destrozarlo, enfriarlo, abrasarlo y acabar con él, de tal forma que al abrir el molde se vea un disco de una sola pieza que parecen dos. Un anillo de un rojo que palpita de forma apenas imperceptible, de un rojo que se va transformando. No se sabe muy bien cómo acaban sus productos en manos de los hombres, pues él nunca ve a nadie, pero oí que una vez una muchacha joven y hecha de girones de distintas luces, se encontró en un claro uno de estos anillos. Le pareció precioso y sin duda se lo quedó, ocultándolo muy cerca del pecho. Sentir aquel disco palpitar más fuerte incluso que su propio corazón le hacía sentir las mejillas arder, y no fue extraño que así acabase teniendo lo que ella creyó un gran amor durante lo que dura una luna. Pero aquello no era amor, una niña no acostumbrada a tratar con los sentimientos que pasan por encima de las piedras, además impulsada a la locura por el disco del herrero, se podía equivocar con facilidad. Cuando fue consciente dio un último beso a aquel amante y le apartó poniéndole la mano en el pecho, pero aquí ocurrió algo que nadie podía esperar. Cuando la mano de ella le tocó, el disco, oculto bajo las ropas, empezó a brillar, y el brazo de ella también, junto con su mano y todos sus dedos, y entonces hubo una luz cegadora y una breve llamarada en el pecho de él, allí donde ella había tocado. Sin embargo aquello no le dolió, solo pudo verla alejarse, sin entender nada aún, pero cuando ella hubo desaparecido él notó la mano, el fuego, el dolor, y de rodillas sobre la nada gritó de dolor, de un dolor como el que jamás había experimentado. Durante años ella aprendió a utilizar el disco, dejándolo muchas veces en casa, bajo llave, fuera del alcance de cualquiera, incluso de sus propias manos. Pero lo importante aquellos años fue aquel tonto chico de luna, aquel que solo quería besos y piel y que había llegado a toparse con algo que ahora no podía olvidar. Sin embargo no sabía qué le pasaba, no sabía la verdadera razón de su pesar y de ese quemazón en el pecho, así que intentó aplacarlo con otras muchachas, muchas, pero por más que comía de sus besos y sus palabras no lograba llenarse, así que se marchaba dejándolas a ellas entontes prendidas de él, brillando con una tenue luz roja descendiente de aquel disco. Tiempo tardaron en volver a cruzarse, y cuando lo hicieron, el disco, oculto en alguna parte, empezó a brillar y desató llamaradas que abrasaron cuanto había a su alrededor y a sí mismo. Él le dijo lo único que se le ocurría, que la quería, pero ella le sonrió y le explicó que todo se había debido al disco, que ella nunca había sentido nada nítido por él. Pero tras bajar la cabeza, y aún con el pecho sangrante, él le dijo que si no quedaba nada de lo que había sido, que él se encargaría de hacer algo nuevo, que si no había magia él se esforzaría por gustarle, con más fuerza incluso, con esas fuerzas extrañas que desde tiempos distintos han acompañado a los hombres. Ella al principio rió su osadía y después se enfadó, le dijo que se marchase y él se marchó, para acabar volviendo. Durante mucho tiempo él fue y ella, en defensa, le hirió. Pero cuentan que al final, tras una cortina, él se acercó y ella no supo decirle que se marchara, pero esto ya no lo sé, no conozco el final de esta historia.

