De esta noche saldrá una historia, lo prometo. Pero
como me conozco no lo prometeré en alto, lo prometeré como las cosas que se
prometen en serio: sin palabras o en un susurro.
Hay cosas que solo se
pueden hacer al salir de la ducha o por lo menos son distintas. Ponerse la bata
blanca, por ejemplo, que me hace resaltar la reciente suavidad de la piel.
Tumbarse en la cama, con la bata, y recolocar la almohada hasta poder apoyar en
ella la espalda. Ver a un lado el cuaderno de notas, el libro de poesía y,
sobretodo, el ejemplar de la revista Rouge
que tantas ganas tengo de empezar a leer. Muevo un poco las piernas, como un
niño, estoy cómodo y estoy feliz, una diminuta e increíble felicidad ajena en
ese momento al monstruo que sería la vida real. Una felicidad impulsada por la
ducha, la comodidad de la cama, el tiempo disponible y estar a punto de empezar
a hacer algo que me apetece, en este caso leer la revista Rouge.
Sin embargo… aprieto
muy fuerte los dientes, está volviendo a pasar. Agarró con ambas manos las
sábanas, las aprieto y tiro. Los gemelos se me contraen hasta doler. La frente
se me empapa de sudor arruinando la frescura anterior. Entonces, cuando creo
que mis encías van a reventar los dientes, viajo, entonces viajo. Viajar es
como desaparecer, como volverse transparente, como sentirse liviano, como
mearse encima, como caer hundiéndote en las sábanas como si fuesen arena. Abro
los ojos como después de un fuerte parpadeo, hay demasiada luz. Frente a mí hay
árboles, pinos, un bosque de pinos. En realidad no sé si son pinos pero una vez
pensada ya no logro quitarme de la cabeza la idea de que esos árboles son
pinos. Miro mis manos, son viejas y marrones, parecen cuero brillante. Poco a
poco me voy ubicando, estoy sentado en una mecedora en un porche frente a un
bosque de pinos ¿o son abetos? Abetos también suena bien. Hay montañas
redondeadas en su cumbre más allá del bosque, tienen un ligero toque azul allí
donde se detiene el verde de la vegetación. Entro en la casa, un salón mal
iluminado con pieles de animales y una escopeta apoyada junto a la chimenea.
Pruebo a hablar y me descubro pronunciando un extraño inglés:
—Hola, soy el señor
Miller.
Vuelvo a la mecedora y
me siento. En otras ocasiones habría investigado la casa más a fondo, buscando
mi nueva identidad, mi lugar en un mapa, pero estoy cansado además de que este
cuerpo es viejo y no pide más que estar sentado. Agarro fuerte los reposabrazos
y aprieto la espalda contra el respaldo como si empezase a avanzar a gran
velocidad, entonces vuelvo a viajar.
Abro los ojos y ante
mí veo a una señora que me mira fijamente. Necesito ganar tiempo para saber qué
está esperando, porque tiene que estar esperando algo.
—¿Disculpe?
—Leche, que si tienen
leche.
—Sí, un momento.
En lo que tardo en
darme la vuelta comprendo que estoy en una especie de cafetería, soy el
dependiente, pero el reflejo que me da la máquina de hacer cafés —uniforme
blanco y una gorra— me hace comprender que debo ser el empleado más bajo de la
escala alimenticia. Entro en la cocina que destaca por la suciedad del brillo
de la grasa en comparación con lo limpia que estaba la máquina de hacer cafés.
Veo a un hombre que no es gordo a excepción de una inmensa panza que primero
sobresale y después cae hacia el suelo con aspecto de estar extrañamente dura.
—¿Dónde tenemos la
leche?
—¿Ya está aquí esa?
—¿Quién?
—Joder, pues la que siempre
pide una botella de leche. Dile que si quiere un café o un vaso de leche, vale,
pero que esto no es una lechería.
Entonces veo una
pequeña nevera, la abro y tachán, leche. Cojo una botella pese a las
indicaciones del cocinero, al fin y al cabo voy a estar ahí poco tiempo y mejor
hacer feliz a alguien. Salgo de la cocina, la mujer tiene la vista fija en la
pila de periódicos y golpea nerviosa los dedos de una mano contra el cierre de
su bolso, al verme se detiene. Le sonrío mostrándole la botella, sin embargo
ella no sonríe, miro mis manos y la botella ya no está, en el suelo un charco
blanco y cristales. Me tiemblan las piernas y caigo hacia delante, mi último
pensamiento es que me voy a manchar la cara de leche.
Tengo la cara empapada,
tengo que cerrar fuerte los ojos para que el sudor que logra atravesar las
cejas no me los escueza. La habitación tiene una luz naranja, aún no sé si se
debe a las cortinas o a las bombillas. Debajo de mí hay una persona, siento sus
pechos y comprendo que hasta hace un instante me estaba moviendo sobre ella,
dentro de ella. Lo cierto es que no me apetece seguir teniendo sexo, o empezar
a tenerlo, mejor dicho.
