viernes, 30 de octubre de 2015

Como mirar a los ojos

Un sonido molesto y de pronto ella está ahí, frente a ti, y lo primero que dice es que no te ve. Entonces te das cuenta de que tienes un trozo de celo pegado en la cámara del ordenador “por seguridad”, así que lo quitas mientras pides por favor, en silencio, que el celo no deje pegamento en la cámara. Te ves en pequeño, en un cuadro en la esquina derecha de la pantalla, y lo primero que le dices a la chica con la que no hablas desde hace tanto tiempo es “¿Ahora mejor?”. Pero volvéis a coger aire y empezáis en serio, lo anterior ha sido un calentamiento, ahora os saludáis tristemente formales, hola, qué tal, bien y tú. No pierdes la ocasión de rememorar una antigua gracia adaptada a las circunstancias y la haces reír ¡bravo! Pero ella no ríe y mira a la pantalla, el equivalente de mirar a los ojos, sino que sonríe como triste y agacha la cabeza hacia un lado, momento en el que tragas saliva. Ojalá sea que aún está un poco incómoda, piensas, y planeas hacerla reír de nuevo dentro de poco para comparar resultados. Acabas hablando, porque tú nunca hablas, solo preguntas, y con ella tiene que ser distinto, porque siempre es distinto con ella, así que le cuentas lo primero que te viene a la cabeza, algo curioso que además lleva implícita la intención de crear pequeños celos. Le cuentas que últimamente conoces gente pasivamente, en especial mujeres, que vienen a ti, les encanta tu imagen predeterminada y te idolatran hasta que se cansan de que no les hagas caso y se van. Pero ella te hace un par de preguntas menores después de fingir asombro y a ti se te cae el castillo de naipes. Entonces, en una extraña defensiva, le preguntas tú, pero ella contesta a las preguntas sin importancia con escasa información, y las que te interesan las contesta como si fuese de agua y éstas resbalasen por su piel. Pero qué tonto eres, que no sabes preguntar, y eso que es lo que haces siempre, preguntas, preguntas, preguntas y todas bruscas y te crees original, y después preguntas sobre las respuestas y te crees psicólogo. No la haces reír y la ves triste, pero ella está allí, hablando contigo desde quién sabe dónde (se lo tendrás que preguntar) a través de la pantalla, pero si no quisiese hablar contigo no estaría, lo cual te da esperanzas, o es que quería ver cómo te iba o si habías cambiado, lo cuál te quema al pensarlo. Entonces, como un mago al que se le acaba la función, le sacas las bromas del sexo, lo cual te ha dado información muchas veces, pero no sé cómo se te ocurre sacar la estrategia ahora. Haces una broma sexual con algo de gracia y mides su reacción o incluso estás atento a si continúa la broma, pero nada, has lanzado una bomba y ni la has oído explotar. Ella de pronto dice algo muy bonito, y sin que se aprecie por la cámara, estiras la mano y lo apuntas con lápiz en la mesa. Le haces tres preguntas y a estas sí te responde, entonces bajas de las nubes y te centras en mantener una conversación adaptada a la guerra callejera que es el mundo cuando está ella. Después de toda la conversación te hace pequeñas confidencias cuando todo está a punto de acabar. Te dice que te tiene que dejar, tú le dices que a ver si habláis más, ella responde de forma ambigua, después adiós y ella desaparece como una página de internet más que se cierra, con un sonido como de bote que se hunde que hace el programa. Piensas si decirle al día siguiente que te gustó hablar con ella, pero descartas la idea, y entonces te pones a imaginar todas las vertientes que podría haber tomado aquella conversación, cómo podrían haber sido, cuál habría sido su final, o si aún no habría habido y seguiríais hablando, con ella riendo abiertamente mirando la pantalla, que es como mirar a los ojos.

lunes, 26 de octubre de 2015

El sueño de Elisa

Era una comida familiar en casa de tía Ana, y mamá no me dejó llevar los guantes de medio dedo porque tenía que ir medianamente arreglado. La prima Elisa es la hija de la tía Ana, y nosotros íbamos, junto con casi toda la familia, a una comida en celebración del cumpleaños de tía Ana. Llegamos, nos abrieron y nos preguntaron qué queríamos beber: mis padres vino, mi hermano cerveza y yo un refresco, porque mamá dice que no puedo beber alcohol y no me gustan el vino ni la cerveza. Saludé a los que habían llegado, a las mujeres con dos besos, a los hombres que eran incorporaciones recientes como los novios de tía Claudia y tía Helena dándoles la mano y a los hombres de la familia con dos besos también. Como saludé a todos saludé también a la prima Elisa, que siempre tiene los ojos vidriosos y la piel muy pálida porque tiene una enfermedad que le impide dormir. El aperitivo se tomó de pie, como siempre, y luego nos sentamos alrededor de la mesa cuadrada que en realidad eran dos mesas rectangulares puestas juntas para la ocasión. La gente, para tomar el aperitivo, había cogido vasos sin saber dónde se iba a sentar, y ahora algunos tenían de más y a otros les faltaban, además de que algunos teníamos vaso de vino cuando no bebemos vino, así que corrieron vasos de un lado para otro y empezó la comida. Me gusta el sonido que se produce cuando alguien apoya el cubierto en el plato para estirar la mano, coger un trozo de pan, partirlo en trozos más pequeños y morder uno o utilizarlo para mojar la salsa o empujar la comida, y después recoger el cubierto. La comida estaba muy rica porque en las celebraciones especiales se hace comida que no se suele hacer y como es típico en mi familia se cocina mucho y la gente como yo podemos comer y comer. Llegó el momento de los regalos y todo fueron ropa y complementos para tía Ana, a excepción del libro que le regalé yo, y a pesar de ser un regalo diferente no le prestó atención, y eso que le había comprado un libro finito porque sabía que ella no leía. Al final acabamos todos sentados relajadamente sobre los sofás, los sillones y alguna silla, tomando café o bebidas alcohólicas  de las que se toman después de comer. Yo bebía agua para tragar el chocolate porque mamá no me deja beber alcohol, y el tío Ernesto bebía vino porque solo bebe vino, y si le preguntas si quiere otra bebida te contesta “no, no”. Estaba tía Claudia devorando pastelitos cuando soltó una exclamación y se llevó las manos a la boca, la miré y luego seguí su mirada. La prima Elisa estaba recostada en el sofá, con los ojos cerrados, los labios apretados y las manos juntas sobre el regazo. Se hizo el silencio porque todos estaban sorprendidos ya que la prima Elisa no dormía por una enfermedad, como dicen mamá y papá. La miramos un rato y entonces ella abrió un poco los ojos, “estaba soñando algo precioso”, dijo, “acercaos y soñadlo conmigo”.

El absurdo

Un hombre llama a la puerta y otro abre, entonces el que ha llamado saca una pistola y dispara al que ha abierto en la tripa. El hombre que ha abierto le dice enfadado al otro que no le parece bien que le dispare encima que le ha abierto la puerta, y el otro hombre, pensándolo, se siente muy culpable de pronto. Quisiera rebobinar el tiempo apenas unos segundos, pero no es posible, así que decide arreglar la situación, dejarla como estaba antes, por lo que se agacha y mete la mano en la herida para recuperar la bala. El otro hombre grita de dolor y le dice que intentando arreglar la situación la está empeorando, pues su mano es más grande que la bala, pero el que está agachado ya ha extraído ésta y se dispone a meterla de nuevo en el cargador. El herido le dice que no sea tonto, que la bala está manchada de sangre y cuando ésta se seque hará que el arma no funcione, así que el de fuera se marcha triste, con la cabeza gacha. El hombre herido cierra la puerta murmurando acerca de las visitas que se dan hoy en día, después va al sofá, enciende la televisión y se pone a ver un programa titulado “Las muertes más absurdas”.

