Íñigo Pérez se escondía en la buhardilla de un
bloque de pisos con su amigo y compañero Rafael Sánchez. Cuando oyeron correr a
los militares escaleras arriba, Íñigo fue hasta una puerta que se camuflaba con
la pared a excepción del picaporte y se metió dentro, allí, a oscuras, se dejó
caer por una estrecha rampa que, como un tobogán, le conducía hasta la parte
baja del edificio. Rafael, que se quedó en la buhardilla, solo tuvo que
arrancar la pieza del picaporte y volver a meterla dada la vuelta, de tal modo
que éste desaparecía a simple vista y no se reconocía la puerta en mitad de la
pared. Tras hacer esto, Rafael corrió a sentarse, abrió un libro que tenía
sobre la mesa por donde estaba el marcapáginas y fingió sobresaltarse cuando
los militares echaron la puerta abajo sin llamar. El coronel le preguntó por
Íñigo Pérez y él dijo que hacía más de un año que no le veía, después, como
correspondía en esos casos, los militares dejaron el piso patas arriba buscando
algo que ni ellos sabían bien qué era. Antes de marcharse, el coronel hizo un
comentario despectivo sobre el libro abierto que Rafael tenía apoyado sobre las
rodillas.
Al cabo de dos días Íñigo y Rafael escucharon de
nuevo las botas sobre los escalones huecos.
—Están pesados esta semana—. Comentó el fugitivo
mientras abría la puerta secreta.
Rafael volvió a sacar y meter del revés el picaporte
y volvió a sentarse y a abrir el libro por donde el marcapáginas. Los soldados
tiraron la puerta que no había dado tiempo a reparar y volvieron a abrir y
arrojar los libros de los estantes como si fuesen a caer papeles con mensajes
secretos de entre sus hojas, volvieron a volcar los cajones a ver si había
doble fondo y volvieron a derribar las estanterías por puro amor al caos. Ya se
iban cuando el coronel le echó un ojo al libro que tenía Rafael abierto sobre
las piernas.
—Ya es curioso que en dos días no haya avanzado ni
una página, señor Sánchez. Anda y ciérrelo que se nos viene preso.
Aquella noche el coronel se remangó las manos de
la camisa y se la manchó de sangre. Rafael acabó por hablar pensando que ya
había cumplido, y el coronel, que había tenido tanta prisa en sacarle
información, esperó hasta la mañana siguiente para comprobar la veracidad de la
misma.
Un par de hombres, el coronel y el esposado y
dolorido Rafael llegaron a la buhardilla, allí el coronel abrió la puerta y se
lanzó por la rampa. Era gracioso ver a un hombre tan serio en donde
correspondería ver a un niño, bajando por el tobogán. Cuando llegó al final el
coronel se sorprendió de ver que sus pies daban con una manta doblada puesta
allí para aterrizar sin hacer ruido, también vio un clavo y una percha vacía
enganchada en él. El cuarto secreto daba a la sala de la caldera, y al salir de
ésta se vio junto a los buzones, frente a la puerta principal del bloque.
Enseguida estuvieron con él los dos hombres y el prisionero, que habían
decidido bajar por las escaleras.
—Ahí dentro vi una percha, ¿por qué?
Y Rafael, con el ojo morado, mostró una sonrisa
sin dientes:
—¿No se da cuenta, coronel? Cada vez que venían,
Íñigo se disfrazaba de militar y se camuflaba entre ustedes. Algunas veces
incluso subía a registrar la buhardilla como todos, y yo me aguantaba para no
reírme ahí mismo.
Con el preso en el calabozo, el coronel reflexionó
durante dos horas, después mandó fusilar a sus hombres, no podía confiar en ellos.
Pero en realidad Rafael se la había colado al
viejo coronel. Íñigo, cada vez que bajaba por la rampa, no se vestía de
militar, sino de cartero, y cada vez que pasaba el coronel, bajaba la cabeza
tapando así el rostro con la gorra y murmuraba:
—Buenos días.
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