sábado, 27 de agosto de 2016

Ni aunque te mire de perfil

Los expertos coinciden en que a las dos y media de la madrugada la ciudad duerme, por lo tanto es un buen momento para que Miguel abra el ordenador y escriba.


Ella, tumbada en la cama en una posición que no era la correcta, tenía una pierna parcialmente enroscada en la sábana. Le divertía y daba vueltas de arriba abajo con paradas momentáneas para ver cómo iban quedando su tronco y piernas desnudos a saltos entre los colores de la sábana. «Es una pena —pensó— las sábanas de verano son las más suaves y sin embargo el calor las acaba mandando a los pies.»
Miró hacia la puerta del baño, un baño de esos que no le gustaban porque al no tener ventanas te obligaban a encender la luz dando igual el momento del día, además de que esta luz era demasiado blanca. Le vio, le miró y se puso a recordar cuando eran jóvenes, o al menos más jóvenes. Recordaba cuando desnudarse tenía un valor, cuando era un paso y no solo una barrera que se perdía en un parpadeo. Ahora estaba él ahí, mirándose al espejo, que no a ella, mientras se lavaba los dientes, completamente desnudo. Antes, al acabar se tapaban con las sábanas, mirando hacia el techo, y no tardaban en estar ya vestidos, como si solo existiesen vestidos, desnudos en movimiento y vestidos de nuevo. Le hacía gracia incluso que durante un tiempo no se la había visto de otra forma que no fuese en estado de erección, hasta el punto de desear verla enana, diminuta, una especie de arrugado pliegue de piel resentido. Ahora colgaba apenas, con la misma energía que la pasión de sus relaciones.
La costumbre les había alcanzado, habían ganado en aspectos de compenetración dentro de la relación, pero el sexo se había ido a pique, o por lo menos lo importante ya que los posibles juegos anteriores al acto seguían gustándoles, tal vez porque en ellos fingían ser otras personas.

Con la sábana por el cuello, sin mover más que los pies, divertidos e inadvertidos, lo vio salir de la cama; aquella piel bronceada, el vientre terso y no dejado. Vio cómo lucía aún a su amiga en ristre, cómo entraba en el baño, cerraba la puerta —adiós, luz blanca—, y cómo volvía a salir ataviado con calzoncillos. Se mordió el labio, el juego volvía a empezar, todo era cosa de no dejarle abrir la boca y echarlo de casa nada más terminar, antes de que pudiese venir él y hablasen del día, del trabajo, de la situación del país, del quién eres, de una chica mala, de por qué lo dices, de porque me he tirado a otro, de te tendré que castigar con unos azotes y así hasta que no se desnudasen, sino que se desvistiesen y ella le mirase con cierta decepción pensando que aquello ya lo conocía.