El otoño

En verano me tumbaba sobre el césped, verde y mullido, y su frescor me hacía dormir tranquilo. Pero ahora el frío hace que el rocío persista, y éste me moja la espalda. Ahora la tierra se congela y se hace dura, y no me deja conciliar el sueño. Menos mal que se me ha ocurrido extender una alfombra de hojas rojas. Ahora duermo mucho mejor.

La jaula

Cuando se despertó vio que se encontraba en una jaula. Tenía forma de campana circular y estaba compuesta por barrotes de metal muy gruesos. Mientras le dolió la cabeza permaneció tumbado, después, poco a poco, se levantó y entonces vio que no estaba solo en la jaula. Frente a él, en el extremo opuesto de la jaula, a unos diez metros, se encontraba una criatura con piernas, brazos y pelo corto rubio casi blanco. Él se acercó a los barrotes, había mucha separación entre ellos, pero no logró colar su cuerpo para salir. Entonces se giró y encontró a la criatura agachada, mirándole, sintió puro terror. Mientras aquella criatura estuvo inmóvil él permaneció también quieto, alerta, pero cuando empezó a avanzar lentamente hacia un lado él hizo lo propio dando el mismo número de pasos en dirección contraria, recorriendo entre los dos la circunferencia de la jaula. Al final la criatura se detuvo, seguía de cuclillas, y empezó a caminar hacia el interior de la jaula. Él retrocedió hasta que noto los barrotes en su espalda, pero al ver que la criatura seguía acercándose, con la ligera ondulación de su pelo corto, él huyó hacia un lado, alejándose de su trayectoria. Pero la criatura, ahora con las manos apoyadas en el suelo, le seguía a donde quiera que fuese, entonces él echó a correr y la criatura se puso de pie, saltó y se abalanzó sobre él. En la piel se hundieron los dientes y las uñas, los músculos sintieron los golpes, él gritó, luchó y huyó. Le dolían las heridas no infligidas, porque no sangraba, los dientes y las uñas de la criatura no estaban hechas para atravesar la piel de otro ser humano, pero aun así, la criatura, que volvía a estar agachada, sonreía con malicia. Entonces de él se apoderó la ira, gritó y corrió hacia ella. Cuando sus puños fueron a golpearle se había movido, cuando fue a agarrarla ya no estaba. La criatura era ágil, y aunque no producía ningún sonido, no dejaba de sonreír. Finalmente él, habiéndola arrinconado, cogiéndola por los brazos logró golpearla varias veces contra los barrotes, después ella cayó al suelo. Él se alejó, temeroso, pero la criatura no se movía, así que decidió acercarse para comprobar si la había matado. Se agachó y acercó el rostro al suyo, que tenía el pelo corto casi blanco extendido por el suelo como un ramo de flores. Pero de pronto ella abrió los ojos, abrió la boca y se abalanzó sobre él. Notó las uñas y los dedos clavándosele en los hombros, los dientes destrozándole los dedos, y cuando él lanzó un alarido de rabia y se dispuso a matarla, ella dio un paso atrás, quedando fuera de la jaula. Desde un principio había podido marcharse, sin embargo había decidido quedarse.

domingo, 25 de octubre de 2015

Las calles

Daniela tenía por aquel entonces cinco años. Un día, de camino al colegio de la mano de su madre, vio que donde siempre había habido una acera ahora se veía el hormigón vivo, y cuando se lo comentó a su madre ésta le contestó que estarían de obras y que habrían levantado la acera para poner otra. Y Daniela, con su ceño fruncido ante las explicaciones que no le convencen, juraría al día siguiente que allí faltaban dos farolas. Un día, de improvisto, tuvieron que dar mucha más vuelta para ir al colegio, Daniela no entendía por qué, así que aquella tarde fue a emprender su ruta habitual para encontrarse con que los edificios de cada acera, enfrentados por la calle, se encontraban ahora pegados el uno al otro. Y es que alguien había estado robando las calles.

El cartero

Yo recordaba una clase de lengua, en el colegio. Allí el profesor nos pidió que hablásemos de los medios de comunicación, preguntándonos por el original o algo parecido. Entonces se alzaron manos, supongo que un quinto de la clase lo haría, antes niñas que niños, y se empezó a hablar de teléfonos y de ordenadores si es que ya estaban presentes en las casas, que lo ignoro. Tras cada respuesta el profesor negaba, se bajaban las manos que habían pensado decir lo mismo y se subían unas nuevas con ideas frescas. Al final una niña de voz aguda y apagada dijo algo que al profesor le gustó, porque era lo que estaba esperando, no era el telégrafo, era la carta. Nos contó a cerca de la carta y luego empezamos a ver las funciones del lenguaje, pero eso a mí me da igual.
Lo importante es la carta. Yo no he recibido muchas cartas en mi vida y aún así tengo más, probablemente, que mis contemporáneos. Tendré menos de veinticinco. Y no me refiero a otras cartas que no sean las escritas por una persona física que estuviese pensando en mí. Por supuesto mis padres habrán recibido más cartas que yo, tienen más años y estos fueron vividos en otra época. Estoy pensando que quizá, contando postales, el número llegue más de cincuenta, pero las postales me valen menos en este punto.
El asunto es que ahora cuando abro el buzón porque mi madre me lo ha pedido encuentro dos tipos de cosas: publicidad traída por personas cuyo oficio es meter publicidad en todos los buzones cuanto más arrugada mejor y cartas para mi madre provenientes de bancos, facturas y una felicitación navideña por parte del dentista. Ahora, en estos tiempos, pedirle la dirección a alguien pensando en escribirle una carta se ve como un atentado a la intimidad, como mucho se recibe un paquete que previamente se ha encargado, pero ya no se envían cartas escritas a mano con sus postdatas y sus inicios tipo “Querido Miguel:”.
Y cualquier persona sensata se podría preguntar a qué viene todo esto, a si es una especie de crítica social o algo parecido, pero nada más lejos de la verdad, lo que vengo a decir es que el cartero está triste. Y cómo no va a estar triste si cuando sube su motocicleta amarilla a la acera y va parando de buzón en buzón solo mete facturas y cartas que como poco dejarán indiferentes a quienes las abran.
Y es por eso que he tomado una decisión y he actuado en consecuencia, o mejor dicho, tomé una decisión y actué en consecuencia. Busqué en el armario en el que han acabado libros extraños, discos de vinilo, carpetas, folios descoloridos y todo aquello que en algún momento pudo ser material de oficina, hasta dar con lo que buscaba, es decir, sobres grandes, pequeños, blancos, amarillos y hasta con cosas ya escritas por fuera. Entonces tuve que romper mi agradable obrar de estar por casa y coger el autobús hasta la única oficina de correos que conocía, y allí pedir diez sellos para la Comunidad de Madrid y otros diez para el resto de España. También, ya que estaba, compré sobres nuevos y convertí en inútil el trabajo de búsqueda en el armario de mi casa.
Una vez de vuelta al hogar me puse a escribir, y esta nimia tarea, que en mi imaginación pasaba con la dificultad con la que el viento arrastra una pluma, resultó bastante tediosa, porque a mí me gusta escribir, y me lo puedo pasar bien escribiendo una carta, pero no tantas. Una vez terminadas, a eso de las tres de la madrugada, escribí el remite y el destinatario con cuidado de no confundirlos, después solo tuve que buscar tropecientos códigos postales en internet y pude disfrutar de un merecido descanso. Al día siguiente salí antes de casa aplazando dolorosamente la hora de comer y realicé la peregrinación de los buzones amarillos, pues no podía meter todos los sobres en el mismo buzón o el cartero podría mosquearse. Envié a una carta a mi mejor amigo, con el que hacía un mes que no hablaba, a ver si con la tontería hacíamos las paces; envié, por fin, después de varias cartas por su parte, una a mi amiga perdida entre los montes vascos; mandé una a una vecina cuyo buzón estaba a dos minutos de mi casa y por delante del cual pasaba todos los días; mandé una a sietesiete, a la que le había tenido que preguntar su nueva dirección matando toda sorpresa; mandé a mis padres, tíos, tías y apunto estuve de escribir a los cementerios por mis abuelos, pero no me pareció correcto, así que sus cartas me las guardé yo; escribí a Paula una carta terriblemente mala para lo que podía haberle escrito con tiempo y siendo la suya la única que tuviese que escribir; escribí a una exnovia aprovechándome de que no me dejaba hablarla en el día a día pero estando seguro de que esta carta sí se la leería de cabo a rabo, dos veces incluso; y bueno, escribí algunas cartas más a amistades y a la familia que me acogió un mes en Irlanda. Después, habiendo creído concluida mi labor, llegó la siguiente sorpresa, y es que me encontré al cartero metiendo varias cartas en mi buzón, leyendo mi dirección según varias caligrafías, leyéndolas sonriente. Y claro, yo me vi con aquella sorpresa tan absolutamente lógica y que a mí se me había pasado por alto: todas las personas a las que había escrito me habían respondido. ¿Qué pasó? Fácil, me escribieron cartas alucinantes en su mayor parte, fruto de la sorpresa de haber recibido mi carta previa, y tanto me gustaron sus palabras curvadas que a muchas de aquellas personas las volví a escribir, y con esto el cartero estaba encantado, porque algunas personas a las que había escrito enviaron cartas a otros allegados suyos, con la consecuente envidia para el autor de este escrito, y así se propagó una epidemia de sellos, saliva en los bordes y abresobres.
Y ya, como paso final, escribí a desconocidos. Les escribí a algunos sin remite, a otros con él y a unos terceros con remite falso para que le respondiesen a su vez a otro desconocido. Y también pude cumplir una extraña fantasía, escribirle a un carcelario al que no conociese, con cierta periodicidad, contándole mi vida e historias varias, haciéndole desear mis cartas y siendo la envidia de sus compañeros de prisión.

