miércoles, 27 de enero de 2016

La piedra

Había sido un día bastante completo, desde que saliese por la mañana de casa no había dejado de quedar con personas conocidas, se auguraban agujetas de tanto caminar. Las calles de Rivas siempre habían estado vacías, más aquella zona exclusivamente residencial, al ser lo que se conoce como una ciudad dormitorio. Pero al ser de noche e invierno, aquello parecía una ciudad fantasmal, una sola silueta humana que no estuviese sacando a pasear a un perro era justificación para acelerar el ritmo. Aun así decidí, motivado por el cansancio y el frío, emprender el camino más corto, uno que atravesaba un parque sin apenas iluminación y cuyas escasas farolas emitían una luz blanca apática que crearía desasosiego hasta en un parque transitado en pleno centro de Madrid. Según me acercaba al parque, las casas eran de peor calidad y tenían vallas más altas. El asfalto también parecía más machacado, contando con surcos y todo tipo de suciedad natural, o no, que nadie se había molestado ni siquiera en apartar. Se veía que en alguna pequeña obra se había roto y esparcido un saco con pequeñas piedras, y éstas ahora dibujaban un abanico desde una acera llegando casi a la otra. Pasé sobre ellas de puntillas, intentando no pisarlas, y una vez hube salido, me topé con una piedra solitaria. No era plana y parecía más pulida, tal vez provenía incluso del parque en el que ya casi estaba, cuyos caminos, efectivamente, estaban cubiertos de piedras. Si hubiese estado entre otras la habría ignorado, pero una piedra solitaria en mitad de la calzada era demasiado tentadora como para no darle una patada, patada que ciertamente le di y que la hizo dar saltos sobre el asfalto y luego rodar para volver a interponerse en mi camino pocos metros más allá. Así fui dándole patadas, como hacen los niños, procurando que fuese a parar por donde yo tenía que pasar y recordando cómo me habían enseñado que daban las patadas los futbolistas a los balones, que pese a lo que pueda parecer, no es con la punta de la deportiva. Al final llegué al parque, y al ver que una fila de ladrillos grises separaba el parque del asfalto, comprendí que era el fin de la piedra, que rebotaría y que yo no volvería atrás a volver a golpearla intentando que superase la barrera como los peces que intentan saltar las cascadas al remontar un río. Así que di mi patada, la piedra golpeó de lleno los ladrillos, subió, describió un extraño arco y entró en el parque. Me acerqué y pude verla ahí, justo en un tramo en el que no había cerca otras piedras que no fuesen algo más bien parecido a arenilla. En parte estaba molesto, me había hecho a la idea del fin de la piedra y ella seguía ahí. Aquello debía tener un fin ceremonioso, no podía abandonarla en cualquier parte, de hecho me había olvidado del frío y el cansancio pensando en solo qué final darle. En frente mío había arbustos altos, a la izquierda el camino que debía seguir para llegar a casa y a la derecha, un poco más allá, unas escaleras que bajaban a una zona no iluminada cuyo camino llegaba hasta el Cerro. Preparé el terreno, con el pie alisé la tierra y quité cualquier otra pequeña forma. Apunté a las escaleras y me sentí un golfista haciendo amagos del golpe que iba a emprender hasta que finalmente lo hice. La piedra saltó varias veces hasta donde terminaba el camino y empezaban las escaleras, pero no fue más allá como había planeado, no bajó saltando por los escalones, no lo hizo, estúpida piedra. Entonces me acerqué. Los escalones eran el último tramo iluminado a excepción de la sombra del tronco de un árbol que como una línea negra los atravesaba. Cogí la piedra, por primera vez la estaba tocando, y la contemplé, viendo que pese a su forma irregular de asteroide, sí era bastante redonda, ideal para las patadas y destacando entre las otras piedras. Ahí, bajo la luz blanca, me pregunté entonces si debía llevarme la piedra a casa y dejarla en la estantería junto a otras dos piedras (una en forma de corazón y la otra con líneas de vivos colores) en forma de amuleto o si debía deshacerme de ella. Un extraño pensamiento de “no seas absurdo” me hizo dejarla con rapidez en el suelo y propinarle una patada que llegase antes que cualquier sentimiento. La piedra bajó por las escaleras, no recuerdo si golpeando en cada escalón, y quedó en el último, no fuera de la misma como había esperado, pero perdida en el rayo negro de la sombra del árbol. Entonces me arrepentí en ese mismo momento y corrí abajo a buscar la piedra, pero no estaba, di con dos que no eran ella, que eran más planas, busqué en círculos a partir del escalón pero no di con la piedra.
Ya lo había olvidado cuando llegué a casa, y pensaba entonces en que cortan el agua de las fuentes de los parques en invierno para que ésta no se congele en las tuberías. Entonces subí las escaleras mientras me iba quitando el abrigo. Entré en mi habitación, encendí la luz y vi que la piedra estaba ahí, sobre mi almohada.

