martes, 24 de mayo de 2016

La guerra de atrás

El pueblo es muy diferente a hace tres años y eso que en lo principal no ha cambiado nada. Al principio, cuando empezaron a caer las bombas, la gente se refugiaba en los sótanos, los niños lloraban, los perros ladraban y los caballos se volvían locos. Durante la primera parte del bombardeo, las calles estaban vacías mientras que la tierra del suelo sin asfaltar saltaba por los aires, y los soldados, cobijados en las trincheras a la entrada al pueblo, disparaban a la maleza por pura impotencia de no poder disparar contra los cañones que les disparan desde un valle más allá.
Ahora los soldados tienen el fusil apoyado contra los sacos y fuman despacio, verdaderamente aburridos. En la calle las bombas siguen cayendo, muchas perdiéndose dentro del foso que llevan cavando durante tres años, provocando agujeros en los que no se llega a ver el fondo. La señora María, que cada día compra dos bolsas y va a ver a una amiga a la peluquería, refunfuña pensando que al tener que esquivar los cráteres el paseo se le hace eterno, y después, al mirar hacia la entrada del pueblo, piensa que los soldados son unos vagos y que para qué se les paga. En las casas se volvió a beber el té de las cinco, y se recuperaron las tradiciones de coger la taza extendiendo el dedo meñique y mantener la espalda recta pese a que cueste mantener el pulso con los temblores que causan las bombas y aunque no se recuerde en el pueblo un líquido que no ande alterado por los círculos concéntricos de los acontecimientos sísmicos. Los jueves, al salir de la sesión de cine, la gente suele exigir la devolución de lo pagado a no ser que la película fuese muda.

No se dispara sin orden ni concierto, sino que las artillerías disparan puntuales según el reloj del capitán, primero la 2, después la 3, luego la 1… Cuando disparan, todos se tapan los oídos, y retumba la tierra de forma tal que, como se dispara tanto de día como de noche, hay un insomnio colectivo que dura ya tres años. Todos están seguros de que el Enemigo pronto se rendirá, con cada nuevo disparo esperan ver aparecer saliendo del valle a un soldado agitando un pañuelo blanco. Tan solo un cabo tiene miedo de que hayan muerto ya todos y los disparos sean innecesarios, cuando le comentó esto al capitán, éste contestó:
—Mejor, así les cavamos las tumbas.
Lo cierto es que el capitán no tiene orden alguna de disparar, pero lo sigue haciendo porque cada día, exceptuando los domingos, puntual a las tres y media, llega un tren cargadito de bombas, y él entiende que debe seguir disparando aunque las artillerías, que no han parado en tres años, lloren metal.

Los empleados del ferrocarril miran sin falta el periódico los domingos, día que libran, buscando trabajo. Pronto se acabarán las bombas que mandan cada día a ser enterradas desde hace casi tres años que acabó la guerra.

martes, 17 de mayo de 2016

El corazón

Entró en la cocina dando tumbos, retiró la silla de la mesa y se desplomó sobre ella. Respiraba agitado, pero no como un corredor, sino como un anciano. Cuando levantó la mano del regazo se la miró y vio lo fuerte que temblaba. Despacio la acercó al pecho y ahí, introduciéndola por un pliegue de la camisa, atravesó también la piel. Levantó la cara hacia el techo, con los ojos cerrados y el gesto de quien está sintiendo muchísimo dolor, sin embargo no emitió sonido alguno. Por los movimientos del brazo se notaba que la mano estaba hurgando dentro del pecho y al final la sacó. Dejó lo que guardaba el puño sobre un plato blanco que había en la mesa. Era su corazón. Con las manos lo desmenuzó en los tres trozos claramente diferenciados, había uno muy oscuro que se veía más viejo, otro tenía un color tranquilo y el último era de un rojo extraño. Ya no parecía un corazón, sino varios filetes que han empezado a pudrirse. Echó la cabeza hacia atrás y se durmió de puro agotamiento.
Por la puerta que había quedado abierta entró caminando despacio un perro, olisqueó al hombre, se acercó a la mesa y se comió lo que había sobre el plato sin ni siquiera rebañarlo.