Y bueno, así el cartero ya no está triste, un poco sí porque la moda de las cartas se pasó y la gente volvió a medios más eficaces de comunicación, pero siempre le sale una sonrisa cuando le da por recordar aquellas horas de más que trabajaba sin queja cuando tenía que repartir cartas a todos los buzones de la ciudad.

miércoles, 21 de octubre de 2015

Los viajes de Nathael

Nathael abandonó la granja de sus padres y viajó hasta Neferasta, la ciudad de los pensadores. Allí se sintió marginado en un mundo de hombres vestidos con túnicas blancas que caminaban muy deprisa en todas direcciones sin dejar de murmurar. Sin embargo, aunque estuvo poco tiempo, hizo bastante dinero, pues compró  cientos de cajas de aceitunas a un comerciante y en mitad de la ciudad extendió un puesto de venta de aceitunas. Los pensadores, la mitad medio escuálidos, no querían comer pesados trozos de carne o tediosos vegetales, pero sí compraban, sin mirar a Nathael y sin dejar de murmurar, bolsas repletas de aceitunas que iban mordisqueando en sus largos paseos y cuyos huesos tiraban al suelo tras de sí. Nathael abandonó la ciudad con la bolsa llena, la cabeza vacía y habiendo provocado que en las calles de Neferasta creciesen por doquier cientos de olivos.
Después Nathael se embarcó rumbo a la isla de Fista, pero una tormenta desvió el barco llevándolo a Mármara, destino que no le pareció mal y en el que se quedó. Mármara era una ciudad preciosa, capital de la Isla de las Especias. Entre sus gentes se mezclaban todas las razas, todas las ropas. Sin embargo no había religión, aquella era una ciudad libre de creencias, y la gente, dentro del respeto ajeno, hacía lo que quisiese. Aquella fue una gran experiencia para Nathael, gastó todo su dinero y creyó enamorarse tres veces. Pero llegó el invierno, y aunque no hacía frío como tal, sí que una extraña sensación se posó en el corazón de Nathael, así que decidió reemprender su viaje.
Sus andares le sacaron de la civilización para llevarle a la barbarie y después devolverle a otra civilización. En la llamada Tierra Moderna se encontró con que todo estaba cambiado, y frente a las ideas predominaban los ideales. Por puro placer de experiencias acabó luchando en una guerra de la independencia de una nación. El valor temerario sumado a la sensación de que aquello no era cierto le hizo luchar sin miedo en las batallas más importantes de aquel siglo. Cuando aquella guerra terminó siguió enfrentándose a tiranos y metrópolis y conoció la derrota y la victoria, y al final se cansó. Tras la que se había jurado que sería la última guerra, vistiendo los colores de la recién instaurada bandera, fue presentado junto con otros héroes al nuevo presidente, y a su hija.
Sarah se llamaba aquella joven, educada y audaz, y dejaba a todos los hombres con una sensación extraña en la garganta y la seguridad de que jamás habían conocido a una mujer igual. Sarah no era especialmente guapa, pero eso no impidió que Nathael se enamorase inquebrantablemente de ella. La cortejó en secreto, pues ella ya estaba prometida, y al final, una noche, apareció de improvisto en su balcón y le dijo con completa seriedad que se fugase con él. Ella, creyéndole diferente a los demás hombres, le cogió el brazo y se marcharon en un pequeño barco amparados por la noche. Su fuga terminó por provocar una nueva guerra civil en la que el presidente se desenmascaró como otro tirano, nada había cambiado.
Fueron varios los que intentaron llevarse a Sarah de vuelta con su padre, y varios por tanto los que murieron a manos de Nathael o de la propia Sarah. Y al final ella, a pesar de comprobar que él no era tan distinto, sí terminó por cogerle un cariño especial, cálido, que sería lo más cercano al amor que experimentaría. Pero de pronto, una primavera, en la isla de Reiras, ella cayó en lo que parecía un resfriado de verano que no dejó de empeorar. Él, desesperado, buscó conocimientos en Neferasta, polvos de Mármara e instrumentos de las Tierras Modernas, pero Sarah, cuando él llegó de uno de estos viajes, ya había muerto. Él compró Reiras, la isla en la que ella había muerto, y echó a todos los habitantes a excepción de algunos criados. Y así pasó sus últimos días, el hombre que más mundo había visto no se movió del panteón de aquella mujer que ni siquiera le había llegado a amar.
Si hoy en día se busca Reiras no se encontrará, dicen que cuando él murió la isla se la tragó el mar.

martes, 20 de octubre de 2015

Separaron a dos niños con un muro de acero y lo fueron bajando poco a poco. Cuando al fin se pudieron ver no se reconocieron, les habían engañado, ¿qué hacía esa persona donde debía haber habido un niño?

