A la señorita se le ha ensuciado la falda con tanto
barro. El chico que la ve desde el otro lado de la calle la ve resbalar en el
barro y caer sobre el charco, y mancharse más, y no lograr levantarse por
caerse una y otra vez. Entonces el muchacho, mucho más joven, deja lo que tiene
entre manos, esquiva los improperios del hombre que estaba sentado frente a él
y corre hacia la acera. Frente al asfalto de pronto se detiene. Se da cuenta de
que aún muchos le dicen niño, se da cuenta de que está sucio, sobre todo las
manos, y de que en realidad es un limpiabotas. Aquella mujer, la de enfrente,
la que metiéndose más en la mierda llora de desesperación, da igual lo que se ensucie,
siempre será mejor que él, aunque esté más sucia estará más limpia, olerá mejor,
tal vez brillará. Él sin embargo como mucho puede crecer, dejar de ser un niño,
pero en su caso los años solo lograrán que a la gente deje de darle pena su
cara y le den menos monedas, le dan más insultos y le den más palos. Se acercan
dos personas a ayudar a la mujer del barro, un hombre y una mujer, cada uno la
coge de un brazo y tiran logrando levantarla bastante, pero entonces sus pies
vuelven a resbalar y cae arrastrándolos a ellos. La mujer llora de rabia e
impotencia y sus ayudantes contemplan el destrozo en sus ropas con caras y expresiones
de asco. Entonces se oye un trueno y caen las primeras gotas. El niño, el chico
más bien, recoge sus cosas. La segunda mujer grita encarándose a un dios por su
mala suerte, entonces el niño entra en el portal y el cielo se derrumba en
forma de muchísima lluvia. Las tres personas se empapan, se caen y se rebozan
en el nuevo barro, y el niño, desde el portal, con la nariz que moquea, piensa
que lo tienen merecido.
Todo el mundo lo repetía, pero en el fondo nadie llegó a creerlo. Por eso todos se refugiaron aquí.
jueves, 31 de diciembre de 2015
Pozo robado
En realidad yo no debería estar aquí, me he
perdido. Huía antes, hace rato ya, de una bestia gris que llevaba asomando su
enorme lengua por un lado de su boca abierta, dejando por el suelo enormes
charcos de babas. No huía de sus dientes, su fuerza o su aparato digestivo, tan
solo de sus babas grises. Al final me he equivocado y he girado a la izquierda
cuando debí haber seguido por la derecha. Es un poco raro esto de que
perseguidor y perseguido pacten el camino a seguir, pero es que si no nos íbamos
a perder, cosa que de hecho me ha pasado. En realidad podría salir de aquí, le
oigo, o lo oigo, llorar en alguna parte, pero es que no me parece de sentido
común ir a donde me espera mi perseguidor, ni aunque ese sitio sea la meta y al
llegar gane. ¿Las bestias entienden de metas? Ya lo he dicho y mi cuerpo
querría decirlo muchas otras veces: yo no debería estar aquí. Pero no solo eso,
sino que ese sentimiento muta y me hace saltar a otras palabras, otras frases
más complejas como: yo no debería escribir esto, yo no debería escribir nada.
—¿No deberías o no sabrías?
Buena pregunta. No debería porque se me han
señalado mis defectos y estos me parecen una costumbre mal aprendida e
irrevocable y no sabría porque antes tenía cosas que contar, flechazos de
inspiración o lejanas ideas que acababa desenvolviendo y terminaban en algo.
—¿Por qué crees que pasa esto?
No lo sé, porque no tiene que ver con este
laberinto ni con la bestia que me seguía, es algo anterior. No sé si se ha
producido otro de esos cambios que no se ven ni se sienten pero que arrecian
con la fuerza de un volcán, y de ser así, como casi siempre, me ha pillado
desprevenido y ahora me tocaría intentar amoldarme a los vaivenes del barco
hasta que el suelo de madera se asemeje al suelo de las calles. Pero tal vez no
sea eso, tal vez antes había algo de lo que cogía la inspiración, o me la
aportaba a veces o algo así, una especie de pozo, y ahora el pozo se secó o
alguien se lo llevó de aquí. ¿Cómo puede alguien transportar un pozo? Me
acuerdo de la segunda parte de la autobiografía de un escritor que escribía
para niños. La primera parte se la hacían leer muchos padres a sus hijos pero
no fue mi caso y creo que menos mal, porque no recuerdo que le gustase a
ninguno de aquellos niños. Sin embargo, en un cumpleaños, mi primo me regaló un
libro que, según me dijo, había sido de sus preferidos, su preferido o por lo
menos un libro muy querido para él; era
la segunda parte de aquella autobiografía. Era pura aventura, una vida de esas
que cuando la conoce un tercero le dice a quien la vive que debería escribirla.
En aquel libro el escritor se acababa haciendo piloto de un caza de combate y
por tanto me apasionaba y me hacía brillar los ojos. Pero la escena en la que
ahora estoy pensando ocurría antes, cuando estaba en una gran casa en África y aún
no había empezado la guerra. En ella hablaba de una serpiente que se movía muy
veloz, tanto que daba igual que echases a correr, ella te daba alcance. Esta
serpiente, consta decir, era extremadamente venenosa y su veneno no contaba de
antídoto. El escritor, advertido nada más llegar, vio de pronto una de estas
serpientes en su jardín, y vio que avanzaba hacia un jardinero local, le
advirtió, éste se giró y alzó su pala o pico y cuando la serpiente, veloz,
llegó hasta él, con un solo movimiento el jardinero la partió por la mitad.
Bien, pues he contado todo esto para decir que el jardín en el que me imaginaba
esta escena y el jardín del que han robado el pozo me los imagino iguales.
—…
Últimamente he tenido varios sueños claramente
premonitorios que no se han cumplido. Aunque existe un problema siempre con
este tipo de sueños y es que uno no sabe si hacer caso al tenor literal del
sueño o a una interpretación del mismo. Si hacemos caso a lo de la
interpretación no se cumple ninguna premonición y si hacemos caso al tenor
literal aún podría cumplirse uno (en el sueño se daba una fecha concreta: la
otra persona me contestaba negativamente diciendo “el veintisiete” y yo, aunque
ya lo sabía, preguntaba “¿qué veintisiete?” y la otra persona decía “de dentro
de dos meses” o “de febrero”, es decir, el día de mi cumpleaños) pero bueno, si
a ese sueño le da por cumplirse estoy jodido. Hoy he tenido un sueño magnífico,
tenía una trama compleja y hasta con sentido. Recuerdo muchas cosas pero de
forma muy vaga: la puerta y las peleas que generaba, la aristocracia de aquel
mundo ficticio, los constantes movimientos de aquellos grupos por distintas
fiestas y sus consiguientes mesas desordenadas, las dos mujeres (una original y
la otra después) que estaban tuertas y tenían un parche en el ojo, el ascensor,
el cómo era perseguido, el cómo perseguía, el objetivo a seguir, el objetivo a
impedir… ¡Un sueño magnífico!
Pero esto se está haciendo largo, yo tan solo vine
a decir:
Yo no debería estar aquí.
viernes, 25 de diciembre de 2015
El jarrón de mamá
Un
espectador imparcial, si apareciese de pronto dentro de la casa, podría caminar
por el pasillo desde la puerta principal pensando que a aquel lugar le sienta
bien el silencio. A su izquierda vería la cocina, tan grande que hace las veces
de comedor para toda una familia, y en frente el salón, muy grande también pero
lleno de muebles mal distribuidos que le hacen perder espacio. Al llegar al
salón podría entrar o girar a la derecha, si entrase encontraría al final un
balcón, y si girase se adentraría por un pasillo, con puertas cerradas a sendos
lados, que desemboca en un último cuarto, más grande, mejor iluminado y con la
puerta abierta. Allí, sus ojos no verían de primeras nada más que el jarrón en
lo alto, puesto encima de un armario de ropa. Un jarrón blanco con flores
azules que tiene algo, que siempre lo ha tenido y que lo ha llegado a consagrar
como el símbolo familiar.
Sin
embargo el espectador imparcial desaparecería ahora que se abre la puerta de la
entrada…
La
puerta se abrió con el sonido de bisagras que lejos de ser molesto les
recordaba a todos dónde estaban. Entraron Sara y Guillermo, llamado por todos
Guille, y aunque Sara siguió sin detenerse hasta la cocina donde dejó sobre la
mesa las bolsas que cargaba, Guille se fijó en las bisagras, pero no por el
chirrido, sino porque eran doradas y de pequeño siempre había creído que eran
de oro. Detrás de los dos entró su madre, Helena, que también iba cargada y que
apremió a Guille a dejar las bolsas que cargaba él en la cocina, como su
hermana.
Helena
no había llegado a cerrar la puerta del todo y en el margen de medio minuto
apareció Almudena, hermana de Helena, la mayor de los hermanos, que no cargaba
ninguna bolsa.
—¡Ay!
Se respira diferente el aire de esta casa ahora que mamá ya no está.
Helena,
al escucharla desde la cocina, puso los ojos en blanco.
Guillermo
primero, y tras él su hermana, se acercaron a su madre.
—Mamá,
¿quiénes vienen al final? ¿Vienen los primos?
—Vamos
a ser los que estamos aquí, más el tío Augusto, la tía Laura, los primos Nadia
y Nico y creo que Rafael también vendrá.
—Entonces
—pensó Sara— faltan el marido de Laura, la tía Estrella y papá.
—Sí.
—¿Y
si no viene la tía Estrella por qué viene su marido?
—Pues
por eso mismo, en cualquier trámite Rafael actuará por ella.
—¿Y
vendrá el primo?
—¿Pablo?
—Sí.
—No
lo sé, no creo.
Mientras
los tres hablaban se oía a Almudena pasearse por las habitaciones que iba
abriendo y pronunciando pequeñas exclamaciones por las cosas más nimias pero
sin poder contar lo que quería sobre la cosa en cuestión por no tener a nadie
cerca. Un “oh” sonó más alto y los tres fueron desde la cocina a ver qué
pasaba. Almudena se encontraba en la habitación del fondo, estaba de espaldas
al pasillo pero se veía que tenía las manos en algún lugar del rostro,
probablemente tapándose la boca. Cuando llegaron a su lado vieron que estaba
contemplando el jarrón de lo alto del armario.
—Ay,
el jarrón de mamá, qué bonito, pero qué bonito… —Sus ojos brillaban como si
fuese a llorar. Se giró hacia Guille— Anda, majo, bájamelo tú que eres alto.
Mientras
Guillermo se ponía de puntillas, Helena se alarmó por primera vez.