martes, 15 de diciembre de 2015

Cómo lograr que te echen del trabajo

Cómo lograr que te echen del trabajo. La respuesta parece obvia, lanzando un ordenador por la ventana atravesando ya de paso el cristal. Pero no es a eso lo que se refiere este manual, queremos dinerito fino en el bolsillo una vez pongamos los pies en la calle, cerremos los ojos y respiramos ese aire contaminado de ciudad. Queremos un despido que no sea justificado.
Mira a tu alrededor: tantas personas, ordenadores y tan pocos colores. Cada equipo de mesas forma una manzana y cada pasillo por el que caminan deprisa las secretaria, una calle. Aquello es una ciudad en miniatura en la que los niños también están presentes en forma de fotos que le recuerdan a cada empleado que en algún lugar tiene una familia por la que supuestamente están trabajando.
Lo primero que tienes que hacer es buscar la forma de saludar a tu jefe o echarle un café por encima con un sonoro “lo siento, lo siento” y un absurdo intento de secarle a manotazos similares a los que da un perro al nadar. Y ya está, ahora se queda con tu cara, no le importas una mierda pero ya sabe que trabajas para él. Luego dirígete a tu puesto y trabaja varias horas extras por las que no pedirás nada a cambio.
Lo segundo es coger el coche, y si no tienes uno, te haces con él. Puede ser prestado, lo vas a utilizar poco, pero mejor cuanto más aspecto varonil te aporte. Conducirás hasta la universidad, probablemente hasta la facultad de Filosofía y Letras, y allí aparcarás lo más cerca de la entrada, aunque te pongan multa, saldrás del vehículo y te apoyarás en el capó. Las gafas de sol son opcionales, pero los brazos cruzados sobre el pecho son algo fundamental. Cuando veas a la chica, que irá hablando con amigas, tienes que decirle con una voz autoritaria y ausente de emoción “sube, nos vamos”. Las estadísticas dicen que lo más probable es que sí, que suba. Entonces conducirás un poco en silencio y cuando ella empiece a pensar que tal vez haya sido mala idea subir empezarás a hablar de forma desinteresada. Hablarás, le preguntarás cosas y la dejarás hablar. Tras dos horas de circular por las congestionadas calles de la capital la dejarás frente a la puerta de su casa, la casa de tu jefe. Mientras ella sale puedes decir “Espera” y cuando se de la vuelta “si quieres puedes darme un beso”.
Este episodio debe repetirse varias veces sin que jamás muestres demasiados sentimientos y sin dar, como mucho, dos besos, uno al recibirla y otro al dejarla en su casa. Si tiene novio o novia habrás de ir a verle con una chupa de cuero y comentarle, mirándole a los ojos, “lo siento, chico, se acabó”. Ni que decir tiene que estos días no saldrás de la oficina excepto para desempeñar este papel, tu trabajo debe ser impecable.
El tercer paso puede empezar antes o después, pero una vez en él, éste debe desarrollarse de forma rápida. Proporciónale una noche fantástica en algún lugar de la sierra donde no tiene por qué haber sexo, haz que le brillen los ojos y consigue cenar en casa de sus padres. No les caerás bien, y jugarás con ello, serás decidido y natural.
Ahora toca lo importante: estando a solas en el salón o la sala de estar, con sus padres, habrás de decirles, con el formalismo de otra época, que les quieres pedir la mano de su hija.
Al día siguiente debes tener los ojos rojos de no haberlos despegado de la pantalla cuando venga un hombre, o mujer, que no conoces a darte dos sobres. El primero será una carta de despido y disculpa firmada por tu jefe, la segunda el finiquito.

En caso de haber pedido prestado el coche no debes olvidar devolverlo.

domingo, 13 de diciembre de 2015

El hombre del traje gris

Es muy diferente jugar con alguien que sabe que con alguien que no. De hecho yo empiezo la partida de forma distinta según el nivel del adversario.

Miguel abre los ojos, que le escuecen, y los vuelve a cerrar apretando muy fuerte porque el humo le hace daño. Se pasa el dorso de las manos por la cara y entonces vuelve a abrir los ojos. Ahí está Lupe, arrodillada en el suelo, con hierbas, humos y colores. Miguel se da cuenta de que se ha quedado dormido en casa de Ceniza. Se levanta y murmura un buenos días a Lupe. En el baño se desfoga y frente al espejo se coloca el pelo, no le gusta dormir vestido ni salir de casa sin ducharse, y le han tocado las dos cosas.
En la cocina ve los restos de un banquete, platos deliciosos ahora fríos y aun así deliciosos. Juan corta trozos de carne, los pasa por el puré de patata y después los traga con café.
—Buenos días.
—Hola, ¿sabes si yo fui parte de todo esto? —Miguel abarca la mesa con un dedo.
—Claro. —Juan se llena la boca.
—¿Y sabes si le debo dinero a alguien?
—Creo que a Carlos.
—¿Y tú qué haces aquí?
—Vine a ver a Ceniza. ¿Qué haces tú?
—La verdad es que no lo sé, no lo recuerdo.
—¿Enserio? Porque acaparaste a Ceniza tooda la noche. Pero no es lo que estás pensando, tan solo os fuisteis a la ventana esa por donde entra el frío y estuvisteis hablando, no os quité el ojo de encima.
A Miguel le extraña de pronto no haber visto cuerpos tirados por los pasillos, pero piensa que Lupe los habrá hecho desaparecer, como a él le despertó con el humo. ¿Qué pudo haber sido tan importante como para haberse atrevido a hablar con Ceniza?
—¿Sabes qué actitud tenía yo cuando hablaba con ella?
—Al principio agitado, movías mucho las manos. Después te relajaste, a la hora o así. Tú cara reflejaba rabia, tristeza y algo más. —Juan come un trozo de pan, toda la situación le divierte.

