El pueblo es muy
diferente a hace tres años y eso que en lo principal no ha cambiado nada. Al
principio, cuando empezaron a caer las bombas, la gente se refugiaba en los
sótanos, los niños lloraban, los perros ladraban y los caballos se volvían
locos. Durante la primera parte del bombardeo, las calles estaban vacías
mientras que la tierra del suelo sin asfaltar saltaba por los aires, y los
soldados, cobijados en las trincheras a la entrada al pueblo, disparaban a la
maleza por pura impotencia de no poder disparar contra los cañones que les
disparan desde un valle más allá.
Ahora los soldados
tienen el fusil apoyado contra los sacos y fuman despacio, verdaderamente aburridos.
En la calle las bombas siguen cayendo, muchas perdiéndose dentro del foso que llevan cavando durante tres años, provocando agujeros en los que no se llega a
ver el fondo. La señora María, que cada día compra dos bolsas y va a ver a una
amiga a la peluquería, refunfuña pensando que al tener que esquivar los cráteres el paseo se le hace eterno, y después, al mirar hacia la entrada del pueblo, piensa que los soldados son unos vagos y que para qué se les paga. En las casas se volvió a beber el té de las cinco, y se recuperaron las tradiciones de coger la taza extendiendo el dedo meñique y mantener la espalda recta pese a que cueste mantener el pulso con los temblores que causan las bombas y aunque no se recuerde en el pueblo un líquido que no ande alterado por los círculos concéntricos de los acontecimientos sísmicos. Los jueves, al salir de la sesión de cine, la gente suele exigir la
devolución de lo pagado a no ser que la película fuese muda.
No se dispara sin
orden ni concierto, sino que las artillerías disparan puntuales según el reloj
del capitán, primero la 2, después la 3, luego la 1… Cuando disparan, todos se
tapan los oídos, y retumba la tierra de forma tal que, como se dispara tanto de
día como de noche, hay un insomnio colectivo que dura ya tres años. Todos están
seguros de que el Enemigo pronto se rendirá, con cada nuevo disparo esperan ver
aparecer saliendo del valle a un soldado agitando un pañuelo blanco. Tan solo
un cabo tiene miedo de que hayan muerto ya todos y los disparos sean
innecesarios, cuando le comentó esto al capitán, éste contestó:
—Mejor, así les cavamos las tumbas.
Lo cierto es que el
capitán no tiene orden alguna de disparar, pero lo sigue haciendo porque cada
día, exceptuando los domingos, puntual a las tres y media, llega un tren cargadito de
bombas, y él entiende que debe seguir disparando aunque las artillerías, que
no han parado en tres años, lloren metal.
Los empleados del
ferrocarril miran sin falta el periódico los domingos, día que libran, buscando
trabajo. Pronto se acabarán las bombas que mandan cada día a ser enterradas desde
hace casi tres años que acabó la guerra.
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