La mesa está servida. Hay bombillas y velas, la
sala es enorme. El mantel brilla y el halo de luz rodea la mesa y a quienes
están en ella, sin embargo no acoge nada más allá, provocando una zona menos
iluminada que desde mi posición parece completamente negra, por donde los
criados se mueven y parecen cucarachas. Me llevo un trozo de comida a la boca y
me sorprendo, hubiese jurado que era pizza y es pastel de carne, pastel de
caaarne, piiizza. Hay que ver lo que se diferencian la pizza y el pastel de
carne.
—Pastel de caaarne —susurro sonriendo con la boca
abierta.
Pizza. La gente pronuncia su nombre de mil formas
y todos lo hacen mal, yo soy el único que sabe decir pizza como se debe, y esto
es pronunciando con claridad sus dos zetas: P-i-z-z-a.
Levanto la vista y veo que Andrea me está mirando.
Su pelo rubio hace picos a izquierda y a derecha, parece un águila. Enarca una
ceja sin llegar a cambiar su expresión. Me juzga, me está juzgando, se cree que
puede juzgarme porque ella no sabe que yo sé que ella sigue fumando. Todos la
alaban siempre que tienen ocasión, ella, que un día dijo “pues dejo de fumar” y
ya no volvió a fumar, o eso cree la gente. Lo divertido es que una vez ella me
vio mientras la veía fumar, pero no se debe acordar, estaba en el porche, muy
nerviosa, era navidad, había nevado y Mario la acababa de dejar. Tres hurras
por Mario.
Miro a Andrea y moviendo los labios muy despacio digo:
—Pas-tel-de-caaar-ne.
Ella aparta la vista con ese deje suyo y me da a
entender que es más de pizza.
De pronto me pongo nervioso y mis dedos
tamborilean sobre la mesa, a punto estoy de silbar, pero esa falta de educación
provocaría que todos me mirasen y no quiero llamar la atención. No sé a qué
despistado se le deberá, pero silbar debería escribirse con uve.
Estoy nervioso porque estoy nervioso, el propio nerviosismo
me hace estar nervioso. Agarro a una camarera, hago que se incline sobre mí y
le susurro la única frase que me sé en francés:
—Excuse moi, voulez vous coucher avec moi ce soir?
Y mientras pienso en Daniela y en si lo habré
pronunciado bien me doy cuenta de un hecho terrible: estamos cenando y he dicho
“soir” en vez de “nuit”, por eso, sin duda, se ha marchado con esa cara.
Vuelvo a descubrir a Andrea mirándome. Todos los
hombres la dejan porque ella les echa el lazo corto por miedo a que la dejen.
—Andrea, querida, ¿tienes lazos?
—¿Cómo?
—Que si tienes un cigarrillo.
Ella mira rápidamente su plazo y yo me recoloco en
la silla con cara feliz de niño gordinflón. Ahora, por la victoria, sí que me
fumaba un cigarrillo.
La velada pasa lenta pero pasa, el tiempo se
demuestra eficaz. Me dedico a lanzar pelotitas de miga de pan a copas ajenas.
La gente habla y ríe, ja-ja-ja, ríen como actores. Yo también río a destiempo,
fuera de lugar:
—Ja-ja-ja.
Me encanta imitarles. Un poco más fuerte:
—¡Ja-ja-ja!
¡Más, más!
—JA-JA-JA
Y ahí ya me he pasado y he dejado de imitarles.
Una sirvienta me trae un vaso con una pastilla que
se disuelve en él. Yo no lo he pedido, así que imagino que alguien me quiere
calladito, en su honor levanto el vaso hacia los presentes, aunque nadie me mira,
y me lo bebo de un trago.
El tiempo pasa, y el efecto de la droga también.
La gente habla, ríe, ja-ja-ja, y mueve las manos. Nadie se fija en lo mucho que
mueve las manos la gente, pero las mueven muchísimo, no dejan de moverlas,
además lo hacen porque sí, sin que sus movimientos respalden sus palabras. Pero
vuelvo a sus risas: echan la cabeza ligeramente hacia atrás, abren mucho la
boca y, como si fuesen espasmos, expulsan los jás. Algunas mujeres más mayores
se llevan además la mano derecha al pecho, justo debajo del cuello. Son
actores, pero encima actores malos, toda su estúpida carrera artística a la que
llaman vida es una mierda, no han aprendido nada, actúan fatal.
Me despejo a base de parpadeos y descubro que
faltan Andrea y algunas personas más que jamás me llegarán a importar, debe ser
tardísimo. Me levanto y la costumbre me lleva a hacer algo atroz: me pongo a
recoger la mesa. Cojo un plato y vierto los restos de comida de éste en un
segundo plato, realizo el mismo proceso dos veces más y el resultado son tres
platos limpios y uno del cuál la mierda desborda, entonces los apilo. También
recojo un par de servilletas y dos copas, por ningún lugar encuentro el vaso en
el que se disolvía la pastilla. Voy a la cocina, ni rastro de criados, aguzo al
oído y llego a captar a un joven soltando frases absurdas para ligar con una
joven que le ríe las frases absurdas.
—¡Se dice piZZa! —Les grito.
Descubro que el lavavajillas está limpio y que hay
que vaciarlo, qué lata. Voy guardando los platos, los vasos, los cubiertos, los
utensilios de cocina que se guardan en el cilindro verde, los que se guardan
con los manteles y los que se guardan en un cajón debajo del de los cubiertos,
entonces les dejo sartenes y cacerolas a los criados, que me da pereza.
Salgo al porche, el cielo no está cubierto de
estrellas pero tiene más que la ciudad. Hace fresco, por lo que encojo el
cuello y meto las manos en los bolsillos. Entonces pienso, inmensamente triste
porque sé que el relato va a acabar y que moriré con él, que si estuviese
nevando vería a Andrea fumar.
No hay comentarios:
Publicar un comentario