viernes, 13 de mayo de 2016

La falda

Si sigues dando vueltas de esa forma, moviendo así la cadera, se te va a caer la falda.
¿Ves? Te lo dije. Esa goma aguanta en la cintura, pero aguanta poco, porque es mala, y desde luego no es más que para caminar a paso normal.
¿Ahora te tapas? No sé, llevas bragas, no hay peligro. Bueno, pero si decides darme la espalda para taparte lo de delante me expones las nalgas, porque esas bragas no sé si serán así, pero parece que te quedasen pequeñas, veo dos circulitos de piel.
Ahora, no sé, ¿una mano en cada nalga? Hasta parece erótico, nadie diría que intentas ocultar una desnudez parcial. Todo esto parece una danza, como si no hubieras dejado de mover la cadera.
¿Te agachas a por la falda? ¿Pero no ves que así tus bragas se marcan y estás más desnuda que hasta ahora?
Pues sí que era mala la falda, ha llegado a tu cintura y plof, ha vuelto a caer.
¿Enserio otra falda? Te falla la goma y ya buscas una dura. ¿Pantalones no tienes ahí dentro?
Anda, ven, que te subo yo la cremallera. Qué guerra das.
Eso, sí, así. Ahora, después de todo, te has relajado. Ahora deja que te desbroche botones, que te baje cremalleras y que te acaricie así, despacio.

miércoles, 11 de mayo de 2016

La estatua

En la mina de Buanduru se extraen inmensas cantidades de bronce que por algún casual nunca se quedan en la región. Una parte importante llega como envío extraordinario a un país desértico que pasó de ser una zona indeterminada en los mapas a ser nación en el momento justo en el que se halló petróleo. Allí, un artista italiano y dos nacionales trabajan durante nueve meses y dan a luz a una gran estatua. La estatua es erigida en la Plaza de las Banderas, la más importante de la capital, con el dato curioso de que para ponerla se retiran las banderas y todo elemento que pueda entorpecer la visión de la estatua, que representa al dictador, hecho ahora de bronce. Toda dictadura que se precie debe tener una estatua de su dictador. Es algo básico, como en las guerras de antes el tener bandera: antes era importante que cada ejército y cada ciudad tuviese sus banderas, porque así si perdía el enemigo podía quemarla, izarla al revés o llevársela a casa, si no tenías bandera eras un don nadie y no merecías ni ser atacado. Lo mismo pasa con las estatuas en las dictaduras, todas deben tener un líder y éste su facha impresa en un caro material, que además ha de estar en pose imponente, no así en el retrete, sentado leyendo o ya acostado antes de dormir, porque un dictador ha de sacrificar su vida privada en pos del progreso a no ser que sea para aparecer pescando, bañándose o practicando cualquier deporte de cara a una película propagandística. Entonces aparecerá con la vista perdida en la lejanía e incluso apuntando con el dedo hacia allá, teniendo en la otra mano como mucho un libro, el libro propagandístico, de tal forma que el pueblo pueda pensar que él es otra víctima y que también debe escuchar interminables discursos acerca de su loable líder. Así pues toda dictadura que se precie debe prever ser derrocada, y para eso es imprescindible la estatua, ¿cómo si no va a salir en los informativos el vídeo de los soldados extranjeros tirándola abajo para poder sumir el país ahora sin petróleo de nuevo en el olvido?