Ven

Y yo le cantaré a un pájaro un mensaje, y él silbará alegre, y yo me enfadaré con él, cantándole el mensaje una y otra vez. Cuando el pájaro llegue a ti te cantará un mensaje y podrás ver que está muy serio. Tú, la chica que, maravillada, se abría el pecho para mostrarle a la gente las venas de tu pecho. Sé que pedirás los papeles para que se haga un túnel en la niebla y puedas volver. Y mientras tú saltas montañas yo me beberé los lagos, para no tener que echar mi capa por encima después para que puedas pasar. Vendrás con una historia y un sueño incompleto, yo te habré hecho un colgante de rayos de sol. Y después todo desaparecerá, no habrá importado nada y tú y yo nos abrazaremos y nos separaremos solo por no hacernos piedra. Tú soltarás tú leyenda y yo soltaré la leyenda de las rosas, y juntos, desde el mirador, veremos cómo serpentean, se retuercen y una gana a la otra, ya sabes cuál. Al final me dirás que te has olvidado de cómo se leía y que por favor te lea el libro que te regalé y que no te atreves a abrir, te recostarás y yo leeré con las gafas puestas hasta que te quedes dormida. Y bueno, cuando te despiertes te volverás a encontrar dentro del muro de niebla, con el corazón tibio y un par de leyendas por pendientes, a juego con el colgante.

lunes, 19 de octubre de 2015

Pum pum

Esas cosas que pasan, esas. Porque las cosas pasan, vienen como un pájaro, se posan y pían, como un pájaro. Las ruedas de los coches son negras por una razón, ¿sabéis cuál es? Porque yo no, imagino que será por culpa del material y para despistar a los vampiros, supongo. El otro día vi a un hombre al que le faltaba una pierna pero lo remediaba con tres magníficos brazos.
Veréis, hay algo por aquí, en mi cuarto, a lo que no le gusto, y por lo tanto le temo. Ayer lo contemplé en mi cabeza unos instantes antes de dormirme, ¿qué será? O mejor dicho: ¿Qúe séra?
Hay un dúo en el que tocan la guitarra y cantan para desahogarse, y me gustaría poder desahogarme con esa fuerza, pero soy incapaz, me he puesto a escribir ¡y mira lo que ha salido!

Barba entrecana

La princesa debía ser protegida, pues su padre era el más grande de los reyes. La princesa tenía muchos guardias, pero había uno, un viejo caballero de barba entrecana, que destacaba entre los demás por el cariño que le profesaba y por sus muchos años de impecable servicio. Sin embargo el viejo caballero erró en una misión menor a causa de su edad y el rey decidió jubilarle. Se le concedieron lujosas estancias en una de las torres del castillo, pero a la mañana siguiente el viejo caballero estaba pasando revisión a los soldados apostados en la puerta de la princesa. Se le dijo que esa ya no era su labor, que él era libre, y él asentía, confuso. Pero cuando la caravana real fue asaltada por bandidos, de la nada apareció el caballero lanzando estocadas contra los enemigos. Se le agradeció la labor pero se le pidió, esta vez de forma más brusca, que dejase de comportarse como el que había sido, y como irremediablemente volvió en numerosas ocasiones, se acabó por echarle de la fortaleza. Pero un día que la princesa estaba leyendo en el jardín, casi sufrió un ataque cuando vio junto a la fuente, como una estatua, al viejo caballero. El rey, tomándole por loco y temeroso de los problemas que pudiese ocasionar, le mandó matar. Y cuando el viejo caballero estaba de rodillas en el patio, a punto de perder la cabeza, la princesa, desde el balcón, se preguntó por qué estaban matando a su mejor defensor.

sábado, 17 de octubre de 2015

El origen de los fuegos

Algún día escribiré la obra completa de mis viajes, y pensaréis que no tienen ningún sentido. Hasta ese momento os contaré un cuento todas las noches hasta que se apague la vela. Hoy voy a contar algo que pasó dos semanas después de que me marchase de Salafara, el reino frío cubierto perpetuamente con una densa niebla azul, donde tuve que vivir bajo un puente y donde mis pulmones enfermaron para nunca llegar a curarse del todo. Dos semanas después de Salafara mis pasos sin mapa me llevaron a un lugar oscuro. Yo pensaba que había llegado a donde fuese de noche, pero seguía caminando, despacio, con cuidado de no tropezar, y las horas pasaban y el día no llegaba, me encontraba en la región de la perpetua noche. Los ojos no se acostumbran a una noche como esa, pero sí el ingenio; me até ramas a las pantorrillas y al pecho, para que chocasen con cualquier obstáculo, y acabé por descubrir el olor de los árboles, árboles que olían a regaliz y sabían a carne seca. La hierba, que pensé que debía ser también negra, era pegajosa y me lastraba al andar, cuando llegaba la noche (la noche dentro de la noche, la hora de dormir) me subía encima de grandes piedras para no dormir sobre ella, piedras que olían a libro viejo. Sin embargo un día, después de haber caminado ya algunas horas, me pareció ver un destelle rojizo, y debí verlo, pues me cegó los ojos bajo un increíble dolor dios sabe cuanto tiempo. Al recuperarme decidí seguir aquel destello, pero ya no existía. Tiempo después volví a verlo y me volvió a cegar, pero tardé menos en recuperarme. Cada vez fui viéndolo cada menos tiempo y llegué incluso a correr tras él con ojos doloridos. Después de tan larga búsqueda cuando lo hallé me desesperé. En el suelo había una llama, un fuego diminuto, una llamita, la mitad de grande del fuego que proporciona una cerilla. Para mi sorpresa aquel fuego enano me enseñó que la hierba no era solo negra, también era gris y verde, y luego se apagó. Como un cazador fui siguiendo la sucesión de gotas de fuego, que aparecían de pronto en el suelo como si alguien o algo las arrojase y yo no viese qué las creaba por estar ese misterio entre el origen del fuego y yo, tapándomelo con su negro camuflaje. Al final todo cobró sentido de una forma extraña y rápida. Acurrucado en la hierba pegajosa vi que las llamas surgían, no estaban ya creadas, de los ojos de una joven que las lloraba. Ella al fin se había detenido, estaba sentada y sus lágrimas eran gotas de fuego que al caer todas en el mismo lugar empezaban a formar una hoguera. Ella estuvo sentada una eternidad y yo por tanto estuve tumbado una eternidad. En mis viajes había aprendido a convertir mi curiosidad en una manta silenciosa y no en una bola de afiladas preguntas, además de que la joven lloraba y yo no debía intervenir. Al final la hoguera se apagó, ella fue llorando menos y cuando terminó por secarse las mejillas desapareció en la oscuridad. El amanecer del nuevo mundo que vino tras la perpetua oscuridad vino a mí, o fui yo a él, lentamente, permitiéndome acostumbrar los ojos, pero mientras estuve allí no volví a ver a nadie llorar.

viernes, 16 de octubre de 2015

El rey de los tontos

El rey de los tontos comerciaba con los listos, y los listos le engatusaban, le mentían y le robaban. Cuando esto pasaba, los tontos se preguntaban por qué aquel tonto era entonces su rey, y el rey de los tontos les engatusaba, les mentía y les robaba.
Y es que el rey de los tontos realmente era listo, pero era el más tonto de los listos.

Y la niña

Y la niña se columpiaba tarareando esa canción tan triste que hacía llorar al padre en secreto, y el padre estaba en la cocina y se agachaba y pedía que la niña se callase. Y la niña se columpiaba lenta, con la mirada perdida, con ojos que jamás llorarían. Y el padre lloraba abrazándose las rodillas. Y la niña dejaba de columpiarse, dejaba de tararear, se le habría la boca y veía ante sí una luz brillante que se hacía cada vez más grande. Y el padre, con los ojos cerrados y aún abrazándose las rodillas, murmuraba gracias porque la niña se había callado.