Cuando alguien no sabe jugar no me interesa la partida, no tendrá gran emoción ni aprenderé nada, por lo que hago una apertura italiana para ganar lo antes posible o para ver la desesperación del oponente mientras ve caer sus piezas más valiosas.

Miguel se sienta de pronto en la acera. Le ha dado una especie de mareo repentino. Decide analizarse. Lleva puestas unas deportivas, un pantalón vaquero y una sudadera gris con cremallera. Tiene frío y se pregunta si no le habrá desaparecido un abrigo en algún momento de la noche. En sus bolsillos encuentra el ticket de compra de un libro, por el título ve que era un regalo, ese libro ya lo tiene, de hecho le gusta mucho. También tiene las llaves, la cartera (vacía) y el envoltorio de una chocolatina, ni rastro del teléfono móvil ni el bolígrafo que siempre lleva encima. Por último, y tras tener que levantar el culo de la acera, encuentra en un bolsillo trasero del pantalón un papel tintado de azul por el vaquero y muy desgastado por el uso. La mayor parte no consigue leerla, lo que sí dice:
“Salamanca (…) estafa, drogas (apuntar lotería) hostal o lugar de comida rápida (…) tengo que ver a ceniza”
Le sorprende mucho ver escrito Ceniza en minúscula, es algo impensable, como escribir “sietesiete” con su primera letra en mayúscula pese a ser un nombre propio. Sigue caminando, es temprano y es domingo, pero la tienda en la que compró el libro probablemente esté abierta, así que se dirige al centro.

Si el oponente sabe jugar adelanto el peón contrario, la apertura de peón de dama. La partida no sé cómo se desarrollará desde ese momento, pero lo que es seguro es que el adversario no alcanzará su ventaja, si es mejor que yo, hasta bastante más avanzada la partida.

Me acerco al guardia de seguridad.
—Buenos días. ¿Se acuerda usted de mí?
—No.
—¿No le dije algo así como “¿Puedo pasar con este libro que llevo?”?
—¿Cuándo?
—Ayer.
—Ayer libraba.
—Vale, gracias. Muy amable.
En realidad Miguel sabe a qué hora estuvo, lo pone en el ticket. Lo único que quería saber es si entró allí con un libro, porque siempre, por diversión, antes de ir hasta donde están los libros le dice al de seguridad si puede pasar o le pitará la máquina al salir. Si le hubiese dicho que sí lo llevaba, Miguel sabría ahora que también tenía abrigo.
Sube por las escaleras mecánicas sin que ningún recuerdo le venga a la cabeza, hasta que de pronto cae en la cuenta de que aunque aquel lugar esté vacío, ayer fue sábado, y si fue sábado por aquellas fechas debió haber mucha gente, gente ocupando toda la escalera mecánica sin dejar siquiera el educado carril para la gente que quiere subir andando. En cuanto empieza a subir por las escaleras “manuales” los vagos recuerdos van llegando. Recorre los pasillos vacíos, pero casi puede ver a todas las personas que había allí el día anterior, y a él, dirigiéndose directo hacia donde está el libro, buscando por si acaso entre la gente una cabellera de pelo largo. De pronto, cuando recuerda su búsqueda inconsciente, algo le molesta en el pecho o en estómago, algo parecido al mareo que sintió antes. Intenta ver qué es, podría ser el estómago, que lo tiene revuelto, pero nota algo más, algo que parece tener forma circular.
Sale de allí recordando todo lo referente a la compra del libro, pero nada más, está perdido…
—¡Vamos señores que llevo el gordo!
Y entonces se ve iluminado, entiende de pronto una parte del papel, eso de “apuntar lotería”. Se recuerda con prisa, esquivando gente, y de pronto pasando frente a un hombre que dice que sus boletos de lotería son de la tienda en la que todo el mundo hace cola a todas hora porque de allí ya han salido varios premios. Se recuerda volviendo atrás y diciéndole a aquel hombre, que fuma un puro medio apagado y cuyo bigote se ve amarillo, que lo hace mal, que debería acercarse a la gente de la cola a decirles que él ya había comprado sus boletos allí aquella mañana y que se ahorrasen la cola, y el hombre diciéndole que llevaba cincuenta años allí y que no querían comprarle porque sus boletos eran algo más caros, y él contestándole que les dijese que eran más caros a cambio de ahorrarse la cola y el hombre diciéndole que le dejase en paz y él sacándole el dedo de la que se iba. De la que se iba, ¿a dónde? Ya se acuerda.

