martes, 1 de diciembre de 2015

Lica

Esta historia la escribí en verano para un concurso en el que decidieron que darme una respuesta era un privilegio que no me merecía, sin embargo yo esperé y esperé largos meses. En fin, aquí está:


Todos los amaneceres eran iguales, la niebla salía del bosque y rodeaba el pueblo sin llegar a alcanzar las casas. Era una sensación inquietante de la que no fui consciente hasta la mañana de mi diecisiete cumpleaños.


Me llamo Alexis y en aquel momento yo tenía dieciséis años, cerca de los diecisiete. Mi familia constaba de cuatro miembros: mi madre, una mujer de apariencia triste, obediente y de pocas palabras; mi padre, un hombre acabado dado a la bebida que depositaba todas las labores del granero, única fuente de ingresos de la familia, en sus hijos; y mi hermana Natasha.
Natasha realmente no era mi hermana, de hecho ella era rubia y yo moreno, y ya su aparición fue extraña. Hacía muchos años mi padre abandonó a mi madre durante todo un año sin dar explicación alguna, al volver traía un bebé de una cabellera rubia como no había habido otra en el pueblo. No se sabía quién era su verdadera madre y respecto a las circunstancias de su nacimiento mi padre no hablaba, mi madre acabó aceptándola como hija y a los dos años nací yo. Natasha no se quedaba en casa como la mayoría de las mujeres, de hecho, de haberlo hecho, yo no hubiese podido con el peso de mantener a la familia, pues ya he dicho que mi padre, que en paz descanse, se desentendía del asunto. Mi medio hermana, de hecho, demostraba tener más fuerza que yo, pero eso era cuando se recogía el pelo con su pañuelo marrón a cuadros, ya que vistiéndose de cualquier otra forma no parecía más que una de las muchachas que llenaban el pueblo con las risas que tanto nos gustaban a los chicos.

Recuerdo una escena en la que ya estábamos mi padre, mi hermana y yo sentados a la mesa. Mi madre le preguntó a Nata (así la llamábamos a veces) que dónde estaba su pañuelo, ella le respondió de una forma extraña, como fingiendo sorpresa, que no sabía dónde podía estar, que se lo habría dejado en el bosque. Entonces mi madre empezó a toser y cayó al suelo de rodillas, escupiendo sangre, yo corrí a socorrerla, y allí, de rodillas, abrazado a mi madre, observé con estupor cómo nos miraban mi padre y Natasha impasibles, como si no estuviesen allí, como si fuesen de piedra.
Mi madre entonces enfermó y quedó postrada en cama, conmigo como única compañía. Por aquellas fechas empezaron a suceder extrañas muertes que de especial, sobre todo, tenían que nadie hablaba de ellas. Todas aquellas muertes, de las que costaba saber, eran además violentas. Mi madre nunca me dejaba hablar sobre ello cuando estaba con ella, pues monopolizaba como tema de conversación el hecho de que pronto tendría yo diecisiete años y que habría que hacer una gran fiesta, cosa que decía mientras me miraba con ojos tristes y me acariciaba la mejilla apenas cubierta por la sombra de lo que llegaría a ser mi barba, yo asentía muy lentamente y le preguntaba que si quería más agua.

Un día acudí al médico del pueblo para comprarle las medicinas que necesitaba mi madre, él me dijo que no dejaba de ser un alivio que en aquellos tiempos tuviese él aún la posibilidad de retrasar a la muerte, tenía un aspecto demacrado. Mientras todavía estaba con él, con la bolsa de las medicinas ya pagada, hablando en ese momento de mi hermana y de si tenía ella pretendiente, apareció su ayudante corriendo y gritó, antes de verme, que había habido otro ataque, pero que esta vez la víctima todavía estaba viva. Corrí detrás de ellos, en parte por el morbo de encontrarme de pronto con esos acontecimientos que llevaban ya un tiempo esquivándome y en parte porque sentía que era mi deber, que no habría sido ético verles marchar corriendo para volver yo caminando a casa, silbando tal vez. El ataque se había producido en el salón de una casa de las afueras. En cuanto entré en el cuarto pensé que el causante de aquello debía haber sido un oso. La sangre había salpicado las paredes, había muebles rotos y, en el centro, con los brazos abiertos, desnudo, destrozado y con los pantalones por los tobillos, se encontraba la víctima. El ayudante había dicho que aun estaba vivo, pero en cuanto el médico se arrodilló a su lado, el hombre me miró por encima de su hombro, con unos ojos enormes llenos de pánico, y murió. Yo tan solo pude pensar que aquella inquietante mirada no iba dedicada a mí sino a la muerte. Sin embargo, mientras médico y ayudante retiraban el cadáver, yo contemplé la habitación más detenidamente. Me fijé en que un animal tan grande como un oso no habría podido entrar por la puerta sin destrozarla. Ojeé los libros tirados por el suelo, libros que solo podía permitirse un hombre adinerado, sin embargo abrí uno y olía como si apenas se le hubiese dado uso desde que fue comprado. Al ver la camisa arrugada en un rincón y sin manchas de sangre recordé que el cadáver tenía los pantalones bajados, ¿qué estaba haciendo cuando le mataron? Si la puerta no estaba forzada ni rota, ¿Cómo había podía haber entrado el animal en el cuarto si él estaba desnudo y por lo tanto tendría la puerta cerrada? Por último, antes de marcharme de allí, deprisa, habiendo olvidado al médico recogí un pañuelo marrón a cuadros.
Al volver a casa me encontré una escena irreal. Natasha había sacado la bañera a la parte delantera de la casa y se encontraba dentro, bañándose desnuda. El agua debía estar caliente pues su piel tenía una tonalidad rosácea, especialmente sus pechos. Hablé mirando al suelo:
—Natasha, he encontrado el pañuelo con el que te recoges el pelo.
—Ah, bien, gracias. Estaba en el bosque, ¿a que sí?
—Sí, claro, ¿dónde si no? —se lo tendí.
—Gracias —. Y siguió cogiendo agua de la bañera con un cubo para echársela por el cuerpo mientras tarareaba una canción de niños.

