Un
espectador imparcial, si apareciese de pronto dentro de la casa, podría caminar
por el pasillo desde la puerta principal pensando que a aquel lugar le sienta
bien el silencio. A su izquierda vería la cocina, tan grande que hace las veces
de comedor para toda una familia, y en frente el salón, muy grande también pero
lleno de muebles mal distribuidos que le hacen perder espacio. Al llegar al
salón podría entrar o girar a la derecha, si entrase encontraría al final un
balcón, y si girase se adentraría por un pasillo, con puertas cerradas a sendos
lados, que desemboca en un último cuarto, más grande, mejor iluminado y con la
puerta abierta. Allí, sus ojos no verían de primeras nada más que el jarrón en
lo alto, puesto encima de un armario de ropa. Un jarrón blanco con flores
azules que tiene algo, que siempre lo ha tenido y que lo ha llegado a consagrar
como el símbolo familiar.
Sin
embargo el espectador imparcial desaparecería ahora que se abre la puerta de la
entrada…
La
puerta se abrió con el sonido de bisagras que lejos de ser molesto les
recordaba a todos dónde estaban. Entraron Sara y Guillermo, llamado por todos
Guille, y aunque Sara siguió sin detenerse hasta la cocina donde dejó sobre la
mesa las bolsas que cargaba, Guille se fijó en las bisagras, pero no por el
chirrido, sino porque eran doradas y de pequeño siempre había creído que eran
de oro. Detrás de los dos entró su madre, Helena, que también iba cargada y que
apremió a Guille a dejar las bolsas que cargaba él en la cocina, como su
hermana.
Helena
no había llegado a cerrar la puerta del todo y en el margen de medio minuto
apareció Almudena, hermana de Helena, la mayor de los hermanos, que no cargaba
ninguna bolsa.
—¡Ay!
Se respira diferente el aire de esta casa ahora que mamá ya no está.
Helena,
al escucharla desde la cocina, puso los ojos en blanco.
Guillermo
primero, y tras él su hermana, se acercaron a su madre.
—Mamá,
¿quiénes vienen al final? ¿Vienen los primos?
—Vamos
a ser los que estamos aquí, más el tío Augusto, la tía Laura, los primos Nadia
y Nico y creo que Rafael también vendrá.
—Entonces
—pensó Sara— faltan el marido de Laura, la tía Estrella y papá.
—Sí.
—¿Y
si no viene la tía Estrella por qué viene su marido?
—Pues
por eso mismo, en cualquier trámite Rafael actuará por ella.
—¿Y
vendrá el primo?
—¿Pablo?
—Sí.
—No
lo sé, no creo.
Mientras
los tres hablaban se oía a Almudena pasearse por las habitaciones que iba
abriendo y pronunciando pequeñas exclamaciones por las cosas más nimias pero
sin poder contar lo que quería sobre la cosa en cuestión por no tener a nadie
cerca. Un “oh” sonó más alto y los tres fueron desde la cocina a ver qué
pasaba. Almudena se encontraba en la habitación del fondo, estaba de espaldas
al pasillo pero se veía que tenía las manos en algún lugar del rostro,
probablemente tapándose la boca. Cuando llegaron a su lado vieron que estaba
contemplando el jarrón de lo alto del armario.
—Ay,
el jarrón de mamá, qué bonito, pero qué bonito… —Sus ojos brillaban como si
fuese a llorar. Se giró hacia Guille— Anda, majo, bájamelo tú que eres alto.
Mientras
Guillermo se ponía de puntillas, Helena se alarmó por primera vez.
—Ten
cuidado, hijo, que es el jarrón de mamá.
Y
en mismo momento en que sus pies volvieron a tocar plenamente el suelo,
sujetando el jarrón como quien sujeta al bebé más hermoso, sonaron las bisagras
de la puerta.
—¡Hola,
hola! ¿Hay alguien por aquí?
—¡Tío
Augusto! —Y Sara salió corriendo a recibirle, perdiéndose de vista al girar al
final del pasillo.
Al
poco se asomaron el tío Augusto y la tía Laura, después iban Nadia y Nico.
Augusto era enorme y le empezaba a faltar demasiado pelo, se le ensombreció el
rostro al ver el jarrón de mamá en brazos de Almudena, que se lo había
arrebatado a Guille con un “¿me dejas?”. Laura, al lado del tío, parecía una
enana, en parte por la comparación y en parte porque era la más baja de los
hermanos. Nadia tenía las piernas demasiado delgadas, el pelo muy rubio sujeto
en una coleta alta y una cara preciosa; Nico por su parte tenía el pelo muy
negro y muy corto, aunque algo de flequillo pegajoso le empezaba a ocupar la
frente. Había heredado la estatura y la delgadez de su madre, por lo que el
abrigo de plumas que llevaba puesto le daba un aspecto extraño. Sus manos y su
vista estaban ocupadas con una pequeña consola, siendo por tanto sus pasos los
de un autómata.
