Si ahora me mirasen
algunas personas, arrugaría ligeramente la frente y les sonreiría, todo ello
acompañado de un sinfín de músculos faciales relajándose o poniéndose en
tensión, porque en la cara es donde más músculos hay y a esa mirada breve y
probablemente inocente que me dirigirían, tendría que responder con una máscara
de sinceridad total. Hay veces que un solo pensamiento puede ensombrecerte el
rostro y crear un pequeño caos a tu alrededor. El problema es que por mucho que
actúes —porque eso no es un problema, uno se acostumbra a vivir actuando hasta
tal punto que se le haría raro volver a comportarse guiado por su amasijo de
deseos e instintos naturales—, por mucho que logres una ligera felicidad a tu
alrededor y te convenzas de que con ella tú puedes estar tranquilo, sigues sin
poder hablar con nadie. ¿Y de qué quieres hablar? Vete a un psicólogo, ten
amigos, conoce a alguien en un parque o en un bar (o en el transporte público,
la respuesta siempre es el transporte público: si quieres ver a la sociedad,
línea 6; si quieres ver el progreso, línea 3; si quieres ver dinero, línea 2;
si quieres hacer introspección, línea 10 al caer la noche; si quieres verme a
mí, el autobús verde), pero para entonces ya dará igual, lo que quieres hablar
tampoco entiendes que se pueda hacer, contigo, tal vez, si te clonases o si
forzases tu mente a dividirse en distintos tertulianos, pero buscas aire
fresco, pero un aire fresco en el que…
—Papá.
Le miro, me mira.
Menudos ojos tiene, me sale pensar que de su madre, pero su madre no tiene esos
ojos. Algún día verá nubes y columpios y ovejas pintadas con ceras en las
paredes pero juraría que ahora este niño me mira el alma, te mira y se acabaron
las máscaras que a la madre, la familia, los amigos y compañeros de trabajo
logran engañar.
—¿Sí?
—Mamá te llama.
—Ya voy.
Y se va. Se gira y se
va. Viene, me desmonta, se gira en redondo y se va a sentar cerca de la
televisión a ver los dibujos. Cualquiera le dice así que se va a dejar los
ojos.
Me apoyo en el marco
de la puerta de la cocina y a punto estoy de preguntar “¿me llamabas?” pero
menuda mierda de pregunta, no aporta nada más allá de iniciar la conversación,
la cual va a iniciar ella de cualquier manera, de otra forma no hubiese mandado
a Nico, me habría pegado un grito, pero parece no querer arriesgarse a que me
haga el sordo. Me da la espalda y está cortando algo, por el olor diría que es
cebolla o cebolleta, lo que podría explicar en un futuro inmediatísimo sus ojos
llorosos, ¿o con la cebolleta no pasa? La miro cortar, o más bien la imagino
cortar, porque si me da la espalda el hecho de cortar no lo veo; veo su espalda
mientras corta. Increíble lo que se mueven las piernas, los brazos y la espalda
—incluido trasero— de alguien que corta algo con cuchillo sobre una tabla. Para
mi sorpresa no habla al oírme llegar, porque me ha oído, me he encargado de
ello. A punto estoy de hacer la pregunta dichosa, de hecho la hago sin sonido,
muevo los labios pronunciándola lentamente, hasta que me detengo pensando que
si me ve gesticular reflejado en la tostadora o el microondas podría pensar que
me estoy dedicando a lanzarle dardos, malditos electrodomésticos.
—Tienes que ir con
Nico a comprar.
El tiempo transcurrido
antes de una respuesta así, porque es respuesta aunque no haya pregunta, me
hace sugerir que le pasa algo, que está mal conmigo, pero claro, tampoco está
muy mal, no es nada gordo, son nimiedades o detalles, cosas pequeñas que hace
uno mal o, más frecuente, cosas que uno deja de hacer o debería hacer. El buen
marido que soy debería intentar animarla ahora, arrancarle una confesión,
correr a arreglar lo que sea, volver a animarla y llevarme a Nico a la compra,
pero decir que soy un buen marido es una prepotencia, porque marido soy —y ojo
que solo me atrevo a decirlo porque hay juez y papeleo de por medio— pero lo de
buen es un título que ha de entregar un tercero, y yo ya estoy muy cansado.
—¿A comprar qué?