—Ten
cuidado, hijo, que es el jarrón de mamá.
Y
en mismo momento en que sus pies volvieron a tocar plenamente el suelo,
sujetando el jarrón como quien sujeta al bebé más hermoso, sonaron las bisagras
de la puerta.
—¡Hola,
hola! ¿Hay alguien por aquí?
—¡Tío
Augusto! —Y Sara salió corriendo a recibirle, perdiéndose de vista al girar al
final del pasillo.
Al
poco se asomaron el tío Augusto y la tía Laura, después iban Nadia y Nico.
Augusto era enorme y le empezaba a faltar demasiado pelo, se le ensombreció el
rostro al ver el jarrón de mamá en brazos de Almudena, que se lo había
arrebatado a Guille con un “¿me dejas?”. Laura, al lado del tío, parecía una
enana, en parte por la comparación y en parte porque era la más baja de los
hermanos. Nadia tenía las piernas demasiado delgadas, el pelo muy rubio sujeto
en una coleta alta y una cara preciosa; Nico por su parte tenía el pelo muy
negro y muy corto, aunque algo de flequillo pegajoso le empezaba a ocupar la
frente. Había heredado la estatura y la delgadez de su madre, por lo que el
abrigo de plumas que llevaba puesto le daba un aspecto extraño. Sus manos y su
vista estaban ocupadas con una pequeña consola, siendo por tanto sus pasos los
de un autómata.
Se
saludaron todos con dos besos, incluso Augusto y Guillermo, los dos hombres más
mayores entre los presentes, porque era una tradición que mamá les había
inculcado a todos y que solo encontraba su excepción con quienes no eran
familiares de sangre, a quienes los hombres podían dar la mano, pero no las
mujeres, que debían seguir dando dos besos. Cuando Augusto saludó a Almudena
aprovechó de paso para arrebatarle el jarrón y dejarlo apoyado en una de las
mesillas de noche de la cama de matrimonio que había sido de los abuelos y
entorno a la cual se encontraban ahora todos. Alguien propuso trasladarse al
salón y solo se rezagaron Nadia y su madre, que aminoraron la marcha para mirar
dentro de los cuartos cuyas puertas había ido abriendo Almudena. Laura vio
polvo flotando en el aire, así que volvió atrás y una por una fue abriendo
todas las ventanas para ventilar.
—…
Entonces eso, yo propondría que cada uno coja las cosas que más le gusten y el
resto y las que estén en disputa se sorteen. —Estaba comentando Augusto cuando
sonó el timbre.
—¿Quién
será? —Preguntó Laura.
—Rafael,
supongo. —Respondió Helena.
—¿Estrella
no tiene llaves?
—Estrella
no viene.
—¿Y
manda a Rafael?
Helena
volvió del telefonillo automático y de haber dejado entornada la puerta del
rellano.
—Parece
que viene con Pablo.
Almudena
puso una extraña cara pero antes de que hablase Helena la calló con la mirada.
Rafael
terminó de subir las escaleras y no tuvo que fijarse en cuál de las dos puertas
era la casa porque una estaba abierta. Pablo no se despegaba de su lado,
agarrándose a ratos con una mano del pantalón de su padre. Rafael abrió la
puerta empujando despacio, pero aun así le anunció el sonido de unas bisagras
mal engrasadas. Se adentró hasta el salón, donde podía ver a la familia de su
mujer sentada, y como nadie se levantó para recibirle, hizo un gesto con la
mano y dijo palabras para saludarlos a todos.
—También
quería daros mi más sentido pésame.
—Ah,
es verdad, que no estuviste en el velatorio. —Contestó Almudena mirándose las
uñas.
—Bien,
bueno —Rafael se quitó las gafas y habló mientras las limpiaba con un pañuelo—
¿de qué hablabais?
—Del
reparto de las cosas. Estábamos pensando en mirar cada uno en el que fue su
cuarto. Estrella se lo llevó casi todo hace ya, pero algo queda. Luego la ropa
de mamá y papá que no sea muy cara pensábamos darla en caridad. —Contestó Laura
de manera rápida y suave.
—¿Y
qué pasará con la casa en sí?
—¿Cómo
que qué pasará? —Se exaltó Almudena.
—¿No
pensáis venderla? ¿Qué haréis con ella? Alquilarla, entre cinco hermanos, no os
daría para nada.
—¿Eso
quiere Estrella? —Augusto permanecía serio.
—Sí,
Estrella me ha encargado que os diga que vender la casa es la mejor opción.
—¿Y
dónde está ella, por cierto? —Almudena levantó la vista de sus uñas para mirar
a Rafael por primera vez desde que había llegado.
—Bueno
—intervino Helena— ¿hay algo así en concreto que te haya dicho Estrella que
quiera?
—Sí
—Las gafas ya estaban suficientemente limpias— al parecer hay un jarrón de la
familia que le gusta mucho, está dispuesta a renunciar al resto de las cosas
si…
—¡Nos
ha jodido!
—¡Pero
qué morro tiene la tía!
Helena
y Almudena miraban con odio a Rafael, Augusto ahora parecía enfadado y Laura
tenía la boca ligeramente abierta. Los primos se divertían con los
acontecimientos en su calidad de espectadores a excepción de Nico, que seguía
jugando con su consola, y de Pablo, que se ocultó tras las piernas de su padre.
La situación permaneció tensa unos instantes hasta que Augusto cerró los ojos,
los abrió, golpeó con las manos los apoyabrazos del sillón en el que estaba
sentado y se levantó diciendo:
—Bueno,
tengo mucha hambre. Creo que es hora de comer.
Esas
palabras parecieron ser una extraña clave, pues en seguida todos se pusieron en
movimiento, todos menos Rafael y Pablo, que se sintieron perdidos en aquella
repentina vorágine de movimiento, y Nico, que seguía jugando y fue reprendido
por su madre, Laura, de una forma endeble diciéndole que ya no podría jugar
hasta después de comer y que ayudase a sus primos a poner la mesa.
Almudena,
Augusto, Helena y Laura empezaron a cocinar a gran velocidad. Los platos debían
estar ricos pero debían ser de fácil y rápida preparación. Los primos ponían la
mesa haciendo bromas acerca de cómo colocar bien los cubiertos dentro del
protocolo que siempre había exigido la abuela. Pablo se acercó para ayudarles
pero se deshicieron de él.
Una
vez estuvieron todos sentados, un escalofrío recorrió sus espaldas como una
ola. En aquella casa aquel era el momento de rezar antes de comer, pero ahora
que no estaba mamá ya no era necesario, así que Helena y Laura sonrieron y
todos empezaron a comer. Rafael y Pablo no se atrevieron a empezar hasta que lo
hubo hecho el resto, y Almudena, que ya tenía los codos sobre la mesa
y las manos cogidas, rezó en silencio por la costumbre.
—…Pues
sí, os digo que estas funcionan, ¡cuatro kilos por semana! —Iba contando
Almudena.
—¿Y
cómo dices que se llaman? —Laura parecía, y de hecho lo era, la única
interesada en lo que contaba su hermana, y es que al ser bajita siempre había
tenido pavor a engordar lo más mínimo.
—Varilum
o Variclum, creo. No sé, son así pequeñitas, azules.
Se
habían abierto varias botellas de vino y todos los hermanos, en honor a su
madre y a la vida, bebían como quien tiene sed y bebe agua. Rafael bebía a
sorbos. A Sara, Nadia y Guillermo les habían servido una copa por ser una
ocasión especial y por considerárseles ya mayores. Ellas lo habían probado y
les había sabido muy ácido, por lo que sus copas desaparecieron en manos de
Augusto y Almudena. Guille sin embargo bebía el vino sin pestañear pese a que
no le gustase, por el puro placer de saborear la adultez.
—Bueno,
niños, ¿qué tal las notas? —Preguntó Almudena sin mirar a nadie mientras se
limpiaba los labios con la servilleta y terminaba de tragar—. ¿Qué tal? —Dijo
mirando a Nadia.
—Bueno,
bien, aunque he suspendido dos asignaturas.
—¡Válgame
Dios! Yo a tu edad sacaba todo matrículas, ¡todo matrículas! —Y mirando a
Laura— a ver si prestamos un poco más de atención, ¿eh? ¡Dos suspensos! ¿Es que
no te importan tus hijos? —Las mejillas de Laura se encendían y sus labios se
apretaban— y luego está el otro, todo el día enganchado a la maquinita, ¡los
niños de hoy en día!
—¡Bueno,
basta ya! —Se levantó Helena lanzando la servilleta contra el plato y causando
mucha más conmoción de la que pudiese haber querido. Entonces, con todos mirándola,
se volvió a sentar despacio.— Todo el día dando consejos cuando ni tienes
hijos… —la fuerza de sus palabras se iba perdiendo— es que ya basta… ¡joder!
Al
cabo de un rato en el que solo se oyeron los cubiertos chocar contra los
platos, Augusto preguntó a Nico sobre sus juegos, y después preguntó a Pablo
sobre cosas varias. A la hora de recoger la mesa y lavar los platos volvió el
silencio.
Después
todo pareció olvidado cuando los adultos fueron al salón a beber café o whisky,
pese a que la calma casi volviese a romperse cuando Almudena, quejándose del
frío que hacía, descubrió que Laura se había dejado todas las ventanas
abiertas.
Los
primos salieron a la terraza, pero Pablo volvió a entrar pronto, en parte por
el frío, en parte porque se aburría y en parte porque le ignoraban, así que
dedicó toda la tarde a explorar las habitaciones y a jugar con todo lo que la
imaginación pudiese transformar en juguetes.
Nadia,
a los quince años, había fumado un cigarrillo a escondidas y fue tal el miedo
que tuvo a que la descubriesen que el olor a tabaco se le adhirió al cuerpo y ya
nunca se le quitó de encima, pese a que jamás volviese a fumar.
A
Nico no le había devuelto su madre aún su consola, así que miraba con las manos
en los bolsillos a su hermana y su prima hablar sin estar realmente allí.
