Había sido un día bastante completo, desde que
saliese por la mañana de casa no había dejado de quedar con personas conocidas,
se auguraban agujetas de tanto caminar. Las calles de Rivas siempre habían
estado vacías, más aquella zona exclusivamente residencial, al ser lo que se
conoce como una ciudad dormitorio. Pero al ser de noche e invierno, aquello
parecía una ciudad fantasmal, una sola silueta humana que no estuviese sacando
a pasear a un perro era justificación para acelerar el ritmo. Aun así decidí,
motivado por el cansancio y el frío, emprender el camino más corto, uno que
atravesaba un parque sin apenas iluminación y cuyas escasas farolas emitían una
luz blanca apática que crearía desasosiego hasta en un parque transitado en
pleno centro de Madrid. Según me acercaba al parque, las casas eran de peor
calidad y tenían vallas más altas. El asfalto también parecía más machacado,
contando con surcos y todo tipo de suciedad natural, o no, que nadie se había
molestado ni siquiera en apartar. Se veía que en alguna pequeña obra se había
roto y esparcido un saco con pequeñas piedras, y éstas ahora dibujaban un
abanico desde una acera llegando casi a la otra. Pasé sobre ellas de puntillas,
intentando no pisarlas, y una vez hube salido, me topé con una piedra
solitaria. No era plana y parecía más pulida, tal vez provenía incluso del
parque en el que ya casi estaba, cuyos caminos, efectivamente, estaban
cubiertos de piedras. Si hubiese estado entre otras la habría ignorado, pero
una piedra solitaria en mitad de la calzada era demasiado tentadora como para
no darle una patada, patada que ciertamente le di y que la hizo dar saltos
sobre el asfalto y luego rodar para volver a interponerse en mi camino pocos
metros más allá. Así fui dándole patadas, como hacen los niños, procurando que
fuese a parar por donde yo tenía que pasar y recordando cómo me habían enseñado
que daban las patadas los futbolistas a los balones, que pese a lo que pueda
parecer, no es con la punta de la deportiva. Al final llegué al parque, y al
ver que una fila de ladrillos grises separaba el parque del asfalto, comprendí
que era el fin de la piedra, que rebotaría y que yo no volvería atrás a volver
a golpearla intentando que superase la barrera como los peces que intentan
saltar las cascadas al remontar un río. Así que di mi patada, la piedra golpeó
de lleno los ladrillos, subió, describió un extraño arco y entró en el parque.
Me acerqué y pude verla ahí, justo en un tramo en el que no había cerca otras piedras
que no fuesen algo más bien parecido a arenilla. En parte estaba molesto, me
había hecho a la idea del fin de la piedra y ella seguía ahí. Aquello debía
tener un fin ceremonioso, no podía abandonarla en cualquier parte, de hecho me
había olvidado del frío y el cansancio pensando en solo qué final darle. En frente
mío había arbustos altos, a la izquierda el camino que debía seguir para llegar
a casa y a la derecha, un poco más allá, unas escaleras que bajaban a una zona
no iluminada cuyo camino llegaba hasta el Cerro. Preparé el terreno, con el pie
alisé la tierra y quité cualquier otra pequeña forma. Apunté a las escaleras y
me sentí un golfista haciendo amagos del golpe que iba a emprender hasta que
finalmente lo hice. La piedra saltó varias veces hasta donde terminaba el
camino y empezaban las escaleras, pero no fue más allá como había planeado, no
bajó saltando por los escalones, no lo hizo, estúpida piedra. Entonces me
acerqué. Los escalones eran el último tramo iluminado a excepción de la sombra
del tronco de un árbol que como una línea negra los atravesaba. Cogí la piedra,
por primera vez la estaba tocando, y la contemplé, viendo que pese a su forma irregular
de asteroide, sí era bastante redonda, ideal para las patadas y destacando
entre las otras piedras. Ahí, bajo la luz blanca, me pregunté entonces si debía
llevarme la piedra a casa y dejarla en la estantería junto a otras dos piedras
(una en forma de corazón y la otra con líneas de vivos colores) en forma de
amuleto o si debía deshacerme de ella. Un extraño pensamiento de “no seas
absurdo” me hizo dejarla con rapidez en el suelo y propinarle una patada que
llegase antes que cualquier sentimiento. La piedra bajó por las escaleras, no
recuerdo si golpeando en cada escalón, y quedó en el último, no fuera de la
misma como había esperado, pero perdida en el rayo negro de la sombra del
árbol. Entonces me arrepentí en ese mismo momento y corrí abajo a buscar la
piedra, pero no estaba, di con dos que no eran ella, que eran más planas,
busqué en círculos a partir del escalón pero no di con la piedra.
