Masmanuel siempre al volver de trabajar, con el sol
ya huido y las niñas dormidas, entraba en la cocina y llevaba a cabo un extraño
ritual. Llenaba un vaso de agua, le echaba cucharadita y media de sal y un poco
de comida para peces machacada, después se bebía de un trago el asqueroso mejunje,
echaba en el vaso algo más de agua con la que limpiaba los posos y también se
la bebía quitándose el sabor de la boca.
La explicación de este comportamiento venía de
tiempo atrás, bastantes años, cuando Masmanuel aún se llamaba tan solo Manuel.
Él era un niño y su hermano, tres años mayor, le había contado con pelos y
señales cómo la langosta que habían comido el domingo pasado aún estaba viva
cuando la metieron en el agua hirviendo, a Manuel se le hincharon los ojos y
sintió arcadas. La comida de aquel nuevo domingo se había servido en la mesa
grande con la cubertería buena, y nadie miraba si quiera a Manuel porque se
había reunido toda la familia. De primer plato hubo algo, qué más da qué, pero
de segundo aparecieron en su plato dos pescados, cocinados pero enteros, con
cabeza, cola y espinas. Su madre le dijo que le dejase, que ya se lo limpiaba
ella, pero él saltó negándose. Tenía el tenedor, el cuchillo (uno un poco
extraño que al parecer era exclusivo para el pescado) y aquellos ojos marinos
mirándole. Entonces tuvo una idea, cogió los trozos más grandes de pescado que
su boca pudo abarcar, y, no sin dolor, tragó sin apenas masticar. La garganta
le ardía y los ojos le lloraban cuando dejó en el plato lo que parecían dos
fósiles hallados de la Prehistoria, su madre pensó que estaba así porque no le
había gustado y le prometió que no lo volvería a comer, y él dio las gracias
por un motivo distinto. Lo que ocurría era que Manuel, Masmanuel, creía
haberles salvado la vida a aquellos pescados, y por eso cada día bebía un poco
de mar y comida para peces, para que aquellos dos ejemplares nadasen siempre en
su estómago, libres de toda cruel cocina.
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