Llegué pronto, como me
pasaba siempre. Me senté, puse una pierna sobre la otra y el abrigo doblado sobre
ambas. Aquel era el primer concierto al que asistía en el que la pista estaba
cubierta por sillas plegables, lo cual tenía sentido porque no era de esperar
que el público fuese a saltar y bailar viendo a un cantautor que cantaba sobre
el amor y la paz. Desde mi asiento en un lateral de las gradas tenía buena
visibilidad, veía cómo todos los sitios se iban llenando, aquel era un
concierto muy esperado. Todos los sitios iban siendo ocupados menos el asiento
número 14, yo tenía el 13. Aquella había sido una duda reiterada en los días
anteriores, ¿vendría ella? Recordaba su amenaza y en todo momento me imaginaba
a su padre acudiendo en su lugar, a su padre también le gustaba el cantautor, a
todo el mundo le gustaba. Las luces se apagaron, un pequeño aplauso y de nuevo
voces y murmullos, él aún no salía, ella llegó. Pasó a mi lado y se sentó.
—¿Has llegado muy
pronto?
—Sabes que nunca me
pierdo los avisos de dónde están las salidas de emergencia.
El telón se abrió y de
nuevo aplausos. Le costaba hablar, si se movía o decía algo, la gente le
alababa, me recordó a un dictador. La mujer que tenía detrás parecía su mayor
fan, todo aplausos y gritos, la miré de soslayo y vi su pelo rojo rizado,
tendría unos cuarenta años. Entonces empezaron las canciones. Grabé algunas que
me habían pedido personas que no habían podido asistir. Constantemente la
miraba, ella tenía la vista fija en el escenario, tampoco se movía, me
preguntaba si actuaría igual si no estuviese yo o si estuviésemos aún juntos.
¿Qué coño le pasaba a la mujer de atrás? No dejaba de dar patadas en mi asiento
y le daba por ponerse a hacer palmas a la mínima. La miré, la miré para que
viese que la miraba, entonces se levantó y volvió al rato con un refresco, me
consolé pensando que se habría arruinado comprando eso allí. El cantautor
seguía cantando, se veía que lo hacía con pasión. Entonces aquella luz, una
lucecita que se movía de un lado para otro entre las filas de sillas, era
realmente irritante. El artista también debió molestarse porque después de
beber para aclararse la garganta se acercó al micrófono:
—La lucecita esa, ¿se
puede apagar? Gracias. Eh, señorita, que si la podés apagar. Bueno, ¿algún alma
cándida que la apague?
Entonces varias
personas se levantaron, todo chicos jóvenes, y empezaron a forcejear con la
luz, que al parecer era una mujer que iba vendiendo refrescos por el público.
Una pelea, muchas personas en pie, gente marchándose, gritos. Era divertido.
Estampida moderada primero, estampida salvaje después. Era curioso que aquella
violencia la hubiese desencadenado el pacífico cantautor, me lo imaginaba
llorando en su ironía. Mientras corría advertí delante de mí a la mujer que se
había sentado detrás. Le cogí del pelo y le estampé la cabeza contra un
extintor. Seguí corriendo. Tanta patadita y tanta palmada. Por cierto, ¿dónde
estaba ella? No la recordaba más allá que sentada en el asiento 14.
Siempre igual. Siempre
“qué suerte, la cantidad de conciertos que puedes escuchar, ¡y encima gratis!”.
Llegaba un momento en que todos los sonidos eran iguales. Murmullos, aplausos,
gritos, bebidas frías, siempre es un gusto tocar en Madrid, por favor un minuto
de atención las salidas de emergencia se encuentran en. Se apagan las luces y
la gente aplaude, pero no tienen ni idea, aún no empieza, solo lo hacen para
que la gente se siente y calle. Una mujer me toca el hombro, quiere una bebida,
se la doy, me paga, enciendo la linterna para ver el cambio, tendrá unos cincuenta
años, probablemente haya venido a acompañar a alguien y no le guste esta
música. De pronto silencio y miradas, ¿qué pasa?