sábado, 23 de enero de 2016

Retorno

Uno se cansa de guerras, ¿no es cierto? Uno un día se pierde en el bosque y cuando vuelve lo ve todo cambiado, distinto. Entonces ya no reconoce rostros, por no reconocer, no reconoce ni sus manos. Entonces pasaje y barco entre la niebla. Y uno llega a casa y nadie le espera, pero porque es lo normal, no ha avisado a nadie. Pasa entre desconocidos por la estación de tren, porque si no vas al propio puerto, a un barco le sigue un tren, un coche o un avión. Uno respira las calles y suspira triste, porque se siente protagonista pero todos tienen prisa. Se siente como un niño que cumple años y que se apena de que solo le feliciten los conocidos. Entonces uno acaba llegando a casa, acaba por subir a su cuarto, pasar la mano por el polvo, jugar con los elementos de decoración, sentarse en la silla y sí, al final, tocar el metal de la máquina de escribir como quien toca una tubería de la calle, sin emoción. Pero entonces aprieta una tecla y toda la máquina se mueve para colocar una letra en el aire. Y ahí coge un folio, lo coloca y empieza a escribir. Escribe como si tuviese agujetas en los dedos, de mala manera, sin ideas ni cosas que se puedan mantener por sí solas, pero escribe al fin y al cabo, escribe sin gusto pensando que éste ya volverá. Y así como escribe sabe que si no se sienta mañana de nada va a servir lo de hoy. Piensa en escribir sobre algo que ya haya escrito, sobre lo que haya escrito mucho, por ejemplo sobre una princesa fuerte y un príncipe enclenque, o sobre un tipo que sale a caminar y se acaba encontrando con alguien que sin ningún esfuerzo le acaba transportando a una situación absurda, o yo que sé, pero algo. Porque la máquina va haciendo ruido y el tipo se va relajando, porque las frases son muy brutas y no tiene una historia, pero está escribiendo, mueve los dedos apenas deteniéndose a cada frase para pensar la siguiente. Y ahora, como fogonazos, le vienen recuerdos buenos, recuerdos malos y tipos curiosos, y todo eso sabe que le ayudará cuando haga falta, cuando demuestre que Andrea es la hermana de Rigoberta o cuando vuelva Juan, tan mayor ya, y nos cuente lo que vio en Khabarovs. Y porque me viene el sueño, dice el soldado, que si no seguía escribiendo, y aunque sé que es mentira, le doy un fuerte aplauso.

viernes, 15 de enero de 2016

Tristesse

Si estás en un laberinto y te pierdes, puedes pensar “me he perdido porque estoy en un laberinto”, el problema es cuando te pierdes y no hay laberinto.
El avión, desde fuera, debía parecer un avión perdiendo altura pensando en aterrizar, sin embargo, el avión era una mierda, pasemos de él. Porque un chico sale a la calle con las manos en los bolsillos, una sola idea en la cabeza y tal vez un arma en alguna parte, entre ¿los omoplatos? Bah, da igual, ya es de noche, hay una prostituta en una esquina que mira al cielo y ve un avión caer, demasiado deprisa como para pretender aterrizar. Ella ve el avión silencioso, pero en el interior la gente no deja de gritar. Suena una música triste mientras no se escuchan los sonidos cotidianos y la cámara recorre una multitud de rostros, distintas historias que en algún momento se encontrarán, porque de eso va la cosa. Tal vez el chico se acueste con la prostituta al llegar al aeropuerto y descubrir, entre el mayor caos, que el avión al que debía esperar se ha estrellado. Entonces le temblarán las piernas y caerá al suelo, donde llorará mientras la música suena más fuerte y la cámara se aleja, mostrando gente que corre y que ni siquiera ve a aquel chico. Él, impulsado por el dolor, repasa sus planes, el por qué esperaba a aquella chica, el que no llega a concebir que ya no esté, porque ella no es así, no es de morir como todos, o de morir en una desagradable situación o de gritar antes de hacerlo. Ella, para él, era una figura etérea y de metal a un mismo tiempo, y el que muera no se entiende. Levanta los ojos, y a través de las lágrimas intenta buscarla entre las personas, porque a ella sí se le han otorgado las situaciones extraordinarias, la magia, lo imposible.
Entonces el chico llega a la bohardilla, la prostituta está en bata mientras se peina. Le dice si le importa esperar y él se tumba en la cama, a sus espaldas. Ella entonces empieza a hablar de si sabe lo del avión, pero como es seguro que sí, empieza a comentar los detalles, que si el choque fue brutal, que si la culpa se dice ahora que es de un técnico. Entonces él apaga toda luz y paga toda impotencia con ella.
El arma no está entre sus omoplatos, está en su mano. Y no hay nada más, alrededor ni las palomas quedan. Qué difícil es encontrar a un técnico en una ciudad. La plaza ha quedado vacía y muchos rostros le miran medio escondidos. Él se mira despacio la mano, que sujeta un arma, y después mira los rostros asustados, a los policías que le apuntan y gritan cosas que la música no deja oír mientras sus labios se mueven de forma grotesca a cámara lenta. Entonces la ve a ella, pero no sale de entre la multitud, le mira asustado. La ve más veces, todos los rostros son el de ella y él no entiende nada. Entonces levanta el arma, se apunta a sí mismo y dispara a la única persona que debió disparar. Y los días pasan, el cielo crece, las prostitutas descansas y los aviones vuelven a volar. Los ataúdes se los traga la tierra, aunque no tengan cuerpos. Los restos del avión acaban en un almacén de chatarra. El técnico queda libre y se frota las muñecas, doloridas por las esposas. Los ojos se cansan de llorar. Los golpes dejan de doler y una extraña calma borra todo recuerdo como también borra a las personas.

