miércoles, 25 de noviembre de 2015

En tu silencio mudo

No sé cómo se conocieron, pero sé que él siempre sonreía cuando abría la puerta y la veía allí, a oscuras. Ella a veces venía porque fuera llovía y necesitaba secarse, a veces estaba triste y otras tan solo le necesitaba, las que menos. Él le preparaba bebidas frías en verano y calientes en otoño, podía saber si ella tenía hambre por el color de sus mejillas y siempre tenía café recién hecho. Su casa no era muy grande, pero si se hacía tarde le cedía su cama de matrimonio para echarse él en el sofá. Le escuchaba si quería hablar, sin presionarla nunca, pero jamás le hablaba, porque era mudo.
Sin embargo, contra lo que pueda parecer, ella no le soportaba. Enseguida se cansaba de su amabilidad, de sus bastantes años más, de su calva, de su tripa exageradamente redonda y de su silencio acompañado siempre de aquella estúpida sonrisa. Ella necesitaba a otro tipo de hombres, unos que por definición la trataban mal y le hacían volver a aquél recibidor oscuro, aquel salón de luz blanca y a aquellas sábanas grises que en invierno se volvían un santuario. También se sentía mal por eso, porque ella era mala con un hombre que daba igual lo que le hiciese, si le insultaba, robaba o ignoraba, porque él sonreía de forma triste y se marchaba un rato al baño, para después salir y volver a preparar café.
Llegado el momento ella decidió darle algunos buenos detalles, creyendo que un buen acto puede arreglar toda una mala trayectoria, así le regaló flores y le pidió si podía quedarse aquella foto suya que había en el marco violeta, cuando lo pidió él arrugó la frente, extrañado, y después asintió dos veces. Para ella tener aquella horrible cara en la cartera era un horror, al principio, para pasar a ser una especie de amuleto después, algo así como aquella casa en miniatura y portátil, de hecho, si acercaba la nariz a la imagen creía poder oler café recién hecho.
En una ocasión llegó llorando, y ante la puerta, sobre el felpudo, descubrió una llave y una nota, ésta decía “estaré fuera un par de días, te he dejado la cena preparada”. Era la primera vez, no que escuchase su voz, sino que la leía. Ella, por supuesto, se asustó de que él hubiese previsto su llegada, pero después de entrar fueron otros los pensamientos ocuparon su mente. Aquella casa, por extraño que pudiese parecer, era más pequeña sin la gorda figura del mudo, y ella, como en un ritual, decidió vivir allí hasta su regreso. Repasó armarios y cajones en una lenta inspección, viendo los calcetines perfectamente colocados y sin encontrar ningún secreto, ni una sola palabra escrita de su puño y letra. Tuvo que evitar contener la risa al encontrar un pequeño armario completamente lleno de botes del mejor café. No había ceniceros, pero ella sabía que si algún día, al llegar a aquella casa, sacaba un cigarrillo, aparecería uno mágicamente. La primera noche no durmió, la segunda se prometió dejar en paz para siempre a aquel hombre.
Desde el amanecer de las nubes de un día de perros, ella permaneció escondida en los soportales de la acera de enfrente. Estuvo allí horas hasta que finalmente le vio aparecer, entonces se marchó sintiendo que había cerrado el círculo.

Tuvieron que pasar dos años, el tiempo suficiente para olvidar a quien te ha cuidado. Entonces un día a ella le asaltó una mujer por la calle. Al principio creyó que le intentaba vender algo o estafar, pero entonces la llamó por su nombre y empezó a prestar atención. Aquella mujer de pelo corto, negro y rizado le comunicó que su padre, Juan Finisterre, había muerto y que quería comunicarle cuando sería el entierro además de darle la dirección del notario que le hablaría de las cosas que aquel hombre le había dejado en herencia. Ella no entendía nada, no le sonaba ese nombre, hasta que se le ocurrió preguntar “¿Ese hombre era el mudo?” y como la mujer del pelo negro no entendía, le mostró la foto que guardaba en la cartera. “Sí, es él”, dijo su hija, “pero jamás fue mudo”.

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