sábado, 17 de octubre de 2015

El origen de los fuegos

Algún día escribiré la obra completa de mis viajes, y pensaréis que no tienen ningún sentido. Hasta ese momento os contaré un cuento todas las noches hasta que se apague la vela. Hoy voy a contar algo que pasó dos semanas después de que me marchase de Salafara, el reino frío cubierto perpetuamente con una densa niebla azul, donde tuve que vivir bajo un puente y donde mis pulmones enfermaron para nunca llegar a curarse del todo. Dos semanas después de Salafara mis pasos sin mapa me llevaron a un lugar oscuro. Yo pensaba que había llegado a donde fuese de noche, pero seguía caminando, despacio, con cuidado de no tropezar, y las horas pasaban y el día no llegaba, me encontraba en la región de la perpetua noche. Los ojos no se acostumbran a una noche como esa, pero sí el ingenio; me até ramas a las pantorrillas y al pecho, para que chocasen con cualquier obstáculo, y acabé por descubrir el olor de los árboles, árboles que olían a regaliz y sabían a carne seca. La hierba, que pensé que debía ser también negra, era pegajosa y me lastraba al andar, cuando llegaba la noche (la noche dentro de la noche, la hora de dormir) me subía encima de grandes piedras para no dormir sobre ella, piedras que olían a libro viejo. Sin embargo un día, después de haber caminado ya algunas horas, me pareció ver un destelle rojizo, y debí verlo, pues me cegó los ojos bajo un increíble dolor dios sabe cuanto tiempo. Al recuperarme decidí seguir aquel destello, pero ya no existía. Tiempo después volví a verlo y me volvió a cegar, pero tardé menos en recuperarme. Cada vez fui viéndolo cada menos tiempo y llegué incluso a correr tras él con ojos doloridos. Después de tan larga búsqueda cuando lo hallé me desesperé. En el suelo había una llama, un fuego diminuto, una llamita, la mitad de grande del fuego que proporciona una cerilla. Para mi sorpresa aquel fuego enano me enseñó que la hierba no era solo negra, también era gris y verde, y luego se apagó. Como un cazador fui siguiendo la sucesión de gotas de fuego, que aparecían de pronto en el suelo como si alguien o algo las arrojase y yo no viese qué las creaba por estar ese misterio entre el origen del fuego y yo, tapándomelo con su negro camuflaje. Al final todo cobró sentido de una forma extraña y rápida. Acurrucado en la hierba pegajosa vi que las llamas surgían, no estaban ya creadas, de los ojos de una joven que las lloraba. Ella al fin se había detenido, estaba sentada y sus lágrimas eran gotas de fuego que al caer todas en el mismo lugar empezaban a formar una hoguera. Ella estuvo sentada una eternidad y yo por tanto estuve tumbado una eternidad. En mis viajes había aprendido a convertir mi curiosidad en una manta silenciosa y no en una bola de afiladas preguntas, además de que la joven lloraba y yo no debía intervenir. Al final la hoguera se apagó, ella fue llorando menos y cuando terminó por secarse las mejillas desapareció en la oscuridad. El amanecer del nuevo mundo que vino tras la perpetua oscuridad vino a mí, o fui yo a él, lentamente, permitiéndome acostumbrar los ojos, pero mientras estuve allí no volví a ver a nadie llorar.

No hay comentarios:

Publicar un comentario