Lo curioso es que a veces, cuando juegas contra alguien bueno, cometes un enorme desliz, dejar una pieza indefensa a su alcance, y esa persona no la ve, porque da por hecho que se está jugando a otro nivel, uno donde la gente no es tan imprudente.

Cogió un autobús, llegó a un parque y de allí a un bosquecillo. Empezaba a irse el sol. De pronto la vio, se acercó y vio que estaba con otro chico. Empezaba a marcharse cuando decidió volver, escribió algo en el libro y se lo regaló al otro chico con el boli marcando la página donde había escrito. Después, a la vuelta, se había comido la chocolatina que de nada había servido.
Para terminar había hecho algo que siempre había querido hacer, invitó a cenar a un mendigo a cambio de que le contase su historia, y mientras lo hacía fue apuntando algunas notas. Solo recordaba que su familia había venido de Salamanca, que le habían estafado y que se había enganchado a alguna droga. También le preguntó algo que quería saber desde hacía tiempo, ¿dónde cagan los mendigos? Después le regaló su abrigo.
Abatido, Miguel repite el mismo movimiento que anoche, apunta “ceniza” en minúscula para restarle poder y atreverse a visitarla y va a su casa. Allí le abre Lupe.
—¿Está Ceniza?
—No.
—¿Sabe usted dar abrazos?


Pero estas aperturas se pueden llevar a cabo si tú eres blancas y mueves primero. Si te toca ser negras estarás en todo momento bajo el tipo de juego que decida tu rival con su apertura.

miércoles, 9 de diciembre de 2015

Onírico

Cada uno en su cama, queriendo dormir pero no pudiendo, pensando en el otro, qué bonito, qué bonito… Va ella y le dice que le echa de menos, y él le responde lo mismo con inmensa originalidad. Magnífico, precioso. Y entonces ella mete un montón de amor en un sobre mágico y se lo manda, y él se lo pone junto al corazón. Se me saltan las lágrimas, ¡maravilloso, maravilloso! Y va él y le responde que ya llevan un año de estar juntos, y ella le responde que cuánto le quiere. Qué tierno, qué cálido. Y se dicen besos, y se dicen abrazos, y se recuerdan momentos, y se pican con bromas de color amarillo, y ella le dice algo de una oreja, y él le dice algo de unas manos, y ella ríe mientras, en otro mensaje, le dice tonto, le dice bobo, le dice calla. Y él (que dejará de ser “él” para pasar a ser “el”) le dice cállame, y ella que le dice cosas para que el la extrañe aún más. Y qué bueno, qué astuto, qué desternillante, y chistoso, y bello, y circunspecto, y endiabladamente comieron codornices y besaron sapos y culebras y colorín colorado cuando el unicornio tiene dos cuernos se llama bicornio. Y entonces, liberando las orejas de la almohada con las que se las había tapado, alguien grita, y los amantes callan, ella frunce el ceño, el tiembla un poquito. Un alguien, un algo, era vecino de sus habitaciones mágicas, y los mensajes, las palabras bellas, los pesados recuerdos, están pasando por encima de su cabeza, y qué horror, cómo va a dormir alguien así. Encima es que ellos querían dormir y en vez de eso se ponen a hablar, a romantizar, incluso a calentar los pies de la cama. Y él (que no el) se enfada y sale al pasillo, pero está frío, y entra a por las zapatillas, y cuando sale le espera el, que apremiado por las palabras de ella está armado, y él le insulta sin motivo, sin razón, sin fundamento, sin razón de ser, y el hace amago de golpear, pero la madre de ella, que está allí, en el mundo onírico, vestida con una bata, dice que se acabó, que basta ya, que a dormir, que no son horas. Y ella y el vuelven a los mensajes, a calentar ese fuego que va girando y quiera dios que no pare. Y él, doblemente enfadado y sin poder estar en cama ni salir al pasillo, salta por la ventana, al suelo de césped bañado de rocío. Y allí le rodean despacio una multitud de ovejas que estaban entrenando para irse a saltar por los sueños de la gente.