Guille por su parte las escuchaba entretenido, queriendo participar pero sin
lograr hacerlo. Sara era la mayor de los cuatro y Nadia la segunda, y ahora la
conversación trataba acerca del jarrón de mamá, que tantos problemas había
causado y que tantos problemas causaría probablemente. El tema, curiosamente,
también se estaba tratando dentro, aunque de una forma más calmada de lo
habitual. Sara y Nadia se habían puesto de acuerdo en que aquel jarrón, para
los adultos, era algo más, algo más valioso, simbólico, pero que en definitiva
todas aquellas capas con las que lo cubrían no existían. En algún momento el
frío les derrotó y decidieron pasar adentro, atravesaron el salón sin que se
les dijese nada, el pasillo que seguía frío y entraron en un cuarto de paredes
azules que por la decoración se veía que había sido el de una niña y luego el
de una mujer, y por lo tanto no el de Augusto. Pablo había estado allí hacía apenas
unos instantes, y en realidad aún lo estaba, pero al haberles oído acercarse se
había metido debajo de la cama, cuya colcha llegaba hasta el suelo cubriéndole,
y ahora hacía un esfuerzo por no reírse viendo la genialidad de su acto. Cuando
Sara, Nadia y Guille miraron a su alrededor no se dieron cuenta de que Nico ya no
estaba con ellos y que ahora se encontraba tirado en el sofá, al lado de su
madre que le acariciaba el pelo distraída. Pero Nadia se dio cuenta de otra
cosa, al mirar las paredes sonrío y comentó que en aquel cuarto había perdido
la virginidad. A Guillermo se le encendieron las mejillas y Sara se sobresaltó
divertida y le exigió más información:
—¿En
casa de la abuela? ¿Enserio?
—Sí,
fue una Semana Santa. Mis padres querían irse de vacaciones románticas, ya
sabéis, los dos solos y tal, pero a mi madre le daba palo dejarnos a los dos
solos en casa tanto tiempo, así que a Nico se lo encasquetó a los padres de un
amigo suyo. El problema fue conmigo, porque yo quería ir con ellos, me encanta
el mar y eso, así que les dije que no podía ir con ninguna de mis amigas y
cuando mi madre estaba a punto de ceder, va mi padre y suelta “¿por qué no se
queda con tus padres?”, porque el abuelo aún vivía, y nada, al final me quedé
aquí. Pero claro, esto no me gustaba, esta casa parece un anticuario y da igual
lo que hagas, siempre tienes frío, así que me traje un día a un chico con el
que estaba y se lo presenté a los abuelos diciéndoles que era un chico de otro
país y que le ayudaba con los estudios y tal, y bueno, después de comer nos
encerramos aquí y ya os podéis imaginar. Lo gracioso es que me dolió una
barbaridad y no me corté a la hora de gritar, pero como los abuelos estaban
medio sordos, cuando salimos nos sonrieron y la abuela preguntó “¿qué tal los
deberes?”.
Guille
estaba con los labios separados y las orejas ardiendo y a punto estaba de pedir
más detalles cuando oyeron mucho ruido fuera y salieron de la habitación.
Almudena
y Augusto forcejeaban por el jarrón azul y blanco de mamá. Ella gritó:
—¡Suéltalo,
que lo vas a romper, animal! —Y Augusto lo soltó—. Este jarrón me lo dejó mamá
en herencia, así que no sé por qué tanta pelea con el asunto, es mío y
sanseacabó.
—¡Pero
te lo dejó por amargada! —Laura se llevó las manos a la boca nada más terminar
la frase.
—No
nos vengas ahora con eso de que te lo dejó en herencia porque decidimos hacer
como cuando murió papá, todo para todos —apuntó Helena.
—¡Yo
en ningún momento estuve de acuerdo con eso!
—Almudena,
¿no ves lo egoísta que es lo que estás diciendo? —Augusto separó las palmas de
las manos en un gesto armonioso—. Por favor, deja el jarrón ahí y sentémonos
todos.
Almudena
los miró a todos, con los labios apretados, y finalmente lo apoyó en la mesa
del salón. Entonces Sara pasó entre los adultos muy deprisa, cogió el jarrón y
llegó hasta la puerta de cristal que daba a la terraza, con todos corriendo
tras ella. Allí se paró y se giró.
—¿No
veis la guerra que tenéis montada por esto?
Y
entonces malinterpretó los rostros de la gente, éstos se calmaban al comprobar
que ella no iba a hacer nada extraño y no se calmaban por haberse dado cuenta
de que aquello era una tontería y aquel jarrón solo les hacía mal, como creía
ella. Así que, sonriendo, alzó el jarrón y lo lanzó contra el suelo, rompiéndose
en pequeños pedazos blancos y azules.
domingo, 20 de diciembre de 2015
El herrero
Hay un lugar adentrándose en el bosque en el que siempre es
de noche. Una noche fresca y tranquila, con algunas estrellas pero no
demasiadas. Allí, en algún lugar, hay un resplandor rojizo que pertenece a una
fragua. El hombre que la mantiene tiene la constitución propia de herrero, su
profesión. Ese hombre, que tiene barba y el pelo largo echado atrás, en algún
momento fue joven, y no hace tanto tiempo como para que lo haya olvidado.
Todavía hoy recuerda sus propias historias sonriendo de esa forma triste que
genera el pensar en un pasado que ya se cerró. Cuando el herrero empieza un
proyecto no descansa hasta que lo termina, después duerme sin ataduras y
finalmente le despierta la fragua, quejándose con lágrimas rojas de estar
desatendida. Este hombre, por supuesto, manipula todo tipo de metales, incluso
los preciosos, pero no se queda ahí su obra, sino que llega, por ejemplo, a
manipular también la piedra, pudiendo darle formas, hacerla suave e incluso
ligera como una pluma. Pero van más allá sus habilidades, pues se puede pensar
que todo lo que se pueda tocar podrá ser moldeado de alguna forma, pero este
hombre, bajo las estrellas de su eterna noche, es capaz de darle forma a
aquello que no se puede tocar, aquello que existe y a la vez no, los
sentimientos. Puede hacer pulseras de alegría o colgantes de esperanza, pero
también, y para esto necesita todo el calor de la fragua, puede dar forma a los
sentimientos rojos. Si se descubre los brazos, tiembla de nervios y se prepara
para lo que va a hacer, puede crear el molde de un corazón, llenarlo con un
líquido dorado, calentarlo, hacerlo arder, explotar de calor, derretirlo,
golpearlo, destrozarlo, enfriarlo, abrasarlo y acabar con él, de tal forma que
al abrir el molde se vea un disco de una sola pieza que parecen dos. Un anillo
de un rojo que palpita de forma apenas imperceptible, de un rojo que se va
transformando. No se sabe muy bien cómo acaban sus productos en manos de los
hombres, pues él nunca ve a nadie, pero oí que una vez una muchacha joven y
hecha de girones de distintas luces, se encontró en un claro uno de estos anillos.
Le pareció precioso y sin duda se lo quedó, ocultándolo muy cerca del pecho.
Sentir aquel disco palpitar más fuerte incluso que su propio corazón le hacía
sentir las mejillas arder, y no fue extraño que así acabase teniendo lo que
ella creyó un gran amor durante lo que dura una luna. Pero aquello no era amor,
una niña no acostumbrada a tratar con los sentimientos que pasan por encima de
las piedras, además impulsada a la locura por el disco del herrero, se podía
equivocar con facilidad. Cuando fue consciente dio un último beso a aquel
amante y le apartó poniéndole la mano en el pecho, pero aquí ocurrió algo que
nadie podía esperar. Cuando la mano de ella le tocó, el disco, oculto bajo las
ropas, empezó a brillar, y el brazo de ella también, junto con su mano y todos
sus dedos, y entonces hubo una luz cegadora y una breve llamarada en el pecho
de él, allí donde ella había tocado. Sin embargo aquello no le dolió, solo pudo
verla alejarse, sin entender nada aún, pero cuando ella hubo desaparecido él
notó la mano, el fuego, el dolor, y de rodillas sobre la nada gritó de dolor,
de un dolor como el que jamás había experimentado. Durante años ella aprendió a
utilizar el disco, dejándolo muchas veces en casa, bajo llave, fuera del
alcance de cualquiera, incluso de sus propias manos. Pero lo importante
aquellos años fue aquel tonto chico de luna, aquel que solo quería besos y piel
y que había llegado a toparse con algo que ahora no podía olvidar. Sin embargo
no sabía qué le pasaba, no sabía la verdadera razón de su pesar y de ese
quemazón en el pecho, así que intentó aplacarlo con otras muchachas, muchas,
pero por más que comía de sus besos y sus palabras no lograba llenarse, así que
se marchaba dejándolas a ellas entontes prendidas de él, brillando con una
tenue luz roja descendiente de aquel disco. Tiempo tardaron en volver a
cruzarse, y cuando lo hicieron, el disco, oculto en alguna parte, empezó a
brillar y desató llamaradas que abrasaron cuanto había a su alrededor y a sí
mismo. Él le dijo lo único que se le ocurría, que la quería, pero ella le sonrió
y le explicó que todo se había debido al disco, que ella nunca había sentido
nada nítido por él. Pero tras bajar la cabeza, y aún con el pecho sangrante, él
le dijo que si no quedaba nada de lo que había sido, que él se encargaría de
hacer algo nuevo, que si no había magia él se esforzaría por gustarle, con más
fuerza incluso, con esas fuerzas extrañas que desde tiempos distintos han
acompañado a los hombres. Ella al principio rió su osadía y después se enfadó,
le dijo que se marchase y él se marchó, para acabar volviendo. Durante mucho
tiempo él fue y ella, en defensa, le hirió. Pero cuentan que al final, tras una
cortina, él se acercó y ella no supo decirle que se marchara, pero esto ya no lo
sé, no conozco el final de esta historia.
martes, 15 de diciembre de 2015
Cómo lograr que te echen del trabajo
Cómo lograr que te echen del trabajo. La respuesta parece
obvia, lanzando un ordenador por la ventana atravesando ya de paso el cristal.
Pero no es a eso lo que se refiere este manual, queremos dinerito fino en el
bolsillo una vez pongamos los pies en la calle, cerremos los ojos y respiramos
ese aire contaminado de ciudad. Queremos un despido que no sea justificado.
Mira a tu alrededor: tantas personas, ordenadores y tan
pocos colores. Cada equipo de mesas forma una manzana y cada pasillo por el que
caminan deprisa las secretaria, una calle. Aquello es una ciudad en miniatura
en la que los niños también están presentes en forma de fotos que le recuerdan
a cada empleado que en algún lugar tiene una familia por la que supuestamente
están trabajando.
Lo primero que tienes que hacer es buscar la forma de
saludar a tu jefe o echarle un café por encima con un sonoro “lo siento, lo
siento” y un absurdo intento de secarle a manotazos similares a los que da un
perro al nadar. Y ya está, ahora se queda con tu cara, no le importas una
mierda pero ya sabe que trabajas para él. Luego dirígete a tu puesto y trabaja
varias horas extras por las que no pedirás nada a cambio.
