La luz del sol entraba por la ventana del fondo e
iluminaba su pelo, las caras de los niños y las partículas de polvo que flotaban
lentas, casi estáticas. Ella hablaba sin perder en ningún momento esa sonrisa
que ponía cuando contaba historias. Los niños, sentados en el suelo, parecían
estatuas. La luz era dorada y hacía que la escena fuese bella y las sombras no
se viesen. Yo estaba en la sala contigua, ausente de toda luz, en penumbra. La
miraba a ella, cómo movía los labios, cómo movía imperceptiblemente las manos,
cómo le brillaban los ojos. Sin embargo, al igual que no me llegaba la luz
dorada, tampoco me llegaba el sonido de su voz, no oía la historia. Yo fumaba,
fumaba mucho, antes de que se apagase un cigarro lo utilizaba para encender el
siguiente, y pese a la oscuridad se veía el gris del humo, flotando lento, como
las partículas de polvo. Me hacía gracia cuando al terminar las sesiones ella y
los niños tenían que pasar por el cuarto que yo ocupaba, mis dominios, y se
veían obligados a romper sus sonrisas para toser a causa del humo. Pero qué más
podía hacer que fumar, ella ni siquiera levantaba los ojos una vez para
mirarme, parecía que solo existieran para ella los niños y las historias que
les regalaba.
Con esfuerzo dejé de apoyarme en la pared y lentamente
me fui alejando de la imagen de la habitación del fondo hasta que me di la
vuelta y la perdí. Después recorrí el jardín, agachándome para que no se me
viese desde dentro por las ventanas, y llegué hasta la habitación del fondo. Me
senté y apoyé la espalda contra los ladrillos, quedándome de cara al sol, con
los ojos cerrados, disfrutando de los rayos de la tarde. Entonces abrí los ojos
sorprendido, estaba oyendo una voz, estaba oyendo su voz. Entonces comprendí que no me llegaban sus historias cuando
estaba en el cuarto oscuro porque ella así lo quería, porque aquellas historias
no eran para mí. Pero no hice nada, cerré los ojos y seguí escuchando: aquella
historia era magnífica.
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