Pese a mi esfuerzo, las medicinas y las continuas sangrías, mi madre murió. Murió sin estar yo presente, murió sola porque nadie estaba con ella, la encontré al volver de trabajar en el granero. El funeral fue sencillo porque no nos podíamos permitir más. Con lo que encontré que ella había ahorrado para mi cumpleaños pude pagar a una plañidera y al cura, el cual no se dignaba a pisar camposanto si no era tras una limosna. Desde el momento en el que Natasha se quitó el velo negro empezó a comportarse de forma aún más extraña.

Con la muerte de mi madre sentí que debía trabajar todavía más. Las noches me encontraban acarreando montones de paja, sin llegar a poder sentir dolor físico alguno. Una de esas noches había llegado a la puerta de la casa cuando oí una voz cantar, tras de mí venía Natasha. Ella cantaba cosas inconexas y andaba como evitando caerse. Parecía borracha y tenía mal puestos algunos botones, además de que la camisa estaba metida por debajo de la falda en algunos puntos mientras que en otros colgaba por fuera. Al llegar mi altura se me abrazó al cuello y me dio un sonoro beso en la mejilla, yo sentí una inmensa pena. La separé de mí, la cogí por los brazos y le susurré que por qué hacía esas cosas, que se quisiese más a sí misma, que la muerte de madre nos había afectado a todos. Recuerdo que la llamaba ‘Nata’, que es la palabra que usaba cuando me refería a ella de manera cariñosa. Ella respondió a mis palabras echando la cabeza atrás y exhalando una profunda carcajada. Pero de pronto se abrió la puerta y apareció nuestro padre. Yo me separé de ella de forma instintiva, él se acercó y la derribó de una bofetada. Ella se le agarró al pantalón gritando, y él dijo algo que no olvidaré:
—¡Muérete ya, criatura!
Se soltó y entró en casa. Yo la llevé a dentro, ella andaba con la cabeza gacha, muy callada, la arropé en su cama. Me costó dormir, tenía muchas cosas en las que pensar, pero finalmente el cansancio físico me sedujo y caí rendido. No desperté hasta ya entrada la mañana, me vestí corriendo y salí de casa sin advertir que en ella no estaban ni mi padre ni Natasha. Aquella noche, al volver, mi padre seguía sin estar presente, lo imaginé disculpándose con la bebida como no lo haría con Nata. Ella sin embargo sí llegó a la noche, traía un vestido de fiesta, los labios pintados, el pelo recogido y una inmensa sonrisa. Me alegré tantísimo de verla tan guapa, tan feliz, que ni le pregunté el motivo de sus ropas e hice yo la cena.
Mi padre siguió sin aparecer por casa, pero a nadie le sorprendió, de hecho, como dije al principio, llegó en una ocasión a estar ausente durante un año sin explicación alguna. Al segundo día pregunté en la taberna si sabían de él, me dijeron que no, sospeché que las deudas allí contraídas le habían obligado a ir al pueblo vecino, o al de más allá. Al tercer día sí apareció, pero solo en cuerpo y no en forma. El policía que fue a buscarme me dijo que lo habían encontrado en el bosque, pasado el arroyo, despedazado por lo que parecían ser lobos. Natasha hacía tiempo ya que no me ayudaba en el granero, desde la muerte de madre aproximadamente, ahora se dedicaba a desaparecer durante el día o incluso  la noche para aparecer después medio desnuda o impecablemente vestida, muchas veces borracha. Aquella noche, cuando llegué y vi en la penumbra de sala, apoyado en el respaldo de una silla, el pañuelo marrón a cuadros con el que solía recogerse el pelo, se formó en mí una sospecha densa y negra.
Al día siguiente llegué a casa algo antes de lo que empezaba a acostumbrar y me encontré a Natasha sentada, esperándome. Vestía un corpiño negro, falda y tenía algo entre las manos.
—Mañana es tu cumpleaños —. Dijo, y yo me apoyé contra la pared, a la espera de que siguiese hablando. —Ten, toma —. Me tendió el envoltorio, lo cogí y desenvolví un cuchillo. —Es de caza, muy bueno.
—¿Y por qué me lo das hoy?
—Por lo que pudiese pasar.
Se me acercó, me besó en la mejilla y se marchó. Yo decidí seguirla.

