domingo, 22 de noviembre de 2015

Una extraña soledad

Qué desagradable situación, qué incómodo. Para empezar el acostarse vestido de traje, te limita los movimientos, te hace sudar en un lugar tan reducido. Pero sobre todo el espacio, no logro recordar si los pies chocan con la madera porque ésta fue concebida así, porque ha menguado o por si yo he crecido, no lo sé, no lo recuerdo, pero el resultado es que las suelas de mis zapatos rozan con la madera, tanto que podría ponerme a zapatear, y no solo eso, sino que si levanto un poco uno de los pies, su punta choca también con más madera. Me muevo como un pez vivo que cae a tierra, agitándome frenéticamente, chocando contra las paredes de madera que me rodean, pero al final me canso, no consigo dormir, así que me pongo a hacer fuerza y aparto la losa de mármol.
El aire fresco me abofetea y me limpia, me ventila y se lleva la caspa y el polvo. Cierro los ojos, me quito las legañas y estiro los brazos desperezándome, volviendo así a maldecir el llevar traje. Me levanto y vuelvo a empujar la losa de mármol colocándola como debía estar cuando me encontraba debajo. Me siento sobre ella.
Veo el césped de los tramos de jardín mojado y me lamento por haberme perdido aquella mañana la visión del jardinero con mostacho tarareando la nueva canción de moda. Pero tal vez no sea regado sino rocío, porque la mañana ha amanecido húmeda.
Veo al guardia jugando a dar vueltas con un dedo al manojo de llaves, veo a los pájaros que hace horas que se levantaron para piar y volar de rama en rama. Lo bueno de aquel punto del cementerio es que no se oyen los coches, aquí si está presente eso de “descansa en paz”.
Aparece la señora Noelia, tan mayor que no ha logrado envejecer en diez años más de lo que ya estaba. Por costumbre y no tristeza llega hasta la tumba de su marido y le deja cerca de la lápida un racimo pequeño de flores. Entonces me mira de reojo, y con la sonrisa secreta de una abuela a su nieto, se acerca hasta mí y me da una rosa. Me la alcanza a una distancia prudencial, porque los años no han logrado que se acostumbre plenamente a un hombre muerto, y yo cojo la flor por la parte más baja del tallo, que inmediatamente se ennegrece, y le dedico una sonrisa y un gesto con la cabeza.
Me gusta aquella rosa, me gustan las flores en general, porque aunque no se muevan en ellas se aprecia la vida y la fragilidad que los hombres se esfuerzan por ocultar. La huelo y alcanzo su olor a ceniza, pero sé que no es la rosa la que huele a ceniza, que el problema es mío, porque a los muertos les pasa como a los fumadores, que pierden el olfato. Me encantaría coger entre el dedo gordo y el índice cada uno de los pétalos y apreciar su suavidad, pero sé que si lo hago inmediatamente se secarán y pudrirán a un tiempo.
Es curioso, en vida había oído que si la Muerte, con sus manos esqueléticas, te tocaba, morías al instante. Ahora creo que no es que te toque y te mate, sino que ocurre como en el espacio. El espacio es gigante y frío, y si un astronauta se quitase el caso se congelaría al instante, pero “no entra el frío, sino que se va el calor”, y aunque un astronauta con su calor no pueda calentar el espacio, está aportándole algo de calor a su inmenso frío, y eso es lo que pasa con la Muerte, si te toca tu vida abandona el cuerpo para no llegar a lograr cubrir el pozo negro que se oculta bajo la capucha.

A lo largo de la tarde, al ser un día entre semana, no pasa mucha gente, pero sí un entierro. Saludo sonriendo a la procesión de hombres y mujeres vestidos de negro, donde, para mi regocijo, veo a una plañidera. En el ataúd cerrado irá como un marinero en un submarino mi nuevo compatriota hasta que se dé cuenta, que pocas veces pasa, de que puede salir a respirar el aire libre de polvo o ceniza. Me empiezo a preguntar a cuántas de esas personas veré el Día de Todos los Santos, pero caigo en la cuenta de que ese día es el único que no me levanto, no soporto el tráfico frenético de familiares obligados por algo que ni ellos saben bien qué es.
Lo peor de estar muerto son las uñas. Yo, acostumbrado a mordérmelas en vida, descubro que crecen y crecen, provocando una horrible sensación en la punta de cada dedo.
Ya cuando el cielo se vuelve violeta aparece el mejor personaje del cementerio, un gato negro al que llamo Milus. No se pueden pasar animales al recinto, pero Milus salta cada tarde la valla para ir hasta un estrecho pasillo de nichos donde el musgo devora el mármol, y allí se sienta durante horas frente a una tumba cuya placa identificadora debió caerse hace tiempo. No sé a quién va a ver Milus, pero me imagino que será una mujer que murió joven o una bruja a quien su gato negro no ha olvidado.

Al llegar las nueve menos cuarto, los megáfonos empiezan a entonar una música horrible como indicación a la gente de que se debe ir yendo, lo cual me parece mal, porque el horario permite la presencia en el cementerio hasta las nueve, no las nueve menos cuarto. Entonces se me acerca el guardia, que sigue haciendo girar las llaves con el índice, y me dice que son horas de acostarme. Yo empujo la lápida, entro y él me vuelve a enterrar. No soporto acostarme tan temprano.

No hay comentarios:

Publicar un comentario