miércoles, 24 de agosto de 2016

Cuéntame los sueños en los que aparezco yo

—Es curioso —digo apartando la vista de ella y dirigiéndola a mis manos, que realizan algún movimiento distraído—. Vivimos a poco más de una hora de distancia, estudiamos en la misma ciudad, frecuentamos las mismas plazas y compramos libros en la misma tienda. Sin embargo solo nos vemos en los sueños.
—¿Dónde, la última vez?
Entonces sí la miro, para captar su expresión.
—En la India.
Levanta las cejas.
—¿Has estado en la India?
—Yo no, pero sí un buen desfile de familiares y amigos. Las fotos de todos ellos parecen las mismas: mismo Taj Mahal, mismos palacios y templos, mismos vendedores y niños y motos y cables y vacas en la carretera.
—Fotografían lo que les llama la atención, en este caso lo mejor y lo peor del país. Entre esos escenarios, ¿dónde estábamos nosotros?
«Qué raro —pienso— esa forma de hablar no es la suya.»
—En ninguno, en mis sueños tiende a pasar eso. Tal vez la plaza o alguno de los pasillos que aparecieron después tuviesen algo de la decoración del lugar, pero era la India porque en mi sueño se decía, sin decir, que era la India.
La miro, voy a comenzar la narración y quiero que me preste atención. Ella está fumando muy despacio, y eso es muy extraño, porque ella no ha fumado nunca y ahora lo hace con desenvoltura.
—Yo estaba con unos amigos…
—¿Quiénes?
—Pues… Manuel, Carlos y Jorge.
—Ahora mismo no hablas con ninguno, ¿son esos tus amigos?
¿Y cómo sabe ella con quién hablo y con quién no? Yo no se lo he dicho, desde luego.
—Eso ahora da igual, yo estaba con ellos, caminábamos y luego acabábamos sentados en una especie de sofás acolchados que había en medio de la plaza. Reíamos, estábamos bien, pero entonces levantaba la cabeza del corro y te veía con otras chicas, que antes de que preguntes no sé quiénes eran. De hecho me costaba reconocerte, en parte lo hacía porque tú también me mirabas.
—¿Cómo iba vestida? —y sonríe.
—Eso no lo recuerdo, creo que oscuro o gris… —veo que se desanima—, pero sí recuerdo tu pelo, lo llevabas muy corto, cortísimo, y lo habías teñido de un color como blanco o plateado.
Se coge un mechón de pelo castaño y se lo acerca a los ojos, sin dejar de mirarlo pregunta:
—¿Crees que me lo debería dejar así?
—Bueno, no sé, en el sueño te quedaba bien. Aunque claro, tendrías que buscar un peluquero onírico. En fin, continúo. No sé cómo luego estábamos por unos pasillos que no sé si se encontraban a un lado de la plaza, es posible que me hubiese librado de mis amigos para buscarte. Cuando al final te encontraba te veía junto a un puesto de esos que se componen únicamente de un carrito pequeño que empuja el mismo comerciante y que sirve a la vez de expositor y mesa. Lo extraño es que tú estabas contra la pared, la comerciante eras tú. Ahora recuerdo algo tus ropas, parecían de éstas que están compuestas de pantalón y camisa hechos como de trapos o de cuero, perdón, no sé explicarme, tampoco es que lo recuerde muy bien… bueno, atendías en silencio a una señora, me veías pasar por detrás de ella y me seguías con la mirada. En un momento me acercaba por un lado y me susurrabas que esperase, que le estabas leyendo la mano.
—¿Y ya está? ¿No pasaba nada más?
—No, creo que no. Al menos que yo recuerde, ya sabes que mis sueños mutan. Por cierto, ¿seguiremos viéndonos solo en sueños?
—Ahora nos estamos viendo.
—¿Pero es esto real?
—Claro. Lo que llamas la realidad y los sueños en realidad son lo mismo, ambas caras de un mundo, sol y luna, lo único es que una está más desdibujada, como un rostro y su reflejo en el agua.
«Esas palabras, esa reflexión no son suyas. ¿Esto es un sueño en sí mismo? Probablemente. Pero, ¿y lo otro, estoy recordando un sueño dentro de un sueño o es que eso que he dicho ha sido el sueño justo anterior? Mírala, podría levantarme y hacer cualquier cosa. Podría incluso matarla, aunque no le desee el menor daño, pero si la matase al despertar nada habría cambiado. Los delitos cometidos en los sueños son los que antes prescriben.»
Ella salta de la mesa en la que estaba sentada, ya no fuma.
—Me tengo que ir. Al despertar mira el buzón. Espero verte pronto.
Pienso si con verme se refiere a la realidad o a otro sueño, y entonces despierto.

Aquí el cartero pierde todo el romanticismo y no llega por la mañana. No puedes ser un buen personaje de película y salir en bata a tu jardín delantero a por el correo y el periódico para el desayuno. Aquí el cartero pasa entre la una y media y las dos del mediodía. Por si acaso salgo a las tres. Nada, el buzón está vacío, ni siquiera publicidad.
Me siento decepcionado y aliviado a la vez. Me apetecía una carta, claro, pero haberla recibido habría significado que la ella del sueño tenía razón, lo que crearía en mí una duda horrorosa: ¿era algo más que mi subconsciente? ¿y si cuando la encuentro en los sueños ella me encuentra a mí? ¿Y si ella es la ella de verdad y ha estado oyendo todo este tiempo esas cosas que yo decía porque estaba seguro de que nadie podía oírlas?