lunes, 7 de diciembre de 2015

La piel de las palabras

A ella siempre le hizo gracia la forma que tenía él de desnudarla, porque siempre era la misma. En primer lugar para él el sexo se empezaba con los dos vestidos y había que ir desnudándose, sin prisa, liberando cada parte del cuerpo a su debido tiempo, prestando especial atención a lo nuevo sin ansiarse con lo que ya llegará. En segundo lugar, dentro de ese juego, a él le encantaba quitarle la ropa a ella en un orden que variaba según cómo fuese vestida.
La noche anterior ella había llorado, sola, pero no por algo concreto, sino por haber estado pensando. Y pensó, y lloró y llegó a una conclusión.
Aquel día era domingo, un domingo que deprisa se quedó sin cabeza y al que solo le quedó la tarde. Ella tomó café, se puso crema y utilizó algo de maquillaje para que frente a otros ojos, y no los del espejo, no se notase que no había dormido. Él llegó tres horas después de haber comido, y se besaron educadamente nada más entrar, sin pasiones, porque aquel domingo la casa estaba sola y ellos sabían que no saldrían del dormitorio.
Ella llevaba una camiseta sin sujetador, bragas y un pantalón de chándal, por lo que él la desnudaría sin que el juego fuese visible, porque en esas circunstancias todos los hombres desnudan igual. Sin embargo ella le dejó sentado en la cama, con un beso divertido, y se encerró en el baño. Tardó bastante, pero ahí sentado él sabía que la espera tenía un porqué, porque con ella todas las cosas tenían un porqué, y se moría por descubrirlo.
De pronto se abrió la puerta, y al verla él pensó que iba a salir a la calle. Sobre la ropa con la que había entrado al baño se había puesto una bufanda, una sudadera y unos calcetines. Ella entró en el cuarto, cerró y en silencio se empezaron a besar.
Llegado el momento él empezó a quitarle la bufanda dándole vueltas, como un niño que abre con cuidado un regalo mientras piensa “qué será”. Una vez el cuello estuvo libre y rosado, él empezó a besarlo, a morderlo, a pasar sus manos por la piel, a morderle la oreja, a tirarle ligeramente del cabello como le gustaba a ella. Y entonces, en el recorrido de besos por el cuello se topó con algo. Le giró la cabeza a un lado y vio que en su nuca, con rotulador negro y malas letras, ponía:

Tengo que decirte

Entonces él entendió. Supo que hoy no debía innovar al desnudarla, así que siguió besándole los labios, las mejillas, hasta los párpados cerrados. Le mordió el labio y le hizo cosquillas con la lengua. Llegado el momento le estiró los brazos y deslizó por ellos la sudadera. En el brazo derecho ponía:

que me encanta

Y en el izquierdo:

estar contigo.

Y en ese momento dudó, pero supo, probablemente por señas imperceptibles de ella, que lo siguiente era el pantalón. Era un pantalón de chándal, pero a él le hubiese gustado que fuese vaquero, con su botón, su cremallera, sus esfuerzos comunes para ir bajándolo a trompicones, pero no un chándal que con solo ella levantar el culo bajaba fácil y suave, sin la vista de las bragas por fascículos, sin unas piernas que van pareciendo larguísimas. Entonces, pantalón fuera, él fue a mirar su pierna izquierda, pero ella la tapó con una mano, así que solo quedó leer la derecha:

Que eres un mundo,

Y en la otra:

el mundo que me gusta.

Impaciente, él no besó las piernas como de costumbre, ni buscó cosquillas con la lengua. Tan solo fue rápido a los calcetines, para aparente disgusto de ella. Bajo el calcetín de rallas rojas y negras ponía:

Y por eso

Y bajo el de rallas verdes y rojas:

me cuesta

Y subió deprisa hasta la camiseta, dando por el camino un par de besos a modo de escusa. Se la quitó y vio bajo el pecho derecho:

tanto

Y bajo el izquierdo:

tanto

Y en el vientre:

decirte

Y con las manos temblorosas y el rostro apenas a unos centímetros de su cuerpo, ahora ausente de todo sexo, agarró las bragas de encaje negras y lentamente las fue bajando, mostrando una palabra escrita con rotulador sobre la piel recién depilada, aún roja, una palabra que debió escocer al ser escrita:

Adiós.

martes, 1 de diciembre de 2015

Lica

Esta historia la escribí en verano para un concurso en el que decidieron que darme una respuesta era un privilegio que no me merecía, sin embargo yo esperé y esperé largos meses. En fin, aquí está:


Todos los amaneceres eran iguales, la niebla salía del bosque y rodeaba el pueblo sin llegar a alcanzar las casas. Era una sensación inquietante de la que no fui consciente hasta la mañana de mi diecisiete cumpleaños.