sábado, 7 de mayo de 2016

La pequeña cosa

Érase una vez un pequeño algo, no digo qué era porque de tan pequeño nadie se había parado a darle un nombre, y peor, ni siquiera a describir sus formas, si era esférico o cuadrado, si era gris o de cualquier otro color, si era suave o no lo era. Una cosa semejante solo puede vivir al margen de los caminos, a la sombra de las hierbas que nadie quiere. Esta cosa, como se deduce de lo que he dicho antes, jamás había visto un semejante, y tampoco podría llegar a reflejarse en un charco sin caer al agua por lo pequeña que era, hecho que no había llegado a darse porque nunca había visto un charco, si quiera a lo lejos, como espejismo o fulgurante resplandor. Esta cosa no tomaba la molestia de desplazarse como animal ni como planta —pues las plantas también se desplazan, por desplazar hasta los mares y montañas se desplazan—, tan solo dejaba que las cálidas brisas del final del verano la acunasen y llevasen camuflada entre el polvo, que bien mirado podrían ser sus allegados. Sucedió que una noche, encontrándose ya la cosa descansando entre pequeños tréboles de dos y tres hojas, un fuerte viento peinó la hierba, espantó a los insectos y lanzó a la pequeña cosa muy, muy arriba. Allí hubo un terrorífico segundo de suspensión, después el viento siguió soplando y soplando, llevando a la cosa a aquellas alturas donde el viento no sopla, sino que juega y gira y hace tirabuzones y sopla por varios sitios diferentes a la vez y se detiene y acaba por aspirar para recuperar el aire. Entonces la cosa volvió a quedar suspendida y supo que o bien caería muy despacio o habría de morir por la altura a la que se encontraba. Sin embargo el negro de la noche se volvió un poco azul y las estrellas se apartaron dejando paso al mar, un mar que caía desde el cielo y limpiaba el aire y movía a la cosa en forma de gotas, gotas que aún no caían, sino que allí donde se encontraba eran creadas y comenzaban a precipitarse despacio. Pero aun así la cosa fue cayendo, viendo como las gotas se volvían furiosas y la golpeaban por los extremos. Por último una gota le acertó de lleno, comiéndosela, haciéndola suya, y esta gota cayó cada vez más deprisa hasta destrozarse contra el camino de tierra. A la mañana siguiente las nubes se habían ido y desde un primer momento el agradable sol coronó un cielo azul y pacífico. Sin embargo la cosa ya no estaba, el agua y la fuerza lo habían hecho parte del camino de tierra, al cual se había unido. Pero, ¿cómo es posible que la cosa no conociese ya del viento y la lluvia? Tal vez sea porque las cosas tan pequeñas aparecen sin más en los márgenes de los caminos y tienen una vida breve en la que todo las sorprende.

jueves, 5 de mayo de 2016

El concierto

Llegué pronto, como me pasaba siempre. Me senté, puse una pierna sobre la otra y el abrigo doblado sobre ambas. Aquel era el primer concierto al que asistía en el que la pista estaba cubierta por sillas plegables, lo cual tenía sentido porque no era de esperar que el público fuese a saltar y bailar viendo a un cantautor que cantaba sobre el amor y la paz. Desde mi asiento en un lateral de las gradas tenía buena visibilidad, veía cómo todos los sitios se iban llenando, aquel era un concierto muy esperado. Todos los sitios iban siendo ocupados menos el asiento número 14, yo tenía el 13. Aquella había sido una duda reiterada en los días anteriores, ¿vendría ella? Recordaba su amenaza y en todo momento me imaginaba a su padre acudiendo en su lugar, a su padre también le gustaba el cantautor, a todo el mundo le gustaba. Las luces se apagaron, un pequeño aplauso y de nuevo voces y murmullos, él aún no salía, ella llegó. Pasó a mi lado y se sentó.
—¿Has llegado muy pronto?
—Sabes que nunca me pierdo los avisos de dónde están las salidas de emergencia.
El telón se abrió y de nuevo aplausos. Le costaba hablar, si se movía o decía algo, la gente le alababa, me recordó a un dictador. La mujer que tenía detrás parecía su mayor fan, todo aplausos y gritos, la miré de soslayo y vi su pelo rojo rizado, tendría unos cuarenta años. Entonces empezaron las canciones. Grabé algunas que me habían pedido personas que no habían podido asistir. Constantemente la miraba, ella tenía la vista fija en el escenario, tampoco se movía, me preguntaba si actuaría igual si no estuviese yo o si estuviésemos aún juntos. ¿Qué coño le pasaba a la mujer de atrás? No dejaba de dar patadas en mi asiento y le daba por ponerse a hacer palmas a la mínima. La miré, la miré para que viese que la miraba, entonces se levantó y volvió al rato con un refresco, me consolé pensando que se habría arruinado comprando eso allí. El cantautor seguía cantando, se veía que lo hacía con pasión. Entonces aquella luz, una lucecita que se movía de un lado para otro entre las filas de sillas, era realmente irritante. El artista también debió molestarse porque después de beber para aclararse la garganta se acercó al micrófono:
—La lucecita esa, ¿se puede apagar? Gracias. Eh, señorita, que si la podés apagar. Bueno, ¿algún alma cándida que la apague?
Entonces varias personas se levantaron, todo chicos jóvenes, y empezaron a forcejear con la luz, que al parecer era una mujer que iba vendiendo refrescos por el público. Una pelea, muchas personas en pie, gente marchándose, gritos. Era divertido. Estampida moderada primero, estampida salvaje después. Era curioso que aquella violencia la hubiese desencadenado el pacífico cantautor, me lo imaginaba llorando en su ironía. Mientras corría advertí delante de mí a la mujer que se había sentado detrás. Le cogí del pelo y le estampé la cabeza contra un extintor. Seguí corriendo. Tanta patadita y tanta palmada. Por cierto, ¿dónde estaba ella? No la recordaba más allá que sentada en el asiento 14.