Un sueño

¿Qué quieres decirme? Algo querrás decir si estás al otro lado del espejo, si te has tomado la molestia. Verás, no me gusta tu silencio, así que voy a romperlo, espero que no te importe. Siéntate, vamos, siéntate como yo me siento, así, perfecto.
Bien, verás, el otro día soñé que había una reunión de los que fuimos a Irlanda, una falsa reunión que se repite en muchos sueños para dar paso a la acción. Era como si fuese una cena en un barco, en un barco grande, poco alumbrado a propósito. Yo sentía algo en el estómago porque sabía que ella estaría allí, porque aunque ella no estuvo en Irlanda, pese a que la conociese un poco después de volver, en el sueño ella debía acudir al banquete. La gente estaba sentada en varias mesas, y a mí me tocó en una apartada en la que me tenía que sentar con hombres algo mayores aunque jóvenes, trajeados, que habían pagado una fortuna por cubierto y por lo tanto me ignoraron todo el rato, si no se rieron de forma encubierta. Recuerdo dos cosas en especial de aquella mesa, recuerdo que no pedí probar de su comida en ningún momento por puro orgullo, pese a que tenía buena pinta y yo me moría de hambre, y recuerdo también que sobre la mesa había varias botellas de vino que no eran normales, eran más grandes, mucho más, unas botellas (¿se llamarán botellones?) que existen en la realidad y que justo había visto aquel día. También recuerdo recibir un mensaje de texto de ella, el mensaje me gustó, me hizo mucha ilusión que me escribiese, aunque tuve que leerlo de mala manera, y recuerdo también que no lograba escribir una respuesta porque cuando le escribo a ella debe ser a través de unas reglas extrañas, y me distraían los hombres trajeados. Sin haber enviado aún una respuesta la vi acercarse reflejada en algo de metal que había frente a mí, se acercaba como pretendiendo no hacer ruido, y tenía el pelo más corto que en la realidad. De pronto su cabeza apareció junto a la mía, casi mejilla contra mejilla, y me dijo algo, algo que me gustó muchísimo, y no tanto por las palabras sino como por el tono, un tono alegre, ausente de misterios y cosas malas. Me levanté y me fui con ella. No recuerdo de qué hablamos, pero sí de que aún no era noviembre, de que fue una de esas conversaciones que cuando las tienes no cambian nada especialmente pero te dejan muy buen sabor de boca, y bueno, recuerdo que me decía que últimamente me leía mucho, y no solo por buscarse entre mis letras sino porque realmente le gustaba lo que yo escribía, y aunque esto me hacía ilusión en el sueño, lo que realmente ocurría es que esas palabras estaban inspiradas en lo que me había dicho Laura, la chica geográfica, hacía solo unos días. Recuerdo ver a su madre de fondo y pensar que en aquel momento su hija estaba conmigo, lejos de su hechizo, y recuerdo también sentir a su hermana, pero no quería verla. Supuestamente era una cena de los que fuimos a Irlanda pero yo allí no conocía a nadie. Ya he dicho que creo que estábamos en un barco, y creo que salíamos al cielo nocturno, aunque no llegaba a ver el mar. Me gustaba su pelo y su tono confidencial, pero luego no recuerdo qué pasaba, estábamos dentro de un edificio de paredes feas sin decorar y corríamos, y yo sabía que el tiempo con ella sería limitado y no quería desaprovecharlo en correr, quería hablar con ella, solo hablar. Ahora recuerdo que cuando estábamos en el barco yo le transmitía el problema que no llegué a poder contarle en el último sueño porque justo ella desaparecía y yo despertaba, le dije que si se había dado cuenta de que el dieciséis era lunes y ella tenía clase por la mañana y yo por la tarde, y ella respondía “oh”, uno de esos ohs que tanto odiaba en ella porque dan muchísima información, pero toda dentro de su cabeza, mientras tú solo ves su rostro inexpugnable. Aunque bueno, creo que luego me daba una solución, o eso o me decía que ya nos estábamos viendo en ese momento y por lo tanto ya no habría dieciséis. Del resto de sueño no me acuerdo de nada, solo de que me gustó la conversación y de que no hubo nada más ni pudo haberlo, creo que al fin me reconoció que estaba con alguien, y yo sentí que en aquellos momentos era sincera conmigo como de alguna forma no lo fue en vida. Por último, y poco después de esto me desperté o ella y esa historia desaparecieron, recuerdo estar bajando unas escaleras muy largas con ella callada al lado (escaleras parecidas a unas en las que estuve ese mismo día) y decirle, tras pensar en los últimos hechos dentro del sueño:
—¿Crees que me acordaré de esta conversación cuando despierte?

martes, 13 de octubre de 2015

Las muertes

Helena contempló el cielo estrellado desde el balcón, después entró en su habitación, cerró las ventanas y con increíble belleza se tomó la pastilla que la mató. Su no-amado acababa de salir del baño de una gasolinera donde había parado a repostar cuando se encontró al padre de Helena y saludó a su escopeta. El padre de Helena tuvo un juicio y tres meses después el verdugo accionó la palanca y su cuello se rompió. El verdugo llegó a casa abatido, discutió con su mujer y acabó por derribarla de una bofetada, ella se lanzó hacia él con un cuchillo y él le derramó en la cara el aceite que se calentaba en la sartén. Ella se arrastró fuera de la cocina y desde allí lanzó una cerilla dentro, provocando que el gas que llevaba horas deliberadamente abierto explotase. En el hospital la mujer del verdugo murió a causa de las quemaduras del aceite y la explosión. El médico que la había atendido, al llegar a casa, cansado de la vida y triste por la historia del suicidio de Helena que había leído en el periódico, se abrió las venas con bisturí y precisión médica. La señora Matilde, o la loca Matilde, no pudo acudir a la revisión de su embarazo porque su doctor se había matado, así que se autodiagnosticó que su hijo de cinco meses de gestación estaba listo para nacer, se abrió las tripas y contempló con horror sangre y vísceras pero no niño. “Como la gallina de los huevos de oro” murmuró el hombre de barba blanca cuando se enteró. Era un hombre tranquilo que llevaba sombrero y que siempre se quitaba para saludar a la gente, siempre quitándose y poniéndose el sombrero, hasta que un día lo apoyó en una mesa, se le metió un alacrán y al volver a ponérselo éste le picó diecisiete veces, generando un muerto que echaba espuma por la boca. El alacrán no era natural de allí, sino que se le había escapado a un tal Mario, que cuando le contó en la carretera a su madre que habían encontrado al escorpión pero que lo habían matado a puntapiés, ella pegó un volantazo, se salieron de la carretera y se mataron los dos. Pero resulta que la madre de Mario no había pegado el volantazo por la historia de la criatura de su hijo, sino que le había asaltado a la cabeza, como un recuerdo violento, el abandono de Miguel, el escritor, que la había dejado por su amor no correspondido con Helena. Y resulta que Miguel escribió todos estos hechos antes de darse cuenta que la vida era demasiado compleja para él, para después abrir la ventana que cerrase en su momento Helena, saltar y volar.

