A la señorita se le ha ensuciado la falda con tanto
barro. El chico que la ve desde el otro lado de la calle la ve resbalar en el
barro y caer sobre el charco, y mancharse más, y no lograr levantarse por
caerse una y otra vez. Entonces el muchacho, mucho más joven, deja lo que tiene
entre manos, esquiva los improperios del hombre que estaba sentado frente a él
y corre hacia la acera. Frente al asfalto de pronto se detiene. Se da cuenta de
que aún muchos le dicen niño, se da cuenta de que está sucio, sobre todo las
manos, y de que en realidad es un limpiabotas. Aquella mujer, la de enfrente,
la que metiéndose más en la mierda llora de desesperación, da igual lo que se ensucie,
siempre será mejor que él, aunque esté más sucia estará más limpia, olerá mejor,
tal vez brillará. Él sin embargo como mucho puede crecer, dejar de ser un niño,
pero en su caso los años solo lograrán que a la gente deje de darle pena su
cara y le den menos monedas, le dan más insultos y le den más palos. Se acercan
dos personas a ayudar a la mujer del barro, un hombre y una mujer, cada uno la
coge de un brazo y tiran logrando levantarla bastante, pero entonces sus pies
vuelven a resbalar y cae arrastrándolos a ellos. La mujer llora de rabia e
impotencia y sus ayudantes contemplan el destrozo en sus ropas con caras y expresiones
de asco. Entonces se oye un trueno y caen las primeras gotas. El niño, el chico
más bien, recoge sus cosas. La segunda mujer grita encarándose a un dios por su
mala suerte, entonces el niño entra en el portal y el cielo se derrumba en
forma de muchísima lluvia. Las tres personas se empapan, se caen y se rebozan
en el nuevo barro, y el niño, desde el portal, con la nariz que moquea, piensa
que lo tienen merecido.
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