Jamás hubiese pensado que acabaría pintando, que me
podría ganar así la vida. Como sueño tenía escribir y como certeza que acabaría
viviendo de lo que había estudiado, en una vida rodeada de papeles de letras
impresas, de agendas con apuntes serios en los que no podría hacer un pequeño y
desinteresado dibujo. Sin embargo creía que me acabaría acostumbrando a esa
vida y que podría llegar a gustarme. Lo que nunca me hubiese imaginado era que
acabaría pintando y menos vendiendo, y menos que ella viniese a vivir conmigo.
Lo de la pintura sin embargo podía tener sentido, mi hermano estudió bellas
artes y mis padres pintaron también en algún momento de sus vidas, en las
paredes de mi casa había cuadros y en las estanterías libros sobre todos los
pintores y movimientos. Pero, ¿y ella? ¿Qué hacía aquí? Y no lo digo como si no
me gustase, sino porque parecía que llegado un momento de mi vida, en vez de
vivir más hubiese recortado lo ya vivido, lo hubiese metido en una bolsa y
hubiese sacado algunos papeles para formar un nuevo puzle. Aquella casa se
parecía a la de mi niñez, estaba pintando y ella había estado cerca, que no al
lado, muchos años.
Me gustaba verla recorrer la casa, era silenciosa,
como un gato, un gato negro. Vivir con ella era extraño, no había relación
alguna, solo éramos amigos, tan solo un día ella se encontró sola y le propuse
venirse a vivir conmigo. Mi casa era grande, pero no esperaba que aceptase,
creí que le resultaría raro, después, cuando aceptó, pensé que me resultaría
extraño a mí y a punto estuve de echarlo todo atrás. Sin embargo vino y no se
adueñó del espacio ni de mi vida, estaba ahí y a la vez no, hasta el punto de
que cuando se marchaba un fin de semana o unos días a Irlanda, la echaba de
menos aun sabiendo que todo sería igual si estuviese.
A pesar de no haber nada entre nosotros, yo le
guardaba una especie de fidelidad, no traía a mujeres a casa y con el tiempo
acabé por no quedar con ellas tampoco fuera. Solo venían a veces las modelos,
pero incluso entonces pretendía que viniesen por la mañana, cuando ella iba a
trabajar. Un par de veces podía haber salido como tema, en broma o enserio, que
ella posase para mí, pero esos temas por mi parte siempre eran tabú y no por
vergüenza sino por algún tipo de temor.
Con todo esto no sé cómo pudo ocurrir lo que estoy
a punto de narrar. Yo me había levantado inspirado por los poemas leídos la
noche de antes y llevaba pintando desde muy temprano. Como pintaba rápido por
no querer que se me fuese la inspiración entre las pausas, pintaba formas
abstractas de vivos, vivísimos, colores. Ella de pronto entró en mi estudio,
debía ser sábado o domingo, porque era por la mañana, había mucha luz y ella
venía de correr. De pronto recordé su marca de nacimiento, una pequeña cosa
blanca a la altura de las costillas, yo decía que era una obsidiana, su padre
que era una liebre al revés (y con las patas amputadas, añadía yo) y su hermano
mellizo que era el resultado de una patada que éste le dio dentro del vientre
de su madre, pues él tenía una mancha marrón en la pierna. Le pedí que se
acercase, quería pintar algo con la forma de su marca, pero grande, muy grande,
así que ella se subió la camiseta mostrando el vientre. Como ya he dicho yo
estaba agitado desde muy temprano así que con el pincel, ya impregnado de
pintura blanca, no se me ocurrió otra cosa que atacarle el ombligo gritando
algo así como “¡Ajá!”. Ella gritó divertida y ante la pintura, como acto
reflejo, se quitó la camiseta. De pronto, aunque no hablábamos, nos callamos,
ella tenía un sujetador deportivo y yo dejé el pincel en la paleta. Me levanté
y vencí aquello que nunca me había atrevido a hacer por no arriesgarme a dañar
nuestra amistad, entonces la besé. Ella me había hablado de que le gustaban
esos instantes en el que los labios estaban muy juntos justo antes de besarse,
sin embargo nos besamos con pasión, con manos buscando espaldas, con ojos
cerrados, con pasión. La habitación más cercana era la mía, que estaba en
penumbra, y cuando nos lanzamos sobre el colchón descubrí que ella, hábilmente,
se había librado de su calzado por el pasillo, yo llevaba descalzo todo el día.
Su pantalón de chándal pareció desvanecerse y ella quedó en ropa interior, ropa
interior deportiva pero ropa interior. Entonces volví a tener miedo y la miré a
los ojos. Muy despacio fui introduciendo mis dedos entre la piel y sus bragas
negras. Más tarde me diría que nunca la habían desnudado con tanto cariño.
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