jueves, 18 de agosto de 2016

Tantos ojos, tantas vidas

De esta noche saldrá una historia, lo prometo. Pero como me conozco no lo prometeré en alto, lo prometeré como las cosas que se prometen en serio: sin palabras o en un susurro.


Hay cosas que solo se pueden hacer al salir de la ducha o por lo menos son distintas. Ponerse la bata blanca, por ejemplo, que me hace resaltar la reciente suavidad de la piel. Tumbarse en la cama, con la bata, y recolocar la almohada hasta poder apoyar en ella la espalda. Ver a un lado el cuaderno de notas, el libro de poesía y, sobretodo, el ejemplar de la revista Rouge que tantas ganas tengo de empezar a leer. Muevo un poco las piernas, como un niño, estoy cómodo y estoy feliz, una diminuta e increíble felicidad ajena en ese momento al monstruo que sería la vida real. Una felicidad impulsada por la ducha, la comodidad de la cama, el tiempo disponible y estar a punto de empezar a hacer algo que me apetece, en este caso leer la revista Rouge.
Sin embargo… aprieto muy fuerte los dientes, está volviendo a pasar. Agarró con ambas manos las sábanas, las aprieto y tiro. Los gemelos se me contraen hasta doler. La frente se me empapa de sudor arruinando la frescura anterior. Entonces, cuando creo que mis encías van a reventar los dientes, viajo, entonces viajo. Viajar es como desaparecer, como volverse transparente, como sentirse liviano, como mearse encima, como caer hundiéndote en las sábanas como si fuesen arena. Abro los ojos como después de un fuerte parpadeo, hay demasiada luz. Frente a mí hay árboles, pinos, un bosque de pinos. En realidad no sé si son pinos pero una vez pensada ya no logro quitarme de la cabeza la idea de que esos árboles son pinos. Miro mis manos, son viejas y marrones, parecen cuero brillante. Poco a poco me voy ubicando, estoy sentado en una mecedora en un porche frente a un bosque de pinos ¿o son abetos? Abetos también suena bien. Hay montañas redondeadas en su cumbre más allá del bosque, tienen un ligero toque azul allí donde se detiene el verde de la vegetación. Entro en la casa, un salón mal iluminado con pieles de animales y una escopeta apoyada junto a la chimenea. Pruebo a hablar y me descubro pronunciando un extraño inglés:
—Hola, soy el señor Miller.
Vuelvo a la mecedora y me siento. En otras ocasiones habría investigado la casa más a fondo, buscando mi nueva identidad, mi lugar en un mapa, pero estoy cansado además de que este cuerpo es viejo y no pide más que estar sentado. Agarro fuerte los reposabrazos y aprieto la espalda contra el respaldo como si empezase a avanzar a gran velocidad, entonces vuelvo a viajar.
Abro los ojos y ante mí veo a una señora que me mira fijamente. Necesito ganar tiempo para saber qué está esperando, porque tiene que estar esperando algo.
—¿Disculpe?
—Leche, que si tienen leche.
—Sí, un momento.
En lo que tardo en darme la vuelta comprendo que estoy en una especie de cafetería, soy el dependiente, pero el reflejo que me da la máquina de hacer cafés —uniforme blanco y una gorra— me hace comprender que debo ser el empleado más bajo de la escala alimenticia. Entro en la cocina que destaca por la suciedad del brillo de la grasa en comparación con lo limpia que estaba la máquina de hacer cafés. Veo a un hombre que no es gordo a excepción de una inmensa panza que primero sobresale y después cae hacia el suelo con aspecto de estar extrañamente dura.
—¿Dónde tenemos la leche?
—¿Ya está aquí esa?
—¿Quién?
—Joder, pues la que siempre pide una botella de leche. Dile que si quiere un café o un vaso de leche, vale, pero que esto no es una lechería.
Entonces veo una pequeña nevera, la abro y tachán, leche. Cojo una botella pese a las indicaciones del cocinero, al fin y al cabo voy a estar ahí poco tiempo y mejor hacer feliz a alguien. Salgo de la cocina, la mujer tiene la vista fija en la pila de periódicos y golpea nerviosa los dedos de una mano contra el cierre de su bolso, al verme se detiene. Le sonrío mostrándole la botella, sin embargo ella no sonríe, miro mis manos y la botella ya no está, en el suelo un charco blanco y cristales. Me tiemblan las piernas y caigo hacia delante, mi último pensamiento es que me voy a manchar la cara de leche.
Tengo la cara empapada, tengo que cerrar fuerte los ojos para que el sudor que logra atravesar las cejas no me los escueza. La habitación tiene una luz naranja, aún no sé si se debe a las cortinas o a las bombillas. Debajo de mí hay una persona, siento sus pechos y comprendo que hasta hace un instante me estaba moviendo sobre ella, dentro de ella. Lo cierto es que no me apetece seguir teniendo sexo, o empezar a tenerlo, mejor dicho.