Siempre igual. Siempre “qué suerte, la cantidad de conciertos que puedes escuchar, ¡y encima gratis!”. Llegaba un momento en que todos los sonidos eran iguales. Murmullos, aplausos, gritos, bebidas frías, siempre es un gusto tocar en Madrid, por favor un minuto de atención las salidas de emergencia se encuentran en. Se apagan las luces y la gente aplaude, pero no tienen ni idea, aún no empieza, solo lo hacen para que la gente se siente y calle. Una mujer me toca el hombro, quiere una bebida, se la doy, me paga, enciendo la linterna para ver el cambio, tendrá unos cincuenta años, probablemente haya venido a acompañar a alguien y no le guste esta música. De pronto silencio y miradas, ¿qué pasa?
—Eh, señorita, que si la podés apagar.
Me giro hacia el escenario, juraría que me está mirando a mí. Me señalo, interrogante.
—Bueno, ¿algún alma cándida que la apague?
Me rodean, ¿qué está pasando? Me empujan, me defiendo, de pronto siento dolor, pero no sé dónde. Gritos, luces. Dolor. De pronto silencio, alguien me coge de la mano y me susurra algo, creo que me dice que todo va a ir bien.

Siempre es igual, hazme caso, nada más salir ya gritan, pero es que vas y les dices que siempre es un gusto tocar en su ciudad y pierden el culo. El concierto mal y bien, pero no por lo que tú crees. Esta gira como te dije la hice por el dinero, y salió genial. Pero bueno, tocaba y se me iba la cabeza, pensando en cualquier cosa. Tocaba en modo automático. Canción mala y silencio, canción mala y protestas, canción buena y vítores. Siempre es igual, hazme caso. Aquella gente, todo el lugar lleno, estaban allí por mí, me encanta en esos momentos recordarme al empezar, ¡quién lo iba a creer! Solo que uno se vuelve un maniático, hazme caso. De pronto veo una lucecilla y me distraigo. Espero, pero la tía no la apaga, una de estas personas que van vendiendo mierda por ahí aprovechándose de mi esfuerzo. Entonces bebo agua así para forzar una pausa y le pido que la apague, pero nada. Se lo vuelvo a decir y va la tía y me hace el gesto este como de apuntarse a sí misma, la chula de mierda. Entonces, claro, ya sabes, pido si alguien apaga la puta luz ¡y qué bestialidad! La juventud está loca, loca te digo. Que hostias le dan, así sin más. Y nada, revuelto y la gente que empieza a correr. Yo ahí pasmado, mirándolo todo y veo que los de seguridad rodean el escenario y luego me sacan de ahí. Me sentí un presidente en una guerra, el más importante incluso en las malas. Me vas a matar, tío, pero ojalá más conciertos así.

Me asomo desde arriba de las escaleras y le veo sentado, con las piernas cruzadas y el abrigo encima, ocupando tanto espacio. Siempre se lo digo, que es un inconsciente, un egoísta que no sabe que lo es. Pero él siempre tendrá derecho a poder quejarse del resto del mundo. Ojalá no hubiese venido. Se apagan las luces y bajo. Tengo que saludarle de alguna forma, pero no sé qué decir, me sale:
—¿Has llegado muy pronto?
—Sabes que nunca me pierdo los avisos de dónde están las salidas de emergencia.
Siempre ese humor. No sé cómo llegó a gustarme, ahora me resulta insoportable. Empieza el concierto y él que no para, que no puede disfrutarlo. Mira hacia atrás, hacia el escenario, ¿qué le pasa? La mujer que tiene sentada detrás se va y vuelve con un refresco, se le cae un poco en mi espalda, es desagradable, no pide perdón. Pienso en todos los móviles que graban al cantautor y recuerdo que cuando se inventó la fotografía se creía que ésta atrapaba el alma, ¿qué pensarían aquellas personas del alma de este pobre hombre?
—La lucecita esa, ¿se puede apagar? Gracias. Eh, señorita, que si la podés apagar. Bueno, ¿algún alma cándida que la apague?
¿Qué ocurre? No me entero muy bien. Le oigo murmurar a mi lado “sí, bien”. De pronto empiezan a golpear a una mujer, no entiendo nada, me quedo paralizada. La gente corre y se llevan al cantautor, debe estar aterrado. Se encienden las luces, no queda nadie. Bajo. No logro distinguir el rojo de su uniforme y el de la sangre. Le cojo de la mano, está destrozada, noto cómo se me van quemando los ojos y las mejillas. Me agacho y le susurro:
—Tranquila, todo va a ir bien—. Pienso que ojalá fuese verdad.