—¿Ya? —pregunto.
—Oh, sí, mi amor,
perfecto.
Entonces me hago a un
lado con la sensación de que he llegado en el momento justo, al menos para con
ella he tenido un buen gesto. Respiro agitado, ella sin embargo se chupa varios
dedos y los aprieta contra su sexo. Me miro el miembro, muy distinto al mío
propio, al mío de verdad, quiero decir. Se encuentra en algún estado entre
erección y flacidez, un preservativo que me queda grande sobresale en su mitad
superior. Miro las pareces, algo sucias y sin decoración, y el colchón, con una
sábana bajera sobre un plástico que lo protege y unos muelles viejos que
delatan cualquier movimiento. Entonces decido arriesgarme:
—¿Cuánto te debo?
—Cien… ciento
cincuenta.
Estiro la mano y
acerco un pantalón vaquero que por definición debe ser mío, la otra opción es
un vestido de leopardo. En la cartera solo encuentro ciento veinte pero cuando
se los alcanzo ella no pone pegas. La miro, tiene grandes senos algo caídos y se
le empiezan a formar bolsas alrededor de la cintura. Pienso que he sido un
estúpido, que ella no ha terminado, no lo habría hecho en ningún momento, solo
le interesaba que lo hiciese yo, cuanto antes mejor, y vistas las circunstancias
debe pensar que soy incapaz de hacerlo. De pronto siento un dolor terrible en
el bajo vientre, como si piedras del tamaño de un puño luchasen por atravesar
la piel. Me inclino sobre mí mismo y ella grita, salta de la cama —del colchón,
mejor dicho— y corre desnuda hacia la puerta. En ese momento es cuando más se
asemeja a lo que es y se distingue por completo de un hipotético ligue que
hubiese tenido aquel cuerpo provisional que ahora se contrae. En el último
momento antes de viajar recuerdo que a las prostitutas se les paga por
adelantado.
El metal se ha hundido
en la tierra. Siento la tierra, donde el pico ha entrado sin dificultad, una
tierra no apelmazada, movida, puesta allí por alguien o algo. Siento el metal,
oxidado. Siento la madera, vieja también, astillada. Asciendo por esta hasta llegar
a mis manos. Dejo el pico clavado en la tierra y me miro las palmas que están
rojas donde se pueden ver a pesar de la suciedad. En total cuento siete
ampollas. Miro a un lado y veo hasta donde me llega la vista a más hombre
levantando picos y palas, todos en línea, al igual que al otro lado, una línea
infinita. Estamos trabajando junto a una carretera, probablemente ampliándola.
Visto una especie de uniforme: pantalón y camisa con grandes rayas negras en
horizontal sobre blanco, la camisa de botones abierta sobre una camisa interior
blanca. A mis pies unos grilletes abiertos unidos a los del siguiente de la
fila, y al siguiente… Cabe suponer que cuando termine la jornada nos volverán a
apretar los tobillos antes de regresar a alguna prisión. Cojo el pico, lo saco
de la tierra y lo arrojo hacia adelante con todas mis fuerzas, que para mi
sorpresa no son muchas. Entonces me doy la vuelta y empiezo a caminar. Durante
un momento veo que los presos más próximos a mí me miran, pero previendo el
desastre vuelven a su trabajo con renovado esfuerzo para no verse implicados.
No tardan en rodearme tres hombres a caballo ¿policías, militares? Voy contando
en mi cabeza, ya debe quedar poco. Me paso la legua por los dientes, que saben
mal y denotan la falta de varios de ellos en forma de huecos en las encías,
entonces abro la boca y empiezo a insultar. El hombre que tengo enfrente
desmonta exhibiendo una barra de hierro, lamento no haber traído el pico.
Esquivo el primer golpe, el segundo me golpea en el vientre y me hace echarme
hacia delante, sin respiración, con un dolor agudo semejante a lo que puedo
sentir al viajar. Siento dos golpes simultáneos, en una pierna y en la espalda,
probablemente de los otros dos jinetes. Caigo al suelo levantando las manos a
tiempo de cubrirme la cabeza. Cuando las varas se alzan ya han caído en una
lluvia de golpes fuera de toda lógica o moral. Para huir del dolor pienso que
ya no debería estar allí, debería haber viajado, es como si se demorase a
propósito mi partida. El primer jinete dirige contra mi cabeza un golpe más
fuerte que los demás y ya no siento dolor, ni siquiera el propio del viaje, tan
solo la suavidad de una pierna contra la otra, sobresaliendo de la bata blanca,
un cuaderno, un libro de poesía y sobre mí la revista Rouge abierta por cualquier página.
Te echaba de menos
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