Hay un lugar adentrándose en el bosque en el que siempre es
de noche. Una noche fresca y tranquila, con algunas estrellas pero no
demasiadas. Allí, en algún lugar, hay un resplandor rojizo que pertenece a una
fragua. El hombre que la mantiene tiene la constitución propia de herrero, su
profesión. Ese hombre, que tiene barba y el pelo largo echado atrás, en algún
momento fue joven, y no hace tanto tiempo como para que lo haya olvidado.
Todavía hoy recuerda sus propias historias sonriendo de esa forma triste que
genera el pensar en un pasado que ya se cerró. Cuando el herrero empieza un
proyecto no descansa hasta que lo termina, después duerme sin ataduras y
finalmente le despierta la fragua, quejándose con lágrimas rojas de estar
desatendida. Este hombre, por supuesto, manipula todo tipo de metales, incluso
los preciosos, pero no se queda ahí su obra, sino que llega, por ejemplo, a
manipular también la piedra, pudiendo darle formas, hacerla suave e incluso
ligera como una pluma. Pero van más allá sus habilidades, pues se puede pensar
que todo lo que se pueda tocar podrá ser moldeado de alguna forma, pero este
hombre, bajo las estrellas de su eterna noche, es capaz de darle forma a
aquello que no se puede tocar, aquello que existe y a la vez no, los
sentimientos. Puede hacer pulseras de alegría o colgantes de esperanza, pero
también, y para esto necesita todo el calor de la fragua, puede dar forma a los
sentimientos rojos. Si se descubre los brazos, tiembla de nervios y se prepara
para lo que va a hacer, puede crear el molde de un corazón, llenarlo con un
líquido dorado, calentarlo, hacerlo arder, explotar de calor, derretirlo,
golpearlo, destrozarlo, enfriarlo, abrasarlo y acabar con él, de tal forma que
al abrir el molde se vea un disco de una sola pieza que parecen dos. Un anillo
de un rojo que palpita de forma apenas imperceptible, de un rojo que se va
transformando. No se sabe muy bien cómo acaban sus productos en manos de los
hombres, pues él nunca ve a nadie, pero oí que una vez una muchacha joven y
hecha de girones de distintas luces, se encontró en un claro uno de estos anillos.
Le pareció precioso y sin duda se lo quedó, ocultándolo muy cerca del pecho.
Sentir aquel disco palpitar más fuerte incluso que su propio corazón le hacía
sentir las mejillas arder, y no fue extraño que así acabase teniendo lo que
ella creyó un gran amor durante lo que dura una luna. Pero aquello no era amor,
una niña no acostumbrada a tratar con los sentimientos que pasan por encima de
las piedras, además impulsada a la locura por el disco del herrero, se podía
equivocar con facilidad. Cuando fue consciente dio un último beso a aquel
amante y le apartó poniéndole la mano en el pecho, pero aquí ocurrió algo que
nadie podía esperar. Cuando la mano de ella le tocó, el disco, oculto bajo las
ropas, empezó a brillar, y el brazo de ella también, junto con su mano y todos
sus dedos, y entonces hubo una luz cegadora y una breve llamarada en el pecho
de él, allí donde ella había tocado. Sin embargo aquello no le dolió, solo pudo
verla alejarse, sin entender nada aún, pero cuando ella hubo desaparecido él
notó la mano, el fuego, el dolor, y de rodillas sobre la nada gritó de dolor,
de un dolor como el que jamás había experimentado. Durante años ella aprendió a
utilizar el disco, dejándolo muchas veces en casa, bajo llave, fuera del
alcance de cualquiera, incluso de sus propias manos. Pero lo importante
aquellos años fue aquel tonto chico de luna, aquel que solo quería besos y piel
y que había llegado a toparse con algo que ahora no podía olvidar. Sin embargo
no sabía qué le pasaba, no sabía la verdadera razón de su pesar y de ese
quemazón en el pecho, así que intentó aplacarlo con otras muchachas, muchas,
pero por más que comía de sus besos y sus palabras no lograba llenarse, así que
se marchaba dejándolas a ellas entontes prendidas de él, brillando con una
tenue luz roja descendiente de aquel disco. Tiempo tardaron en volver a
cruzarse, y cuando lo hicieron, el disco, oculto en alguna parte, empezó a
brillar y desató llamaradas que abrasaron cuanto había a su alrededor y a sí
mismo. Él le dijo lo único que se le ocurría, que la quería, pero ella le sonrió
y le explicó que todo se había debido al disco, que ella nunca había sentido
nada nítido por él. Pero tras bajar la cabeza, y aún con el pecho sangrante, él
le dijo que si no quedaba nada de lo que había sido, que él se encargaría de
hacer algo nuevo, que si no había magia él se esforzaría por gustarle, con más
fuerza incluso, con esas fuerzas extrañas que desde tiempos distintos han
acompañado a los hombres. Ella al principio rió su osadía y después se enfadó,
le dijo que se marchase y él se marchó, para acabar volviendo. Durante mucho
tiempo él fue y ella, en defensa, le hirió. Pero cuentan que al final, tras una
cortina, él se acercó y ella no supo decirle que se marchara, pero esto ya no lo
sé, no conozco el final de esta historia.
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