Me llamo Alexis y en aquel momento yo tenía dieciséis años, cerca de los diecisiete. Mi familia constaba de cuatro miembros: mi madre, una mujer de apariencia triste, obediente y de pocas palabras; mi padre, un hombre acabado dado a la bebida que depositaba todas las labores del granero, única fuente de ingresos de la familia, en sus hijos; y mi hermana Natasha.
Natasha realmente no era mi hermana, de hecho ella era rubia y yo moreno, y ya su aparición fue extraña. Hacía muchos años mi padre abandonó a mi madre durante todo un año sin dar explicación alguna, al volver traía un bebé de una cabellera rubia como no había habido otra en el pueblo. No se sabía quién era su verdadera madre y respecto a las circunstancias de su nacimiento mi padre no hablaba, mi madre acabó aceptándola como hija y a los dos años nací yo. Natasha no se quedaba en casa como la mayoría de las mujeres, de hecho, de haberlo hecho, yo no hubiese podido con el peso de mantener a la familia, pues ya he dicho que mi padre, que en paz descanse, se desentendía del asunto. Mi medio hermana, de hecho, demostraba tener más fuerza que yo, pero eso era cuando se recogía el pelo con su pañuelo marrón a cuadros, ya que vistiéndose de cualquier otra forma no parecía más que una de las muchachas que llenaban el pueblo con las risas que tanto nos gustaban a los chicos.

Recuerdo una escena en la que ya estábamos mi padre, mi hermana y yo sentados a la mesa. Mi madre le preguntó a Nata (así la llamábamos a veces) que dónde estaba su pañuelo, ella le respondió de una forma extraña, como fingiendo sorpresa, que no sabía dónde podía estar, que se lo habría dejado en el bosque. Entonces mi madre empezó a toser y cayó al suelo de rodillas, escupiendo sangre, yo corrí a socorrerla, y allí, de rodillas, abrazado a mi madre, observé con estupor cómo nos miraban mi padre y Natasha impasibles, como si no estuviesen allí, como si fuesen de piedra.
Mi madre entonces enfermó y quedó postrada en cama, conmigo como única compañía. Por aquellas fechas empezaron a suceder extrañas muertes que de especial, sobre todo, tenían que nadie hablaba de ellas. Todas aquellas muertes, de las que costaba saber, eran además violentas. Mi madre nunca me dejaba hablar sobre ello cuando estaba con ella, pues monopolizaba como tema de conversación el hecho de que pronto tendría yo diecisiete años y que habría que hacer una gran fiesta, cosa que decía mientras me miraba con ojos tristes y me acariciaba la mejilla apenas cubierta por la sombra de lo que llegaría a ser mi barba, yo asentía muy lentamente y le preguntaba que si quería más agua.

Un día acudí al médico del pueblo para comprarle las medicinas que necesitaba mi madre, él me dijo que no dejaba de ser un alivio que en aquellos tiempos tuviese él aún la posibilidad de retrasar a la muerte, tenía un aspecto demacrado. Mientras todavía estaba con él, con la bolsa de las medicinas ya pagada, hablando en ese momento de mi hermana y de si tenía ella pretendiente, apareció su ayudante corriendo y gritó, antes de verme, que había habido otro ataque, pero que esta vez la víctima todavía estaba viva. Corrí detrás de ellos, en parte por el morbo de encontrarme de pronto con esos acontecimientos que llevaban ya un tiempo esquivándome y en parte porque sentía que era mi deber, que no habría sido ético verles marchar corriendo para volver yo caminando a casa, silbando tal vez. El ataque se había producido en el salón de una casa de las afueras. En cuanto entré en el cuarto pensé que el causante de aquello debía haber sido un oso. La sangre había salpicado las paredes, había muebles rotos y, en el centro, con los brazos abiertos, desnudo, destrozado y con los pantalones por los tobillos, se encontraba la víctima. El ayudante había dicho que aun estaba vivo, pero en cuanto el médico se arrodilló a su lado, el hombre me miró por encima de su hombro, con unos ojos enormes llenos de pánico, y murió. Yo tan solo pude pensar que aquella inquietante mirada no iba dedicada a mí sino a la muerte. Sin embargo, mientras médico y ayudante retiraban el cadáver, yo contemplé la habitación más detenidamente. Me fijé en que un animal tan grande como un oso no habría podido entrar por la puerta sin destrozarla. Ojeé los libros tirados por el suelo, libros que solo podía permitirse un hombre adinerado, sin embargo abrí uno y olía como si apenas se le hubiese dado uso desde que fue comprado. Al ver la camisa arrugada en un rincón y sin manchas de sangre recordé que el cadáver tenía los pantalones bajados, ¿qué estaba haciendo cuando le mataron? Si la puerta no estaba forzada ni rota, ¿Cómo había podía haber entrado el animal en el cuarto si él estaba desnudo y por lo tanto tendría la puerta cerrada? Por último, antes de marcharme de allí, deprisa, habiendo olvidado al médico recogí un pañuelo marrón a cuadros.
Al volver a casa me encontré una escena irreal. Natasha había sacado la bañera a la parte delantera de la casa y se encontraba dentro, bañándose desnuda. El agua debía estar caliente pues su piel tenía una tonalidad rosácea, especialmente sus pechos. Hablé mirando al suelo:
—Natasha, he encontrado el pañuelo con el que te recoges el pelo.
—Ah, bien, gracias. Estaba en el bosque, ¿a que sí?
—Sí, claro, ¿dónde si no? —se lo tendí.
—Gracias —. Y siguió cogiendo agua de la bañera con un cubo para echársela por el cuerpo mientras tarareaba una canción de niños.

