lunes, 7 de diciembre de 2015

La piel de las palabras

A ella siempre le hizo gracia la forma que tenía él de desnudarla, porque siempre era la misma. En primer lugar para él el sexo se empezaba con los dos vestidos y había que ir desnudándose, sin prisa, liberando cada parte del cuerpo a su debido tiempo, prestando especial atención a lo nuevo sin ansiarse con lo que ya llegará. En segundo lugar, dentro de ese juego, a él le encantaba quitarle la ropa a ella en un orden que variaba según cómo fuese vestida.
La noche anterior ella había llorado, sola, pero no por algo concreto, sino por haber estado pensando. Y pensó, y lloró y llegó a una conclusión.
Aquel día era domingo, un domingo que deprisa se quedó sin cabeza y al que solo le quedó la tarde. Ella tomó café, se puso crema y utilizó algo de maquillaje para que frente a otros ojos, y no los del espejo, no se notase que no había dormido. Él llegó tres horas después de haber comido, y se besaron educadamente nada más entrar, sin pasiones, porque aquel domingo la casa estaba sola y ellos sabían que no saldrían del dormitorio.
Ella llevaba una camiseta sin sujetador, bragas y un pantalón de chándal, por lo que él la desnudaría sin que el juego fuese visible, porque en esas circunstancias todos los hombres desnudan igual. Sin embargo ella le dejó sentado en la cama, con un beso divertido, y se encerró en el baño. Tardó bastante, pero ahí sentado él sabía que la espera tenía un porqué, porque con ella todas las cosas tenían un porqué, y se moría por descubrirlo.
De pronto se abrió la puerta, y al verla él pensó que iba a salir a la calle. Sobre la ropa con la que había entrado al baño se había puesto una bufanda, una sudadera y unos calcetines. Ella entró en el cuarto, cerró y en silencio se empezaron a besar.
Llegado el momento él empezó a quitarle la bufanda dándole vueltas, como un niño que abre con cuidado un regalo mientras piensa “qué será”. Una vez el cuello estuvo libre y rosado, él empezó a besarlo, a morderlo, a pasar sus manos por la piel, a morderle la oreja, a tirarle ligeramente del cabello como le gustaba a ella. Y entonces, en el recorrido de besos por el cuello se topó con algo. Le giró la cabeza a un lado y vio que en su nuca, con rotulador negro y malas letras, ponía:

Tengo que decirte

Entonces él entendió. Supo que hoy no debía innovar al desnudarla, así que siguió besándole los labios, las mejillas, hasta los párpados cerrados. Le mordió el labio y le hizo cosquillas con la lengua. Llegado el momento le estiró los brazos y deslizó por ellos la sudadera. En el brazo derecho ponía:

que me encanta

Y en el izquierdo:

estar contigo.

Y en ese momento dudó, pero supo, probablemente por señas imperceptibles de ella, que lo siguiente era el pantalón. Era un pantalón de chándal, pero a él le hubiese gustado que fuese vaquero, con su botón, su cremallera, sus esfuerzos comunes para ir bajándolo a trompicones, pero no un chándal que con solo ella levantar el culo bajaba fácil y suave, sin la vista de las bragas por fascículos, sin unas piernas que van pareciendo larguísimas. Entonces, pantalón fuera, él fue a mirar su pierna izquierda, pero ella la tapó con una mano, así que solo quedó leer la derecha:

Que eres un mundo,

Y en la otra:

el mundo que me gusta.

Impaciente, él no besó las piernas como de costumbre, ni buscó cosquillas con la lengua. Tan solo fue rápido a los calcetines, para aparente disgusto de ella. Bajo el calcetín de rallas rojas y negras ponía:

Y por eso

Y bajo el de rallas verdes y rojas:

me cuesta

Y subió deprisa hasta la camiseta, dando por el camino un par de besos a modo de escusa. Se la quitó y vio bajo el pecho derecho:

tanto

Y bajo el izquierdo:

tanto

Y en el vientre:

decirte

Y con las manos temblorosas y el rostro apenas a unos centímetros de su cuerpo, ahora ausente de todo sexo, agarró las bragas de encaje negras y lentamente las fue bajando, mostrando una palabra escrita con rotulador sobre la piel recién depilada, aún roja, una palabra que debió escocer al ser escrita:

Adiós.

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