lunes, 22 de agosto de 2016

En la profundidad del pecho

Si ahora me mirasen algunas personas, arrugaría ligeramente la frente y les sonreiría, todo ello acompañado de un sinfín de músculos faciales relajándose o poniéndose en tensión, porque en la cara es donde más músculos hay y a esa mirada breve y probablemente inocente que me dirigirían, tendría que responder con una máscara de sinceridad total. Hay veces que un solo pensamiento puede ensombrecerte el rostro y crear un pequeño caos a tu alrededor. El problema es que por mucho que actúes —porque eso no es un problema, uno se acostumbra a vivir actuando hasta tal punto que se le haría raro volver a comportarse guiado por su amasijo de deseos e instintos naturales—, por mucho que logres una ligera felicidad a tu alrededor y te convenzas de que con ella tú puedes estar tranquilo, sigues sin poder hablar con nadie. ¿Y de qué quieres hablar? Vete a un psicólogo, ten amigos, conoce a alguien en un parque o en un bar (o en el transporte público, la respuesta siempre es el transporte público: si quieres ver a la sociedad, línea 6; si quieres ver el progreso, línea 3; si quieres ver dinero, línea 2; si quieres hacer introspección, línea 10 al caer la noche; si quieres verme a mí, el autobús verde), pero para entonces ya dará igual, lo que quieres hablar tampoco entiendes que se pueda hacer, contigo, tal vez, si te clonases o si forzases tu mente a dividirse en distintos tertulianos, pero buscas aire fresco, pero un aire fresco en el que…
—Papá.
Le miro, me mira. Menudos ojos tiene, me sale pensar que de su madre, pero su madre no tiene esos ojos. Algún día verá nubes y columpios y ovejas pintadas con ceras en las paredes pero juraría que ahora este niño me mira el alma, te mira y se acabaron las máscaras que a la madre, la familia, los amigos y compañeros de trabajo logran engañar.
—¿Sí?
—Mamá te llama.
—Ya voy.
Y se va. Se gira y se va. Viene, me desmonta, se gira en redondo y se va a sentar cerca de la televisión a ver los dibujos. Cualquiera le dice así que se va a dejar los ojos.

Me apoyo en el marco de la puerta de la cocina y a punto estoy de preguntar “¿me llamabas?” pero menuda mierda de pregunta, no aporta nada más allá de iniciar la conversación, la cual va a iniciar ella de cualquier manera, de otra forma no hubiese mandado a Nico, me habría pegado un grito, pero parece no querer arriesgarse a que me haga el sordo. Me da la espalda y está cortando algo, por el olor diría que es cebolla o cebolleta, lo que podría explicar en un futuro inmediatísimo sus ojos llorosos, ¿o con la cebolleta no pasa? La miro cortar, o más bien la imagino cortar, porque si me da la espalda el hecho de cortar no lo veo; veo su espalda mientras corta. Increíble lo que se mueven las piernas, los brazos y la espalda —incluido trasero— de alguien que corta algo con cuchillo sobre una tabla. Para mi sorpresa no habla al oírme llegar, porque me ha oído, me he encargado de ello. A punto estoy de hacer la pregunta dichosa, de hecho la hago sin sonido, muevo los labios pronunciándola lentamente, hasta que me detengo pensando que si me ve gesticular reflejado en la tostadora o el microondas podría pensar que me estoy dedicando a lanzarle dardos, malditos electrodomésticos.
—Tienes que ir con Nico a comprar.
El tiempo transcurrido antes de una respuesta así, porque es respuesta aunque no haya pregunta, me hace sugerir que le pasa algo, que está mal conmigo, pero claro, tampoco está muy mal, no es nada gordo, son nimiedades o detalles, cosas pequeñas que hace uno mal o, más frecuente, cosas que uno deja de hacer o debería hacer. El buen marido que soy debería intentar animarla ahora, arrancarle una confesión, correr a arreglar lo que sea, volver a animarla y llevarme a Nico a la compra, pero decir que soy un buen marido es una prepotencia, porque marido soy —y ojo que solo me atrevo a decirlo porque hay juez y papeleo de por medio— pero lo de buen es un título que ha de entregar un tercero, y yo ya estoy muy cansado.
—¿A comprar qué?
Menos mal que el pensamiento va tan rápido, si no hubiese tardado diez minutos en contestar.
—La lista está bajo un imán de la nevera, pese a que te cueste recordar apuntar ahí las cosas.
Esas, esas pequeñas cosas son las que machacan el ánimo.
—Pero iré más rápido sin Nico.
—Pero yo estoy cocinando y no me puedo ocupar de él —me dan ganas de hablarle de lo de antes, de la mirada, de que nos morimos y este niño le sobrevive a la raza humana—. Además tiene que salir un poco, si no se cansa no hay quien le duerma.
—Mm.
—Pasas muy poco tiempo con él.
Tarde, muy tarde por mi parte. Si en vez de haberme quedado pensando hubiese soltado un par de argumentos más ella hubiese claudicado y Nico se habría quedado. Sé que está mal ganar por agotamiento ajeno, pero es que es tan fácil, tan fácil. Y lo otro, lo de que no paso tiempo con el crío, ¿ella acaso sí? Nos turnamos para atenderle, para llevarle al colegio, a jugar… y luego nos ponemos de acuerdo para aislarse cada uno en un lugar de la casa siempre que podemos, pero claro, a ver quién es el valiente que le saca el tema, casi parecería una discusión sobre quien le quiere menos.
Pero claro —y esto ya lo pienso mientras despego a Nico de los anuncios, le cojo un cuaderno para colorear, le ato al asiento trasero (porque tanta silla y tanto cinturón es más atadura que las cadenas de un felino) y partimos mientras intento crearle la fantasía de que tenemos encomendada una misión de vital importancia— cómo le digo yo a Clara que estoy menos con el niño de lo que debería porque me da miedo, porque me desvela miedos a la vez que me recuerda otros. Que me recuerda a ella misma, sí, a la propia Clara, que a cada rato que le miro me dan ganas de preguntar “¿y tu madre?”, porque de alguna forma es como si él pudiera verla del otro lado, pasada esa muralla que tengo yo de pequeños enfados, pequeñas discusiones, pequeñas molestias y se encontrase él ante la realidad, ante el motor que dejó de funcionar y que se intenta mantener girando de forma manual.
«Yo no valdría para pederasta —pienso—. Me encontraría con el niño en un parque o en un callejón (¿qué iba a hacer el niño en un callejón?) y me saldría preguntar “¿dónde están tus padres?” y si lo sabe es que están cerca, y si no le ayudaría a buscarlos.»
Llegamos al supermercado y Nico me hace notar que le gustaba más al que íbamos antes porque el parking estaba encima en vez de debajo, no puedo sino darle la razón. Cuando le saco del asiento trasero intento fingir los sonidos de un astronauta en el espacio, pero ni me salen bien ni se muestra él por la labor. Sin embargo recibe de buen grado el cuaderno para colorear, el problema es que no hay lápices de colores. Busco en mis bolsillos y le procuro un bolígrafo azul y otro rojo, los mira muy detenidamente y me dice:
—No te preocupes, papá, me las apañaré.