El tacatún

Ay, el mundo, que me trata como un tacatún. Un tacatún chiquito que corre por las praderas haciendo tucutún, tucutún, tucutún. Un tacatún gris sobre cielo azul, hierba verde, lago claro y montañas marrones y blancas. De pronto sopla el viento y el tacatún bufa, buuuuu. ¡Pobre tacatún! La ciudad avanza y el tacatún huye al siempre inmenso prado, porque se conoce que el tacatún es un animal de horizontes, horizontes que, como mucho, solo pueden ser cubiertos por nubes. Si se queda sin horizontes, el tacatún muere, y si hay niebla, el tacatún duerme para no ver que no puede ver. Al tacatún le pone triste el mar, no lo comprende, es amplio, sí, pero él no puede andar por el agua, se hunde, así que no le sirve como pradera, además el agua salada no le gusta y no puede beberla, no entiende el mar. El tacatún no busca reproducirse por el deseo sexual, sino porque a veces le da por sentirse solo, busca reproducirse por obtener así cariño. Cuando esto sucede, busca una colina y la sube y baja corriendo tucutún, tucutún, tucutún, mientras bufa su deseo: tucuuú. El problema es que al tacatún le gustan las grandes praderas vacías, sin ciudades, animales ni mar, solo hierba para comer, lagos para beber y montañas, pero no demasiadas montañas, lo que hace que donde haya un tacatún vivo no hay nada más, ni siquiera un tacatún hembra, lo que va a llevar a estos animales a una inevitable extinción, sin necesidad de que les alcance la ciudad o los deprima el mar.