Pese a mi esfuerzo, las medicinas y las continuas sangrías, mi madre murió. Murió sin estar yo presente, murió sola porque nadie estaba con ella, la encontré al volver de trabajar en el granero. El funeral fue sencillo porque no nos podíamos permitir más. Con lo que encontré que ella había ahorrado para mi cumpleaños pude pagar a una plañidera y al cura, el cual no se dignaba a pisar camposanto si no era tras una limosna. Desde el momento en el que Natasha se quitó el velo negro empezó a comportarse de forma aún más extraña.

Con la muerte de mi madre sentí que debía trabajar todavía más. Las noches me encontraban acarreando montones de paja, sin llegar a poder sentir dolor físico alguno. Una de esas noches había llegado a la puerta de la casa cuando oí una voz cantar, tras de mí venía Natasha. Ella cantaba cosas inconexas y andaba como evitando caerse. Parecía borracha y tenía mal puestos algunos botones, además de que la camisa estaba metida por debajo de la falda en algunos puntos mientras que en otros colgaba por fuera. Al llegar mi altura se me abrazó al cuello y me dio un sonoro beso en la mejilla, yo sentí una inmensa pena. La separé de mí, la cogí por los brazos y le susurré que por qué hacía esas cosas, que se quisiese más a sí misma, que la muerte de madre nos había afectado a todos. Recuerdo que la llamaba ‘Nata’, que es la palabra que usaba cuando me refería a ella de manera cariñosa. Ella respondió a mis palabras echando la cabeza atrás y exhalando una profunda carcajada. Pero de pronto se abrió la puerta y apareció nuestro padre. Yo me separé de ella de forma instintiva, él se acercó y la derribó de una bofetada. Ella se le agarró al pantalón gritando, y él dijo algo que no olvidaré:
—¡Muérete ya, criatura!
Se soltó y entró en casa. Yo la llevé a dentro, ella andaba con la cabeza gacha, muy callada, la arropé en su cama. Me costó dormir, tenía muchas cosas en las que pensar, pero finalmente el cansancio físico me sedujo y caí rendido. No desperté hasta ya entrada la mañana, me vestí corriendo y salí de casa sin advertir que en ella no estaban ni mi padre ni Natasha. Aquella noche, al volver, mi padre seguía sin estar presente, lo imaginé disculpándose con la bebida como no lo haría con Nata. Ella sin embargo sí llegó a la noche, traía un vestido de fiesta, los labios pintados, el pelo recogido y una inmensa sonrisa. Me alegré tantísimo de verla tan guapa, tan feliz, que ni le pregunté el motivo de sus ropas e hice yo la cena.
Mi padre siguió sin aparecer por casa, pero a nadie le sorprendió, de hecho, como dije al principio, llegó en una ocasión a estar ausente durante un año sin explicación alguna. Al segundo día pregunté en la taberna si sabían de él, me dijeron que no, sospeché que las deudas allí contraídas le habían obligado a ir al pueblo vecino, o al de más allá. Al tercer día sí apareció, pero solo en cuerpo y no en forma. El policía que fue a buscarme me dijo que lo habían encontrado en el bosque, pasado el arroyo, despedazado por lo que parecían ser lobos. Natasha hacía tiempo ya que no me ayudaba en el granero, desde la muerte de madre aproximadamente, ahora se dedicaba a desaparecer durante el día o incluso  la noche para aparecer después medio desnuda o impecablemente vestida, muchas veces borracha. Aquella noche, cuando llegué y vi en la penumbra de sala, apoyado en el respaldo de una silla, el pañuelo marrón a cuadros con el que solía recogerse el pelo, se formó en mí una sospecha densa y negra.
Al día siguiente llegué a casa algo antes de lo que empezaba a acostumbrar y me encontré a Natasha sentada, esperándome. Vestía un corpiño negro, falda y tenía algo entre las manos.
—Mañana es tu cumpleaños —. Dijo, y yo me apoyé contra la pared, a la espera de que siguiese hablando. —Ten, toma —. Me tendió el envoltorio, lo cogí y desenvolví un cuchillo. —Es de caza, muy bueno.
—¿Y por qué me lo das hoy?
—Por lo que pudiese pasar.
Se me acercó, me besó en la mejilla y se marchó. Yo decidí seguirla.