Entramos, yo le doy nombres fáciles de la lista y él corre a buscarlos. Y allí, moviendo despacio el carrito, teniendo que desandar los pasillos por no haber encontrado lo que buscaba al ir distraído, decido enfrentarme a lo que me carcome. O por lo menos decido aproximarme a ello.
López salió de copas, eso me contó por teléfono. Salió por sitios caros que fueron perdiendo la calidad según avanzaba la noche. Mientras López relataba los bares y garitos yo me pregunté si aún me apetecerían esas cosas, pensé en Clara, en Nicolás y en que he llegado a dormirme perpetuamente bajo la colcha de la vida tranquila —al menos por mi parte, porque como Nico no esté cansado, al llegar la noche aquello es el caos—, pero claro, luego uno piensa en que lo interesante ocurre fuera de su zona de confort… Y bueno, que me cuenta López que unos amigos le acabaron por llevar a uno de esos sitios donde sabes que sin un guía jamás sabrás volver a llegar. Allí conoció a mucha gente interesante, pero en un momento concreto, como puestos todos de acuerdo, se apartaron dejando un pasillo que le permitía ver la mesa del fondo. «¿A que no sabes a quien vi allí? ¡A María! No veas qué guapa, diría que los años le han hecho bien, algo así como si lo que tuviera antes se hubiese consolidado ¿me explico? Bah, da igual tío, lo importante es que…». Y así me contó cómo habían hablado, cómo habían bebido y cómo habían acabado en un cuarto. Él reía y se explanaba en detalles, creyendo que me gustaría saberlo todo de la historia, y estaba en lo cierto, pero no quería saber esas cosas por alguna especie de morbo, las quería conocer por no quedarme en indeterminaciones, quería saber que se acostaron, y que ella era consciente, quería ver cómo mi recuerdo parecía ser una fotografía en papel que una mano arruga para volver a abrirse y que éste intenta recuperar su forma pero con arrugas que ya no se irán. Además López, como si tropezase sin querer con la dinamita, se le ocurrió hablar de la mañana siguiente, el último bastión donde ella podría haber sentido asco, pero no, me contó que hubo más besos y más piel. No tenía sentido por mi parte ponerse así y por eso las reflexiones del principio ¿de qué iba a hablar en caso de tener con quién hablar? De hecho no tenía sentido nada en todo aquello, yo sabía que María no era virgen y la lógica la seguía colocando en el centro de aventuras ocasionales, pero… Tal vez era el saberlo, el no poder escapar de la realidad, o que fuese con un imbécil como López o el llegar allí por causa del alcohol, matando todo romanticismo, el romanticismo que me hubiese gustado que existiese al acostarme con ella. De pronto Nico enfrente, mirándome, llega y el puzle se resuelve, además, me mira con unos ojos… ¿hasta dónde sabrán los niños? ¿Hasta dónde sabrán realmente?
—Mira.
Miro y veo ceras, lápices de colores, rotuladores y un par de bolígrafos, además todos con aspecto de usados, nada de que los haya sacado de alguna caja que vendan en el pasillo siete, junto a cosméticos. Me vuelve a la cabeza la imagen del mundo en ruinas y Nico ahí, encima de los escombros, pintando.
—Toma, ve a la pescadería.
—Pero allí hay que hablar…
—Pero aquí tienes escrito qué tienes que pedir.
—Es que huele mal…
—Piensa que hay pulpos y langostas y peces planos que se arrastran por los fondos marinos.
Y allí va. Entonces, ¿es eso, Nico? ¿Me quise-quiero acostar con ella o es algo más, un sentimiento? Menudo niño, sangre de oráculo. Veo cosas mías en él, pero si no fuera por el parto dudaría de la maternidad.