Ya lo había olvidado cuando llegué a casa, y
pensaba entonces en que cortan el agua de las fuentes de los parques en
invierno para que ésta no se congele en las tuberías. Entonces subí las
escaleras mientras me iba quitando el abrigo. Entré en mi habitación, encendí
la luz y vi que la piedra estaba ahí, sobre mi almohada.
Todo el mundo lo repetía, pero en el fondo nadie llegó a creerlo. Por eso todos se refugiaron aquí.
miércoles, 27 de enero de 2016
sábado, 23 de enero de 2016
Retorno
Uno se cansa de guerras, ¿no es cierto? Uno un día
se pierde en el bosque y cuando vuelve lo ve todo cambiado, distinto. Entonces
ya no reconoce rostros, por no reconocer, no reconoce ni sus manos. Entonces
pasaje y barco entre la niebla. Y uno llega a casa y nadie le espera, pero
porque es lo normal, no ha avisado a nadie. Pasa entre desconocidos por la
estación de tren, porque si no vas al propio puerto, a un barco le sigue un
tren, un coche o un avión. Uno respira las calles y suspira triste, porque se siente
protagonista pero todos tienen prisa. Se siente como un niño que cumple años y
que se apena de que solo le feliciten los conocidos. Entonces uno acaba
llegando a casa, acaba por subir a su cuarto, pasar la mano por el polvo, jugar
con los elementos de decoración, sentarse en la silla y sí, al final, tocar el
metal de la máquina de escribir como quien toca una tubería de la calle, sin
emoción. Pero entonces aprieta una tecla y toda la máquina se mueve para
colocar una letra en el aire. Y ahí coge un folio, lo coloca y empieza a
escribir. Escribe como si tuviese agujetas en los dedos, de mala manera, sin
ideas ni cosas que se puedan mantener por sí solas, pero escribe al fin y al
cabo, escribe sin gusto pensando que éste ya volverá. Y así como escribe sabe
que si no se sienta mañana de nada va a servir lo de hoy. Piensa en escribir
sobre algo que ya haya escrito, sobre lo que haya escrito mucho, por ejemplo
sobre una princesa fuerte y un príncipe enclenque, o sobre un tipo que sale a
caminar y se acaba encontrando con alguien que sin ningún esfuerzo le acaba
transportando a una situación absurda, o yo que sé, pero algo. Porque la
máquina va haciendo ruido y el tipo se va relajando, porque las frases son muy
brutas y no tiene una historia, pero está escribiendo, mueve los dedos apenas
deteniéndose a cada frase para pensar la siguiente. Y ahora, como fogonazos, le
vienen recuerdos buenos, recuerdos malos y tipos curiosos, y todo eso sabe que
le ayudará cuando haga falta, cuando demuestre que Andrea es la hermana de
Rigoberta o cuando vuelva Juan, tan mayor ya, y nos cuente lo que vio en Khabarovs.
Y porque me viene el sueño, dice el soldado, que si no seguía escribiendo, y
aunque sé que es mentira, le doy un fuerte aplauso.
viernes, 15 de enero de 2016
Tristesse
Si estás en un laberinto y te pierdes, puedes pensar “me he
perdido porque estoy en un laberinto”, el problema es cuando te pierdes y no
hay laberinto.
El avión, desde fuera, debía parecer un avión perdiendo
altura pensando en aterrizar, sin embargo, el avión era una mierda, pasemos de
él. Porque un chico sale a la calle con las manos en los bolsillos, una sola
idea en la cabeza y tal vez un arma en alguna parte, entre ¿los omoplatos? Bah,
da igual, ya es de noche, hay una prostituta en una esquina que mira al cielo y
ve un avión caer, demasiado deprisa como para pretender aterrizar. Ella ve el
avión silencioso, pero en el interior la gente no deja de gritar. Suena una
música triste mientras no se escuchan los sonidos cotidianos y la cámara
recorre una multitud de rostros, distintas historias que en algún momento se
encontrarán, porque de eso va la cosa. Tal vez el chico se acueste con la
prostituta al llegar al aeropuerto y descubrir, entre el mayor caos, que el
avión al que debía esperar se ha estrellado. Entonces le temblarán las piernas
y caerá al suelo, donde llorará mientras la música suena más fuerte y la cámara
se aleja, mostrando gente que corre y que ni siquiera ve a aquel chico. Él,
impulsado por el dolor, repasa sus planes, el por qué esperaba a aquella chica,
el que no llega a concebir que ya no esté, porque ella no es así, no es de
morir como todos, o de morir en una desagradable situación o de gritar antes de
hacerlo. Ella, para él, era una figura etérea y de metal a un mismo tiempo, y
el que muera no se entiende. Levanta los ojos, y a través de las lágrimas
intenta buscarla entre las personas, porque a ella sí se le han otorgado las
situaciones extraordinarias, la magia, lo imposible.