Su falda iba susurrando sobre la hierba, así que pude seguirla tomando suficiente distancia. Se dirigía a las afueras del pueblo, hacia una casa perdida, donde llamó a la puerta y le abrió un hombre desnudo de cintura para arriba. No oí lo que dijeron, pero cuando él se hizo a un lado y ella entró me acerqué a la ventana de un salón oscuro en el que poco tardó en encenderse la luz y en el que entraron los dos. Allí él empezó a besarla en los labios, en las mejillas y en el cuello, de una manera repentina y rápida, sin responderle ella pero sin oponerse también. Poco tardó en desnudarla, tirando de los cordones del corpiño de forma brusca, como temiendo que ella pudiese cambiar de opinión en cualquier momento. Sin embargo, cuando ella se encontró prácticamente desnuda, con sus pequeños pechos apuntando, afilados, a su propia excitación, fue ella quien le puso las manos en la cara y le hizo subir (pues ya se encontraba buscando oro en las profundidades), entonces le besó en la boca apretando sus labios cerrados contra los suyos, y sus manos recorrieron su pecho, tripa y espalda. Le quitó ella los pantalones y los calzones antes de perder la falda, y fue también quién llevó el sexo, quien le montó a él reduciéndole solo a una herramienta de su propia satisfacción. En un momento le mordió la oreja hasta hacerle gritar, y cuando terminaron él tenía largas heridas por el pecho. Entonces hablaron, él rió, gritó algo y por una puerta entró una chica morena de piel cobriza. Vestía una bata de flores negras que nada más entrar abrió, mostrando un cuerpo de senos redondos y sexo hipnótico. Natasha se levantó de donde estaba y se acercó a ella, el hombre, que estaba perdiendo ya la erección, se pasaba un dedo por las heridas y se lo llevaba a los labios, sin dejar de sonreír. Nata empezó a besar a la nueva por el cuello, pero pronto fue bajando, mordiendo, hasta que le provocó un extraño gemido, después volvió a subir, y, estando otra vez en su cuello, la chica morena abrió mucho los ojos y empezó a gritar. La nueva gritaba y se intentaba zafar de la cabellera rubia, cuando al final lo logró mostraba el cuello y el pecho empapados en sangre. Entonces el hombre dejó de sonreír y la blanca piel de la espalda de Natasha se empezó a oscurecer hasta que aprecié que se cubría de pelo. Salí corriendo de allí.

La mañana de mi diecisiete cumpleaños amaneció con mis ojos secos. Estaba de rodillas sobre la hierba empapada de rocío. Tenía el regalo de Natasha, el cuchillo, en una mano, en la otra su pañuelo marrón a cuadros. Vi acercarse una pequeña luz amarilla por el verde prado. Cuando me vio sonrió y aceleró el paso, me levanté. Me abrazó.
—Feliz cumpleaños…
Se alejó lo suficiente para empezar a ver la sangre y cómo ésta brotaba por debajo del corpiño, empapándole la falda. Me agarró de la camisa y cayó de espaldas al suelo. Estaba tumbada y yo de rodillas con mi rostro muy cerca del suyo. Me miró a los ojos, estaba llorando presa del pánico. Intentaba pronunciar unas palabras que no lograban cobrar forma. Entonces empecé a llorar, sentí que estaba equivocado, que ella no era ningún monstruo, que nada de lo que había visto era cierto y que estaba loco.

Cuando ella terminó de morir yo alcé la vista y vi la niebla rodeando las casas en aquella inquietante sensación que ya me perseguiría siempre.



La historia se llama “Lica” porque el tema para el relato era la metamorfosis en las mujeres, haciendo especial mención a la licantropía y a la homosexualidad en las mujeres. Un tema curioso.