Puede ser que María aún está allí, sola en cuanto a relaciones, y yo estoy aquí, con mujer e hijo. Tal vez si estuviese solo podría reanudar con ella algo que hace tiempo se perdió, un juego, ese juego que yo no sabía a dónde podía llevar pero sí a dónde deseaba que llevase. Tal vez le reprocho en silencio que no me espere, y digo en silencio porque todo esto es el mayor de los absurdos, rozando la locura. Ahí vuelve Nico.
—¿Lo cogiste todo?
—No había pescadilla.
—Una pena.
—¿No cogemos otra cosa?
—Te confiaré algo: no tengo ni idea de pescados.
—Pues llama a mamá.
—Es que me he dejado el teléfono en casa.
Mentira, desde luego, pero sería fácil que me acabase reprochando mi dependencia en ciertos temas y otro grano más a esa muralla que dilata las conversaciones y evita hablar de los problemas como tal.
—Nicolás, imagínate que tienes un amigo, o una amiga, y sois muy amigos, jugáis mucho los dos. Sin embargo tú empiezas a jugar con otros niños y él también hasta que dejáis de jugar entre vosotros. Un día vas al parque y ves a ese niño jugando con otros niños a los que acaba de conocer, ¿te molestaría?
—No, porque ya no somos amigos. Pero tal vez sí le echaría de menos.
—Mm, entiendo.
—¿He acertado?
—¿Cómo?
—Que si he dicho la respuesta correcta.
—Claro, tú siempre dices las palabras que hacen falta.

Y entonces nos vamos a casa, a cenar algo con cebolla y sin pescado. A casa: un edificio, Clara, Nicolás y todas las cosas que se quedaron fuera.

jueves, 18 de agosto de 2016

Tantos ojos, tantas vidas

De esta noche saldrá una historia, lo prometo. Pero como me conozco no lo prometeré en alto, lo prometeré como las cosas que se prometen en serio: sin palabras o en un susurro.