—Eh, señorita, que si
la podés apagar.
Me giro hacia el
escenario, juraría que me está mirando a mí. Me señalo, interrogante.
—Bueno, ¿algún alma
cándida que la apague?
Me rodean, ¿qué está
pasando? Me empujan, me defiendo, de pronto siento dolor, pero no sé dónde.
Gritos, luces. Dolor. De pronto silencio, alguien me coge de la mano y me
susurra algo, creo que me dice que todo va a ir bien.
Siempre es igual,
hazme caso, nada más salir ya gritan, pero es que vas y les dices que siempre
es un gusto tocar en su ciudad y pierden el culo. El concierto mal y bien, pero
no por lo que tú crees. Esta gira como te dije la hice por el dinero, y salió
genial. Pero bueno, tocaba y se me iba la cabeza, pensando en cualquier cosa.
Tocaba en modo automático. Canción mala y silencio, canción mala y protestas,
canción buena y vítores. Siempre es igual, hazme caso. Aquella gente, todo el
lugar lleno, estaban allí por mí, me encanta en esos momentos recordarme al
empezar, ¡quién lo iba a creer! Solo que uno se vuelve un maniático, hazme
caso. De pronto veo una lucecilla y me distraigo. Espero, pero la tía no la
apaga, una de estas personas que van vendiendo mierda por ahí aprovechándose de
mi esfuerzo. Entonces bebo agua así para forzar una pausa y le pido que la
apague, pero nada. Se lo vuelvo a decir y va la tía y me hace el gesto este
como de apuntarse a sí misma, la chula de mierda. Entonces, claro, ya sabes,
pido si alguien apaga la puta luz ¡y qué bestialidad! La juventud está loca,
loca te digo. Que hostias le dan, así sin más. Y nada, revuelto y la gente que
empieza a correr. Yo ahí pasmado, mirándolo todo y veo que los de seguridad
rodean el escenario y luego me sacan de ahí. Me sentí un presidente en una
guerra, el más importante incluso en las malas. Me vas a matar, tío, pero ojalá
más conciertos así.
Me asomo desde arriba
de las escaleras y le veo sentado, con las piernas cruzadas y el abrigo encima,
ocupando tanto espacio. Siempre se lo digo, que es un inconsciente, un egoísta
que no sabe que lo es. Pero él siempre tendrá derecho a poder quejarse del
resto del mundo. Ojalá no hubiese venido. Se apagan las luces y bajo. Tengo que
saludarle de alguna forma, pero no sé qué decir, me sale:
—¿Has llegado muy
pronto?
—Sabes que nunca me
pierdo los avisos de dónde están las salidas de emergencia.
Siempre ese humor. No
sé cómo llegó a gustarme, ahora me resulta insoportable. Empieza el concierto y
él que no para, que no puede disfrutarlo. Mira hacia atrás, hacia el escenario,
¿qué le pasa? La mujer que tiene sentada detrás se va y vuelve con un refresco,
se le cae un poco en mi espalda, es desagradable, no pide perdón. Pienso en
todos los móviles que graban al cantautor y recuerdo que cuando se inventó la
fotografía se creía que ésta atrapaba el alma, ¿qué pensarían aquellas personas
del alma de este pobre hombre?
—La lucecita esa, ¿se
puede apagar? Gracias. Eh, señorita, que si la podés apagar. Bueno, ¿algún alma
cándida que la apague?
¿Qué ocurre? No me
entero muy bien. Le oigo murmurar a mi lado “sí, bien”. De pronto empiezan a
golpear a una mujer, no entiendo nada, me quedo paralizada. La gente corre y se
llevan al cantautor, debe estar aterrado. Se encienden las luces, no queda
nadie. Bajo. No logro distinguir el rojo de su uniforme y el de la sangre. Le
cojo de la mano, está destrozada, noto cómo se me van quemando los ojos y las
mejillas. Me agacho y le susurro:
—Tranquila, todo va a
ir bien—. Pienso que ojalá fuese verdad.