Lo segundo es coger el coche, y si no tienes uno, te haces
con él. Puede ser prestado, lo vas a utilizar poco, pero mejor cuanto más
aspecto varonil te aporte. Conducirás hasta la universidad, probablemente hasta
la facultad de Filosofía y Letras, y allí aparcarás lo más cerca de la entrada,
aunque te pongan multa, saldrás del vehículo y te apoyarás en el capó. Las
gafas de sol son opcionales, pero los brazos cruzados sobre el pecho son algo
fundamental. Cuando veas a la chica, que irá hablando con amigas, tienes que
decirle con una voz autoritaria y ausente de emoción “sube, nos vamos”. Las
estadísticas dicen que lo más probable es que sí, que suba. Entonces conducirás
un poco en silencio y cuando ella empiece a pensar que tal vez haya sido mala
idea subir empezarás a hablar de forma desinteresada. Hablarás, le preguntarás cosas
y la dejarás hablar. Tras dos horas de circular por las congestionadas calles
de la capital la dejarás frente a la puerta de su casa, la casa de tu jefe.
Mientras ella sale puedes decir “Espera” y cuando se de la vuelta “si quieres
puedes darme un beso”.
Este episodio debe repetirse varias veces sin que jamás
muestres demasiados sentimientos y sin dar, como mucho, dos besos, uno al
recibirla y otro al dejarla en su casa. Si tiene novio o novia habrás de ir a verle
con una chupa de cuero y comentarle, mirándole a los ojos, “lo siento, chico,
se acabó”. Ni que decir tiene que estos días no saldrás de la oficina excepto
para desempeñar este papel, tu trabajo debe ser impecable.
El tercer paso puede empezar antes o después, pero una vez
en él, éste debe desarrollarse de forma rápida. Proporciónale una noche
fantástica en algún lugar de la sierra donde no tiene por qué haber sexo, haz
que le brillen los ojos y consigue cenar en casa de sus padres. No les caerás
bien, y jugarás con ello, serás decidido y natural.
Ahora toca lo importante: estando a solas en el salón o la
sala de estar, con sus padres, habrás de decirles, con el formalismo de otra
época, que les quieres pedir la mano de su hija.
Al día siguiente debes tener los ojos rojos de no
haberlos despegado de la pantalla cuando venga un hombre, o mujer, que no conoces a
darte dos sobres. El primero será una carta de despido y disculpa firmada por
tu jefe, la segunda el finiquito.
En caso de haber pedido prestado el coche no debes olvidar
devolverlo.
domingo, 13 de diciembre de 2015
El hombre del traje gris
Es muy diferente jugar con alguien que sabe que con
alguien que no. De hecho yo empiezo la partida de forma distinta según el nivel
del adversario.
Miguel abre los ojos,
que le escuecen, y los vuelve a cerrar apretando muy fuerte porque el humo le
hace daño. Se pasa el dorso de las manos por la cara y entonces vuelve a abrir
los ojos. Ahí está Lupe, arrodillada en el suelo, con hierbas, humos y colores.
Miguel se da cuenta de que se ha quedado dormido en casa de Ceniza. Se levanta y
murmura un buenos días a Lupe. En el baño se desfoga y frente al espejo se
coloca el pelo, no le gusta dormir vestido ni salir de casa sin ducharse, y le
han tocado las dos cosas.
En la cocina ve los
restos de un banquete, platos deliciosos ahora fríos y aun así deliciosos. Juan
corta trozos de carne, los pasa por el puré de patata y después los traga con
café.
—Buenos días.
—Hola, ¿sabes si yo fui
parte de todo esto? —Miguel abarca la mesa con un dedo.
—Claro. —Juan se llena
la boca.
—¿Y sabes si le debo
dinero a alguien?
—Creo que a Carlos.
—¿Y tú qué haces aquí?
—Vine a ver a Ceniza.
¿Qué haces tú?
—La verdad es que no
lo sé, no lo recuerdo.
—¿Enserio? Porque
acaparaste a Ceniza tooda la noche. Pero no es lo que estás pensando, tan solo
os fuisteis a la ventana esa por donde entra el frío y estuvisteis hablando, no
os quité el ojo de encima.
A Miguel le extraña de
pronto no haber visto cuerpos tirados por los pasillos, pero piensa que Lupe
los habrá hecho desaparecer, como a él le despertó con el humo. ¿Qué pudo haber
sido tan importante como para haberse atrevido a hablar con Ceniza?
—¿Sabes qué actitud
tenía yo cuando hablaba con ella?
—Al principio agitado,
movías mucho las manos. Después te relajaste, a la hora o así. Tú cara
reflejaba rabia, tristeza y algo más. —Juan come un trozo de pan, toda la
situación le divierte.
Cuando alguien no sabe jugar no me interesa la
partida, no tendrá gran emoción ni aprenderé nada, por lo que hago una apertura
italiana para ganar lo antes posible o para ver la desesperación del oponente
mientras ve caer sus piezas más valiosas.
Miguel se sienta de
pronto en la acera. Le ha dado una especie de mareo repentino. Decide
analizarse. Lleva puestas unas deportivas, un pantalón vaquero y una sudadera
gris con cremallera. Tiene frío y se pregunta si no le habrá desaparecido un
abrigo en algún momento de la noche. En sus bolsillos encuentra el ticket de
compra de un libro, por el título ve que era un regalo, ese libro ya lo tiene,
de hecho le gusta mucho. También tiene las llaves, la cartera (vacía) y el envoltorio
de una chocolatina, ni rastro del teléfono móvil ni el bolígrafo que siempre
lleva encima. Por último, y tras tener que levantar el culo de la acera, encuentra
en un bolsillo trasero del pantalón un papel tintado de azul por el vaquero y
muy desgastado por el uso. La mayor parte no consigue leerla, lo que sí dice:
“Salamanca (…) estafa, drogas
(apuntar lotería) hostal o lugar de comida rápida (…) tengo que ver a ceniza”
Le sorprende mucho ver
escrito Ceniza en minúscula, es algo impensable, como escribir “sietesiete” con
su primera letra en mayúscula pese a ser un nombre propio. Sigue caminando, es
temprano y es domingo, pero la tienda en la que compró el libro probablemente
esté abierta, así que se dirige al centro.
Si el oponente sabe jugar adelanto el peón
contrario, la apertura de peón de dama. La partida no sé cómo se desarrollará
desde ese momento, pero lo que es seguro es que el adversario no alcanzará su
ventaja, si es mejor que yo, hasta bastante más avanzada la partida.
Me acerco al guardia
de seguridad.
—Buenos días. ¿Se
acuerda usted de mí?
—No.
—¿No le dije algo así
como “¿Puedo pasar con este libro que llevo?”?
—¿Cuándo?
—Ayer.
—Ayer libraba.
—Vale, gracias. Muy
amable.
En realidad Miguel
sabe a qué hora estuvo, lo pone en el ticket. Lo único que quería saber es si
entró allí con un libro, porque siempre, por diversión, antes de ir hasta donde
están los libros le dice al de seguridad si puede pasar o le pitará la máquina
al salir. Si le hubiese dicho que sí lo llevaba, Miguel sabría ahora que
también tenía abrigo.
Sube por las escaleras
mecánicas sin que ningún recuerdo le venga a la cabeza, hasta que de pronto cae
en la cuenta de que aunque aquel lugar esté vacío, ayer fue sábado, y si fue
sábado por aquellas fechas debió haber mucha gente, gente ocupando toda la
escalera mecánica sin dejar siquiera el educado carril para la gente que quiere
subir andando. En cuanto empieza a subir por las escaleras “manuales” los vagos
recuerdos van llegando. Recorre los pasillos vacíos, pero casi puede ver a
todas las personas que había allí el día anterior, y a él, dirigiéndose directo
hacia donde está el libro, buscando por si acaso entre la gente una cabellera
de pelo largo. De pronto, cuando recuerda su búsqueda inconsciente, algo le
molesta en el pecho o en estómago, algo parecido al mareo que sintió antes.
Intenta ver qué es, podría ser el estómago, que lo tiene revuelto, pero nota
algo más, algo que parece tener forma circular.
Sale de allí
recordando todo lo referente a la compra del libro, pero nada más, está perdido…
—¡Vamos señores que
llevo el gordo!
Y entonces se ve
iluminado, entiende de pronto una parte del papel, eso de “apuntar lotería”. Se
recuerda con prisa, esquivando gente, y de pronto pasando frente a un hombre
que dice que sus boletos de lotería son de la tienda en la que todo el mundo
hace cola a todas hora porque de allí ya han salido varios premios. Se recuerda
volviendo atrás y diciéndole a aquel hombre, que fuma un puro medio apagado y
cuyo bigote se ve amarillo, que lo hace mal, que debería acercarse a la gente
de la cola a decirles que él ya había comprado sus boletos allí aquella mañana
y que se ahorrasen la cola, y el hombre diciéndole que llevaba cincuenta años
allí y que no querían comprarle porque sus boletos eran algo más caros, y él
contestándole que les dijese que eran más caros a cambio de ahorrarse la cola y
el hombre diciéndole que le dejase en paz y él sacándole el dedo de la que se
iba. De la que se iba, ¿a dónde? Ya se acuerda.
Lo curioso es que a veces, cuando juegas contra
alguien bueno, cometes un enorme desliz, dejar una pieza indefensa a su
alcance, y esa persona no la ve, porque da por hecho que se está jugando a otro
nivel, uno donde la gente no es tan imprudente.
Cogió un autobús,
llegó a un parque y de allí a un bosquecillo. Empezaba a irse el sol. De pronto
la vio, se acercó y vio que estaba con otro chico. Empezaba a marcharse cuando
decidió volver, escribió algo en el libro y se lo regaló al otro chico con el
boli marcando la página donde había escrito. Después, a la vuelta, se había
comido la chocolatina que de nada había servido.
Para terminar había
hecho algo que siempre había querido hacer, invitó a cenar a un mendigo a
cambio de que le contase su historia, y mientras lo hacía fue apuntando algunas
notas. Solo recordaba que su familia había venido de Salamanca, que le habían
estafado y que se había enganchado a alguna droga. También le preguntó algo que
quería saber desde hacía tiempo, ¿dónde cagan los mendigos? Después le regaló
su abrigo.
Abatido, Miguel repite
el mismo movimiento que anoche, apunta “ceniza” en minúscula para restarle
poder y atreverse a visitarla y va a su casa. Allí le abre Lupe.
—¿Está Ceniza?
—No.
—¿Sabe usted dar
abrazos?
