Un hombre iba caminando por una acera y de pronto se detuvo,
se giró quedando de cara a la carretera y cruzó sus manos frente a él a la
altura de la cintura, en posición de espera. Otro hombre, que venía por la
misma acera pero en dirección contraria, llegó hasta él, le saludó con un gesto
de cabeza, se giró quedando de cara a la carretera y cruzó las manos de la
misma forma. Al rato llegó una mujer, inclinada hacia un lado por el peso de la
bolsa que cargaba, y al llegar hasta ellos apoyó la bolsa en el suelo, les
saludó con un correspondido “buenos días” y se giró también quedando de cara a
la carretera. Episodios parecidos se repitieron hasta quedar siete personas
allí de pie, mirando a la carretera y sin hablar.
Dicen que unas personas llaman a otras, o tal vez es la
envidia o la curiosidad, pero lo cierto es que quienes estaban cerca de allí,
al ver a siete personas juntas, calladas, quietas y en la misma posición, no
pudieron sino acercarse a ver qué ocurría. Cada vez había más número de gente
junto a los siete originales, que no parecían molestos por aquella fluctuación,
lo cual aumentaba la curiosidad del qué y del por qué, haciendo que muchos
aparcasen los coches lejos para acercarse andando, que otros colgasen el
teléfono con un “ahora te llamo” y que apareciesen mágicos vendedores de
comida, bebida y servesa fría, vendedores que surgen por generación espontánea
allí donde se requiere su presencia.
Alguien, por diversión o buscando una respuesta, grabó
aquello y lo subió a internet, donde lo vio un empleado menor de una cadena de
noticias que acabó desencadenando que aterrizasen en el lugar un cámara y una
reportera, acto declarativo de guerra al resto de medios de comunicación que no
tardaron en enviar a sus corresponsales. La aparición de la prensa atrajo aún a
más personas al abarrotado lugar. Los nuevos preguntaban a los otros que qué
hacían allí y estos les respondían teorías absurdas o la verdad, que no sabían,
pero nadie se atrevía a transmitirle la duda general a los siete originales,
además de que con tanta gente ahora se encontraban inaccesibles.
El Gobierno se enteró y pidió explicaciones. Le respondieron
con cuestiones jurídicas, sociológicas y políticas, pero no con la respuesta de
lo que allí ocurría. Se envió a la policía para mantener el inestable orden, se
mandó al servicio secreto a buscar actividad terrorista y se mandó a los
consejeros a escribir cientos de magníficos discursos a cerca de las cientos de
posibilidades de lo que podía estar ocurriendo, para que, llegado el momento
necesario, la presidenta no tardase en aparecer en una sesión extraordinaria
hablando del asunto de la manera más acertada.
Alienígenas, esa era la última opinión general y se asentó
en los corazones de todos como una mezcla de temor y admiración. Ovnis,
extraterrestres, marcianos. Los otros, los del más allá, los dioses. El
Gobierno, al ver aparecer en las pantallas de televisión, como por arte de
magia, pancartas con los mensajes “bienvenidos” o “fuera de aquí, los humanos
lucharán”, no dudó en ordenar a los cazas del ejército despegar y empezar a
patrullar la zona.
El primer hombre de los originales, aquel que se detuvo y
quedó mirando la calzada con las manos cruzadas frente a él, comentó a nadie en
concreto “no quedará mucho”. La simple frase creó un silencio sepulcral para
después correr de boca en boca, en susurros. No quedará mucho, ¿para qué? ¿Algo
iba a llegar o algo iba a dejar de ser? Pero, fuese lo que fuese, ¿era bueno o
malo? Y para responder a esta pregunta todos los rostros se giraron hacia el
hombre, buscando su semblante. Y así, con todos los ojos sudorosos y mudos
puestos en los siete originales, la mujer de la bolsa, la que fue la tercera en
llegar, respondió “yo tengo entendido que el autobús está ya al principio de la
calle, pero que no puede avanzar porque han cortado el tráfico”.
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