Se
saludaron todos con dos besos, incluso Augusto y Guillermo, los dos hombres más
mayores entre los presentes, porque era una tradición que mamá les había
inculcado a todos y que solo encontraba su excepción con quienes no eran
familiares de sangre, a quienes los hombres podían dar la mano, pero no las
mujeres, que debían seguir dando dos besos. Cuando Augusto saludó a Almudena
aprovechó de paso para arrebatarle el jarrón y dejarlo apoyado en una de las
mesillas de noche de la cama de matrimonio que había sido de los abuelos y
entorno a la cual se encontraban ahora todos. Alguien propuso trasladarse al
salón y solo se rezagaron Nadia y su madre, que aminoraron la marcha para mirar
dentro de los cuartos cuyas puertas había ido abriendo Almudena. Laura vio
polvo flotando en el aire, así que volvió atrás y una por una fue abriendo
todas las ventanas para ventilar.
—…
Entonces eso, yo propondría que cada uno coja las cosas que más le gusten y el
resto y las que estén en disputa se sorteen. —Estaba comentando Augusto cuando
sonó el timbre.
—¿Quién
será? —Preguntó Laura.
—Rafael,
supongo. —Respondió Helena.
—¿Estrella
no tiene llaves?
—Estrella
no viene.
—¿Y
manda a Rafael?
Helena
volvió del telefonillo automático y de haber dejado entornada la puerta del
rellano.
—Parece
que viene con Pablo.
Almudena
puso una extraña cara pero antes de que hablase Helena la calló con la mirada.
Rafael
terminó de subir las escaleras y no tuvo que fijarse en cuál de las dos puertas
era la casa porque una estaba abierta. Pablo no se despegaba de su lado,
agarrándose a ratos con una mano del pantalón de su padre. Rafael abrió la
puerta empujando despacio, pero aun así le anunció el sonido de unas bisagras
mal engrasadas. Se adentró hasta el salón, donde podía ver a la familia de su
mujer sentada, y como nadie se levantó para recibirle, hizo un gesto con la
mano y dijo palabras para saludarlos a todos.
—También
quería daros mi más sentido pésame.
—Ah,
es verdad, que no estuviste en el velatorio. —Contestó Almudena mirándose las
uñas.
—Bien,
bueno —Rafael se quitó las gafas y habló mientras las limpiaba con un pañuelo—
¿de qué hablabais?
—Del
reparto de las cosas. Estábamos pensando en mirar cada uno en el que fue su
cuarto. Estrella se lo llevó casi todo hace ya, pero algo queda. Luego la ropa
de mamá y papá que no sea muy cara pensábamos darla en caridad. —Contestó Laura
de manera rápida y suave.
—¿Y
qué pasará con la casa en sí?
—¿Cómo
que qué pasará? —Se exaltó Almudena.
—¿No
pensáis venderla? ¿Qué haréis con ella? Alquilarla, entre cinco hermanos, no os
daría para nada.
—¿Eso
quiere Estrella? —Augusto permanecía serio.
—Sí,
Estrella me ha encargado que os diga que vender la casa es la mejor opción.
—¿Y
dónde está ella, por cierto? —Almudena levantó la vista de sus uñas para mirar
a Rafael por primera vez desde que había llegado.
—Bueno
—intervino Helena— ¿hay algo así en concreto que te haya dicho Estrella que
quiera?
—Sí
—Las gafas ya estaban suficientemente limpias— al parecer hay un jarrón de la
familia que le gusta mucho, está dispuesta a renunciar al resto de las cosas
si…
—¡Nos
ha jodido!
—¡Pero
qué morro tiene la tía!
Helena
y Almudena miraban con odio a Rafael, Augusto ahora parecía enfadado y Laura
tenía la boca ligeramente abierta. Los primos se divertían con los
acontecimientos en su calidad de espectadores a excepción de Nico, que seguía
jugando con su consola, y de Pablo, que se ocultó tras las piernas de su padre.
La situación permaneció tensa unos instantes hasta que Augusto cerró los ojos,
los abrió, golpeó con las manos los apoyabrazos del sillón en el que estaba
sentado y se levantó diciendo:
—Bueno,
tengo mucha hambre. Creo que es hora de comer.
