viernes, 6 de noviembre de 2015

La espera

Un hombre iba caminando por una acera y de pronto se detuvo, se giró quedando de cara a la carretera y cruzó sus manos frente a él a la altura de la cintura, en posición de espera. Otro hombre, que venía por la misma acera pero en dirección contraria, llegó hasta él, le saludó con un gesto de cabeza, se giró quedando de cara a la carretera y cruzó las manos de la misma forma. Al rato llegó una mujer, inclinada hacia un lado por el peso de la bolsa que cargaba, y al llegar hasta ellos apoyó la bolsa en el suelo, les saludó con un correspondido “buenos días” y se giró también quedando de cara a la carretera. Episodios parecidos se repitieron hasta quedar siete personas allí de pie, mirando a la carretera y sin hablar.
Dicen que unas personas llaman a otras, o tal vez es la envidia o la curiosidad, pero lo cierto es que quienes estaban cerca de allí, al ver a siete personas juntas, calladas, quietas y en la misma posición, no pudieron sino acercarse a ver qué ocurría. Cada vez había más número de gente junto a los siete originales, que no parecían molestos por aquella fluctuación, lo cual aumentaba la curiosidad del qué y del por qué, haciendo que muchos aparcasen los coches lejos para acercarse andando, que otros colgasen el teléfono con un “ahora te llamo” y que apareciesen mágicos vendedores de comida, bebida y servesa fría, vendedores que surgen por generación espontánea allí donde se requiere su presencia.
Alguien, por diversión o buscando una respuesta, grabó aquello y lo subió a internet, donde lo vio un empleado menor de una cadena de noticias que acabó desencadenando que aterrizasen en el lugar un cámara y una reportera, acto declarativo de guerra al resto de medios de comunicación que no tardaron en enviar a sus corresponsales. La aparición de la prensa atrajo aún a más personas al abarrotado lugar. Los nuevos preguntaban a los otros que qué hacían allí y estos les respondían teorías absurdas o la verdad, que no sabían, pero nadie se atrevía a transmitirle la duda general a los siete originales, además de que con tanta gente ahora se encontraban inaccesibles.
El Gobierno se enteró y pidió explicaciones. Le respondieron con cuestiones jurídicas, sociológicas y políticas, pero no con la respuesta de lo que allí ocurría. Se envió a la policía para mantener el inestable orden, se mandó al servicio secreto a buscar actividad terrorista y se mandó a los consejeros a escribir cientos de magníficos discursos a cerca de las cientos de posibilidades de lo que podía estar ocurriendo, para que, llegado el momento necesario, la presidenta no tardase en aparecer en una sesión extraordinaria hablando del asunto de la manera más acertada.
Alienígenas, esa era la última opinión general y se asentó en los corazones de todos como una mezcla de temor y admiración. Ovnis, extraterrestres, marcianos. Los otros, los del más allá, los dioses. El Gobierno, al ver aparecer en las pantallas de televisión, como por arte de magia, pancartas con los mensajes “bienvenidos” o “fuera de aquí, los humanos lucharán”, no dudó en ordenar a los cazas del ejército despegar y empezar a patrullar la zona.
El primer hombre de los originales, aquel que se detuvo y quedó mirando la calzada con las manos cruzadas frente a él, comentó a nadie en concreto “no quedará mucho”. La simple frase creó un silencio sepulcral para después correr de boca en boca, en susurros. No quedará mucho, ¿para qué? ¿Algo iba a llegar o algo iba a dejar de ser? Pero, fuese lo que fuese, ¿era bueno o malo? Y para responder a esta pregunta todos los rostros se giraron hacia el hombre, buscando su semblante. Y así, con todos los ojos sudorosos y mudos puestos en los siete originales, la mujer de la bolsa, la que fue la tercera en llegar, respondió “yo tengo entendido que el autobús está ya al principio de la calle, pero que no puede avanzar porque han cortado el tráfico”.

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