Érase una vez un pequeño algo, no digo qué era
porque de tan pequeño nadie se había parado a darle un nombre, y peor, ni
siquiera a describir sus formas, si era esférico o cuadrado, si era gris o de
cualquier otro color, si era suave o no lo era. Una cosa semejante solo puede
vivir al margen de los caminos, a la sombra de las hierbas que nadie quiere.
Esta cosa, como se deduce de lo que he dicho antes, jamás había visto un
semejante, y tampoco podría llegar a reflejarse en un charco sin caer al agua por
lo pequeña que era, hecho que no había llegado a darse porque nunca había visto
un charco, si quiera a lo lejos, como espejismo o fulgurante resplandor. Esta
cosa no tomaba la molestia de desplazarse como animal ni como planta —pues las
plantas también se desplazan, por desplazar hasta los mares y montañas se
desplazan—, tan solo dejaba que las cálidas brisas del final del verano la
acunasen y llevasen camuflada entre el polvo, que bien mirado podrían ser sus
allegados. Sucedió que una noche, encontrándose ya la cosa descansando entre
pequeños tréboles de dos y tres hojas, un fuerte viento peinó la hierba,
espantó a los insectos y lanzó a la pequeña cosa muy, muy arriba. Allí hubo un
terrorífico segundo de suspensión, después el viento siguió soplando y
soplando, llevando a la cosa a aquellas alturas donde el viento no sopla, sino
que juega y gira y hace tirabuzones y sopla por varios sitios diferentes a la
vez y se detiene y acaba por aspirar para recuperar el aire. Entonces la cosa volvió
a quedar suspendida y supo que o bien caería muy despacio o habría de morir por
la altura a la que se encontraba. Sin embargo el negro de la noche se volvió un
poco azul y las estrellas se apartaron dejando paso al mar, un mar que caía
desde el cielo y limpiaba el aire y movía a la cosa en forma de gotas, gotas
que aún no caían, sino que allí donde se encontraba eran creadas y comenzaban a
precipitarse despacio. Pero aun así la cosa fue cayendo, viendo como las gotas
se volvían furiosas y la golpeaban por los extremos. Por último una gota le
acertó de lleno, comiéndosela, haciéndola suya, y esta gota cayó cada vez más
deprisa hasta destrozarse contra el camino de tierra. A la mañana siguiente las
nubes se habían ido y desde un primer momento el agradable sol coronó un cielo
azul y pacífico. Sin embargo la cosa ya no estaba, el agua y la fuerza lo
habían hecho parte del camino de tierra, al cual se había unido. Pero, ¿cómo es
posible que la cosa no conociese ya del viento y la lluvia? Tal vez sea porque
las cosas tan pequeñas aparecen sin más en los márgenes de los caminos y tienen
una vida breve en la que todo las sorprende.
No hay comentarios:
Publicar un comentario