Los
expertos coinciden en que a las dos y media de la madrugada la ciudad duerme,
por lo tanto es un buen momento para que Miguel abra el ordenador y escriba.
Ella,
tumbada en la cama en una posición que no era la correcta, tenía una pierna parcialmente
enroscada en la sábana. Le divertía y daba vueltas de arriba abajo con paradas
momentáneas para ver cómo iban quedando su tronco y piernas desnudos a saltos
entre los colores de la sábana. «Es una pena —pensó— las sábanas de verano son
las más suaves y sin embargo el calor las acaba mandando a los pies.»
Miró
hacia la puerta del baño, un baño de esos que no le gustaban porque al no tener
ventanas te obligaban a encender la luz dando igual el momento del día, además
de que esta luz era demasiado blanca. Le vio, le miró y se puso a recordar
cuando eran jóvenes, o al menos más jóvenes. Recordaba cuando desnudarse tenía
un valor, cuando era un paso y no solo una barrera que se perdía en un
parpadeo. Ahora estaba él ahí, mirándose al espejo, que no a ella, mientras se
lavaba los dientes, completamente desnudo. Antes, al acabar se tapaban con las
sábanas, mirando hacia el techo, y no tardaban en estar ya vestidos, como si
solo existiesen vestidos, desnudos en movimiento y vestidos de nuevo. Le hacía
gracia incluso que durante un tiempo no se la había visto de otra forma que no
fuese en estado de erección, hasta el punto de desear verla enana, diminuta,
una especie de arrugado pliegue de piel resentido. Ahora colgaba apenas, con la
misma energía que la pasión de sus relaciones.
La
costumbre les había alcanzado, habían ganado en aspectos de compenetración
dentro de la relación, pero el sexo se había ido a pique, o por lo menos lo
importante ya que los posibles juegos anteriores al acto seguían gustándoles,
tal vez porque en ellos fingían ser otras personas.
Con
la sábana por el cuello, sin mover más que los pies, divertidos e inadvertidos,
lo vio salir de la cama; aquella piel bronceada, el vientre terso y no dejado.
Vio cómo lucía aún a su amiga en ristre, cómo entraba en el baño, cerraba la puerta
—adiós, luz blanca—, y cómo volvía a salir ataviado con calzoncillos. Se mordió
el labio, el juego volvía a empezar, todo era cosa de no dejarle abrir la boca
y echarlo de casa nada más terminar, antes de que pudiese venir él y hablasen
del día, del trabajo, de la situación del país, del quién eres, de una chica
mala, de por qué lo dices, de porque me he tirado a otro, de te tendré que
castigar con unos azotes y así hasta que no se desnudasen, sino que se
desvistiesen y ella le mirase con cierta decepción pensando que aquello ya lo
conocía.
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