Cada uno en su cama, queriendo dormir pero no pudiendo,
pensando en el otro, qué bonito, qué bonito… Va ella y le dice que le echa de
menos, y él le responde lo mismo con inmensa originalidad. Magnífico, precioso.
Y entonces ella mete un montón de amor en un sobre mágico y se lo manda, y él
se lo pone junto al corazón. Se me saltan las lágrimas, ¡maravilloso,
maravilloso! Y va él y le responde que ya llevan un año de estar juntos, y ella
le responde que cuánto le quiere. Qué tierno, qué cálido. Y se dicen besos, y
se dicen abrazos, y se recuerdan momentos, y se pican con bromas de color
amarillo, y ella le dice algo de una oreja, y él le dice algo de unas manos, y
ella ríe mientras, en otro mensaje, le dice tonto, le dice bobo, le dice calla.
Y él (que dejará de ser “él” para pasar a ser “el”) le dice cállame, y ella que
le dice cosas para que el la extrañe aún más. Y qué bueno, qué astuto, qué
desternillante, y chistoso, y bello, y circunspecto, y endiabladamente comieron
codornices y besaron sapos y culebras y colorín colorado cuando el unicornio
tiene dos cuernos se llama bicornio. Y entonces, liberando las orejas de la
almohada con las que se las había tapado, alguien grita, y los amantes callan,
ella frunce el ceño, el tiembla un poquito. Un alguien, un algo, era vecino de
sus habitaciones mágicas, y los mensajes, las palabras bellas, los pesados
recuerdos, están pasando por encima de su cabeza, y qué horror, cómo va a
dormir alguien así. Encima es que ellos querían dormir y en vez de eso se ponen
a hablar, a romantizar, incluso a calentar los pies de la cama. Y él (que no
el) se enfada y sale al pasillo, pero está frío, y entra a por las zapatillas,
y cuando sale le espera el, que apremiado por las palabras de ella está armado,
y él le insulta sin motivo, sin razón, sin fundamento, sin razón de ser, y el
hace amago de golpear, pero la madre de ella, que está allí, en el mundo
onírico, vestida con una bata, dice que se acabó, que basta ya, que a dormir,
que no son horas. Y ella y el vuelven a los mensajes, a calentar ese fuego que
va girando y quiera dios que no pare. Y él, doblemente enfadado y sin poder
estar en cama ni salir al pasillo, salta por la ventana, al suelo de césped
bañado de rocío. Y allí le rodean despacio una multitud de ovejas que estaban
entrenando para irse a saltar por los sueños de la gente.
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