Menos mal que el
pensamiento va tan rápido, si no hubiese tardado diez minutos en contestar.
—La lista está bajo un
imán de la nevera, pese a que te cueste recordar apuntar ahí las cosas.
Esas, esas pequeñas
cosas son las que machacan el ánimo.
—Pero iré más rápido
sin Nico.
—Pero yo estoy
cocinando y no me puedo ocupar de él —me dan ganas de hablarle de lo de antes,
de la mirada, de que nos morimos y este niño le sobrevive a la raza humana—.
Además tiene que salir un poco, si no se cansa no hay quien le duerma.
—Mm.
—Pasas muy poco tiempo
con él.
Tarde, muy tarde por
mi parte. Si en vez de haberme quedado pensando hubiese soltado un par de
argumentos más ella hubiese claudicado y Nico se habría quedado. Sé que está
mal ganar por agotamiento ajeno, pero es que es tan fácil, tan fácil. Y lo
otro, lo de que no paso tiempo con el crío, ¿ella acaso sí? Nos turnamos para
atenderle, para llevarle al colegio, a jugar… y luego nos ponemos de acuerdo
para aislarse cada uno en un lugar de la casa siempre que podemos, pero claro,
a ver quién es el valiente que le saca el tema, casi parecería una discusión
sobre quien le quiere menos.
Pero claro —y esto ya
lo pienso mientras despego a Nico de los anuncios, le cojo un cuaderno para
colorear, le ato al asiento trasero (porque tanta silla y tanto cinturón es más
atadura que las cadenas de un felino) y partimos mientras intento crearle la fantasía
de que tenemos encomendada una misión de vital importancia— cómo le digo yo a
Clara que estoy menos con el niño de lo que debería porque me da miedo, porque
me desvela miedos a la vez que me recuerda otros. Que me recuerda a ella misma,
sí, a la propia Clara, que a cada rato que le miro me dan ganas de preguntar “¿y
tu madre?”, porque de alguna forma es como si él pudiera verla del otro lado,
pasada esa muralla que tengo yo de pequeños enfados, pequeñas discusiones,
pequeñas molestias y se encontrase él ante la realidad, ante el motor que dejó
de funcionar y que se intenta mantener girando de forma manual.
«Yo no valdría para
pederasta —pienso—. Me encontraría con el niño en un parque o en un callejón
(¿qué iba a hacer el niño en un callejón?) y me saldría preguntar “¿dónde están
tus padres?” y si lo sabe es que están cerca, y si no le ayudaría a buscarlos.»
Llegamos al
supermercado y Nico me hace notar que le gustaba más al que íbamos antes porque
el parking estaba encima en vez de debajo, no puedo sino darle la razón. Cuando
le saco del asiento trasero intento fingir los sonidos de un astronauta en el
espacio, pero ni me salen bien ni se muestra él por la labor. Sin embargo
recibe de buen grado el cuaderno para colorear, el problema es que no hay
lápices de colores. Busco en mis bolsillos y le procuro un bolígrafo azul y
otro rojo, los mira muy detenidamente y me dice:
—No te preocupes,
papá, me las apañaré.
Entramos, yo le doy
nombres fáciles de la lista y él corre a buscarlos. Y allí, moviendo despacio
el carrito, teniendo que desandar los pasillos por no haber encontrado lo que
buscaba al ir distraído, decido enfrentarme a lo que me carcome. O por lo menos
decido aproximarme a ello.