Su falda iba susurrando sobre la hierba, así que pude seguirla tomando suficiente distancia. Se dirigía a las afueras del pueblo, hacia una casa perdida, donde llamó a la puerta y le abrió un hombre desnudo de cintura para arriba. No oí lo que dijeron, pero cuando él se hizo a un lado y ella entró me acerqué a la ventana de un salón oscuro en el que poco tardó en encenderse la luz y en el que entraron los dos. Allí él empezó a besarla en los labios, en las mejillas y en el cuello, de una manera repentina y rápida, sin responderle ella pero sin oponerse también. Poco tardó en desnudarla, tirando de los cordones del corpiño de forma brusca, como temiendo que ella pudiese cambiar de opinión en cualquier momento. Sin embargo, cuando ella se encontró prácticamente desnuda, con sus pequeños pechos apuntando, afilados, a su propia excitación, fue ella quien le puso las manos en la cara y le hizo subir (pues ya se encontraba buscando oro en las profundidades), entonces le besó en la boca apretando sus labios cerrados contra los suyos, y sus manos recorrieron su pecho, tripa y espalda. Le quitó ella los pantalones y los calzones antes de perder la falda, y fue también quién llevó el sexo, quien le montó a él reduciéndole solo a una herramienta de su propia satisfacción. En un momento le mordió la oreja hasta hacerle gritar, y cuando terminaron él tenía largas heridas por el pecho. Entonces hablaron, él rió, gritó algo y por una puerta entró una chica morena de piel cobriza. Vestía una bata de flores negras que nada más entrar abrió, mostrando un cuerpo de senos redondos y sexo hipnótico. Natasha se levantó de donde estaba y se acercó a ella, el hombre, que estaba perdiendo ya la erección, se pasaba un dedo por las heridas y se lo llevaba a los labios, sin dejar de sonreír. Nata empezó a besar a la nueva por el cuello, pero pronto fue bajando, mordiendo, hasta que le provocó un extraño gemido, después volvió a subir, y, estando otra vez en su cuello, la chica morena abrió mucho los ojos y empezó a gritar. La nueva gritaba y se intentaba zafar de la cabellera rubia, cuando al final lo logró mostraba el cuello y el pecho empapados en sangre. Entonces el hombre dejó de sonreír y la blanca piel de la espalda de Natasha se empezó a oscurecer hasta que aprecié que se cubría de pelo. Salí corriendo de allí.

La mañana de mi diecisiete cumpleaños amaneció con mis ojos secos. Estaba de rodillas sobre la hierba empapada de rocío. Tenía el regalo de Natasha, el cuchillo, en una mano, en la otra su pañuelo marrón a cuadros. Vi acercarse una pequeña luz amarilla por el verde prado. Cuando me vio sonrió y aceleró el paso, me levanté. Me abrazó.
—Feliz cumpleaños…
Se alejó lo suficiente para empezar a ver la sangre y cómo ésta brotaba por debajo del corpiño, empapándole la falda. Me agarró de la camisa y cayó de espaldas al suelo. Estaba tumbada y yo de rodillas con mi rostro muy cerca del suyo. Me miró a los ojos, estaba llorando presa del pánico. Intentaba pronunciar unas palabras que no lograban cobrar forma. Entonces empecé a llorar, sentí que estaba equivocado, que ella no era ningún monstruo, que nada de lo que había visto era cierto y que estaba loco.

Cuando ella terminó de morir yo alcé la vista y vi la niebla rodeando las casas en aquella inquietante sensación que ya me perseguiría siempre.



La historia se llama “Lica” porque el tema para el relato era la metamorfosis en las mujeres, haciendo especial mención a la licantropía y a la homosexualidad en las mujeres. Un tema curioso.

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