Hay cosas que solo se pueden hacer al salir de la ducha o por lo menos son distintas. Ponerse la bata blanca, por ejemplo, que me hace resaltar la reciente suavidad de la piel. Tumbarse en la cama, con la bata, y recolocar la almohada hasta poder apoyar en ella la espalda. Ver a un lado el cuaderno de notas, el libro de poesía y, sobretodo, el ejemplar de la revista Rouge que tantas ganas tengo de empezar a leer. Muevo un poco las piernas, como un niño, estoy cómodo y estoy feliz, una diminuta e increíble felicidad ajena en ese momento al monstruo que sería la vida real. Una felicidad impulsada por la ducha, la comodidad de la cama, el tiempo disponible y estar a punto de empezar a hacer algo que me apetece, en este caso leer la revista Rouge.
Sin embargo… aprieto muy fuerte los dientes, está volviendo a pasar. Agarró con ambas manos las sábanas, las aprieto y tiro. Los gemelos se me contraen hasta doler. La frente se me empapa de sudor arruinando la frescura anterior. Entonces, cuando creo que mis encías van a reventar los dientes, viajo, entonces viajo. Viajar es como desaparecer, como volverse transparente, como sentirse liviano, como mearse encima, como caer hundiéndote en las sábanas como si fuesen arena. Abro los ojos como después de un fuerte parpadeo, hay demasiada luz. Frente a mí hay árboles, pinos, un bosque de pinos. En realidad no sé si son pinos pero una vez pensada ya no logro quitarme de la cabeza la idea de que esos árboles son pinos. Miro mis manos, son viejas y marrones, parecen cuero brillante. Poco a poco me voy ubicando, estoy sentado en una mecedora en un porche frente a un bosque de pinos ¿o son abetos? Abetos también suena bien. Hay montañas redondeadas en su cumbre más allá del bosque, tienen un ligero toque azul allí donde se detiene el verde de la vegetación. Entro en la casa, un salón mal iluminado con pieles de animales y una escopeta apoyada junto a la chimenea. Pruebo a hablar y me descubro pronunciando un extraño inglés:
—Hola, soy el señor Miller.
Vuelvo a la mecedora y me siento. En otras ocasiones habría investigado la casa más a fondo, buscando mi nueva identidad, mi lugar en un mapa, pero estoy cansado además de que este cuerpo es viejo y no pide más que estar sentado. Agarro fuerte los reposabrazos y aprieto la espalda contra el respaldo como si empezase a avanzar a gran velocidad, entonces vuelvo a viajar.
Abro los ojos y ante mí veo a una señora que me mira fijamente. Necesito ganar tiempo para saber qué está esperando, porque tiene que estar esperando algo.
—¿Disculpe?
—Leche, que si tienen leche.
—Sí, un momento.
En lo que tardo en darme la vuelta comprendo que estoy en una especie de cafetería, soy el dependiente, pero el reflejo que me da la máquina de hacer cafés —uniforme blanco y una gorra— me hace comprender que debo ser el empleado más bajo de la escala alimenticia. Entro en la cocina que destaca por la suciedad del brillo de la grasa en comparación con lo limpia que estaba la máquina de hacer cafés. Veo a un hombre que no es gordo a excepción de una inmensa panza que primero sobresale y después cae hacia el suelo con aspecto de estar extrañamente dura.
—¿Dónde tenemos la leche?
—¿Ya está aquí esa?
—¿Quién?
—Joder, pues la que siempre pide una botella de leche. Dile que si quiere un café o un vaso de leche, vale, pero que esto no es una lechería.
Entonces veo una pequeña nevera, la abro y tachán, leche. Cojo una botella pese a las indicaciones del cocinero, al fin y al cabo voy a estar ahí poco tiempo y mejor hacer feliz a alguien. Salgo de la cocina, la mujer tiene la vista fija en la pila de periódicos y golpea nerviosa los dedos de una mano contra el cierre de su bolso, al verme se detiene. Le sonrío mostrándole la botella, sin embargo ella no sonríe, miro mis manos y la botella ya no está, en el suelo un charco blanco y cristales. Me tiemblan las piernas y caigo hacia delante, mi último pensamiento es que me voy a manchar la cara de leche.
Tengo la cara empapada, tengo que cerrar fuerte los ojos para que el sudor que logra atravesar las cejas no me los escueza. La habitación tiene una luz naranja, aún no sé si se debe a las cortinas o a las bombillas. Debajo de mí hay una persona, siento sus pechos y comprendo que hasta hace un instante me estaba moviendo sobre ella, dentro de ella. Lo cierto es que no me apetece seguir teniendo sexo, o empezar a tenerlo, mejor dicho.