Esas
palabras parecieron ser una extraña clave, pues en seguida todos se pusieron en
movimiento, todos menos Rafael y Pablo, que se sintieron perdidos en aquella
repentina vorágine de movimiento, y Nico, que seguía jugando y fue reprendido
por su madre, Laura, de una forma endeble diciéndole que ya no podría jugar
hasta después de comer y que ayudase a sus primos a poner la mesa.
Almudena,
Augusto, Helena y Laura empezaron a cocinar a gran velocidad. Los platos debían
estar ricos pero debían ser de fácil y rápida preparación. Los primos ponían la
mesa haciendo bromas acerca de cómo colocar bien los cubiertos dentro del
protocolo que siempre había exigido la abuela. Pablo se acercó para ayudarles
pero se deshicieron de él.
Una
vez estuvieron todos sentados, un escalofrío recorrió sus espaldas como una
ola. En aquella casa aquel era el momento de rezar antes de comer, pero ahora
que no estaba mamá ya no era necesario, así que Helena y Laura sonrieron y
todos empezaron a comer. Rafael y Pablo no se atrevieron a empezar hasta que lo
hubo hecho el resto, y Almudena, que ya tenía los codos sobre la mesa
y las manos cogidas, rezó en silencio por la costumbre.
—…Pues
sí, os digo que estas funcionan, ¡cuatro kilos por semana! —Iba contando
Almudena.
—¿Y
cómo dices que se llaman? —Laura parecía, y de hecho lo era, la única
interesada en lo que contaba su hermana, y es que al ser bajita siempre había
tenido pavor a engordar lo más mínimo.
—Varilum
o Variclum, creo. No sé, son así pequeñitas, azules.
Se
habían abierto varias botellas de vino y todos los hermanos, en honor a su
madre y a la vida, bebían como quien tiene sed y bebe agua. Rafael bebía a
sorbos. A Sara, Nadia y Guillermo les habían servido una copa por ser una
ocasión especial y por considerárseles ya mayores. Ellas lo habían probado y
les había sabido muy ácido, por lo que sus copas desaparecieron en manos de
Augusto y Almudena. Guille sin embargo bebía el vino sin pestañear pese a que
no le gustase, por el puro placer de saborear la adultez.
—Bueno,
niños, ¿qué tal las notas? —Preguntó Almudena sin mirar a nadie mientras se
limpiaba los labios con la servilleta y terminaba de tragar—. ¿Qué tal? —Dijo
mirando a Nadia.
—Bueno,
bien, aunque he suspendido dos asignaturas.
—¡Válgame
Dios! Yo a tu edad sacaba todo matrículas, ¡todo matrículas! —Y mirando a
Laura— a ver si prestamos un poco más de atención, ¿eh? ¡Dos suspensos! ¿Es que
no te importan tus hijos? —Las mejillas de Laura se encendían y sus labios se
apretaban— y luego está el otro, todo el día enganchado a la maquinita, ¡los
niños de hoy en día!
—¡Bueno,
basta ya! —Se levantó Helena lanzando la servilleta contra el plato y causando
mucha más conmoción de la que pudiese haber querido. Entonces, con todos mirándola,
se volvió a sentar despacio.— Todo el día dando consejos cuando ni tienes
hijos… —la fuerza de sus palabras se iba perdiendo— es que ya basta… ¡joder!
Al
cabo de un rato en el que solo se oyeron los cubiertos chocar contra los
platos, Augusto preguntó a Nico sobre sus juegos, y después preguntó a Pablo
sobre cosas varias. A la hora de recoger la mesa y lavar los platos volvió el
silencio.
Después
todo pareció olvidado cuando los adultos fueron al salón a beber café o whisky,
pese a que la calma casi volviese a romperse cuando Almudena, quejándose del
frío que hacía, descubrió que Laura se había dejado todas las ventanas
abiertas.
Los
primos salieron a la terraza, pero Pablo volvió a entrar pronto, en parte por
el frío, en parte porque se aburría y en parte porque le ignoraban, así que
dedicó toda la tarde a explorar las habitaciones y a jugar con todo lo que la
imaginación pudiese transformar en juguetes.
Nadia,
a los quince años, había fumado un cigarrillo a escondidas y fue tal el miedo
que tuvo a que la descubriesen que el olor a tabaco se le adhirió al cuerpo y ya
nunca se le quitó de encima, pese a que jamás volviese a fumar.
A
Nico no le había devuelto su madre aún su consola, así que miraba con las manos
en los bolsillos a su hermana y su prima hablar sin estar realmente allí.
