viernes, 25 de diciembre de 2015

El jarrón de mamá

Un espectador imparcial, si apareciese de pronto dentro de la casa, podría caminar por el pasillo desde la puerta principal pensando que a aquel lugar le sienta bien el silencio. A su izquierda vería la cocina, tan grande que hace las veces de comedor para toda una familia, y en frente el salón, muy grande también pero lleno de muebles mal distribuidos que le hacen perder espacio. Al llegar al salón podría entrar o girar a la derecha, si entrase encontraría al final un balcón, y si girase se adentraría por un pasillo, con puertas cerradas a sendos lados, que desemboca en un último cuarto, más grande, mejor iluminado y con la puerta abierta. Allí, sus ojos no verían de primeras nada más que el jarrón en lo alto, puesto encima de un armario de ropa. Un jarrón blanco con flores azules que tiene algo, que siempre lo ha tenido y que lo ha llegado a consagrar como el símbolo familiar.
Sin embargo el espectador imparcial desaparecería ahora que se abre la puerta de la entrada…

La puerta se abrió con el sonido de bisagras que lejos de ser molesto les recordaba a todos dónde estaban. Entraron Sara y Guillermo, llamado por todos Guille, y aunque Sara siguió sin detenerse hasta la cocina donde dejó sobre la mesa las bolsas que cargaba, Guille se fijó en las bisagras, pero no por el chirrido, sino porque eran doradas y de pequeño siempre había creído que eran de oro. Detrás de los dos entró su madre, Helena, que también iba cargada y que apremió a Guille a dejar las bolsas que cargaba él en la cocina, como su hermana.
Helena no había llegado a cerrar la puerta del todo y en el margen de medio minuto apareció Almudena, hermana de Helena, la mayor de los hermanos, que no cargaba ninguna bolsa.
—¡Ay! Se respira diferente el aire de esta casa ahora que mamá ya no está.
Helena, al escucharla desde la cocina, puso los ojos en blanco.
Guillermo primero, y tras él su hermana, se acercaron a su madre.
—Mamá, ¿quiénes vienen al final? ¿Vienen los primos?
—Vamos a ser los que estamos aquí, más el tío Augusto, la tía Laura, los primos Nadia y Nico y creo que Rafael también vendrá.
—Entonces —pensó Sara— faltan el marido de Laura, la tía Estrella y papá.
—Sí.
—¿Y si no viene la tía Estrella por qué viene su marido?
—Pues por eso mismo, en cualquier trámite Rafael actuará por ella.
—¿Y vendrá el primo?
—¿Pablo?
—Sí.
—No lo sé, no creo.
Mientras los tres hablaban se oía a Almudena pasearse por las habitaciones que iba abriendo y pronunciando pequeñas exclamaciones por las cosas más nimias pero sin poder contar lo que quería sobre la cosa en cuestión por no tener a nadie cerca. Un “oh” sonó más alto y los tres fueron desde la cocina a ver qué pasaba. Almudena se encontraba en la habitación del fondo, estaba de espaldas al pasillo pero se veía que tenía las manos en algún lugar del rostro, probablemente tapándose la boca. Cuando llegaron a su lado vieron que estaba contemplando el jarrón de lo alto del armario.
—Ay, el jarrón de mamá, qué bonito, pero qué bonito… —Sus ojos brillaban como si fuese a llorar. Se giró hacia Guille— Anda, majo, bájamelo tú que eres alto.
Mientras Guillermo se ponía de puntillas, Helena se alarmó por primera vez.
—Ten cuidado, hijo, que es el jarrón de mamá.
Y en mismo momento en que sus pies volvieron a tocar plenamente el suelo, sujetando el jarrón como quien sujeta al bebé más hermoso, sonaron las bisagras de la puerta.
—¡Hola, hola! ¿Hay alguien por aquí?
—¡Tío Augusto! —Y Sara salió corriendo a recibirle, perdiéndose de vista al girar al final del pasillo.
Al poco se asomaron el tío Augusto y la tía Laura, después iban Nadia y Nico. Augusto era enorme y le empezaba a faltar demasiado pelo, se le ensombreció el rostro al ver el jarrón de mamá en brazos de Almudena, que se lo había arrebatado a Guille con un “¿me dejas?”. Laura, al lado del tío, parecía una enana, en parte por la comparación y en parte porque era la más baja de los hermanos. Nadia tenía las piernas demasiado delgadas, el pelo muy rubio sujeto en una coleta alta y una cara preciosa; Nico por su parte tenía el pelo muy negro y muy corto, aunque algo de flequillo pegajoso le empezaba a ocupar la frente. Había heredado la estatura y la delgadez de su madre, por lo que el abrigo de plumas que llevaba puesto le daba un aspecto extraño. Sus manos y su vista estaban ocupadas con una pequeña consola, siendo por tanto sus pasos los de un autómata.
Se saludaron todos con dos besos, incluso Augusto y Guillermo, los dos hombres más mayores entre los presentes, porque era una tradición que mamá les había inculcado a todos y que solo encontraba su excepción con quienes no eran familiares de sangre, a quienes los hombres podían dar la mano, pero no las mujeres, que debían seguir dando dos besos. Cuando Augusto saludó a Almudena aprovechó de paso para arrebatarle el jarrón y dejarlo apoyado en una de las mesillas de noche de la cama de matrimonio que había sido de los abuelos y entorno a la cual se encontraban ahora todos. Alguien propuso trasladarse al salón y solo se rezagaron Nadia y su madre, que aminoraron la marcha para mirar dentro de los cuartos cuyas puertas había ido abriendo Almudena. Laura vio polvo flotando en el aire, así que volvió atrás y una por una fue abriendo todas las ventanas para ventilar.

