sábado, 27 de agosto de 2016

Ni aunque te mire de perfil

Los expertos coinciden en que a las dos y media de la madrugada la ciudad duerme, por lo tanto es un buen momento para que Miguel abra el ordenador y escriba.


Ella, tumbada en la cama en una posición que no era la correcta, tenía una pierna parcialmente enroscada en la sábana. Le divertía y daba vueltas de arriba abajo con paradas momentáneas para ver cómo iban quedando su tronco y piernas desnudos a saltos entre los colores de la sábana. «Es una pena —pensó— las sábanas de verano son las más suaves y sin embargo el calor las acaba mandando a los pies.»
Miró hacia la puerta del baño, un baño de esos que no le gustaban porque al no tener ventanas te obligaban a encender la luz dando igual el momento del día, además de que esta luz era demasiado blanca. Le vio, le miró y se puso a recordar cuando eran jóvenes, o al menos más jóvenes. Recordaba cuando desnudarse tenía un valor, cuando era un paso y no solo una barrera que se perdía en un parpadeo. Ahora estaba él ahí, mirándose al espejo, que no a ella, mientras se lavaba los dientes, completamente desnudo. Antes, al acabar se tapaban con las sábanas, mirando hacia el techo, y no tardaban en estar ya vestidos, como si solo existiesen vestidos, desnudos en movimiento y vestidos de nuevo. Le hacía gracia incluso que durante un tiempo no se la había visto de otra forma que no fuese en estado de erección, hasta el punto de desear verla enana, diminuta, una especie de arrugado pliegue de piel resentido. Ahora colgaba apenas, con la misma energía que la pasión de sus relaciones.
La costumbre les había alcanzado, habían ganado en aspectos de compenetración dentro de la relación, pero el sexo se había ido a pique, o por lo menos lo importante ya que los posibles juegos anteriores al acto seguían gustándoles, tal vez porque en ellos fingían ser otras personas.

Con la sábana por el cuello, sin mover más que los pies, divertidos e inadvertidos, lo vio salir de la cama; aquella piel bronceada, el vientre terso y no dejado. Vio cómo lucía aún a su amiga en ristre, cómo entraba en el baño, cerraba la puerta —adiós, luz blanca—, y cómo volvía a salir ataviado con calzoncillos. Se mordió el labio, el juego volvía a empezar, todo era cosa de no dejarle abrir la boca y echarlo de casa nada más terminar, antes de que pudiese venir él y hablasen del día, del trabajo, de la situación del país, del quién eres, de una chica mala, de por qué lo dices, de porque me he tirado a otro, de te tendré que castigar con unos azotes y así hasta que no se desnudasen, sino que se desvistiesen y ella le mirase con cierta decepción pensando que aquello ya lo conocía.

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