lunes, 12 de octubre de 2015

El extraño

“¿Quién eres tú?” le preguntaron, y no era extraño, él era un forastero en un pueblo de gente estancada que nunca cambiaba de lugar. Pero él tenía un cometido, una misión, una apetencia, un objetivo, un sueño.
A los niños se los ganó fácilmente, unos caramelos, unos cromos y un par de libros sin texto hicieron que la multitud de criaturitas corriese a casa a contarles a sus madres lo magnífico del nuevo, pese a que ellas, las madres, les contestasen con el ceño fruncido. Pero las madres sucumbieron tras un asedio de regalos útiles o bonitos y representaciones y conciertos de un solo hombre en la plaza del pueblo. A medida que entraba dinero en los bolsillos de los hombres su sonrisa se iba ensanchando, por lo que los enriqueció a todos de formas indirectas, sin levantar sospechas.
Pero aún quedaban cuatro personas a las que no se había ganado y que eran fundamentales. Aquel pueblo no tenía ancianos, solo cuatro viejas que, sentadas en una mesa del único bar, gobernaban el pueblo bajo golpe seco de bastón de un matriarcado implacable. El hombre probó con flores para ellas y flores para sus muertos, probó con colonias y platos típicos, con anillos de oro y un televisor, pero nada alivió las muecas de desagrado de aquellos rostros tan arrugados. Al final la respuesta resultó estar frente a sus ojos, las viejas pasaban todo el tiempo jugando a las cartas, y lo hacían desde hacía muchos años, por lo que su baraja estaba incompleta y deshecha, así que él solo tuvo que regalarles una para que a los tres días le sonriesen por primera vez.
Una vez aceptado quiso ser querido, por lo que invirtió en infraestructuras y mantuvo la política de regalos, y después nada, se relajó, dejó ser objeto de comentarios y acabó por pasar desapercibido. Y eso era justo lo que él quería.
Daba largos paseos y era saludado por todo aquel con quien se cruzaba. Sus paseos acabaron por llevarle hasta la casa más alejada del pueblo, donde vivían un padre muy serio y su hija muy guapa. A él le esquivó y a ella la cortejó hasta que se enamoró de él y se fugaron juntos. Y así huyeron, con la furia del pueblo tras de sí, en un amor salvaje de duración incierta.

Y eso justo era lo que él quería, pues resulta que fugarse de una ciudad es menos emocionante.

sábado, 10 de octubre de 2015

Engranajes

La mesa está servida. Hay bombillas y velas, la sala es enorme. El mantel brilla y el halo de luz rodea la mesa y a quienes están en ella, sin embargo no acoge nada más allá, provocando una zona menos iluminada que desde mi posición parece completamente negra, por donde los criados se mueven y parecen cucarachas. Me llevo un trozo de comida a la boca y me sorprendo, hubiese jurado que era pizza y es pastel de carne, pastel de caaarne, piiizza. Hay que ver lo que se diferencian la pizza y el pastel de carne.
—Pastel de caaarne —susurro sonriendo con la boca abierta.
Pizza. La gente pronuncia su nombre de mil formas y todos lo hacen mal, yo soy el único que sabe decir pizza como se debe, y esto es pronunciando con claridad sus dos zetas: P-i-z-z-a.
Levanto la vista y veo que Andrea me está mirando. Su pelo rubio hace picos a izquierda y a derecha, parece un águila. Enarca una ceja sin llegar a cambiar su expresión. Me juzga, me está juzgando, se cree que puede juzgarme porque ella no sabe que yo sé que ella sigue fumando. Todos la alaban siempre que tienen ocasión, ella, que un día dijo “pues dejo de fumar” y ya no volvió a fumar, o eso cree la gente. Lo divertido es que una vez ella me vio mientras la veía fumar, pero no se debe acordar, estaba en el porche, muy nerviosa, era navidad, había nevado y Mario la acababa de dejar. Tres hurras por Mario.
Miro a Andrea y moviendo los labios muy despacio digo:
—Pas-tel-de-caaar-ne.
Ella aparta la vista con ese deje suyo y me da a entender que es más de pizza.
De pronto me pongo nervioso y mis dedos tamborilean sobre la mesa, a punto estoy de silbar, pero esa falta de educación provocaría que todos me mirasen y no quiero llamar la atención. No sé a qué despistado se le deberá, pero silbar debería escribirse con uve.
Estoy nervioso porque estoy nervioso, el propio nerviosismo me hace estar nervioso. Agarro a una camarera, hago que se incline sobre mí y le susurro la única frase que me sé en francés:
—Excuse moi, voulez vous coucher avec moi ce soir?
Y mientras pienso en Daniela y en si lo habré pronunciado bien me doy cuenta de un hecho terrible: estamos cenando y he dicho “soir” en vez de “nuit”, por eso, sin duda, se ha marchado con esa cara.
Vuelvo a descubrir a Andrea mirándome. Todos los hombres la dejan porque ella les echa el lazo corto por miedo a que la dejen.
—Andrea, querida, ¿tienes lazos?
—¿Cómo?
—Que si tienes un cigarrillo.
Ella mira rápidamente su plazo y yo me recoloco en la silla con cara feliz de niño gordinflón. Ahora, por la victoria, sí que me fumaba un cigarrillo.
La velada pasa lenta pero pasa, el tiempo se demuestra eficaz. Me dedico a lanzar pelotitas de miga de pan a copas ajenas. La gente habla y ríe, ja-ja-ja, ríen como actores. Yo también río a destiempo, fuera de lugar:
—Ja-ja-ja.
Me encanta imitarles. Un poco más fuerte:
—¡Ja-ja-ja!
¡Más, más!
—JA-JA-JA
Y ahí ya me he pasado y he dejado de imitarles.
Una sirvienta me trae un vaso con una pastilla que se disuelve en él. Yo no lo he pedido, así que imagino que alguien me quiere calladito, en su honor levanto el vaso hacia los presentes, aunque nadie me mira, y me lo bebo de un trago.
El tiempo pasa, y el efecto de la droga también. La gente habla, ríe, ja-ja-ja, y mueve las manos. Nadie se fija en lo mucho que mueve las manos la gente, pero las mueven muchísimo, no dejan de moverlas, además lo hacen porque sí, sin que sus movimientos respalden sus palabras. Pero vuelvo a sus risas: echan la cabeza ligeramente hacia atrás, abren mucho la boca y, como si fuesen espasmos, expulsan los jás. Algunas mujeres más mayores se llevan además la mano derecha al pecho, justo debajo del cuello. Son actores, pero encima actores malos, toda su estúpida carrera artística a la que llaman vida es una mierda, no han aprendido nada, actúan fatal.
Me despejo a base de parpadeos y descubro que faltan Andrea y algunas personas más que jamás me llegarán a importar, debe ser tardísimo. Me levanto y la costumbre me lleva a hacer algo atroz: me pongo a recoger la mesa. Cojo un plato y vierto los restos de comida de éste en un segundo plato, realizo el mismo proceso dos veces más y el resultado son tres platos limpios y uno del cuál la mierda desborda, entonces los apilo. También recojo un par de servilletas y dos copas, por ningún lugar encuentro el vaso en el que se disolvía la pastilla. Voy a la cocina, ni rastro de criados, aguzo al oído y llego a captar a un joven soltando frases absurdas para ligar con una joven que le ríe las frases absurdas.
—¡Se dice piZZa! —Les grito.
Descubro que el lavavajillas está limpio y que hay que vaciarlo, qué lata. Voy guardando los platos, los vasos, los cubiertos, los utensilios de cocina que se guardan en el cilindro verde, los que se guardan con los manteles y los que se guardan en un cajón debajo del de los cubiertos, entonces les dejo sartenes y cacerolas a los criados, que me da pereza.
Salgo al porche, el cielo no está cubierto de estrellas pero tiene más que la ciudad. Hace fresco, por lo que encojo el cuello y meto las manos en los bolsillos. Entonces pienso, inmensamente triste porque sé que el relato va a acabar y que moriré con él, que si estuviese nevando vería a Andrea fumar.