miércoles, 4 de mayo de 2016

Jamás lo hubiese pensado

Jamás hubiese pensado que acabaría pintando, que me podría ganar así la vida. Como sueño tenía escribir y como certeza que acabaría viviendo de lo que había estudiado, en una vida rodeada de papeles de letras impresas, de agendas con apuntes serios en los que no podría hacer un pequeño y desinteresado dibujo. Sin embargo creía que me acabaría acostumbrando a esa vida y que podría llegar a gustarme. Lo que nunca me hubiese imaginado era que acabaría pintando y menos vendiendo, y menos que ella viniese a vivir conmigo. Lo de la pintura sin embargo podía tener sentido, mi hermano estudió bellas artes y mis padres pintaron también en algún momento de sus vidas, en las paredes de mi casa había cuadros y en las estanterías libros sobre todos los pintores y movimientos. Pero, ¿y ella? ¿Qué hacía aquí? Y no lo digo como si no me gustase, sino porque parecía que llegado un momento de mi vida, en vez de vivir más hubiese recortado lo ya vivido, lo hubiese metido en una bolsa y hubiese sacado algunos papeles para formar un nuevo puzle. Aquella casa se parecía a la de mi niñez, estaba pintando y ella había estado cerca, que no al lado, muchos años.
Me gustaba verla recorrer la casa, era silenciosa, como un gato, un gato negro. Vivir con ella era extraño, no había relación alguna, solo éramos amigos, tan solo un día ella se encontró sola y le propuse venirse a vivir conmigo. Mi casa era grande, pero no esperaba que aceptase, creí que le resultaría raro, después, cuando aceptó, pensé que me resultaría extraño a mí y a punto estuve de echarlo todo atrás. Sin embargo vino y no se adueñó del espacio ni de mi vida, estaba ahí y a la vez no, hasta el punto de que cuando se marchaba un fin de semana o unos días a Irlanda, la echaba de menos aun sabiendo que todo sería igual si estuviese.
A pesar de no haber nada entre nosotros, yo le guardaba una especie de fidelidad, no traía a mujeres a casa y con el tiempo acabé por no quedar con ellas tampoco fuera. Solo venían a veces las modelos, pero incluso entonces pretendía que viniesen por la mañana, cuando ella iba a trabajar. Un par de veces podía haber salido como tema, en broma o enserio, que ella posase para mí, pero esos temas por mi parte siempre eran tabú y no por vergüenza sino por algún tipo de temor.
Con todo esto no sé cómo pudo ocurrir lo que estoy a punto de narrar. Yo me había levantado inspirado por los poemas leídos la noche de antes y llevaba pintando desde muy temprano. Como pintaba rápido por no querer que se me fuese la inspiración entre las pausas, pintaba formas abstractas de vivos, vivísimos, colores. Ella de pronto entró en mi estudio, debía ser sábado o domingo, porque era por la mañana, había mucha luz y ella venía de correr. De pronto recordé su marca de nacimiento, una pequeña cosa blanca a la altura de las costillas, yo decía que era una obsidiana, su padre que era una liebre al revés (y con las patas amputadas, añadía yo) y su hermano mellizo que era el resultado de una patada que éste le dio dentro del vientre de su madre, pues él tenía una mancha marrón en la pierna. Le pedí que se acercase, quería pintar algo con la forma de su marca, pero grande, muy grande, así que ella se subió la camiseta mostrando el vientre. Como ya he dicho yo estaba agitado desde muy temprano así que con el pincel, ya impregnado de pintura blanca, no se me ocurrió otra cosa que atacarle el ombligo gritando algo así como “¡Ajá!”. Ella gritó divertida y ante la pintura, como acto reflejo, se quitó la camiseta. De pronto, aunque no hablábamos, nos callamos, ella tenía un sujetador deportivo y yo dejé el pincel en la paleta. Me levanté y vencí aquello que nunca me había atrevido a hacer por no arriesgarme a dañar nuestra amistad, entonces la besé. Ella me había hablado de que le gustaban esos instantes en el que los labios estaban muy juntos justo antes de besarse, sin embargo nos besamos con pasión, con manos buscando espaldas, con ojos cerrados, con pasión. La habitación más cercana era la mía, que estaba en penumbra, y cuando nos lanzamos sobre el colchón descubrí que ella, hábilmente, se había librado de su calzado por el pasillo, yo llevaba descalzo todo el día. Su pantalón de chándal pareció desvanecerse y ella quedó en ropa interior, ropa interior deportiva pero ropa interior. Entonces volví a tener miedo y la miré a los ojos. Muy despacio fui introduciendo mis dedos entre la piel y sus bragas negras. Más tarde me diría que nunca la habían desnudado con tanto cariño.

lunes, 2 de mayo de 2016

El bosque de los meados

Más tarde, cuando salíamos Guille y yo de allí y nos acercábamos a Daniela, la chica del pelo rojo, la chica del pelo negro y la chica del pelo azul, le pregunté si se podría escribir una historia sobre aquello —Guille también escribe, de hecho mejor que yo actualmente, pero todo será cosa de que se relaje y entonces me erigiré con un relato magnífico, que no será éste, y me llevaré el aplauso de las gemelas filólogas a las que les aburre el cine y les encanta el efectismo— y me contestó que no era fácil porque la orina era un elemento escatológico. La orina está muy mal vista y olida, eso es cierto, pero es que eso es lo genial de lo que sucedió, la orina, el pis, era el elemento protagonista del modo más corriente y natural que se pueda dar en la naturaleza, y que de hecho se dio en un bosque.