Y entonces cambia la canción.

sábado, 2 de enero de 2016

Mientras escribo esto

Tocotóc, tocotóc. Mi padre ordena papeles aquí a mi lado. Los que decide tirar son rasgados primero. Las fotos que va encontrando las deja con cuidado en una esquina de ésta mi mesa. Me molesta un poco el ruido, es increíble que los papeles y las cartulinas puedan hacer semejante y tan grave ruido. Pero tal vez lo que más me molesta es que está en su silla, con sus papeles y demás, pero dando la espalda a su mesa, mirando hacia la estantería y por tanto en la misma dirección que yo. No miramos lo mismo, claro, yo mi pantalla y él sus papeles, pero más allá seguiríamos sin ver lo mismo, yo la pared y él la estantería. Sin embargo solo necesita girar ligeramente la cabeza para poder ver ésta mi pantalla del ordenador. Ahora, por ejemplo, el ruido de papeles movidos y papeles rasgados ha vuelto a cesar, ¿se supone que está leyendo con atención un papel en concreto o está mirando mi pantalla, leyendo lo que escribo, pensando mi hijo está loco? Y claro, yo podría mirarle, girar apenas la cabeza y ver a dónde mira, pero si lo hiciese él se daría cuenta, porque girar la cabeza implica mover muchos músculos (unos se relajan y otros se tensan, así funcionan los músculos, me lo enseñaron de pequeño en clase por medio de un angustioso documental, angustioso porque vi que era imposible tener todos los músculos relajados), arrugar la camiseta, la piel del cuello, acomodar imperceptiblemente el brazo, entrecerrar un ojo y hacer ondular cabello. Y si no se diese cuenta de que le miro la primera vez, se daría cuenta otra de las muchas. Y si se diese cuenta de que miro a ver si mira, me estaría delatando a mí mismo como infractor de algo que entonces él sí querría descubrir, querría leer en este caso. Durante un momento ha vuelto a colocar la columna de papeles (los que se han salvado) en la estantería, ha cogido los rasgados y las fotos y se ha marchado, esto ha ocurrido mientras yo estaba escribiendo, a la altura de la palabra “infractor”, y entonces ha dejado de tener sentido el escrito, porque ahora, siendo sincero, no escribo para una pluralidad de lectores, sino para mi padre, el mismo que quiero que no gire la cabeza y mire lo que hago, lo que escribo. Y mientras no estaba me he sentido desamparado, frío, añorando el sonido que me molestaba y al que ahora me he aficionado (especialmente al de rasgar papeles), pero luego ha vuelto, como un salvador, un superhéroe, y cuando se ha vuelto a marchar para vaciar el cenicero en el retrete yo estaba seguro de que volvería, lo sabía, y eso me ha dado la felicidad, saber que volvería a oír papeles moverse, que le oiría rasgar algunos y lanzarlos a un lado y de que de vez en cuando reinaría el incómodo silencio en el que me preguntaría si está leyendo lo que escribo.