Pero estas aperturas se pueden llevar a cabo si tú
eres blancas y mueves primero. Si te toca ser negras estarás en todo momento
bajo el tipo de juego que decida tu rival con su apertura.
miércoles, 9 de diciembre de 2015
Onírico
Cada uno en su cama, queriendo dormir pero no pudiendo,
pensando en el otro, qué bonito, qué bonito… Va ella y le dice que le echa de
menos, y él le responde lo mismo con inmensa originalidad. Magnífico, precioso.
Y entonces ella mete un montón de amor en un sobre mágico y se lo manda, y él
se lo pone junto al corazón. Se me saltan las lágrimas, ¡maravilloso,
maravilloso! Y va él y le responde que ya llevan un año de estar juntos, y ella
le responde que cuánto le quiere. Qué tierno, qué cálido. Y se dicen besos, y
se dicen abrazos, y se recuerdan momentos, y se pican con bromas de color
amarillo, y ella le dice algo de una oreja, y él le dice algo de unas manos, y
ella ríe mientras, en otro mensaje, le dice tonto, le dice bobo, le dice calla.
Y él (que dejará de ser “él” para pasar a ser “el”) le dice cállame, y ella que
le dice cosas para que el la extrañe aún más. Y qué bueno, qué astuto, qué
desternillante, y chistoso, y bello, y circunspecto, y endiabladamente comieron
codornices y besaron sapos y culebras y colorín colorado cuando el unicornio
tiene dos cuernos se llama bicornio. Y entonces, liberando las orejas de la
almohada con las que se las había tapado, alguien grita, y los amantes callan,
ella frunce el ceño, el tiembla un poquito. Un alguien, un algo, era vecino de
sus habitaciones mágicas, y los mensajes, las palabras bellas, los pesados
recuerdos, están pasando por encima de su cabeza, y qué horror, cómo va a
dormir alguien así. Encima es que ellos querían dormir y en vez de eso se ponen
a hablar, a romantizar, incluso a calentar los pies de la cama. Y él (que no
el) se enfada y sale al pasillo, pero está frío, y entra a por las zapatillas,
y cuando sale le espera el, que apremiado por las palabras de ella está armado,
y él le insulta sin motivo, sin razón, sin fundamento, sin razón de ser, y el
hace amago de golpear, pero la madre de ella, que está allí, en el mundo
onírico, vestida con una bata, dice que se acabó, que basta ya, que a dormir,
que no son horas. Y ella y el vuelven a los mensajes, a calentar ese fuego que
va girando y quiera dios que no pare. Y él, doblemente enfadado y sin poder
estar en cama ni salir al pasillo, salta por la ventana, al suelo de césped
bañado de rocío. Y allí le rodean despacio una multitud de ovejas que estaban
entrenando para irse a saltar por los sueños de la gente.
lunes, 7 de diciembre de 2015
La piel de las palabras
A ella siempre le hizo gracia la forma que tenía él de
desnudarla, porque siempre era la misma. En primer lugar para él el sexo se
empezaba con los dos vestidos y había que ir desnudándose, sin prisa, liberando
cada parte del cuerpo a su debido tiempo, prestando especial atención a lo
nuevo sin ansiarse con lo que ya llegará. En segundo lugar, dentro de ese
juego, a él le encantaba quitarle la ropa a ella en un orden que variaba según
cómo fuese vestida.
La noche anterior ella había llorado, sola, pero no por algo
concreto, sino por haber estado pensando. Y pensó, y lloró y llegó a una
conclusión.
Aquel día era domingo, un domingo que deprisa se quedó sin
cabeza y al que solo le quedó la tarde. Ella tomó café, se puso crema y utilizó
algo de maquillaje para que frente a otros ojos, y no los del espejo, no se
notase que no había dormido. Él llegó tres horas después de haber comido, y se
besaron educadamente nada más entrar, sin pasiones, porque aquel domingo la
casa estaba sola y ellos sabían que no saldrían del dormitorio.
Ella llevaba una camiseta sin sujetador, bragas y un
pantalón de chándal, por lo que él la desnudaría sin que el juego fuese
visible, porque en esas circunstancias todos los hombres desnudan igual. Sin
embargo ella le dejó sentado en la cama, con un beso divertido, y se encerró en
el baño. Tardó bastante, pero ahí sentado él sabía que la espera tenía un porqué, porque con ella todas las cosas tenían un porqué, y se moría por descubrirlo.
De pronto se abrió la puerta, y al verla él pensó que iba a
salir a la calle. Sobre la ropa con la que había entrado al baño se había
puesto una bufanda, una sudadera y unos calcetines. Ella entró en el cuarto,
cerró y en silencio se empezaron a besar.
Llegado el momento él empezó a quitarle la bufanda dándole
vueltas, como un niño que abre con cuidado un regalo mientras piensa “qué será”.
Una vez el cuello estuvo libre y rosado, él empezó a besarlo, a morderlo, a
pasar sus manos por la piel, a morderle la oreja, a tirarle ligeramente del
cabello como le gustaba a ella. Y entonces, en el recorrido de besos por el
cuello se topó con algo. Le giró la cabeza a un lado y vio que en su nuca, con
rotulador negro y malas letras, ponía:
Tengo que decirte
Entonces él entendió. Supo que hoy no debía innovar al
desnudarla, así que siguió besándole los labios, las mejillas, hasta los párpados cerrados.
Le mordió el labio y le hizo cosquillas con la lengua. Llegado el momento le estiró los
brazos y deslizó por ellos la sudadera. En el brazo derecho ponía:
que me encanta
Y en el izquierdo:
estar contigo.
Y en ese momento dudó, pero supo, probablemente por señas
imperceptibles de ella, que lo siguiente era el pantalón. Era un pantalón de chándal, pero a
él le hubiese gustado que fuese vaquero, con su botón, su cremallera, sus
esfuerzos comunes para ir bajándolo a trompicones, pero no un chándal que con
solo ella levantar el culo bajaba fácil y suave, sin la vista de las bragas por
fascículos, sin unas piernas que van pareciendo larguísimas. Entonces, pantalón
fuera, él fue a mirar su pierna izquierda, pero ella la tapó con una mano, así
que solo quedó leer la derecha:
Que eres un mundo,
Y en la otra:
el mundo que me gusta.
Impaciente, él no besó las piernas como de costumbre, ni
buscó cosquillas con la lengua. Tan solo fue rápido a los calcetines, para
aparente disgusto de ella. Bajo el calcetín de rallas rojas y negras ponía:
Y por eso
Y bajo el de rallas verdes y rojas:
me cuesta
Y subió deprisa hasta la camiseta, dando por el camino un
par de besos a modo de escusa. Se la quitó y vio bajo el pecho derecho:
tanto
Y bajo el izquierdo:
tanto
Y en el vientre:
decirte
Y con las manos
temblorosas y el rostro apenas a unos centímetros de su cuerpo, ahora ausente
de todo sexo, agarró las bragas de encaje negras y lentamente las fue bajando,
mostrando una palabra escrita con rotulador sobre la piel recién depilada, aún
roja, una palabra que debió escocer al ser escrita:
Adiós.
martes, 1 de diciembre de 2015
Lica
Esta historia la escribí en verano para un
concurso en el que decidieron que darme una respuesta era un privilegio que no
me merecía, sin embargo yo esperé y esperé largos meses. En fin, aquí está:
Todos los amaneceres
eran iguales, la niebla salía del bosque y rodeaba el pueblo sin llegar a
alcanzar las casas. Era una sensación inquietante de la que no fui consciente
hasta la mañana de mi diecisiete cumpleaños.
Me
llamo Alexis y en aquel momento yo tenía dieciséis años, cerca de los
diecisiete. Mi familia constaba de cuatro miembros: mi madre, una mujer de
apariencia triste, obediente y de pocas palabras; mi padre, un hombre acabado
dado a la bebida que depositaba todas las labores del granero, única fuente de
ingresos de la familia, en sus hijos; y mi hermana Natasha.
Natasha
realmente no era mi hermana, de hecho ella era rubia y yo moreno, y ya su
aparición fue extraña. Hacía muchos años mi padre abandonó a mi madre durante
todo un año sin dar explicación alguna, al volver traía un bebé de una
cabellera rubia como no había habido otra en el pueblo. No se sabía quién era
su verdadera madre y respecto a las circunstancias de su nacimiento mi padre no
hablaba, mi madre acabó aceptándola como hija y a los dos años nací yo. Natasha
no se quedaba en casa como la mayoría de las mujeres, de hecho, de haberlo
hecho, yo no hubiese podido con el peso de mantener a la familia, pues ya he
dicho que mi padre, que en paz descanse, se desentendía del asunto. Mi medio
hermana, de hecho, demostraba tener más fuerza que yo, pero eso era cuando se
recogía el pelo con su pañuelo marrón a cuadros, ya que vistiéndose de
cualquier otra forma no parecía más que una de las muchachas que llenaban el pueblo
con las risas que tanto nos gustaban a los chicos.
Recuerdo
una escena en la que ya estábamos mi padre, mi hermana y yo sentados a la mesa.
Mi madre le preguntó a Nata (así la llamábamos a veces) que dónde estaba su
pañuelo, ella le respondió de una forma extraña, como fingiendo sorpresa, que
no sabía dónde podía estar, que se lo habría dejado en el bosque. Entonces mi
madre empezó a toser y cayó al suelo de rodillas, escupiendo sangre, yo corrí a
socorrerla, y allí, de rodillas, abrazado a mi madre, observé con estupor cómo
nos miraban mi padre y Natasha impasibles, como si no estuviesen allí, como si
fuesen de piedra.
Mi
madre entonces enfermó y quedó postrada en cama, conmigo como única compañía.
Por aquellas fechas empezaron a suceder extrañas muertes que de especial, sobre
todo, tenían que nadie hablaba de ellas. Todas aquellas muertes, de las que
costaba saber, eran además violentas. Mi madre nunca me dejaba hablar sobre
ello cuando estaba con ella, pues monopolizaba como tema de conversación el
hecho de que pronto tendría yo diecisiete años y que habría que hacer una gran
fiesta, cosa que decía mientras me miraba con ojos tristes y me acariciaba la
mejilla apenas cubierta por la sombra de lo que llegaría a ser mi barba, yo
asentía muy lentamente y le preguntaba que si quería más agua.
