sábado, 7 de mayo de 2016

La pequeña cosa

Érase una vez un pequeño algo, no digo qué era porque de tan pequeño nadie se había parado a darle un nombre, y peor, ni siquiera a describir sus formas, si era esférico o cuadrado, si era gris o de cualquier otro color, si era suave o no lo era. Una cosa semejante solo puede vivir al margen de los caminos, a la sombra de las hierbas que nadie quiere. Esta cosa, como se deduce de lo que he dicho antes, jamás había visto un semejante, y tampoco podría llegar a reflejarse en un charco sin caer al agua por lo pequeña que era, hecho que no había llegado a darse porque nunca había visto un charco, si quiera a lo lejos, como espejismo o fulgurante resplandor. Esta cosa no tomaba la molestia de desplazarse como animal ni como planta —pues las plantas también se desplazan, por desplazar hasta los mares y montañas se desplazan—, tan solo dejaba que las cálidas brisas del final del verano la acunasen y llevasen camuflada entre el polvo, que bien mirado podrían ser sus allegados. Sucedió que una noche, encontrándose ya la cosa descansando entre pequeños tréboles de dos y tres hojas, un fuerte viento peinó la hierba, espantó a los insectos y lanzó a la pequeña cosa muy, muy arriba. Allí hubo un terrorífico segundo de suspensión, después el viento siguió soplando y soplando, llevando a la cosa a aquellas alturas donde el viento no sopla, sino que juega y gira y hace tirabuzones y sopla por varios sitios diferentes a la vez y se detiene y acaba por aspirar para recuperar el aire. Entonces la cosa volvió a quedar suspendida y supo que o bien caería muy despacio o habría de morir por la altura a la que se encontraba. Sin embargo el negro de la noche se volvió un poco azul y las estrellas se apartaron dejando paso al mar, un mar que caía desde el cielo y limpiaba el aire y movía a la cosa en forma de gotas, gotas que aún no caían, sino que allí donde se encontraba eran creadas y comenzaban a precipitarse despacio. Pero aun así la cosa fue cayendo, viendo como las gotas se volvían furiosas y la golpeaban por los extremos. Por último una gota le acertó de lleno, comiéndosela, haciéndola suya, y esta gota cayó cada vez más deprisa hasta destrozarse contra el camino de tierra. A la mañana siguiente las nubes se habían ido y desde un primer momento el agradable sol coronó un cielo azul y pacífico. Sin embargo la cosa ya no estaba, el agua y la fuerza lo habían hecho parte del camino de tierra, al cual se había unido. Pero, ¿cómo es posible que la cosa no conociese ya del viento y la lluvia? Tal vez sea porque las cosas tan pequeñas aparecen sin más en los márgenes de los caminos y tienen una vida breve en la que todo las sorprende.

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