—… Entonces eso, yo propondría que cada uno coja las cosas que más le gusten y el resto y las que estén en disputa se sorteen. —Estaba comentando Augusto cuando sonó el timbre.
—¿Quién será? —Preguntó Laura.
—Rafael, supongo. —Respondió Helena.
—¿Estrella no tiene llaves?
—Estrella no viene.
—¿Y manda a Rafael?
Helena volvió del telefonillo automático y de haber dejado entornada la puerta del rellano.
—Parece que viene con Pablo.
Almudena puso una extraña cara pero antes de que hablase Helena la calló con la mirada.

Rafael terminó de subir las escaleras y no tuvo que fijarse en cuál de las dos puertas era la casa porque una estaba abierta. Pablo no se despegaba de su lado, agarrándose a ratos con una mano del pantalón de su padre. Rafael abrió la puerta empujando despacio, pero aun así le anunció el sonido de unas bisagras mal engrasadas. Se adentró hasta el salón, donde podía ver a la familia de su mujer sentada, y como nadie se levantó para recibirle, hizo un gesto con la mano y dijo palabras para saludarlos a todos.
—También quería daros mi más sentido pésame.
—Ah, es verdad, que no estuviste en el velatorio. —Contestó Almudena mirándose las uñas.
—Bien, bueno —Rafael se quitó las gafas y habló mientras las limpiaba con un pañuelo— ¿de qué hablabais?
—Del reparto de las cosas. Estábamos pensando en mirar cada uno en el que fue su cuarto. Estrella se lo llevó casi todo hace ya, pero algo queda. Luego la ropa de mamá y papá que no sea muy cara pensábamos darla en caridad. —Contestó Laura de manera rápida y suave.
—¿Y qué pasará con la casa en sí?
—¿Cómo que qué pasará? —Se exaltó Almudena.
—¿No pensáis venderla? ¿Qué haréis con ella? Alquilarla, entre cinco hermanos, no os daría para nada.
—¿Eso quiere Estrella? —Augusto permanecía serio.
—Sí, Estrella me ha encargado que os diga que vender la casa es la mejor opción.
—¿Y dónde está ella, por cierto? —Almudena levantó la vista de sus uñas para mirar a Rafael por primera vez desde que había llegado.
—Bueno —intervino Helena— ¿hay algo así en concreto que te haya dicho Estrella que quiera?
—Sí —Las gafas ya estaban suficientemente limpias— al parecer hay un jarrón de la familia que le gusta mucho, está dispuesta a renunciar al resto de las cosas si…
—¡Nos ha jodido!
—¡Pero qué morro tiene la tía!
Helena y Almudena miraban con odio a Rafael, Augusto ahora parecía enfadado y Laura tenía la boca ligeramente abierta. Los primos se divertían con los acontecimientos en su calidad de espectadores a excepción de Nico, que seguía jugando con su consola, y de Pablo, que se ocultó tras las piernas de su padre. La situación permaneció tensa unos instantes hasta que Augusto cerró los ojos, los abrió, golpeó con las manos los apoyabrazos del sillón en el que estaba sentado y se levantó diciendo:
—Bueno, tengo mucha hambre. Creo que es hora de comer.
Esas palabras parecieron ser una extraña clave, pues en seguida todos se pusieron en movimiento, todos menos Rafael y Pablo, que se sintieron perdidos en aquella repentina vorágine de movimiento, y Nico, que seguía jugando y fue reprendido por su madre, Laura, de una forma endeble diciéndole que ya no podría jugar hasta después de comer y que ayudase a sus primos a poner la mesa.
Almudena, Augusto, Helena y Laura empezaron a cocinar a gran velocidad. Los platos debían estar ricos pero debían ser de fácil y rápida preparación. Los primos ponían la mesa haciendo bromas acerca de cómo colocar bien los cubiertos dentro del protocolo que siempre había exigido la abuela. Pablo se acercó para ayudarles pero se deshicieron de él.
Una vez estuvieron todos sentados, un escalofrío recorrió sus espaldas como una ola. En aquella casa aquel era el momento de rezar antes de comer, pero ahora que no estaba mamá ya no era necesario, así que Helena y Laura sonrieron y todos empezaron a comer. Rafael y Pablo no se atrevieron a empezar hasta que lo hubo hecho el resto, y Almudena, que ya tenía los codos sobre la mesa y las manos cogidas, rezó en silencio por la costumbre.

