sábado, 10 de octubre de 2015

Engranajes

La mesa está servida. Hay bombillas y velas, la sala es enorme. El mantel brilla y el halo de luz rodea la mesa y a quienes están en ella, sin embargo no acoge nada más allá, provocando una zona menos iluminada que desde mi posición parece completamente negra, por donde los criados se mueven y parecen cucarachas. Me llevo un trozo de comida a la boca y me sorprendo, hubiese jurado que era pizza y es pastel de carne, pastel de caaarne, piiizza. Hay que ver lo que se diferencian la pizza y el pastel de carne.
—Pastel de caaarne —susurro sonriendo con la boca abierta.
Pizza. La gente pronuncia su nombre de mil formas y todos lo hacen mal, yo soy el único que sabe decir pizza como se debe, y esto es pronunciando con claridad sus dos zetas: P-i-z-z-a.
Levanto la vista y veo que Andrea me está mirando. Su pelo rubio hace picos a izquierda y a derecha, parece un águila. Enarca una ceja sin llegar a cambiar su expresión. Me juzga, me está juzgando, se cree que puede juzgarme porque ella no sabe que yo sé que ella sigue fumando. Todos la alaban siempre que tienen ocasión, ella, que un día dijo “pues dejo de fumar” y ya no volvió a fumar, o eso cree la gente. Lo divertido es que una vez ella me vio mientras la veía fumar, pero no se debe acordar, estaba en el porche, muy nerviosa, era navidad, había nevado y Mario la acababa de dejar. Tres hurras por Mario.
Miro a Andrea y moviendo los labios muy despacio digo:
—Pas-tel-de-caaar-ne.
Ella aparta la vista con ese deje suyo y me da a entender que es más de pizza.
De pronto me pongo nervioso y mis dedos tamborilean sobre la mesa, a punto estoy de silbar, pero esa falta de educación provocaría que todos me mirasen y no quiero llamar la atención. No sé a qué despistado se le deberá, pero silbar debería escribirse con uve.
Estoy nervioso porque estoy nervioso, el propio nerviosismo me hace estar nervioso. Agarro a una camarera, hago que se incline sobre mí y le susurro la única frase que me sé en francés:
—Excuse moi, voulez vous coucher avec moi ce soir?
Y mientras pienso en Daniela y en si lo habré pronunciado bien me doy cuenta de un hecho terrible: estamos cenando y he dicho “soir” en vez de “nuit”, por eso, sin duda, se ha marchado con esa cara.
Vuelvo a descubrir a Andrea mirándome. Todos los hombres la dejan porque ella les echa el lazo corto por miedo a que la dejen.
—Andrea, querida, ¿tienes lazos?
—¿Cómo?
—Que si tienes un cigarrillo.
Ella mira rápidamente su plazo y yo me recoloco en la silla con cara feliz de niño gordinflón. Ahora, por la victoria, sí que me fumaba un cigarrillo.
La velada pasa lenta pero pasa, el tiempo se demuestra eficaz. Me dedico a lanzar pelotitas de miga de pan a copas ajenas. La gente habla y ríe, ja-ja-ja, ríen como actores. Yo también río a destiempo, fuera de lugar:
—Ja-ja-ja.
Me encanta imitarles. Un poco más fuerte:
—¡Ja-ja-ja!
¡Más, más!
—JA-JA-JA
Y ahí ya me he pasado y he dejado de imitarles.
Una sirvienta me trae un vaso con una pastilla que se disuelve en él. Yo no lo he pedido, así que imagino que alguien me quiere calladito, en su honor levanto el vaso hacia los presentes, aunque nadie me mira, y me lo bebo de un trago.
El tiempo pasa, y el efecto de la droga también. La gente habla, ríe, ja-ja-ja, y mueve las manos. Nadie se fija en lo mucho que mueve las manos la gente, pero las mueven muchísimo, no dejan de moverlas, además lo hacen porque sí, sin que sus movimientos respalden sus palabras. Pero vuelvo a sus risas: echan la cabeza ligeramente hacia atrás, abren mucho la boca y, como si fuesen espasmos, expulsan los jás. Algunas mujeres más mayores se llevan además la mano derecha al pecho, justo debajo del cuello. Son actores, pero encima actores malos, toda su estúpida carrera artística a la que llaman vida es una mierda, no han aprendido nada, actúan fatal.
Me despejo a base de parpadeos y descubro que faltan Andrea y algunas personas más que jamás me llegarán a importar, debe ser tardísimo. Me levanto y la costumbre me lleva a hacer algo atroz: me pongo a recoger la mesa. Cojo un plato y vierto los restos de comida de éste en un segundo plato, realizo el mismo proceso dos veces más y el resultado son tres platos limpios y uno del cuál la mierda desborda, entonces los apilo. También recojo un par de servilletas y dos copas, por ningún lugar encuentro el vaso en el que se disolvía la pastilla. Voy a la cocina, ni rastro de criados, aguzo al oído y llego a captar a un joven soltando frases absurdas para ligar con una joven que le ríe las frases absurdas.
—¡Se dice piZZa! —Les grito.
Descubro que el lavavajillas está limpio y que hay que vaciarlo, qué lata. Voy guardando los platos, los vasos, los cubiertos, los utensilios de cocina que se guardan en el cilindro verde, los que se guardan con los manteles y los que se guardan en un cajón debajo del de los cubiertos, entonces les dejo sartenes y cacerolas a los criados, que me da pereza.
Salgo al porche, el cielo no está cubierto de estrellas pero tiene más que la ciudad. Hace fresco, por lo que encojo el cuello y meto las manos en los bolsillos. Entonces pienso, inmensamente triste porque sé que el relato va a acabar y que moriré con él, que si estuviese nevando vería a Andrea fumar.

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