—¿Ya? —pregunto.
—Oh, sí, mi amor, perfecto.
Entonces me hago a un lado con la sensación de que he llegado en el momento justo, al menos para con ella he tenido un buen gesto. Respiro agitado, ella sin embargo se chupa varios dedos y los aprieta contra su sexo. Me miro el miembro, muy distinto al mío propio, al mío de verdad, quiero decir. Se encuentra en algún estado entre erección y flacidez, un preservativo que me queda grande sobresale en su mitad superior. Miro las pareces, algo sucias y sin decoración, y el colchón, con una sábana bajera sobre un plástico que lo protege y unos muelles viejos que delatan cualquier movimiento. Entonces decido arriesgarme:
—¿Cuánto te debo?
—Cien… ciento cincuenta.
Estiro la mano y acerco un pantalón vaquero que por definición debe ser mío, la otra opción es un vestido de leopardo. En la cartera solo encuentro ciento veinte pero cuando se los alcanzo ella no pone pegas. La miro, tiene grandes senos algo caídos y se le empiezan a formar bolsas alrededor de la cintura. Pienso que he sido un estúpido, que ella no ha terminado, no lo habría hecho en ningún momento, solo le interesaba que lo hiciese yo, cuanto antes mejor, y vistas las circunstancias debe pensar que soy incapaz de hacerlo. De pronto siento un dolor terrible en el bajo vientre, como si piedras del tamaño de un puño luchasen por atravesar la piel. Me inclino sobre mí mismo y ella grita, salta de la cama —del colchón, mejor dicho— y corre desnuda hacia la puerta. En ese momento es cuando más se asemeja a lo que es y se distingue por completo de un hipotético ligue que hubiese tenido aquel cuerpo provisional que ahora se contrae. En el último momento antes de viajar recuerdo que a las prostitutas se les paga por adelantado.
El metal se ha hundido en la tierra. Siento la tierra, donde el pico ha entrado sin dificultad, una tierra no apelmazada, movida, puesta allí por alguien o algo. Siento el metal, oxidado. Siento la madera, vieja también, astillada. Asciendo por esta hasta llegar a mis manos. Dejo el pico clavado en la tierra y me miro las palmas que están rojas donde se pueden ver a pesar de la suciedad. En total cuento siete ampollas. Miro a un lado y veo hasta donde me llega la vista a más hombre levantando picos y palas, todos en línea, al igual que al otro lado, una línea infinita. Estamos trabajando junto a una carretera, probablemente ampliándola. Visto una especie de uniforme: pantalón y camisa con grandes rayas negras en horizontal sobre blanco, la camisa de botones abierta sobre una camisa interior blanca. A mis pies unos grilletes abiertos unidos a los del siguiente de la fila, y al siguiente… Cabe suponer que cuando termine la jornada nos volverán a apretar los tobillos antes de regresar a alguna prisión. Cojo el pico, lo saco de la tierra y lo arrojo hacia adelante con todas mis fuerzas, que para mi sorpresa no son muchas. Entonces me doy la vuelta y empiezo a caminar. Durante un momento veo que los presos más próximos a mí me miran, pero previendo el desastre vuelven a su trabajo con renovado esfuerzo para no verse implicados. No tardan en rodearme tres hombres a caballo ¿policías, militares? Voy contando en mi cabeza, ya debe quedar poco. Me paso la legua por los dientes, que saben mal y denotan la falta de varios de ellos en forma de huecos en las encías, entonces abro la boca y empiezo a insultar. El hombre que tengo enfrente desmonta exhibiendo una barra de hierro, lamento no haber traído el pico. Esquivo el primer golpe, el segundo me golpea en el vientre y me hace echarme hacia delante, sin respiración, con un dolor agudo semejante a lo que puedo sentir al viajar. Siento dos golpes simultáneos, en una pierna y en la espalda, probablemente de los otros dos jinetes. Caigo al suelo levantando las manos a tiempo de cubrirme la cabeza. Cuando las varas se alzan ya han caído en una lluvia de golpes fuera de toda lógica o moral. Para huir del dolor pienso que ya no debería estar allí, debería haber viajado, es como si se demorase a propósito mi partida. El primer jinete dirige contra mi cabeza un golpe más fuerte que los demás y ya no siento dolor, ni siquiera el propio del viaje, tan solo la suavidad de una pierna contra la otra, sobresaliendo de la bata blanca, un cuaderno, un libro de poesía y sobre mí la revista Rouge abierta por cualquier página.