viernes, 9 de octubre de 2015

Cuentos

La luz del sol entraba por la ventana del fondo e iluminaba su pelo, las caras de los niños y las partículas de polvo que flotaban lentas, casi estáticas. Ella hablaba sin perder en ningún momento esa sonrisa que ponía cuando contaba historias. Los niños, sentados en el suelo, parecían estatuas. La luz era dorada y hacía que la escena fuese bella y las sombras no se viesen. Yo estaba en la sala contigua, ausente de toda luz, en penumbra. La miraba a ella, cómo movía los labios, cómo movía imperceptiblemente las manos, cómo le brillaban los ojos. Sin embargo, al igual que no me llegaba la luz dorada, tampoco me llegaba el sonido de su voz, no oía la historia. Yo fumaba, fumaba mucho, antes de que se apagase un cigarro lo utilizaba para encender el siguiente, y pese a la oscuridad se veía el gris del humo, flotando lento, como las partículas de polvo. Me hacía gracia cuando al terminar las sesiones ella y los niños tenían que pasar por el cuarto que yo ocupaba, mis dominios, y se veían obligados a romper sus sonrisas para toser a causa del humo. Pero qué más podía hacer que fumar, ella ni siquiera levantaba los ojos una vez para mirarme, parecía que solo existieran para ella los niños y las historias que les regalaba.
Con esfuerzo dejé de apoyarme en la pared y lentamente me fui alejando de la imagen de la habitación del fondo hasta que me di la vuelta y la perdí. Después recorrí el jardín, agachándome para que no se me viese desde dentro por las ventanas, y llegué hasta la habitación del fondo. Me senté y apoyé la espalda contra los ladrillos, quedándome de cara al sol, con los ojos cerrados, disfrutando de los rayos de la tarde. Entonces abrí los ojos sorprendido, estaba oyendo una voz, estaba oyendo su voz. Entonces comprendí que no me llegaban sus historias cuando estaba en el cuarto oscuro porque ella así lo quería, porque aquellas historias no eran para mí. Pero no hice nada, cerré los ojos y seguí escuchando: aquella historia era magnífica.

jueves, 8 de octubre de 2015

Deyan

Deyan es el favorito, cuando sube al rin todos le vitorean. Él levanta sus brazos y le grita al público, el cual parece encantado de que le griten. Su contrincante aún lleva puesta la capucha de la bata, a él nadie le ha vitoreado, de hecho ha subido al rin sin presentaciones, como si se estuviese colando donde no era bien recibido. Deyan sigue dando vueltas sobre sí mismo con los brazos en alto, el encapuchado piensa que se parece a un general romano que vuelve victorioso de una contienda, lo que ocurre es que éste aún no ha peleado. De pronto unos minutos pasan en cuestión de segundos: el árbitro y el megáfono hablan, Deyan hace una última exhibición de musculatura, el encapuchado se quita la bata mostrando un cuerpo más bien enclenque, se saludan chocando los guantes y Deyan no deja de sonreír cuando le propina un puñetazo que le manda contra las cuerdas.
Parpadea un par de veces para desentumecer la cara, nota sangre por alguna parte y en cada parpadeo ve cómo Deyan se va acercando, verle a cada segundo teletransportado un metro más cerca es una sensación de lo más angustiante. Deyan echa el brazo demasiado hacia atrás, por lo que el otro logra esquivarle agachándose, sin embargo no consigue aprovechar la oportunidad para golpear, solo moverse a un lado. Así se suceden los hechos, Deyan se enfada porque el otro huye sin presentar batalla, lanza el puño, el otro esquiva y huye, el público abuchea al enclenque, quieren ver a su Deyan en acción. Pero la sangre salta, todos sonríen, gritan y agitan sus papelitos. Deyan ha cazado al otro, le golpea una, dos, tres veces. Le agarra del brazo con la mano izquierda enguantada y con la derecha le sacude los problemas de la infancia, el árbitro le separa, eso no se puede hacer, pero le separa lentamente.
Fin del primer asalto, balance: el mindungui no ha tocado al campeón y éste le ha destrozado la cara. El nuevo intenta regular la respiración sentado en el taburete, mientras le echan agua por encima y le intentan cerrar los cortes. El manager murmura como murmuraba antes del combate, aquél no es su boxeador y le avergüenza estar representándole.
Segundo asalto. Deyan golpea, el otro le esquiva, Deyan vuelve a golpear, acierta y el público le alaba. Los golpes se suceden a una increíble rapidez, Deyan se confía y ya solo usa el brazo izquierdo, que se mueve hacia atrás y hacia delante como si fuese un muelle. El otro se empieza a agobiar, pero no se agobia por los golpes, se agobia porque el campeón no le deja entrar en acción, no le deja hacer lo que quiere hacer, es como estar frente a una barrera que son sus brazos, además de tener que vencer a la sensación que le invade como si hubiese bebido alcohol. Deyan lanza su puño, el otro se agacha y el guante le pasa rozando el pelo, haciendo despegar todas las gotas de sudor como si fuese rocío. Entonces el tiempo se detiene ligeramente ante los ojos del nuevo, éste se encuentra entre los brazos y el torso de Deyan, así que, casi de cuclillas, echa el brazo izquierdo hacia atrás y espera como un francotirador ante la mira, espera y lanza su puñetazo. Deyan golpea con la fuerza de un gimnasio, de los consejos de su entrenador y de su experiencia, el otro golpea con precisión médica. Deyan se va echando hacia atrás mientras el mindungui se va levantando. Deyan cae al suelo mientras el flojo da un par de pequeños saltos para desentumecer las piernas. Cuando el tremendo cuerpo choca contra el suelo el rin tiembla y las cuerdas se agitan como lianas. El campeón había recibido la ovación del público, el nuevo se gana un silencio impresionante. El árbitro se arrodilla al lado de Deyan, casi con miedo, para comprobar que está inconsciente. Así tumbado boca arriba parece casi inocente.
De pronto alguien sí grita, pero grita con rabia, y se le unen otros y luego todos. La gente más cercana al rin se levanta de sus asientos y va contra las cuerdas. Algunos hombres que disfrutarían atacando también al vencedor se ven obligados a detener a duras penas a la multitud. Alguien coge al flojo, le echa por encima la bata de mala manera y lo saca de allí. Durante el camino varios puños salen de la multitud y le golpean la cabeza, a pesar de no llevar guantes hacen menos daño que los golpes de Deyan, y sin embargo duelen más.
En un vestuario mal iluminado varios hombres gritan, unos se van, luego vuelven, entran unos nuevos. El manager no está contento, sigue murmurando igual que antes. Nadie había sobornado al boxeador para que perdiese en un momento concreto, como mucho habría que haber sobornado a Deyan para que le derribase en uno u otro asalto. Apenas le han curado las heridas, pero él calla, sentado con la espalda encorvada. Tiene un guante puesto y otro no y alguien le mete entre las manos de mala manera un cheque.
La habitación queda vacía con su excepción. Ahí dentro todo solo hay silencio, pero él escucha a la multitud gritar. Entonces se imagina que los gritos son vítores, sonríe con esfuerzo por la hinchazón general de la cara y de pronto le dan igual el dinero y los títulos, él solo quiere que le llamen Deyan.