Entonces el chico llega a la bohardilla, la prostituta está
en bata mientras se peina. Le dice si le importa esperar y él se tumba en la
cama, a sus espaldas. Ella entonces empieza a hablar de si sabe lo del avión,
pero como es seguro que sí, empieza a comentar los detalles, que si el choque
fue brutal, que si la culpa se dice ahora que es de un técnico. Entonces él
apaga toda luz y paga toda impotencia con ella.
El arma no está entre sus omoplatos, está en su mano. Y no
hay nada más, alrededor ni las palomas quedan. Qué difícil es encontrar a un
técnico en una ciudad. La plaza ha quedado vacía y muchos rostros le miran
medio escondidos. Él se mira despacio la mano, que sujeta un arma, y después
mira los rostros asustados, a los policías que le apuntan y gritan cosas que la
música no deja oír mientras sus labios se mueven de forma grotesca a cámara
lenta. Entonces la ve a ella, pero no sale de entre la multitud, le mira
asustado. La ve más veces, todos los rostros son el de ella y él no entiende
nada. Entonces levanta el arma, se apunta a sí mismo y dispara a la única
persona que debió disparar. Y los días pasan, el cielo crece, las prostitutas
descansas y los aviones vuelven a volar. Los ataúdes se los traga la tierra,
aunque no tengan cuerpos. Los restos del avión acaban en un almacén de
chatarra. El técnico queda libre y se frota las muñecas, doloridas por las
esposas. Los ojos se cansan de llorar. Los golpes dejan de doler y una extraña
calma borra todo recuerdo como también borra a las personas.
Y entonces cambia la canción.
sábado, 2 de enero de 2016
Mientras escribo esto
Tocotóc, tocotóc. Mi padre ordena papeles aquí a mi lado.
Los que decide tirar son rasgados primero. Las fotos que va encontrando las
deja con cuidado en una esquina de ésta mi mesa. Me molesta un poco el ruido,
es increíble que los papeles y las cartulinas puedan hacer semejante y tan
grave ruido. Pero tal vez lo que más me molesta es que está en su silla, con
sus papeles y demás, pero dando la espalda a su mesa, mirando hacia la
estantería y por tanto en la misma dirección que yo. No miramos lo mismo,
claro, yo mi pantalla y él sus papeles, pero más allá seguiríamos sin ver lo
mismo, yo la pared y él la estantería. Sin embargo solo necesita girar ligeramente
la cabeza para poder ver ésta mi pantalla del ordenador. Ahora, por ejemplo, el
ruido de papeles movidos y papeles rasgados ha vuelto a cesar, ¿se supone que
está leyendo con atención un papel en concreto o está mirando mi pantalla,
leyendo lo que escribo, pensando mi hijo está loco? Y claro, yo podría mirarle,
girar apenas la cabeza y ver a dónde mira, pero si lo hiciese él se daría
cuenta, porque girar la cabeza implica mover muchos músculos (unos se relajan y
otros se tensan, así funcionan los músculos, me lo enseñaron de pequeño en clase
por medio de un angustioso documental, angustioso porque vi que era imposible
tener todos los músculos relajados), arrugar la camiseta, la piel del cuello,
acomodar imperceptiblemente el brazo, entrecerrar un ojo y hacer ondular
cabello. Y si no se diese cuenta de que le miro la primera vez, se daría cuenta
otra de las muchas. Y si se diese cuenta de que miro a ver si mira, me estaría
delatando a mí mismo como infractor de algo que entonces él sí querría
descubrir, querría leer en este caso. Durante un momento ha vuelto a colocar la
columna de papeles (los que se han salvado) en la estantería, ha cogido los
rasgados y las fotos y se ha marchado, esto ha ocurrido mientras yo estaba
escribiendo, a la altura de la palabra “infractor”, y entonces ha dejado de
tener sentido el escrito, porque ahora, siendo sincero, no escribo para una pluralidad
de lectores, sino para mi padre, el mismo que quiero que no gire la cabeza y
mire lo que hago, lo que escribo. Y mientras no estaba me he sentido
desamparado, frío, añorando el sonido que me molestaba y al que ahora me he
aficionado (especialmente al de rasgar papeles), pero luego ha vuelto, como un
salvador, un superhéroe, y cuando se ha vuelto a marchar para vaciar el
cenicero en el retrete yo estaba seguro de que volvería, lo sabía, y eso me ha
dado la felicidad, saber que volvería a oír papeles moverse, que le oiría
rasgar algunos y lanzarlos a un lado y de que de vez en cuando reinaría el
incómodo silencio en el que me preguntaría si está leyendo lo que escribo.
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