Un día
acudí al médico del pueblo para comprarle las medicinas que necesitaba mi
madre, él me dijo que no dejaba de ser un alivio que en aquellos tiempos
tuviese él aún la posibilidad de retrasar a la muerte, tenía un aspecto
demacrado. Mientras todavía estaba con él, con la bolsa de las medicinas ya
pagada, hablando en ese momento de mi hermana y de si tenía ella pretendiente,
apareció su ayudante corriendo y gritó, antes de verme, que había habido otro
ataque, pero que esta vez la víctima todavía estaba viva. Corrí detrás de
ellos, en parte por el morbo de encontrarme de pronto con esos acontecimientos que
llevaban ya un tiempo esquivándome y en parte porque sentía que era mi deber,
que no habría sido ético verles marchar corriendo para volver yo caminando a
casa, silbando tal vez. El ataque se había producido en el salón de una casa de
las afueras. En cuanto entré en el cuarto pensé que el causante de aquello
debía haber sido un oso. La sangre había salpicado las paredes, había muebles rotos
y, en el centro, con los brazos abiertos, desnudo, destrozado y con los
pantalones por los tobillos, se encontraba la víctima. El ayudante había dicho
que aun estaba vivo, pero en cuanto el médico se arrodilló a su lado, el hombre
me miró por encima de su hombro, con unos ojos enormes llenos de pánico, y
murió. Yo tan solo pude pensar que aquella inquietante mirada no iba dedicada a
mí sino a la muerte. Sin embargo, mientras médico y ayudante retiraban el
cadáver, yo contemplé la habitación más detenidamente. Me fijé en que un animal
tan grande como un oso no habría podido entrar por la puerta sin destrozarla. Ojeé
los libros tirados por el suelo, libros que solo podía permitirse un hombre
adinerado, sin embargo abrí uno y olía como si apenas se le hubiese dado uso
desde que fue comprado. Al ver la camisa arrugada en un rincón y sin manchas de
sangre recordé que el cadáver tenía los pantalones bajados, ¿qué estaba
haciendo cuando le mataron? Si la puerta no estaba forzada ni rota, ¿Cómo había
podía haber entrado el animal en el cuarto si él estaba desnudo y por lo tanto tendría
la puerta cerrada? Por último, antes de marcharme de allí, deprisa, habiendo
olvidado al médico recogí un pañuelo marrón a cuadros.
Al
volver a casa me encontré una escena irreal. Natasha había sacado la bañera a
la parte delantera de la casa y se encontraba dentro, bañándose desnuda. El
agua debía estar caliente pues su piel tenía una tonalidad rosácea,
especialmente sus pechos. Hablé mirando al suelo:
—Natasha,
he encontrado el pañuelo con el que te recoges el pelo.
—Ah,
bien, gracias. Estaba en el bosque, ¿a que sí?
—Sí,
claro, ¿dónde si no? —se lo tendí.
—Gracias
—. Y siguió cogiendo agua de la bañera con un cubo para echársela por el cuerpo
mientras tarareaba una canción de niños.
Pese
a mi esfuerzo, las medicinas y las continuas sangrías, mi madre murió. Murió
sin estar yo presente, murió sola porque nadie estaba con ella, la encontré al
volver de trabajar en el granero. El funeral fue sencillo porque no nos
podíamos permitir más. Con lo que encontré que ella había ahorrado para mi
cumpleaños pude pagar a una plañidera y al cura, el cual no se dignaba a pisar
camposanto si no era tras una limosna. Desde el momento en el que Natasha se
quitó el velo negro empezó a comportarse de forma aún más extraña.
Con
la muerte de mi madre sentí que debía trabajar todavía más. Las noches me
encontraban acarreando montones de paja, sin llegar a poder sentir dolor físico
alguno. Una de esas noches había llegado a la puerta de la casa cuando oí una voz
cantar, tras de mí venía Natasha. Ella cantaba cosas inconexas y andaba como
evitando caerse. Parecía borracha y tenía mal puestos algunos botones, además
de que la camisa estaba metida por debajo de la falda en algunos puntos mientras
que en otros colgaba por fuera. Al llegar mi altura se me abrazó al cuello y me
dio un sonoro beso en la mejilla, yo sentí una inmensa pena. La separé de mí,
la cogí por los brazos y le susurré que por qué hacía esas cosas, que se
quisiese más a sí misma, que la muerte de madre nos había afectado a todos.
Recuerdo que la llamaba ‘Nata’, que es la palabra que usaba cuando me refería a
ella de manera cariñosa. Ella respondió a mis palabras echando la cabeza atrás
y exhalando una profunda carcajada. Pero de pronto se abrió la puerta y
apareció nuestro padre. Yo me separé de ella de forma instintiva, él se acercó
y la derribó de una bofetada. Ella se le agarró al pantalón gritando, y él dijo
algo que no olvidaré:
—¡Muérete
ya, criatura!
Se
soltó y entró en casa. Yo la llevé a dentro, ella andaba con la cabeza gacha,
muy callada, la arropé en su cama. Me costó dormir, tenía muchas cosas en las
que pensar, pero finalmente el cansancio físico me sedujo y caí rendido. No
desperté hasta ya entrada la mañana, me vestí corriendo y salí de casa sin
advertir que en ella no estaban ni mi padre ni Natasha. Aquella noche, al
volver, mi padre seguía sin estar presente, lo imaginé disculpándose con la
bebida como no lo haría con Nata. Ella sin embargo sí llegó a la noche, traía
un vestido de fiesta, los labios pintados, el pelo recogido y una inmensa
sonrisa. Me alegré tantísimo de verla tan guapa, tan feliz, que ni le pregunté
el motivo de sus ropas e hice yo la cena.
Mi
padre siguió sin aparecer por casa, pero a nadie le sorprendió, de hecho, como
dije al principio, llegó en una ocasión a estar ausente durante un año sin
explicación alguna. Al segundo día pregunté en la taberna si sabían de él, me
dijeron que no, sospeché que las deudas allí contraídas le habían obligado a ir
al pueblo vecino, o al de más allá. Al tercer día sí apareció, pero solo en
cuerpo y no en forma. El policía que fue a buscarme me dijo que lo habían
encontrado en el bosque, pasado el arroyo, despedazado por lo que parecían ser lobos.
Natasha hacía tiempo ya que no me ayudaba en el granero, desde la muerte de
madre aproximadamente, ahora se dedicaba a desaparecer durante el día o
incluso la noche para aparecer después
medio desnuda o impecablemente vestida, muchas veces borracha. Aquella noche,
cuando llegué y vi en la penumbra de sala, apoyado en el respaldo de una silla,
el pañuelo marrón a cuadros con el que solía recogerse el pelo, se formó en mí
una sospecha densa y negra.
Al
día siguiente llegué a casa algo antes de lo que empezaba a acostumbrar y me
encontré a Natasha sentada, esperándome. Vestía un corpiño negro, falda y tenía
algo entre las manos.
—Mañana
es tu cumpleaños —. Dijo, y yo me apoyé contra la pared, a la espera de que
siguiese hablando. —Ten, toma —. Me tendió el envoltorio, lo cogí y desenvolví
un cuchillo. —Es de caza, muy bueno.
—¿Y
por qué me lo das hoy?
—Por
lo que pudiese pasar.
Se
me acercó, me besó en la mejilla y se marchó. Yo decidí seguirla.
Su
falda iba susurrando sobre la hierba, así que pude seguirla tomando suficiente
distancia. Se dirigía a las afueras del pueblo, hacia una casa perdida, donde
llamó a la puerta y le abrió un hombre desnudo de cintura para arriba. No oí lo
que dijeron, pero cuando él se hizo a un lado y ella entró me acerqué a la
ventana de un salón oscuro en el que poco tardó en encenderse la luz y en el
que entraron los dos. Allí él empezó a besarla en los labios, en las mejillas y
en el cuello, de una manera repentina y rápida, sin responderle ella pero sin
oponerse también. Poco tardó en desnudarla, tirando de los cordones del corpiño
de forma brusca, como temiendo que ella pudiese cambiar de opinión en cualquier
momento. Sin embargo, cuando ella se encontró prácticamente desnuda, con sus
pequeños pechos apuntando, afilados, a su propia excitación, fue ella quien le
puso las manos en la cara y le hizo subir (pues ya se encontraba buscando oro
en las profundidades), entonces le besó en la boca apretando sus labios
cerrados contra los suyos, y sus manos recorrieron su pecho, tripa y espalda.
Le quitó ella los pantalones y los calzones antes de perder la falda, y fue
también quién llevó el sexo, quien le montó a él reduciéndole solo a una
herramienta de su propia satisfacción. En un momento le mordió la oreja hasta
hacerle gritar, y cuando terminaron él tenía largas heridas por el pecho.
Entonces hablaron, él rió, gritó algo y por una puerta entró una chica morena
de piel cobriza. Vestía una bata de flores negras que nada más entrar abrió,
mostrando un cuerpo de senos redondos y sexo hipnótico. Natasha se levantó de
donde estaba y se acercó a ella, el hombre, que estaba perdiendo ya la
erección, se pasaba un dedo por las heridas y se lo llevaba a los labios, sin
dejar de sonreír. Nata empezó a besar a la nueva por el cuello, pero pronto fue
bajando, mordiendo, hasta que le provocó un extraño gemido, después volvió a
subir, y, estando otra vez en su cuello, la chica morena abrió mucho los ojos y
empezó a gritar. La nueva gritaba y se intentaba zafar de la cabellera rubia, cuando
al final lo logró mostraba el cuello y el pecho empapados en sangre. Entonces
el hombre dejó de sonreír y la blanca piel de la espalda de Natasha se empezó a
oscurecer hasta que aprecié que se cubría de pelo. Salí corriendo de allí.
La
mañana de mi diecisiete cumpleaños amaneció con mis ojos secos. Estaba de
rodillas sobre la hierba empapada de rocío. Tenía el regalo de Natasha, el
cuchillo, en una mano, en la otra su pañuelo marrón a cuadros. Vi acercarse una
pequeña luz amarilla por el verde prado. Cuando me vio sonrió y aceleró el
paso, me levanté. Me abrazó.
—Feliz
cumpleaños…
Se alejó
lo suficiente para empezar a ver la sangre y cómo ésta brotaba por debajo del
corpiño, empapándole la falda. Me agarró de la camisa y cayó de espaldas al
suelo. Estaba tumbada y yo de rodillas con mi rostro muy cerca del suyo. Me
miró a los ojos, estaba llorando presa del pánico. Intentaba pronunciar unas
palabras que no lograban cobrar forma. Entonces empecé a llorar, sentí que
estaba equivocado, que ella no era ningún monstruo, que nada de lo que había
visto era cierto y que estaba loco.
Cuando
ella terminó de morir yo alcé la vista y vi la niebla rodeando las casas en
aquella inquietante sensación que ya me perseguiría siempre.
