martes, 24 de mayo de 2016

La guerra de atrás

El pueblo es muy diferente a hace tres años y eso que en lo principal no ha cambiado nada. Al principio, cuando empezaron a caer las bombas, la gente se refugiaba en los sótanos, los niños lloraban, los perros ladraban y los caballos se volvían locos. Durante la primera parte del bombardeo, las calles estaban vacías mientras que la tierra del suelo sin asfaltar saltaba por los aires, y los soldados, cobijados en las trincheras a la entrada al pueblo, disparaban a la maleza por pura impotencia de no poder disparar contra los cañones que les disparan desde un valle más allá.
Ahora los soldados tienen el fusil apoyado contra los sacos y fuman despacio, verdaderamente aburridos. En la calle las bombas siguen cayendo, muchas perdiéndose dentro del foso que llevan cavando durante tres años, provocando agujeros en los que no se llega a ver el fondo. La señora María, que cada día compra dos bolsas y va a ver a una amiga a la peluquería, refunfuña pensando que al tener que esquivar los cráteres el paseo se le hace eterno, y después, al mirar hacia la entrada del pueblo, piensa que los soldados son unos vagos y que para qué se les paga. En las casas se volvió a beber el té de las cinco, y se recuperaron las tradiciones de coger la taza extendiendo el dedo meñique y mantener la espalda recta pese a que cueste mantener el pulso con los temblores que causan las bombas y aunque no se recuerde en el pueblo un líquido que no ande alterado por los círculos concéntricos de los acontecimientos sísmicos. Los jueves, al salir de la sesión de cine, la gente suele exigir la devolución de lo pagado a no ser que la película fuese muda.

No se dispara sin orden ni concierto, sino que las artillerías disparan puntuales según el reloj del capitán, primero la 2, después la 3, luego la 1… Cuando disparan, todos se tapan los oídos, y retumba la tierra de forma tal que, como se dispara tanto de día como de noche, hay un insomnio colectivo que dura ya tres años. Todos están seguros de que el Enemigo pronto se rendirá, con cada nuevo disparo esperan ver aparecer saliendo del valle a un soldado agitando un pañuelo blanco. Tan solo un cabo tiene miedo de que hayan muerto ya todos y los disparos sean innecesarios, cuando le comentó esto al capitán, éste contestó:
—Mejor, así les cavamos las tumbas.
Lo cierto es que el capitán no tiene orden alguna de disparar, pero lo sigue haciendo porque cada día, exceptuando los domingos, puntual a las tres y media, llega un tren cargadito de bombas, y él entiende que debe seguir disparando aunque las artillerías, que no han parado en tres años, lloren metal.

Los empleados del ferrocarril miran sin falta el periódico los domingos, día que libran, buscando trabajo. Pronto se acabarán las bombas que mandan cada día a ser enterradas desde hace casi tres años que acabó la guerra.

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