miércoles, 18 de noviembre de 2015

Fondo marino

Masmanuel siempre al volver de trabajar, con el sol ya huido y las niñas dormidas, entraba en la cocina y llevaba a cabo un extraño ritual. Llenaba un vaso de agua, le echaba cucharadita y media de sal y un poco de comida para peces machacada, después se bebía de un trago el asqueroso mejunje, echaba en el vaso algo más de agua con la que limpiaba los posos y también se la bebía quitándose el sabor de la boca.
La explicación de este comportamiento venía de tiempo atrás, bastantes años, cuando Masmanuel aún se llamaba tan solo Manuel. Él era un niño y su hermano, tres años mayor, le había contado con pelos y señales cómo la langosta que habían comido el domingo pasado aún estaba viva cuando la metieron en el agua hirviendo, a Manuel se le hincharon los ojos y sintió arcadas. La comida de aquel nuevo domingo se había servido en la mesa grande con la cubertería buena, y nadie miraba si quiera a Manuel porque se había reunido toda la familia. De primer plato hubo algo, qué más da qué, pero de segundo aparecieron en su plato dos pescados, cocinados pero enteros, con cabeza, cola y espinas. Su madre le dijo que le dejase, que ya se lo limpiaba ella, pero él saltó negándose. Tenía el tenedor, el cuchillo (uno un poco extraño que al parecer era exclusivo para el pescado) y aquellos ojos marinos mirándole. Entonces tuvo una idea, cogió los trozos más grandes de pescado que su boca pudo abarcar, y, no sin dolor, tragó sin apenas masticar. La garganta le ardía y los ojos le lloraban cuando dejó en el plato lo que parecían dos fósiles hallados de la Prehistoria, su madre pensó que estaba así porque no le había gustado y le prometió que no lo volvería a comer, y él dio las gracias por un motivo distinto. Lo que ocurría era que Manuel, Masmanuel, creía haberles salvado la vida a aquellos pescados, y por eso cada día bebía un poco de mar y comida para peces, para que aquellos dos ejemplares nadasen siempre en su estómago, libres de toda cruel cocina.

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