lunes, 5 de octubre de 2015

Las flechas

Cupido venía de estar con Baco, no estaba de más el sexo de un bacanal dejando de lado el amor de vez en cuando. Sin embargo los bebés no deben volar cuando han bebido, son un peligro público. Así que apuntó su flecha con punta de oro, soltó y acertó en el corazón del hombre bienvestido. Después cogió la de la punta de plomo y apuntó a la mujer, que estaba muy seria porque estaba caminando, y cuando caminaba pensaba y esto la hacía estar muy seria. Cupido soltó y ahogó un grito. Había dioses de una increíble puntería como Zeus, Atenea o Apolo, y también mortales como Ulises o Meleagro, pero a todos ellos les estaba concedida la posibilidad de fallar, no así a Cupido. La flecha no se clavó donde debía, pero tampoco se perdió en la distancia, la flecha se clavó en el centro del pecho de la mujer, a la derecha del corazón. Y así, una flecha de plomo que debió hacerla rechazar al hombre, la envenenó de por vida haciéndole imposible querer nunca más.

viernes, 2 de octubre de 2015

Mientras suena la canción

El cantante es guapo, pero tampoco destaca. Su música ambienta el cuarto, siete mesas ocupadas y otras tantas personas de pie, bebiendo de a poco y escuchando. A pesar de que el cantante canta y los instrumentos tocan se podría decir que el cuarto está en silencio, si acaso interrumpido brevemente por un conejo que sale de una puerta, cruza la sala por detrás de la gente, solo lo ve el cantante, y desaparece por otra, seguido de una niña llamada Alicia que viste un sencillo vestido azul. En otra sala una mujer se deja besar el cuello mientras calcula a qué hora debe marcharse, su bebida está especialmente buena, ¿qué ha dicho el hombre que era? Un hombre después de lavarse las manos disfruta con el hecho de subirse la cremallera, es un acto sencillo pero placentero, piensa. Ese mismo hombre se ve obligado a apoyarse contra la pared para evitar ser arrollado por un conejo que porta un reloj y la niña rubia que lo sigue, después llega a la sala en la que el cantante, respaldado por la batería, se ha animado considerablemente. El cantante, piensa una mujer con los labios muy pintados de rojo, en el instituto debió ser feo o socialmente feo, pero ahora mismo ella pasa el dedo por la copa imaginándose, divertida, cómo sería acostarse con él. En otra sala, un hombre tras la barra se siente a gusto de trabajar allí. Mientras limpia con mimo una jarra enumera grandes inconvenientes, como las horas que son o que la gente parece no verle, pero por otro lado le gusta la luz tenue, la música que suena y las extrañas bebidas que la gente no pide en otra parte. La mujer que se dejaba besar el cuello nota una mano sobre su pecho izquierdo y se plantea si detener ya al hombre. El señor que disfrutó subiéndose la cremallera siente cómo el alcohol se extiende por su nuca, brazos y piernas en forma de humo cálido, y ve con tristeza el fondo del vaso vacío. La mujer de los labios muy pintados de rojo lleva algo más de maquillaje, como por ejemplo los ojos pintados, pero su pelo y su rostro parecen naturales, solo destacan los labios, muy pintados de rojo. El cantante cierra un momento los ojos mientras alarga una palabra, haciendo que a los presentes se les estremezca el corazón y a los conejos se les pare el reloj. El hombre tras la barra ve acercarse a un hombre que se baja y se sube la bragueta, después ve que éste le mira de verdad, no como todos los demás, así que decide servirle una bebida especial, una que le dio antes a un hombre para que a su vez se la diese a una mujer que se iba a dejar besar el cuello. La mujer de los labios muy pintados de rojo siente un malestar momentáneo, pero cuando se recompone descubre que se ha levantado y que casi ha abandonado la sala, ahora está muy lejos del cantante. Alicia y el conejo pasan al lado de una mujer que se intenta zafar de un hombre que si no se puede acostar con ella por lo menos quiere volver a besarle el cuello, ella se levanta, airada, él se levanta, por estar a su altura pero sin saber qué hacer. El hombre que camina mientras se va bajando y subiendo la cremallera al ritmo de la música degusta su bebida y siente que alguien que ha bebido esa misma bebida está en peligro. La mujer de los labios muy pintados y torcidos en una mueca huye de la música por no estar cerca del cantante, y su huida la lleva a un cuarto donde un hombre empuja a otro y se lleva del brazo a una mujer con el cuello muy besado mientras ambos beben del mismo vaso. El otro hombre va a seguirlos cuando la mujer de los labios muy pintados pasa a tenerlos menos pintados a medida que le besa, con los ojos cerrados, imaginándose que es el cantante.
Entonces termina la canción, el cantante abre los ojos y se encuentra con un aplauso. Él se inclina hacia delante y al levantarse da las más sinceras gracias.

La colilla

Barriendo iba cuando se topó con una colilla. Ésta le sonrió y le dijo:
—Barrendero, es usted muy lindo.
Entonces el barrendero miró a un lado, al otro, cogió la colilla, la encendió y empezó a fumársela. Mientras ésta gritaba el barrendero comentó:
—Colilla tonta. Los barrenderos no son lindos y las colillas se fuman hasta que tosen los pulmones.

Y el barrendero siguió barriendo toda su vida, su escoba barrió de todo pero jamás se volvió a topar con ninguna colilla.

jueves, 1 de octubre de 2015

La ciudad de Grano

La ciudad de Punto Negro se encontraba en el milímetro cincuenta y siete de una mejilla adolescente. Era una ciudad tranquila y próspera que no dejaba de crecer, aumentando el diámetro de la misma y destacando entre las vecindades más cercanas. Sin embargo toda prosperidad decayó la mañana del tres de abril. Era temprano y el parte meteorológico indicaba “ducha caliente”, situación en la cual la ciudad aprovechaba para abrirse, y ya estaba abierta la ciudad, descansando, cuando fue atacada. No hubo defensas que valiesen y en cuestión de segundos una bella ciudad pasó a no ser nada. La ciudad había sido “reventada”. Pero el tiempo pasó y algo creció sobre las ruinas de Punto Negro: la ciudad fortificada de Grano. El enemigo nada más descubrir la nueva fundación empezó una campaña de ataques menores en forma de barridos con la uña en la acción denominada “rascar”, pero Grano respondía provocando picores, creciendo a su vez gracias a la infección que se iba gestando. Sin embargo la gloria caduca y Grano fue reventada por segunda vez. Llegado a este punto el enemigo tal vez debió haber exterminado completamente la ciudad, pues los restos de la misma se alzaron en forma de montaña infectada, armada con una sustancia blanca y una hinchazón considerable. El enemigo, temeroso de lo que había creado, intentó llevar a cabo una guerra suave y emprendió diversos modos de intentar limpiar Grano con agua y jamón, al no dar resultado pasó a las cremas exfoliantes, el equivalente de las armas químicas, pero tampoco logró nada pues ya era tarde para estos medios, Grano había doblado su grosos y desprendía un líquido transparente que rechazaba cualquier sustancia externa. El enemigo, desesperado, recurrió entonces a la guerra total: no solo hubo dos intentos de volver a explotar la ciudad, sino que además se roció la zona afectada con pasta dentífrica, el equivalente de las armas atómicas, que todo lo quema.
Esta vez se produjo la desolación total de la ciudad de Grano, dejando una pequeña marca donde no volvió a haber ningún emplazamiento. Sin embargo, al pasar del tiempo, en aquel mismo lugar de la mejilla se erigió un pelo, como si de un árbol se tratase, dejando constancia de lo que allí aconteció.