Guille por su parte las escuchaba entretenido, queriendo participar pero sin
lograr hacerlo. Sara era la mayor de los cuatro y Nadia la segunda, y ahora la
conversación trataba acerca del jarrón de mamá, que tantos problemas había
causado y que tantos problemas causaría probablemente. El tema, curiosamente,
también se estaba tratando dentro, aunque de una forma más calmada de lo
habitual. Sara y Nadia se habían puesto de acuerdo en que aquel jarrón, para
los adultos, era algo más, algo más valioso, simbólico, pero que en definitiva
todas aquellas capas con las que lo cubrían no existían. En algún momento el
frío les derrotó y decidieron pasar adentro, atravesaron el salón sin que se
les dijese nada, el pasillo que seguía frío y entraron en un cuarto de paredes
azules que por la decoración se veía que había sido el de una niña y luego el
de una mujer, y por lo tanto no el de Augusto. Pablo había estado allí hacía apenas
unos instantes, y en realidad aún lo estaba, pero al haberles oído acercarse se
había metido debajo de la cama, cuya colcha llegaba hasta el suelo cubriéndole,
y ahora hacía un esfuerzo por no reírse viendo la genialidad de su acto. Cuando
Sara, Nadia y Guille miraron a su alrededor no se dieron cuenta de que Nico ya no
estaba con ellos y que ahora se encontraba tirado en el sofá, al lado de su
madre que le acariciaba el pelo distraída. Pero Nadia se dio cuenta de otra
cosa, al mirar las paredes sonrío y comentó que en aquel cuarto había perdido
la virginidad. A Guillermo se le encendieron las mejillas y Sara se sobresaltó
divertida y le exigió más información:
—¿En
casa de la abuela? ¿Enserio?
—Sí,
fue una Semana Santa. Mis padres querían irse de vacaciones románticas, ya
sabéis, los dos solos y tal, pero a mi madre le daba palo dejarnos a los dos
solos en casa tanto tiempo, así que a Nico se lo encasquetó a los padres de un
amigo suyo. El problema fue conmigo, porque yo quería ir con ellos, me encanta
el mar y eso, así que les dije que no podía ir con ninguna de mis amigas y
cuando mi madre estaba a punto de ceder, va mi padre y suelta “¿por qué no se
queda con tus padres?”, porque el abuelo aún vivía, y nada, al final me quedé
aquí. Pero claro, esto no me gustaba, esta casa parece un anticuario y da igual
lo que hagas, siempre tienes frío, así que me traje un día a un chico con el
que estaba y se lo presenté a los abuelos diciéndoles que era un chico de otro
país y que le ayudaba con los estudios y tal, y bueno, después de comer nos
encerramos aquí y ya os podéis imaginar. Lo gracioso es que me dolió una
barbaridad y no me corté a la hora de gritar, pero como los abuelos estaban
medio sordos, cuando salimos nos sonrieron y la abuela preguntó “¿qué tal los
deberes?”.
Guille
estaba con los labios separados y las orejas ardiendo y a punto estaba de pedir
más detalles cuando oyeron mucho ruido fuera y salieron de la habitación.
Almudena
y Augusto forcejeaban por el jarrón azul y blanco de mamá. Ella gritó:
—¡Suéltalo,
que lo vas a romper, animal! —Y Augusto lo soltó—. Este jarrón me lo dejó mamá
en herencia, así que no sé por qué tanta pelea con el asunto, es mío y
sanseacabó.
—¡Pero
te lo dejó por amargada! —Laura se llevó las manos a la boca nada más terminar
la frase.
—No
nos vengas ahora con eso de que te lo dejó en herencia porque decidimos hacer
como cuando murió papá, todo para todos —apuntó Helena.
—¡Yo
en ningún momento estuve de acuerdo con eso!
—Almudena,
¿no ves lo egoísta que es lo que estás diciendo? —Augusto separó las palmas de
las manos en un gesto armonioso—. Por favor, deja el jarrón ahí y sentémonos
todos.
Almudena
los miró a todos, con los labios apretados, y finalmente lo apoyó en la mesa
del salón. Entonces Sara pasó entre los adultos muy deprisa, cogió el jarrón y
llegó hasta la puerta de cristal que daba a la terraza, con todos corriendo
tras ella. Allí se paró y se giró.
—¿No
veis la guerra que tenéis montada por esto?
Y
entonces malinterpretó los rostros de la gente, éstos se calmaban al comprobar
que ella no iba a hacer nada extraño y no se calmaban por haberse dado cuenta
de que aquello era una tontería y aquel jarrón solo les hacía mal, como creía
ella. Así que, sonriendo, alzó el jarrón y lo lanzó contra el suelo, rompiéndose
en pequeños pedazos blancos y azules.
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