La historia se llama “Lica” porque el tema
para el relato era la metamorfosis en las mujeres, haciendo especial mención a
la licantropía y a la homosexualidad en las mujeres. Un tema curioso.
miércoles, 25 de noviembre de 2015
En tu silencio mudo
No sé cómo se
conocieron, pero sé que él siempre sonreía cuando abría la puerta y la veía
allí, a oscuras. Ella a veces venía porque fuera llovía y necesitaba secarse, a
veces estaba triste y otras tan solo le necesitaba, las que menos. Él le
preparaba bebidas frías en verano y calientes en otoño, podía saber si ella
tenía hambre por el color de sus mejillas y siempre tenía café recién hecho. Su
casa no era muy grande, pero si se hacía tarde le cedía su cama de matrimonio
para echarse él en el sofá. Le escuchaba si quería hablar, sin presionarla
nunca, pero jamás le hablaba, porque era mudo.
Sin embargo, contra lo
que pueda parecer, ella no le soportaba. Enseguida se cansaba de su amabilidad,
de sus bastantes años más, de su calva, de su tripa exageradamente redonda y de
su silencio acompañado siempre de aquella estúpida sonrisa. Ella necesitaba a
otro tipo de hombres, unos que por definición la trataban mal y le hacían volver
a aquél recibidor oscuro, aquel salón de luz blanca y a aquellas sábanas grises
que en invierno se volvían un santuario. También se sentía mal por eso, porque
ella era mala con un hombre que daba igual lo que le hiciese, si le insultaba,
robaba o ignoraba, porque él sonreía de forma triste y se marchaba un rato al
baño, para después salir y volver a preparar café.
Llegado el momento
ella decidió darle algunos buenos detalles, creyendo que un buen acto puede
arreglar toda una mala trayectoria, así le regaló flores y le pidió si podía
quedarse aquella foto suya que había en el marco violeta, cuando lo pidió él
arrugó la frente, extrañado, y después asintió dos veces. Para ella tener
aquella horrible cara en la cartera era un horror, al principio, para pasar a
ser una especie de amuleto después, algo así como aquella casa en miniatura y portátil,
de hecho, si acercaba la nariz a la imagen creía poder oler café recién hecho.
En una ocasión llegó
llorando, y ante la puerta, sobre el felpudo, descubrió una llave y una nota,
ésta decía “estaré fuera un par de días, te he dejado la cena preparada”. Era
la primera vez, no que escuchase su voz, sino que la leía. Ella, por
supuesto, se asustó de que él hubiese previsto su llegada, pero después de
entrar fueron otros los pensamientos ocuparon su mente. Aquella casa, por
extraño que pudiese parecer, era más pequeña sin la gorda figura del mudo, y
ella, como en un ritual, decidió vivir allí hasta su regreso. Repasó armarios y
cajones en una lenta inspección, viendo los calcetines perfectamente colocados
y sin encontrar ningún secreto, ni una sola palabra escrita de su puño y letra.
Tuvo que evitar contener la risa al encontrar un pequeño armario completamente
lleno de botes del mejor café. No había ceniceros, pero ella sabía que si algún
día, al llegar a aquella casa, sacaba un cigarrillo, aparecería uno
mágicamente. La primera noche no durmió, la segunda se prometió dejar en paz
para siempre a aquel hombre.
Desde el amanecer de
las nubes de un día de perros, ella permaneció escondida en los soportales de
la acera de enfrente. Estuvo allí horas hasta que finalmente le vio aparecer,
entonces se marchó sintiendo que había cerrado el círculo.
Tuvieron que pasar dos
años, el tiempo suficiente para olvidar a quien te ha cuidado. Entonces un día
a ella le asaltó una mujer por la calle. Al principio creyó que le intentaba
vender algo o estafar, pero entonces la llamó por su nombre y empezó a prestar
atención. Aquella mujer de pelo corto, negro y rizado le comunicó que su padre,
Juan Finisterre, había muerto y que quería comunicarle cuando sería el entierro
además de darle la dirección del notario que le hablaría de las cosas que aquel
hombre le había dejado en herencia. Ella no entendía nada, no le sonaba ese nombre, hasta que se le
ocurrió preguntar “¿Ese hombre era el mudo?” y como la mujer del pelo negro no
entendía, le mostró la foto que guardaba en la cartera. “Sí, es él”, dijo su
hija, “pero jamás fue mudo”.
martes, 24 de noviembre de 2015
Marta es una estación
Como un fumador el
tabaco, como un bebedor la bebida, así se necesitaban. Yo a ella la conocí
cuando fue necesario o intervino la casualidad, pero él era amigo mío y de
hecho, a través de lo me contaba, a ella llegué a conocerla de una forma que le
hubiese asustado.
Podías preguntarles si
tenían una relación y su respuesta sería que entre ellos había algo, pero que
no sabrían bien qué era. A ella le gustaba decirle que le esperaba en el
Retiro, sin aclarar hora ni lugar, y él ya sabía que estaría leyendo en algún
banco y que había que jugar a encontrarla, a las horas del mediodía o del
principio de la tarde, porque noviembre era frío y para ellos siempre era
noviembre. Jugaban a muchas cosas, pero sobre todo jugaban a besarse diferente,
procurando que nunca sus besos se volviesen monótonos y reacios a darse. A él
le gustaba tocarla, en cualquier parte del cuerpo y bajo o sobre la ropa, daba
igual, pero le gustaba sentirla, porque todo en ella tenía algo diferente a las
demás personas. A ella le gustaba esperar a que en algún momento de la
conversación él desapareciese, sus ojos se apagasen y empezase a hablar,
simplemente hablar, como hacía él, en ese monólogo tan extraño del que salían
palabras maravillosas que al volver a casa, si se acordaba, ella apuntaba en un
cuaderno del que jamás le habló.
Un día él, que se
llamaba Javier, me pidió salir a dar una vuelta, y pese a ser domingo, muchas
cosas por hacer y un transporte público horroroso, le dije que me cambiaba de
ropa y salía. La verdad es que pensaba que acababan de romper y me correspondía
ser diana de miserias, ataques y mocos, tarea que aceptaría dignamente sin
pedir jamás nada a cambio. Lo bueno de vernos en persona sería que solo tendría
que escucharle para poder ayudar sin tener que abrir la boca, y jamás
haciéndole ver las incongruencias que dijese en el momento. Pero sin embargo me
encontré con un él decaído al que no le había pasado nada.
Me contó que le
asustaba algo, un fantasma que le había producido el pensar y que ahora anidaba
detrás de los ojos, en su punto muerto. Me dijo que sentía algo por Marta, la
chica, su chica, y que aunque eso era algo obvio se había empezado a preguntar
que dónde residía lo que sentía y de qué naturaleza era, y ahí había tenido
miedo, porque pudiendo analizar todo lo que había sentido antes de Marta
incluso al principio de Marta, ahora se encontraba con que Marta estaba cuando
no la pensaba y dónde no estaba, ahora Marta era un tercer pulmón, me dijo,
algo capaz de empañarle los ojos y dolerle el pecho. A punto estuve de bromear
recogiendo antiguas bromas nuestras, que no hay mariposas en el estómago, sino
gases, que si había mariposas qué faena que me las he comido. Pero él me dijo
que pensar en ella podía robarle el calor del cuerpo y hacerle sentirse cansado,
que le dolía no sabía dónde, que solo estando con ella podía olvidarse de
aquella mierda, que solo escuchándola hablar despreocupada podía ser feliz.
Habíamos recorrido medio Madrid bajo la atenta mirada del frío cuando se echó a
llorar.
Los fantasmas de Javi
me preocupaban solo en parte, porque mi vida en aquel momento estaba tan desordenada
que me cansaba el solo ponerme a pensar en cómo resolverla. Pero la
verdad es que mientras yo hacía lo que fuera que hiciese, Javier lloraba de rabia
sin saber por qué, sufriendo por algo de lo que solo nos podría hablar un
psicoanalista. Al final me dijo que lo suyo con Marta estaba acabado, que había
muerto, y yo cometí el error de preguntarle que por qué lo decía, si se les veía
tan bien. Él se enfadó conmigo y solo algo de alcohol le hizo perdonarme. Me
contó que un día la vio sentada, con el libro en el regazo, y un hombre de pie,
enfrente, hablando con ella, y solo con verles así, sin que ninguno girase la
vista hacia donde estaba él para y le sonriesen, se dio la vuelta y se marchó para
enviar media hora después un mensaje diciendo que aquel día no podría ir, a lo
que ella le contestó que no pasaba nada, que no se preocupase, y entonces, por
primera vez, él sintió celos, se la imaginó acostándose con aquel hombre y
lanzó con fuerza el teléfono contra la cama.
Ella seguía con sus
juegos o adivinanzas, pero a él ahora le cansaban, no las entendía, le pedía la
respuesta. Y eso a ella le decepcionó, el que él ahora le preguntase que qué
quería decir, que quedaban a tal hora, que estaba muy ocupado, que en toda la
semana no podrían verse, pero que si quería podían hablar por mensajes.
Al final, después de
un mes sin verse, él dejó de escribirle y responder a sus llamadas y mensajes,
se escondió y evitó lugares de encuentro fácil, y ella, desesperada al
principio y triste después, vino a hablar conmigo y me pidió un favor. Yo fui a
ver a un ojeroso y mal vestido Javier y le di un abrazo, lo siento tío, pero
ella te ha dejado.
Como en una película y
creyendo olvidarse de noviembre marchándose a donde hubiese nieve, Javier huyó
a las montañas del norte, a un pueblo de cincuenta y siete habitantes. Ningún
abrigo puede calentarte cuando el frío viene de dentro. Fui a verle dos veces,
y ambas se mostró festivo, extrañamente contento, pero aquello era una farsa,
lo sabía yo, lo sabía él, lo sabía Madrid, pero no lo sabía ella, que le iba olvidando
con la progresión de una tortuga, a medida que cada pareja nueva le curaba una
herida distinta.
Llegó el verano, un
verano literal, abrasador en la capital. Yo dejé a la chica con la que estaba,
porque el verano destroza relaciones y crea unas nuevas, efímeras. Y recibí
soltero a un Javier que parecía haber decrecido un metro. Le presenté a un
total de cinco mujeres, se acostó con cuatro y dos creyeron quedarse enamoradas
de él, pero Javier parecía pasar sobre ellas como quien pasa sobre una almohada, y
cuando le pregunté que qué coño hacía me dijo que ninguna era Marta, y no solo
eso, sino que ni siquiera se le parecían. Entonces decidí contarle la amarga,
extraña, erosionada y salpicante verdad, Marta se iba a casar.
