Qué desagradable
situación, qué incómodo. Para empezar el acostarse vestido de traje, te limita
los movimientos, te hace sudar en un lugar tan reducido. Pero sobre todo el
espacio, no logro recordar si los pies chocan con la madera porque ésta fue
concebida así, porque ha menguado o por si yo he crecido, no lo sé, no lo recuerdo,
pero el resultado es que las suelas de mis zapatos rozan con la madera, tanto
que podría ponerme a zapatear, y no solo eso, sino que si levanto un poco uno
de los pies, su punta choca también con más madera. Me muevo como un pez vivo
que cae a tierra, agitándome frenéticamente, chocando contra las paredes de
madera que me rodean, pero al final me canso, no consigo dormir, así que me
pongo a hacer fuerza y aparto la losa de mármol.
El aire fresco me
abofetea y me limpia, me ventila y se lleva la caspa y el polvo. Cierro los
ojos, me quito las legañas y estiro los brazos desperezándome, volviendo así a
maldecir el llevar traje. Me levanto y vuelvo a empujar la losa de mármol
colocándola como debía estar cuando me encontraba debajo. Me siento sobre ella.
Veo el césped de los
tramos de jardín mojado y me lamento por haberme perdido aquella mañana la visión
del jardinero con mostacho tarareando la nueva canción de moda. Pero
tal vez no sea regado sino rocío, porque la mañana ha amanecido húmeda.
Veo al guardia jugando
a dar vueltas con un dedo al manojo de llaves, veo a los pájaros que hace horas
que se levantaron para piar y volar de rama en rama. Lo bueno de aquel punto
del cementerio es que no se oyen los coches, aquí si está presente eso de
“descansa en paz”.
Aparece la señora
Noelia, tan mayor que no ha logrado envejecer en diez años más de lo que ya
estaba. Por costumbre y no tristeza llega hasta la tumba de su marido y le deja
cerca de la lápida un racimo pequeño de flores. Entonces me mira de reojo, y
con la sonrisa secreta de una abuela a su nieto, se acerca hasta mí y me da una
rosa. Me la alcanza a una distancia prudencial, porque los años no han logrado
que se acostumbre plenamente a un hombre muerto, y yo cojo la flor por la parte
más baja del tallo, que inmediatamente se ennegrece, y le dedico una sonrisa y
un gesto con la cabeza.
Me gusta aquella rosa,
me gustan las flores en general, porque aunque no se muevan en ellas se aprecia
la vida y la fragilidad que los hombres se esfuerzan por ocultar. La huelo y
alcanzo su olor a ceniza, pero sé que no es la rosa la que huele a ceniza, que
el problema es mío, porque a los muertos les pasa como a los fumadores, que
pierden el olfato. Me encantaría coger entre el dedo gordo y el índice cada uno
de los pétalos y apreciar su suavidad, pero sé que si lo hago inmediatamente se
secarán y pudrirán a un tiempo.
Es curioso, en vida
había oído que si la Muerte, con sus manos esqueléticas, te tocaba, morías al
instante. Ahora creo que no es que te toque y te mate, sino que ocurre como en
el espacio. El espacio es gigante y frío, y si un astronauta se quitase el caso
se congelaría al instante, pero “no entra el frío, sino que se va el calor”, y aunque
un astronauta con su calor no pueda calentar el espacio, está aportándole algo
de calor a su inmenso frío, y eso es lo que pasa con la Muerte, si te toca tu
vida abandona el cuerpo para no llegar a lograr cubrir el pozo negro que se
oculta bajo la capucha.
A lo largo de la
tarde, al ser un día entre semana, no pasa mucha gente, pero sí un entierro.
Saludo sonriendo a la procesión de hombres y mujeres vestidos de negro, donde,
para mi regocijo, veo a una plañidera. En el ataúd
cerrado irá como un marinero en un submarino mi nuevo compatriota hasta que se
dé cuenta, que pocas veces pasa, de que puede salir a respirar el aire libre de
polvo o ceniza. Me empiezo a preguntar a cuántas de esas personas veré el Día
de Todos los Santos, pero caigo en la cuenta de que ese día es el único que no
me levanto, no soporto el tráfico frenético de familiares obligados por algo
que ni ellos saben bien qué es.
Lo peor de estar
muerto son las uñas. Yo, acostumbrado a mordérmelas en vida, descubro que
crecen y crecen, provocando una horrible sensación en la punta de cada dedo.
Ya cuando el cielo se
vuelve violeta aparece el mejor personaje del cementerio, un gato negro al que
llamo Milus. No se pueden pasar animales al recinto, pero Milus salta cada
tarde la valla para ir hasta un estrecho pasillo de nichos donde el musgo
devora el mármol, y allí se sienta durante horas frente a una tumba cuya placa
identificadora debió caerse hace tiempo. No sé a quién va a ver Milus, pero me
imagino que será una mujer que murió joven o una bruja a quien su gato negro no
ha olvidado.
Al llegar las nueve
menos cuarto, los megáfonos empiezan a entonar una música horrible como
indicación a la gente de que se debe ir yendo, lo cual me parece mal, porque el
horario permite la presencia en el cementerio hasta las nueve, no las nueve
menos cuarto. Entonces se me acerca el guardia, que sigue haciendo girar las
llaves con el índice, y me dice que son horas de acostarme. Yo empujo la lápida,
entro y él me vuelve a enterrar. No soporto acostarme tan temprano.
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