Yo acababa de salir de clase. En la entrada de la facultad se habían cerrado todas las puertas a excepción de una que custodiaban dos bedeles, dejando salir a la gente triste que había ido a clase un día como aquel, como yo, e impidiendo entrar a los ya borrachos estudiantes que, por finos, buscaban un retrete en vez de aprovechar el inmenso espacio desaprovechado que ocupaba el terreno de la universidad. Ese día llevaba semanas publicitándose, tanto que hasta el rector nos había enviado una carta pidiéndonos que este año por favor no destruyésemos los jardines, tirásemos las vallas, pintásemos las paredes, monumentos y estatuas y que, por favor, no lo dejásemos todo tan sucio como el año anterior (esto último venía seguido de un “es un gran coste monetario limpiarlo”). San Cemento, fiesta de Ingeniería de la Edificación, antiguos aparejadores, pese a que la gente no pudiese asociar el cemento a otra cosa que no fuese Arquitectura. Mientras resonaban en mi cabeza las palabras de un profesor que tuve en primero que, con añoranza en los ojos, nos hablaba de que antes la universidad era el templo del saber, veía como cada año aquella fiesta cogía más envergadura y ya no solo se juntaban los universitarios a beber desde el medio día hasta la madrugada, sino que los estudiantes de instituto y quienes consideraban que éste no era importante y no iban, ávidos por beber el alcohol de los mayores, venían en el metro con pantalones cortos, piernas depiladas, bolsas de hielo, peinados asimétricos —e iguales en todos ellos—, el discurso de lo mucho que iban a follar y el teléfono de sus madres apuntado en la funda del móvil. El resultado era un macro-botellón (hay que ver la de terminología moderna que creo que estoy usando en este escrito) en el que pese a que los integrantes fuesen universitarios, no verías que la borrachera les hiciese discutir a gritos sobre filósofos, acontecimientos históricos, la composición de tal color o la mejor forma de suturar una herida, llegando casi a los puños por defender lo que un catedrático, mal que bien, les había enseñado.
Bueno, iba contando que salí de la facultad con Daniela y que tras llamar ella a varias personas que no le contestaron y llamar yo a Paula que no me contestó, Guille me lo cogió a la primera y me dio la mejor indicación posible en aquel mar de personas:
—Estoy donde tu librero.
Mi librero es un tipo genial que lleva siempre un sombrero impermeable bastante feo, sea primavera o invierno (en verano no le veo). Lo cierto es que cuando me paro a mirar qué trae ese día y hablo con él tengo lo más parecido a esa idea mística de la que te hablan todos y yo desconozco: la vida universitaria. Gracias a él conocí con primicia al chico más inteligente de mi facultad, que también es cliente asiduo, pero no solo a él, sino también a profesores, personas estrafalarias y a un escritor mexicano que desprecia lo que escribe. Lo cierto es que no sé cómo se llama mi librero, solo sé que su madre tiene alzhéimer, que está con ella por las mañanas hasta que vienen a buscarla del Centro de Día, que entonces viene a Ciudad Universitaria, que tiene muchos libros en casa y que donde se suele situar se encontraban Guille y sus amigos.
Los hechos inmediatamente siguientes los enunciaré rápido porque no tienen demasiada importancia: Paula me dio un poco de tinto de verano y se marchó a la presentación que María hacía de su libro en Rivas, se fue con ella el chico con cara de animal con patillas con el que no me llevo muy bien. Nacho apareció de pronto con una chica con el pelo rojo, otra con el pelo negro y otra con el pelo azul. Guille me dio una botella de cerveza por saludarle y otra por presentarle a personas a las que en verdad yo no conocía. Los grupos de gente en este tipo de aglomeraciones mutan con facilidad, vas perdiendo integrantes, ganando otros y volviéndote a encontrar con los de antes. En solo un paseo vi a casi todas mis ex-parejas y a un par de chicos a los que en algún momento también les hubiera gustado serlo. Finalmente la chica del pelo azul nos propuso ir a su facultad asegurándonos que había césped, cálido sol y menos gente, así que fuimos. Bajamos de Paraninfo hasta la facultad de Ciencias de la Información por dónde bajamos unas escaleras a la altura de la entrada y seguimos bajando por el camino de la derecha. A esa altura Guille comentó la necesidad no sexual más frecuente que se da en esas situaciones, que dicha fínamente sería “ir al baño sin baño”. Pero claro, íbamos rodeados de muchas mujeres y