—…Pues sí, os digo que estas funcionan, ¡cuatro kilos por semana! —Iba contando Almudena.
—¿Y cómo dices que se llaman? —Laura parecía, y de hecho lo era, la única interesada en lo que contaba su hermana, y es que al ser bajita siempre había tenido pavor a engordar lo más mínimo.
—Varilum o Variclum, creo. No sé, son así pequeñitas, azules.
Se habían abierto varias botellas de vino y todos los hermanos, en honor a su madre y a la vida, bebían como quien tiene sed y bebe agua. Rafael bebía a sorbos. A Sara, Nadia y Guillermo les habían servido una copa por ser una ocasión especial y por considerárseles ya mayores. Ellas lo habían probado y les había sabido muy ácido, por lo que sus copas desaparecieron en manos de Augusto y Almudena. Guille sin embargo bebía el vino sin pestañear pese a que no le gustase, por el puro placer de saborear la adultez.
—Bueno, niños, ¿qué tal las notas? —Preguntó Almudena sin mirar a nadie mientras se limpiaba los labios con la servilleta y terminaba de tragar—. ¿Qué tal? —Dijo mirando a Nadia.
—Bueno, bien, aunque he suspendido dos asignaturas.
—¡Válgame Dios! Yo a tu edad sacaba todo matrículas, ¡todo matrículas! —Y mirando a Laura— a ver si prestamos un poco más de atención, ¿eh? ¡Dos suspensos! ¿Es que no te importan tus hijos? —Las mejillas de Laura se encendían y sus labios se apretaban— y luego está el otro, todo el día enganchado a la maquinita, ¡los niños de hoy en día!
—¡Bueno, basta ya! —Se levantó Helena lanzando la servilleta contra el plato y causando mucha más conmoción de la que pudiese haber querido. Entonces, con todos mirándola, se volvió a sentar despacio.— Todo el día dando consejos cuando ni tienes hijos… —la fuerza de sus palabras se iba perdiendo— es que ya basta… ¡joder!
Al cabo de un rato en el que solo se oyeron los cubiertos chocar contra los platos, Augusto preguntó a Nico sobre sus juegos, y después preguntó a Pablo sobre cosas varias. A la hora de recoger la mesa y lavar los platos volvió el silencio.
Después todo pareció olvidado cuando los adultos fueron al salón a beber café o whisky, pese a que la calma casi volviese a romperse cuando Almudena, quejándose del frío que hacía, descubrió que Laura se había dejado todas las ventanas abiertas.
Los primos salieron a la terraza, pero Pablo volvió a entrar pronto, en parte por el frío, en parte porque se aburría y en parte porque le ignoraban, así que dedicó toda la tarde a explorar las habitaciones y a jugar con todo lo que la imaginación pudiese transformar en juguetes.
Nadia, a los quince años, había fumado un cigarrillo a escondidas y fue tal el miedo que tuvo a que la descubriesen que el olor a tabaco se le adhirió al cuerpo y ya nunca se le quitó de encima, pese a que jamás volviese a fumar.
A Nico no le había devuelto su madre aún su consola, así que miraba con las manos en los bolsillos a su hermana y su prima hablar sin estar realmente allí. Guille por su parte las escuchaba entretenido, queriendo participar pero sin lograr hacerlo. Sara era la mayor de los cuatro y Nadia la segunda, y ahora la conversación trataba acerca del jarrón de mamá, que tantos problemas había causado y que tantos problemas causaría probablemente. El tema, curiosamente, también se estaba tratando dentro, aunque de una forma más calmada de lo habitual. Sara y Nadia se habían puesto de acuerdo en que aquel jarrón, para los adultos, era algo más, algo más valioso, simbólico, pero que en definitiva todas aquellas capas con las que lo cubrían no existían. En algún momento el frío les derrotó y decidieron pasar adentro, atravesaron el salón sin que se les dijese nada, el pasillo