López salió de copas,
eso me contó por teléfono. Salió por sitios caros que fueron perdiendo la
calidad según avanzaba la noche. Mientras López relataba los bares y garitos yo
me pregunté si aún me apetecerían esas cosas, pensé en Clara, en Nicolás y en
que he llegado a dormirme perpetuamente bajo la colcha de la vida tranquila —al
menos por mi parte, porque como Nico no esté cansado, al llegar la noche
aquello es el caos—, pero claro, luego uno piensa en que lo interesante ocurre
fuera de su zona de confort… Y bueno, que me cuenta López que unos amigos le
acabaron por llevar a uno de esos sitios donde sabes que sin un guía jamás
sabrás volver a llegar. Allí conoció a mucha gente interesante, pero en un
momento concreto, como puestos todos de acuerdo, se apartaron dejando un
pasillo que le permitía ver la mesa del fondo. «¿A que no sabes a quien vi allí? ¡A
María! No veas qué guapa, diría que los años le han hecho bien, algo así como
si lo que tuviera antes se hubiese consolidado ¿me explico? Bah, da igual tío,
lo importante es que…». Y así me contó cómo habían hablado, cómo habían bebido
y cómo habían acabado en un cuarto. Él reía y se explanaba en detalles, creyendo
que me gustaría saberlo todo de la historia, y estaba en lo cierto, pero no
quería saber esas cosas por alguna especie de morbo, las quería conocer por no
quedarme en indeterminaciones, quería saber que se acostaron, y que ella era consciente,
quería ver cómo mi recuerdo parecía ser una fotografía en papel que una mano
arruga para volver a abrirse y que éste intenta recuperar su forma pero con
arrugas que ya no se irán. Además López, como si tropezase sin querer con la
dinamita, se le ocurrió hablar de la mañana siguiente, el último bastión donde
ella podría haber sentido asco, pero no, me contó que hubo más besos y más
piel. No tenía sentido por mi parte ponerse así y por eso las reflexiones del
principio ¿de qué iba a hablar en caso de tener con quién hablar? De hecho no
tenía sentido nada en todo aquello, yo sabía que María no era virgen y la
lógica la seguía colocando en el centro de aventuras ocasionales, pero… Tal vez
era el saberlo, el no poder escapar de la realidad, o que fuese con un imbécil
como López o el llegar allí por causa del alcohol, matando todo romanticismo,
el romanticismo que me hubiese gustado que existiese al acostarme con ella. De
pronto Nico enfrente, mirándome, llega y el puzle se resuelve, además, me mira
con unos ojos… ¿hasta dónde sabrán los niños? ¿Hasta dónde sabrán realmente?
—Mira.
Miro
y veo ceras, lápices de colores, rotuladores y un par de bolígrafos, además
todos con aspecto de usados, nada de que los haya sacado de alguna caja que
vendan en el pasillo siete, junto a cosméticos. Me vuelve a la cabeza la imagen
del mundo en ruinas y Nico ahí, encima de los escombros, pintando.
—Toma,
ve a la pescadería.
—Pero
allí hay que hablar…
—Pero
aquí tienes escrito qué tienes que pedir.
—Es
que huele mal…
—Piensa
que hay pulpos y langostas y peces planos que se arrastran por los fondos
marinos.
Y
allí va. Entonces, ¿es eso, Nico? ¿Me quise-quiero acostar con ella o es algo
más, un sentimiento? Menudo niño, sangre de oráculo. Veo cosas mías en él, pero
si no fuera por el parto dudaría de la maternidad.
Puede
ser que María aún está allí, sola en cuanto a relaciones, y yo estoy aquí, con
mujer e hijo. Tal vez si estuviese solo podría reanudar con ella algo que hace
tiempo se perdió, un juego, ese juego que yo no sabía a dónde podía llevar pero
sí a dónde deseaba que llevase. Tal vez le reprocho en silencio que no me espere,
y digo en silencio porque todo esto es el mayor de los absurdos, rozando la
locura. Ahí vuelve Nico.
—¿Lo
cogiste todo?
—No
había pescadilla.
—Una
pena.
—¿No
cogemos otra cosa?
—Te
confiaré algo: no tengo ni idea de pescados.
—Pues
llama a mamá.
—Es
que me he dejado el teléfono en casa.
Mentira,
desde luego, pero sería fácil que me acabase reprochando mi dependencia en
ciertos temas y otro grano más a esa muralla que dilata las conversaciones y
evita hablar de los problemas como tal.
—Nicolás,
imagínate que tienes un amigo, o una amiga, y sois muy amigos, jugáis mucho los
dos. Sin embargo tú empiezas a jugar con otros niños y él también hasta que
dejáis de jugar entre vosotros. Un día vas al parque y ves a ese niño jugando
con otros niños a los que acaba de conocer, ¿te molestaría?
—No,
porque ya no somos amigos. Pero tal vez sí le echaría de menos.
—Mm,
entiendo.
—¿He
acertado?
—¿Cómo?
—Que
si he dicho la respuesta correcta.
—Claro,
tú siempre dices las palabras que hacen falta.
Y
entonces nos vamos a casa, a cenar algo con cebolla y sin pescado. A casa: un
edificio, Clara, Nicolás y todas las cosas que se quedaron fuera.