no parecía propio arrimarse a cualquier pared. Así pues vi de pronto lo que parecía un enorme arbusto y le indiqué a Guille que sería un buen lugar. Por si acaso le acompañé, porque uno no sabe cuándo volverá a tener ocasión, y no sé cómo la botella de cerveza acabó en mi mano, a la que cada poco rato desenroscaba la tapa y daba un pequeño trago. Sin embargo aquel arbusto era muy diferente visto antes y después de atravesarlo. Antes parecía un arbusto tupido, seguido de otros pocos y terminado en un gran muro de piedra, sin embargo de pronto era solo una cortina verde que separaba lo de fuera de lo de dentro, porque de aquel lado ya no había muro de piedra, sino bosque, largo bosque hasta la M-30, supongo. Entonces buscamos alguna pequeña frondosidad donde poder arrimar el busto, pero esta aparente y simple tarea resultó complicada. Los arbustos estaban hechos a medias, como el grande que ocultaba el bosque, una vez te posicionabas veías que cualquiera te podía ver de frente y si alguno cumplía el mínimo de privacidad, te lo encontrabas custodiado por una pareja de jóvenes damiselas borrachas. Era inexplicable cuántas parejas de mujeres había allí, pero ninguna parecía verte, no estaban alerta o te seguían con la mirada esperando a que parases. Una chica se empezó a bajar los pantalones y a sentarse de cuclillas delante de nosotros y torcimos bruscamente nuestro camino, en un momento miré atrás y vi un inmenso y redondo culo blanco, entonces le di un buen trago a la cerveza y empezamos a ver culos por todas partes. Nosotros, buenos chicos, tan solo queríamos orinar y marcharnos, no buscábamos asaltar la intimidad de nadie, así que siempre que nos topábamos con una pareja modificábamos el rumbo y seguíamos internándonos en el bosque. Al final, harto, le propuse a Guille que esperásemos cerca de alguna de ellas a que measen, se fuesen y ocupásemos su sitio y creo que le pareció bien. Sin embargo había dos chicas muy inquietas, guiadas por un problema similar al nuestro habían ido a parar a un sitio poco resguardado —pensándolo ahora aquel sitio directamente no estaba resguardado, se habían pegado a un árbol, pero nada más, estaban en medio del bosque— y no veían el momento de ponerse manos al asunto, así que comenté y les comenté que nosotros podíamos ponerlos junto a ellas dándoles la espalda a modo de pantalla, pero apenas me hicieron caso. No era la primera vez que hacía algo parecido, hacía justamente un año, en el anterior San Cemento, Nacho había traído también a varias amigas suyas y una necesitaba desahogarse (otra forma fina de decirlo) cuanto antes, por lo que la llevé a mi facultad, pero los bedeles ya estaban montando guardia, así que lo intenté por otra puerta menos confluida, pero tampoco. No quedó más remedio que la llevase a una parte alejada del muro donde éste hacía una extraña u, allí monté guardia y ella obró, sin embargo, cuando ya estábamos de vuelta, una chica un par de años mayor nos preguntó dónde podía hacer pis, así que la llevamos a la u y esta vez montamos guardia los dos, ya a la vuelta la desconocida nos dijo que había estado a punto de abrir las dos puertas de su coche a modo de protección y hacerlo ahí, en el parking, qué difícil puede volverse esto de mear. Sin embargo, ya en el bosque de los meados, cuando nos alejamos, no sé por qué, se nos acercó una de las chicas, la rubia y nos dijo que era su amiga la que tenía necesidad, no ella. En cada mano llevaba unos cócteles amarillos con pajita y muy buena pinta y por poco le pido un trago. Después de que hablase sobre cosas extrañas nos dijo que su amiga se había bajado los pantalones y que cuando estaba a punto de liberarse, vio a un tipo mayor masturbándose al otro lado de los arbustos. Ella se reía, yo bebía cerveza y Guille encontraba un buen sitio con la mirada. Nos despedimos y Guille y yo meamos espalda contra espalda con los ojos cerrados, porque el blanco de tanto culo reflejaba el sol como si fuesen espejos.

Anuncio oído en la radio

¿Tiene que huir de la gente a la hora de expulsar una flatulencia? ¿Le da vergüenza el olor que pueda producir el interior de su cuerpo a la hora de la autopsia? ¡No sé preocupe, tenemos la solución! No espere más y pruebe ¡nuestro perfume para el interior del cuerpo! ¡Refresque sus pulmones con naranja, sus intestinos con melocotón, sus riñones con kiwi! Solo tiene que ingerir un poco después de la ducha ¡y listo! ¡Omita perfumes externos con solo bostezar!
En boca cerrada no entran moscas, ¡pero de la suya saldrán mariposas!