que seguía frío y entraron en un cuarto de paredes azules que por la decoración se veía que había sido el de una niña y luego el de una mujer, y por lo tanto no el de Augusto. Pablo había estado allí hacía apenas unos instantes, y en realidad aún lo estaba, pero al haberles oído acercarse se había metido debajo de la cama, cuya colcha llegaba hasta el suelo cubriéndole, y ahora hacía un esfuerzo por no reírse viendo la genialidad de su acto. Cuando Sara, Nadia y Guille miraron a su alrededor no se dieron cuenta de que Nico ya no estaba con ellos y que ahora se encontraba tirado en el sofá, al lado de su madre que le acariciaba el pelo distraída. Pero Nadia se dio cuenta de otra cosa, al mirar las paredes sonrío y comentó que en aquel cuarto había perdido la virginidad. A Guillermo se le encendieron las mejillas y Sara se sobresaltó divertida y le exigió más información:
—¿En casa de la abuela? ¿Enserio?
—Sí, fue una Semana Santa. Mis padres querían irse de vacaciones románticas, ya sabéis, los dos solos y tal, pero a mi madre le daba palo dejarnos a los dos solos en casa tanto tiempo, así que a Nico se lo encasquetó a los padres de un amigo suyo. El problema fue conmigo, porque yo quería ir con ellos, me encanta el mar y eso, así que les dije que no podía ir con ninguna de mis amigas y cuando mi madre estaba a punto de ceder, va mi padre y suelta “¿por qué no se queda con tus padres?”, porque el abuelo aún vivía, y nada, al final me quedé aquí. Pero claro, esto no me gustaba, esta casa parece un anticuario y da igual lo que hagas, siempre tienes frío, así que me traje un día a un chico con el que estaba y se lo presenté a los abuelos diciéndoles que era un chico de otro país y que le ayudaba con los estudios y tal, y bueno, después de comer nos encerramos aquí y ya os podéis imaginar. Lo gracioso es que me dolió una barbaridad y no me corté a la hora de gritar, pero como los abuelos estaban medio sordos, cuando salimos nos sonrieron y la abuela preguntó “¿qué tal los deberes?”.
Guille estaba con los labios separados y las orejas ardiendo y a punto estaba de pedir más detalles cuando oyeron mucho ruido fuera y salieron de la habitación.
Almudena y Augusto forcejeaban por el jarrón azul y blanco de mamá. Ella gritó:
—¡Suéltalo, que lo vas a romper, animal! —Y Augusto lo soltó—. Este jarrón me lo dejó mamá en herencia, así que no sé por qué tanta pelea con el asunto, es mío y sanseacabó.
—¡Pero te lo dejó por amargada! —Laura se llevó las manos a la boca nada más terminar la frase.
—No nos vengas ahora con eso de que te lo dejó en herencia porque decidimos hacer como cuando murió papá, todo para todos —apuntó Helena.
—¡Yo en ningún momento estuve de acuerdo con eso!
—Almudena, ¿no ves lo egoísta que es lo que estás diciendo? —Augusto separó las palmas de las manos en un gesto armonioso—. Por favor, deja el jarrón ahí y sentémonos todos.
Almudena los miró a todos, con los labios apretados, y finalmente lo apoyó en la mesa del salón. Entonces Sara pasó entre los adultos muy deprisa, cogió el jarrón y llegó hasta la puerta de cristal que daba a la terraza, con todos corriendo tras ella. Allí se paró y se giró.
—¿No veis la guerra que tenéis montada por esto?

Y entonces malinterpretó los rostros de la gente, éstos se calmaban al comprobar que ella no iba a hacer nada extraño y no se calmaban por haberse dado cuenta de que aquello era una tontería y aquel jarrón solo les hacía mal, como creía ella. Así que, sonriendo, alzó el jarrón y lo lanzó contra el suelo, rompiéndose en pequeños pedazos blancos y azules.

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