—¿Ya? —pregunto.
—Oh, sí, mi amor, perfecto.
Entonces me hago a un lado con la sensación de que he llegado en el momento justo, al menos para con ella he tenido un buen gesto. Respiro agitado, ella sin embargo se chupa varios dedos y los aprieta contra su sexo. Me miro el miembro, muy distinto al mío propio, al mío de verdad, quiero decir. Se encuentra en algún estado entre erección y flacidez, un preservativo que me queda grande sobresale en su mitad superior. Miro las pareces, algo sucias y sin decoración, y el colchón, con una sábana bajera sobre un plástico que lo protege y unos muelles viejos que delatan cualquier movimiento. Entonces decido arriesgarme:
—¿Cuánto te debo?
—Cien… ciento cincuenta.
Estiro la mano y acerco un pantalón vaquero que por definición debe ser mío, la otra opción es un vestido de leopardo. En la cartera solo encuentro ciento veinte pero cuando se los alcanzo ella no pone pegas. La miro, tiene grandes senos algo caídos y se le empiezan a formar bolsas alrededor de la cintura. Pienso que he sido un estúpido, que ella no ha terminado, no lo habría hecho en ningún momento, solo le interesaba que lo hiciese yo, cuanto antes mejor, y vistas las circunstancias debe pensar que soy incapaz de hacerlo. De pronto siento un dolor terrible en el bajo vientre, como si piedras del tamaño de un puño luchasen por atravesar la piel. Me inclino sobre mí mismo y ella grita, salta de la cama —del colchón, mejor dicho— y corre desnuda hacia la puerta. En ese momento es cuando más se asemeja a lo que es y se distingue por completo de un hipotético ligue que hubiese tenido aquel cuerpo provisional que ahora se contrae. En el último momento antes de viajar recuerdo que a las prostitutas se les paga por adelantado.
El metal se ha hundido en la tierra. Siento la tierra, donde el pico ha entrado sin dificultad, una tierra no apelmazada, movida, puesta allí por alguien o algo. Siento el metal, oxidado. Siento la madera, vieja también, astillada. Asciendo por esta hasta llegar a mis manos. Dejo el pico clavado en la tierra y me miro las palmas que están rojas donde se pueden ver a pesar de la suciedad. En total cuento siete ampollas. Miro a un lado y veo hasta donde me llega la vista a más hombre levantando picos y palas, todos en línea, al igual que al otro lado, una línea infinita. Estamos trabajando junto a una carretera, probablemente ampliándola. Visto una especie de uniforme: pantalón y camisa con grandes rayas negras en horizontal sobre blanco, la camisa de botones abierta sobre una camisa interior blanca. A mis pies unos grilletes abiertos unidos a los del siguiente de la fila, y al siguiente… Cabe suponer que cuando termine la jornada nos volverán a apretar los tobillos antes de regresar a alguna prisión. Cojo el pico, lo saco de la tierra y lo arrojo hacia adelante con todas mis fuerzas, que para mi sorpresa no son muchas. Entonces me doy la vuelta y empiezo a caminar. Durante un momento veo que los presos más próximos a mí me miran, pero previendo el desastre vuelven a su trabajo con renovado esfuerzo para no verse implicados. No tardan en rodearme tres hombres a caballo ¿policías, militares? Voy contando en mi cabeza, ya debe quedar poco. Me paso la legua por los dientes, que saben mal y denotan la falta de varios de ellos en forma de huecos en las encías, entonces abro la boca y empiezo a insultar. El hombre que tengo enfrente desmonta exhibiendo una barra de hierro, lamento no haber traído el pico. Esquivo el primer golpe, el segundo me golpea en el vientre y me hace echarme hacia delante, sin respiración, con un dolor agudo semejante a lo que puedo sentir al viajar. Siento dos golpes simultáneos, en una pierna y en la espalda, probablemente de los otros dos jinetes. Caigo al suelo levantando las manos a tiempo de cubrirme la cabeza. Cuando las varas se alzan ya han caído en una lluvia de golpes fuera de toda lógica o moral. Para huir del dolor pienso que ya no debería estar allí, debería haber viajado, es como si se demorase a propósito mi partida. El primer jinete dirige contra mi cabeza un golpe más fuerte que los demás y ya no siento dolor, ni siquiera el propio del viaje, tan solo la suavidad de una pierna contra la otra, sobresaliendo de la bata blanca, un cuaderno, un libro de poesía y sobre mí la revista Rouge abierta por cualquier página.

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