Javier volvió a huir,
y cuando volvió había enfermado de motu proprio. Me muero por ella, me dijo, pero
no me muero por amor.
domingo, 22 de noviembre de 2015
Una extraña soledad
Qué desagradable
situación, qué incómodo. Para empezar el acostarse vestido de traje, te limita
los movimientos, te hace sudar en un lugar tan reducido. Pero sobre todo el
espacio, no logro recordar si los pies chocan con la madera porque ésta fue
concebida así, porque ha menguado o por si yo he crecido, no lo sé, no lo recuerdo,
pero el resultado es que las suelas de mis zapatos rozan con la madera, tanto
que podría ponerme a zapatear, y no solo eso, sino que si levanto un poco uno
de los pies, su punta choca también con más madera. Me muevo como un pez vivo
que cae a tierra, agitándome frenéticamente, chocando contra las paredes de
madera que me rodean, pero al final me canso, no consigo dormir, así que me
pongo a hacer fuerza y aparto la losa de mármol.
El aire fresco me
abofetea y me limpia, me ventila y se lleva la caspa y el polvo. Cierro los
ojos, me quito las legañas y estiro los brazos desperezándome, volviendo así a
maldecir el llevar traje. Me levanto y vuelvo a empujar la losa de mármol
colocándola como debía estar cuando me encontraba debajo. Me siento sobre ella.
Veo el césped de los
tramos de jardín mojado y me lamento por haberme perdido aquella mañana la visión
del jardinero con mostacho tarareando la nueva canción de moda. Pero
tal vez no sea regado sino rocío, porque la mañana ha amanecido húmeda.
Veo al guardia jugando
a dar vueltas con un dedo al manojo de llaves, veo a los pájaros que hace horas
que se levantaron para piar y volar de rama en rama. Lo bueno de aquel punto
del cementerio es que no se oyen los coches, aquí si está presente eso de
“descansa en paz”.
Aparece la señora
Noelia, tan mayor que no ha logrado envejecer en diez años más de lo que ya
estaba. Por costumbre y no tristeza llega hasta la tumba de su marido y le deja
cerca de la lápida un racimo pequeño de flores. Entonces me mira de reojo, y
con la sonrisa secreta de una abuela a su nieto, se acerca hasta mí y me da una
rosa. Me la alcanza a una distancia prudencial, porque los años no han logrado
que se acostumbre plenamente a un hombre muerto, y yo cojo la flor por la parte
más baja del tallo, que inmediatamente se ennegrece, y le dedico una sonrisa y
un gesto con la cabeza.
Me gusta aquella rosa,
me gustan las flores en general, porque aunque no se muevan en ellas se aprecia
la vida y la fragilidad que los hombres se esfuerzan por ocultar. La huelo y
alcanzo su olor a ceniza, pero sé que no es la rosa la que huele a ceniza, que
el problema es mío, porque a los muertos les pasa como a los fumadores, que
pierden el olfato. Me encantaría coger entre el dedo gordo y el índice cada uno
de los pétalos y apreciar su suavidad, pero sé que si lo hago inmediatamente se
secarán y pudrirán a un tiempo.
Es curioso, en vida
había oído que si la Muerte, con sus manos esqueléticas, te tocaba, morías al
instante. Ahora creo que no es que te toque y te mate, sino que ocurre como en
el espacio. El espacio es gigante y frío, y si un astronauta se quitase el caso
se congelaría al instante, pero “no entra el frío, sino que se va el calor”, y aunque
un astronauta con su calor no pueda calentar el espacio, está aportándole algo
de calor a su inmenso frío, y eso es lo que pasa con la Muerte, si te toca tu
vida abandona el cuerpo para no llegar a lograr cubrir el pozo negro que se
oculta bajo la capucha.
A lo largo de la
tarde, al ser un día entre semana, no pasa mucha gente, pero sí un entierro.
Saludo sonriendo a la procesión de hombres y mujeres vestidos de negro, donde,
para mi regocijo, veo a una plañidera. En el ataúd
cerrado irá como un marinero en un submarino mi nuevo compatriota hasta que se
dé cuenta, que pocas veces pasa, de que puede salir a respirar el aire libre de
polvo o ceniza. Me empiezo a preguntar a cuántas de esas personas veré el Día
de Todos los Santos, pero caigo en la cuenta de que ese día es el único que no
me levanto, no soporto el tráfico frenético de familiares obligados por algo
que ni ellos saben bien qué es.
Lo peor de estar
muerto son las uñas. Yo, acostumbrado a mordérmelas en vida, descubro que
crecen y crecen, provocando una horrible sensación en la punta de cada dedo.
Ya cuando el cielo se
vuelve violeta aparece el mejor personaje del cementerio, un gato negro al que
llamo Milus. No se pueden pasar animales al recinto, pero Milus salta cada
tarde la valla para ir hasta un estrecho pasillo de nichos donde el musgo
devora el mármol, y allí se sienta durante horas frente a una tumba cuya placa
identificadora debió caerse hace tiempo. No sé a quién va a ver Milus, pero me
imagino que será una mujer que murió joven o una bruja a quien su gato negro no
ha olvidado.
Al llegar las nueve
menos cuarto, los megáfonos empiezan a entonar una música horrible como
indicación a la gente de que se debe ir yendo, lo cual me parece mal, porque el
horario permite la presencia en el cementerio hasta las nueve, no las nueve
menos cuarto. Entonces se me acerca el guardia, que sigue haciendo girar las
llaves con el índice, y me dice que son horas de acostarme. Yo empujo la lápida,
entro y él me vuelve a enterrar. No soporto acostarme tan temprano.
viernes, 20 de noviembre de 2015
Mi cicatriz
Recuerdo
que estaban ahí Mario y Julia, no sé si también Alicia. Creo que acababa de
tocar un moco o algo parecido, y creo que les dije "soy un marciano"
y ellos echaron a correr riendo mientras yo les perseguía. Lo malo es que aquel
patio tenía forma de "L", y al girar venía corriendo en dirección
contraria otro niño llamado Manuel (Manuel de Blas, no Manuel Rodrigo) y nos
chocamos de tal forma que él se dio en la parte superior del cráneo y yo en la
frente. Supongo que lloré y que fui a ver a las profesoras, a éstas se les
descolocó el rostro. Le debí decir a la que me atendió que qué me había hecho,
que quería verme en un espejo, y recuerdo que ella dijo que no, que no quería
que yo me asustase. Miré hacia abajo, llevaba un jersey con franjas de colores,
y vi que en cada fina hebra que sobresalía del jersey había una diminuta gota
de sangre. Al final me llevó un segundo al baño (el de los niños, que era
mixto) y entre los ojos llenos de lágrimas no distinguí bien que me había
pasado, tenía el rostro lleno de sangre.
Cogimos un taxi y llegamos a un centro médico que me sería imposible
ubicar, tal vez en Doctor Esquerdo. Recuerdo que ya no lloraba, creo que en el
momento del baño tampoco lloraba ya pese a tener los ojos mojados, recuerdo que
la profesora me sentó en los bancos de espera y que todos los allí presentes me
miraron mientras la mujer decía en recepción “no es mi hijo, soy su profesora”.
Inmediatamente me metieron a dentro y yo, en mi buena educación de niño
ensangrentado, pensé que cómo es que entrábamos nosotros si allí había mucha
gente esperando. No creo que me pusiesen anestesia, porque recuerdo la
operación, recuerdo que me pusieron una especie de tela-plástico verde sobre
los ojos, y que, filtrándose por ésta, me llegaba la luz amarilla del techo.
Recuerdo a los médicos hablar sin que yo tuviese ni idea de qué pasaba, no
recuerdo que me doliese.
El tiempo total de ausencia por mi parte fue de poco más de una hora,
porque no recuerdo qué clase me salté pero llegué al aula de segundo de
infantil cuando “la Teacher” (no recuerdo el nombre real de aquella mujer,
simplemente era la Teacher) nos enseñaba la palabra “mouse” con el dibujo de un
enorme ratón gris pegado ¿a la pizarra, la pared? Por supuesto cuando entré tuve
mi merecido de protagonismo (¿algún niño me dijo en su dosis de dramatismo que
pensaba que yo había muerto?) pero la clase no tardó en continuar.
El niño con el que me choqué, Manuel, era por entonces amigo exclusivo
prácticamente de Miguel Treguerres, pero tras aquel suceso su madre me invitó a
quedar una tarde con él. Vimos la película “El Dorado” que era su película
favorita, y en un momento me preguntó, mientras ponía la película, que cuántos
DVDs tenía, yo, creyendo que se refería al aparato reproductor en vez de a los
discos, le dije extrañado que solo uno. Aquella misma noche me iban a quitar
los seis puntos de la herida, y la madre de Manuel nos llevaba a los dos en
coche hasta la entrada de Rivas, donde había quedado con mis padres (los dos,
¿por qué los dos? Supongo que porque iban a “operar” a su hijo) Pero en un momento,
a mitad de la autopista, Manuel o yo nos levantamos un momento o hicimos un
movimiento extraño y nos dimos un golpe, yo le dije a Ana, su madre, que me
había hecho algo, ella paró el coche, me miró con aquella luz pésima y dijo que
no veía nada, después, en el centro médico, le dijeron a mis padres que me
había abierto los puntos y que debería seguir teniéndolos un tiempo.
Los hechos curiosos
relacionados con todo este asunto son:
Manuel y yo nos
hicimos mejores amigos (muy mejores amigos) hasta sexto de primaria (lo que
quedaba de aquel curso más siete años) y después, al ir al instituto se
separaron nuestros caminos y pasó a ser mi mejor amigo otro Manuel, Manuel
Rodrigo en este caso.
Yo iba a natación,
y por navidad se celebraba un día de juegos con un montón de colchonetas
extrañas y demás, era divertidísimo y no me dejaron participar porque no me
podía mojar los puntos, yo dije que mantendría el equilibrio sobre la gran
colchoneta pero mis padres me dijeron que era demasiado fácil que me cayese, en
su momento lloré, ahora veo que mi deseo era demasiado temerario (creo que
hasta en el momento lo sabía, pero pensaba que ya mojados los puntos, ¿qué más
daba seguir nadando?). De cualquier forma sí me dieron la bolsa de chuches que
correspondía a cada niño, chuches que debí comerme con rabia mientras veía cómo
se secaba mi hermano.
Recuerdo que un día
jugamos a Harry Potter y yo pude ser Harry sin votos en contra por ser el único
que tenía una cicatriz en la frente.
Por poco me queda
una cicatriz cruzándome la ceja como a los macarras, pero al crecer todo se
dispuso de tal forma que la cicatriz está bajo
la ceja, es decir, que si levanto los pelitos se puede apreciar la línea blanca
tan pequeña que en su momento me pareció tan larga como la luna.
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